Las leyes físicas y los milagros
En el mundo antiguo, el milagro se consideraba algo normal, tanto en ámbito judío como griego[33]. Aunque también fueron puestos en discusión por autores con espíritu crítico[34], el ataque más duro se produjo en el siglo XVII, a partir de un punto de vista científico.
Baruch Spinoza (1632-1677), en su Tratado teológico-político (1670), dedica el capítulo 6 a los milagros, y afirma que «un milagro es la violación de las leyes matemáticas, divinas, inmutables y eternas. (…) Es imposible que el infinitamente sabio haya hecho leyes para violarlas.»
Por la misma época, Isaac Newton (1643-1727), basándose en sus teorías sobre el movimiento y la gravedad, afirma que los fenómenos naturales pueden ser explicados sin intervención divina[35]. Más tarde, Pierre-Simon Laplace (1749-1827) saca las consecuencias de la mecánica newtoniana y afirma que todo el proceso de la naturaleza es único y está determinado rígidamente, haciendo imposible el milagro[36].
Sin embargo, el 25 de febrero de 1858, Bernardette Souviron, por mandato de la Señora que comenzó a aparecérsele dos semanas antes, escarba en el suelo y termina brotando un manantial. El 1 de marzo tiene lugar la primera curación, de la que se beneficia Catherine Latapie, que lleva año y medio enferma de parálisis. En el mismo 1858 se aceptan otras seis curaciones milagrosas[37].
Pero esto no convence a los espíritus críticos. Ernest Renan, en su Vida de Jesús (1863) acusa a los evangelistas de haber falseado la historia del fundador de la religión más excelsa introduciendo relatos milagrosos, que debemos eliminar en nombre de la ciencia.
«Ninguno de los milagros de los que están llenos las antiguas historias tuvieron lugar en condiciones científicas. Una observación nunca desmentida nos enseña que los milagros sólo ocurren en los tiempos y países donde se cree en ellos, ante personas dispuestas a creer. Ningún milagro se ha producido ante una reunión de hombres capaces de constatar el carácter milagroso de un hecho»[38].
Es lógico que en Francia se produjese un intenso debate a propósito del sentido y posibilidad de los milagros[39]. Algunos los siguen explicando como excepciones ocasionales obradas por Dios a sus mismas leyes[40]. La mayor objeción a esta teoría es que no conocemos todas las leyes naturales: así lo advierte ya J. Bricout en 1905, a propósito de los milagros de Lourdes[41], y lo repite en los últimos años el cardenal Walter Kasper[42].
En cualquier caso, el debate dará paso a una frecuente interpretación de los relatos bíblicos como fenómenos puramente naturales que no requieren una intervención divina.
1.3. Darwin y el evolucionismo[43]
En el mismo siglo XIX se plantea otro gran problema para los intérpretes de la Biblia. Charles Darwin (1809-1882) no es el primero en proponer que las especies de plantas y animales pueden cambiar con el tiempo[44]. Sin embargo, como indica Richard Leakey en su introducción a la versión abreviada de El origen de las especies, la moderna teoría evolutiva procede de él, por dos razones principales: 1) seleccionó pacientemente y de forma sistemática todos los tipos de pruebas que tenían relación con el tema; 2) pudo proporcionar un mecanismo plausible para explicar de qué modo pueden cambiar las especies: la selección natural.
1.3.1. Principales afirmaciones de Darwin con respecto a la Biblia
En 1859 publica su obra Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural[45], en la que afirma:
«Al considerar el origen de las especies, es totalmente comprensible que un naturalista, reflexionando sobre las afinidades mutuas de los seres orgánicos, sobre sus relaciones embriológicas, su distribución geográfica, sucesión geológica y otros hechos semejantes, llegué a la conclusión de que las especies no han sido creadas independientemente, sino que han descendido, como variedades, de otras especies»[46]
Es claro el conflicto con lo que afirma Gn 1,21: «Y creó Dios los cetáceos y los vivientes que se deslizan y que el agua hizo bullir según sus especies, y las aves aladas según sus especies» y 1,25: «E hizo Dios las fieras de la tierra según sus especies, los animales domésticos según sus especies y los reptiles del suelo según sus especies.»
En 1871 publica otro libro, El origen del hombre, y la selección en relación al sexo[47]. La Primera Parte, “El origen o descendencia del hombre”, comienza con un capítulo que podía levantar ampollas: “Pruebas de que el hombre procede de alguna forma inferior”. Y en el capítulo final, “Resumen general y conclusiones”, escribe:
«La principal conclusión a la que aquí se ha llegado, y que actualmente apoyan muchos naturalistas que son bien competentes para formar un juicio sensato, es que el hombre desciende de alguna forma altamente menos organizada. Los fundamentos sobre los que reposa esta conclusión nunca se estremecerán, porque la estrecha semejanza entre el hombre y los animales inferiores en el desarrollo embrionario, así como en innumerables puntos de estructura y constitución, tanto de importancia grande como nimia (los rudimentos que conserva y las reversiones anómalas a las que ocasionalmente es propenso) son hechos incontestables»[48].
También en este caso es claro el conflicto con la Biblia, para la que el hombre ha sido creado directamente por Dios: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1,27). « Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gn 2,7). «Entonces el señor Dios echó sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y creció carne desde dentro. De la costilla que le había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer» (Gn 2,21-22).
La crítica a Darwin se produce en todos los ámbitos: universitario, eclesiástico y popular[49]. Se le ha acusa de racista, machista, de fomentar la eugenesia… Se lo ridiculiza con dibujos que lo representan descendiendo del mono.
1.3.2. Reacción de la Iglesia católica[50]
Al año siguiente de la publicación de El origen de las especies, el Sínodo Provincial de Colonia (1860) comunica: “Declaramos como contrario a la Sagrada Escritura y a la fe la opinión de aquellos que no se avergüenzan de afirmar que el hombre, en cuanto a su cuerpo, es el resultado del cambio espontáneo” (Parte I, Tít. IV, Cap. XIV). Según L. Sequeiros, «tal vez sea la única condena oficial de un sector de la iglesia católica de las ideas de Darwin»[51].
De hecho, León XIII impidió dos veces la publicación de un decreto de condena preparado por los cardenales. Y en los manuales de Teología hasta 1950 el evolucionismo era considerado una opinión «temeraria» que, si bien no llegaba a herejía, se debía evitar.
La encíclica Humani generis, publicada por Pío XII en 1950 supone una apertura. Considera la doctrina del evolucionismo como una hipótesis seria, digna de investigación y de reflexión profundas, al igual que la hipótesis opuesta. Pío XII añadía dos condiciones de orden metodológico: que no se adoptara esta opinión como si se tratara de una doctrina cierta y demostrada (lo cual recuerda a lo que Belarmino dijo a Galileo), y que no se prescindiera de lo que dice la Revelación a propósito de las cuestiones que esa doctrina plantea. Concretamente, se puede aceptar que el cuerpo humano tiene su origen en la materia viva que existe antes que él, pero el alma espiritual es creada inmediatamente por Dios[52]. La doctrina se mantiene en Juan Pablo II[53].
El tema de la creación del alma por Dios es una de las cuestiones que pueden crear más conflicto actualmente entre la religión y la ciencia.
Ya Darwin, en El origen del hombre, relacionaba con la evolución el sentido moral y las virtudes (Parte I, cap. 4). Mucho más radicalmente, Steven Weinberg, premio Nobel de Física en 1979, ateo confeso, piensa que la selección natural elimina la necesidad de un alma creada por Dios[54]; Daniel Dennet explica a partir del evolucionismo el origen de la religión[55], etc.
Sobre todos estos temas aconsejo el libro de Leandro Sequeiros, El diseño chapucero. Darwin, la biología y Dios. Ediciones Khaf, Madrid 2009 y el de Michael Ruse, ¿Puede un darwinista ser cristiano?
1.4. Creación y edad del universo[56]
El hombre bíblico, igual que sus contemporáneos del Antiguo Oriente, tiene una idea muy limitada del universo. Se identifica con nuestro sistema solar, y ni siquiera conoce todos los planetas que nosotros conocemos. Cuando una tormenta atruena y asustan los rayos y relámpagos, el cananeo piensa que es Baal quien los lanza desde detrás de las negras nubes, y el israelita atribuye lo mismo a Yahvé. El universo es una casa grande, pero no demasiado. Y tampoco muy vieja. Los autores bíblicos están convencidos de que Dios lo creó como morada del hombre, y bastaban seis días para crear todo lo necesario y hacerlo habitable. El sol y la luna están también al servicio del ser humano, para fijar las fiestas y las estaciones.
No faltan personas con una visión más profunda, que se admiran de la grandeza del universo y se extrañan de que haya sido creado para el hombre. Como dice el autor del Salmo 8: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creador, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?». Pero, a pesar de la duda, está convencido de que es así, por un acto misericordioso de Dios.
Esta idea del universo como morada del hombre, que ocupa dentro de la tierra su puesto central, se mantiene a pesar de la revolución copernicana. Pero el desarrollo de la astronomía y la geología darán un vuelco absoluto a esta concepción. En orden cronológico, lo primero que cambió fue la edad del universo; más tarde, su dimensión y formación; finalmente surge la discusión sobre si existe solo nuestro universo o muchos, infinitos, más.
1.4.1. Edad del universo
Contemporáneo al problema de la evolución, y muy relacionado con él, es el de la edad del universo y de nuestro planeta. A mediados del siglo XVII, el arzobispo James Ussher (1581-1656), en sus Annales veteris testamenti, a prima mundi origine deducti (Anales del Viejo Testamento, derivados de los primeros orígenes del mundo), publicados en 1654, decidió tras detenido examen de los datos bíblicos que la creación comenzó en las primeras horas del domingo 23 de octubre del año 4004 a.C., con lo que el universo tendría 5658 años de edad cuando publica su obra.
Un siglo más tarde, Isaac Newton también pensaba que el universo tenía unos 6000 años de edad, y la enseñanza se mantiene durante las primeras décadas del siglo XIX. Pero a principios del siglo XIX, Charles Lyell, en sus Principios de geología (1830) piensa ya en larguísimos períodos de tiempo; y Darwin calcula que algunos fenómenos ocurridos en nuestro planeta, como la erosión del Weald al SE de Inglaterra, requieren unos 300 millones de años; y miles de millones de años para el proceso total.
La oposición en este caso no vino de la Iglesia católica ni de la anglicana, sino de los físicos. William Thompson, Barón del Kelvin, Lord Kelvin, autor de las leyes de la termodinámica, basándose en el proceso de enfriamiento de la tierra hasta su temperatura actual, calcula la edad de nuestro planeta en 98 millones de años, con unos límites máximo y mínimo comprendidos entre los 20 y los 400 millones de años, haciendo imposible el proceso de evolución propuesto por Darwin, que requería mucho más tiempo.
Esta lucha entre físicos matemáticos y geólogos-biólogos ocupa las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del XX. Y es instructivo que Joel Levy hace a los físicos el mismo reproche que muchas veces se ha hecho a los teólogos: «En su enfoque de la cuestión de la edad de la tierra desde el punto de vista de los “verdaderos científicos”, los físicos matemáticos estaban en realidad traicionando una de las reglas de oro de las ciencias: si los hechos no encajan con la teoría, la teoría ha de modificarse o desecharse, no al contrario»[57].
En el debate jugará un papel decisivo el descubrimiento de la radioactividad en 1896, y en 1907 se utiliza ya la datación de radioisótopos para calcular la edad de algunas rocas, con muestras fechadas hasta 2200 millones de años. En 1931 el geólogo Arthur Holmes asegura ante el Consejo Nacional de Investigación de los EEUU que «la edad de la tierra es superior a 1.460 millones de años, y probablemente no inferior a 1.600 millones de años. Actualmente, la edad de nuestro planeta se calcula en unos 4.550 millones de años. Y la del universo en unos 13.500 millones de años.
1.4.2. Dimensión y formación del universo
Como hemos dicho, en la antigüedad, el universo se limitaba a nuestro sistema solar y ni siquiera completo. Los astrónomos griegos centraron sus cálculos inicialmente en la distancia entre la tierra y la luna, la tierra y el sol, los planetas. «Hacia 1830 se sabía ya que el Sistema Solar se extendía miles de millones de kilómetros en el espacio, aunque, por supuesto, éste no era el tamaño total del Universo. Quedaban aún las estrellas»[58].
1838: Friedrich Wilhelm Bessel mide el paralaje de la estrella 61 de la constelación del Cisne y concluye que se encuentra a 103 billones de kilómetros de la tierra, nueve mil veces la anchura de nuestro sistema solar; en cálculos modernos, a 11 años luz.
1840: Friedrich Wilhelm von Struve obtiene el paralaje de Vega, la cuarta estrella más brillante del firmamento, que se sitúa a 27 años luz (aunque su cálculo fue en parte erróneo).
El perfeccionamiento del telescopio va a provocar un conocimiento de la magnitud del universo inimaginable pocos años antes y un apasionante debate sobre su origen o creación. El tema es tan técnico que resulta imposible una breve presentación. Basta recordar que en 1927 el sacerdote belga Georges Lemaître (1894-1966) descubre la expansión del universo, descubrimiento que se atribuirá a Edwin Powell Hubble (1889-1953) a partir de 1931, aunque con discusión. Ese mismo año, Lemaître propone la idea que el universo se originó en la explosión de un «átomo primigenio» o «huevo cósmico» o hylem[59]. En su mentalidad de sacerdote católico, la teoría no iba en contra de la creación del universo por Dios, pero eso es lo que desagrada precisamente a otros científicos.
1.4.3. Universo y multiverso
A esto se añade la idea reciente de una pluralidad de universos, propuesta por el físico ruso Andrei Linde, de la universidad de Standfor, según la cual «un pequeño pedazo del universo puede inflarse súbitamente y “echar brotes”, haciendo que surja un universo “hijo” o “bebé”, que a su vez puede hacer que brote otro universo recién nacido, y así sucesivamente (…) Si es así puede ser que vivamos en un mar de universos, en una especie de burbuja flotando en un océano de otras burbujas. En realidad, una palabra mejor que “universo” sería “multiverso” o “megaverso”. (…) Esta teoría también implica que, en algún momento, nuestro universo puede generar su propio universo. Quizá nuestro propio universo tuvo su principio al surgir de un universo anterior más antiguo»[60]
En la misma línea, la reciente obra de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, El gran diseño, defiende que el universo puede explicarse sin necesidad de un Dios creador[61].
Naturalmente, esta afirmación entra en claro conflicto con la Biblia, que comienza diciendo: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Y también con la pretensión de salvar la verdad de la Biblia mediante la teoría del “Diseño inteligente”, sobre la que volveré más adelante.