CAPÍTULO 55 LOS orishás HACEN DE LAS SUYAS

–¡…Cónchales, criatura! Cuando me lo dijeron no lo podía creer y eso que una no debería dudar nunca de la palabra de un babalawo. «¿Está usté seguro, don Caetanito?», le porfié cuando me vino con la inteligencia. «Mire que sus ojos ya no son lo que eran a pesar de que se le escapen detrás de toditas las caderas lindas que se bambolean por la calle». Y él: «Que sí, comadre, que es ella, téngalo por seguro, tanto como que es de día y no de noche. Figúrese que iba yo camino del teatro, ¿y a quién me encuentro? A esa mulatica compañera de usted». Y yo que le sigo porfiando: «No es posible, que se confunde usté. ¿Qué va a estar haciendo la Triniá acá en Cádiz…?».

La cachimba de la negra Celeste dibuja arabescos azules de humo mientras ella gesticula explicando a borbotones tantas cosas. Como el modo en que se había quedado en la calle tras la muerte de ama Lucila, por ejemplo. O cómo su casera, la señorita Magnolia, le había ofrecido techo y camastro a cambio de que le prestara sus servicios, pero ella se había cansado de pasar más hambre que un lazarillo de pobre al lado de tan ilustre como arruinada dama, por lo que decidió llamar a la puerta del Gran Damián. A continuación, el humo de la cachimba escenificó para Trinidad el modo en que, según ella, se había convertido en modista, peluquera y mamá para todo de tan gran artista mientras recorrían España hasta llegar a Cádiz, propiciando el feliz reencuentro.

—Pa que luego desconfíes de los orishás, criatura. ¿Es o no es obra de espíritus que volvamos a vernos? Anda, atrévete a decir que no.

A Trinidad le gustaría explicarle lo poco y nada que la habían ayudado sus tan queridos espíritus hasta el momento, pero no hay forma. Celeste la ha cogido del brazo parloteando sin tasa y allá que se la lleva calle abajo sin escucharla siquiera.

—Nada, criatura, que esto hay que festejarlo como se merece. Qué contento se va a poner el Gran Damián cuando lo sepa. De momento, está de viaje. Anda visitando a un viejo amigo, esclavo cimarrón como él, allá cerca de Sevilla. Un quilombo, ¿túmentiendes? Resulta que por acá también hay campamento de morenos como en Cuba, qué te parece, pero qué importa eso ahora, Gran Damián o no Gran Damián, ahoritica mismo nos vamos pa las habitaciones que tiene alquiladas en la parte más pinturera de Cádiz. Eres nuestra invitada y te voy a preparar una jícara de chocolate y una pila de pasteles que no se la salta un torero. Igualicos, ¿te acuerdas?, a los que tanto le gustaban a ama Lucila. «Que en gloria esté», iba a añadir pero no sé por qué me da a mí que la doña andará más bien friendo espárragos en las calderas de Pedro Botero, con lo poco que le gustaban a ella las labores caseras…

No fue hasta que Celeste la había atiborrado de chocolate y pasteles («… que sí, que cómete otro, estás muy flacucha, chica, y con más mataduras que el perro de San Roque…»), que pudo contarle sus aventuras y desventuras y su interés por reencontrarse con aquel antiguo compañero de travesía, Hugo de Santillán.

—Más te vale ir con ojo —rezongó la vieja después de que le explicara, un poco por encima, de quién se trataba—, que ya tú sabes pa que sirven los hombres, sólo pa darle a una quebraderos de cabeza. Sí, y no sonrías y me des la razón como los locos que, por lo poco que me has dicho de él, me malicio que ese mulato ricachón se da muchos aires. Además, si lo que quieres es averiguar dónde está la Marinita, pa eso no necesitas a ningún cafeolé refitolero abogado de pobres, ya tienes a la Celeste, que te lo puede decir. Yo sé dónde está tu hija.

Cuando más tarde reviviera aquel momento, Trinidad recordaría cómo los arabescos de humo de la cachimba de su amiga ascendían y se deshilachaban, tejiendo y destejiendo sombras, siluetas, perfiles, mientras ella desgranaba su historia. Empezó explicando cómo, dos o tres años después de su partida, Martínez había desvelado a ama Lucila el paradero de la niña.

—Fue en medio de tremenda discusión, que esos dos andaban siempre como el perro y el gato, ya tú sabes. «… Que si no me quieres…, que sólo buscas mis cuartos…, que si eres un cucufato que nomás quieres aprovecharte de una pobre viuda…», y él, después de intentar apaciguarla con unos besitos que no surtieron efecto, acabó diciendo que, para demostrarle la alta estima en que la tenía, iba a presentarle a una de sus amigas más queridas, nada menos que la duquesa de Alba. «… Que además te está muy agradecida y deseando conocerte», arrulló él como palomo esponjao, «porque has de saber, prenda mía, que la mocosa, sí, la hija de tu esclava, es ahora de su propiedad. Y la palabra propiedad se queda harto corta», continuó cloqueando él, «porque tanto cariño le ha tomao que ha acabado prohijándola. Ni te imaginas lo que son los comentarios, pues la lleva a todas partes para escándalo de propios y extraños. Claro que a ella le trae el fresco porque es una gran señora a la que importa un güito los diretes de la gente». Entonces fue cuando le contó a ama Lucila que tan gran señora estaba preparando una obra de teatro en la que hacía de protagonista y que el martes siguiente era el ensayo general, de modo que la invitaba a presenciarlo y a continuación conocer a la duquesa. El resto de la historia ya tú la sabes, salió en todos los diarios, doña Lucila se emperró en subirse a las alturas para ver la obra a vista de pájaro, se precipitó desde allí en plena representación y yo me quedé sin ama.

Trinidad había escuchado todo entre lágrimas de emoción. Su hija, su Marina, no sólo estaba viva y bien, sino que pertenecía ahora al mundo de los privilegiados. Se la imaginaba vestida de muselinas como las señoritas y con chapines de seda, posiblemente tocara el piano y paseara en coche de caballos, seguramente tendría modales exquisitos y cantara en francés. ¿Qué pasaría cuando por fin se encontraran? ¿Renegaría de ella, se sentiría avergonzada? Tal vez se negara a conocerla siquiera. Y había algo que le preocupaba más si cabe. ¿Cuál sería la actitud de esa señora tan principal que ahora era su madre y a la que ella había conocido someramente en casa de la Tirana? Si en efecto la amaba como una hija, lo más probable era que hiciese todo lo posible por impedir tan inoportuno reencuentro.

—… Mira, chica —iba diciendo Celeste cuando Trinidad hizo un paréntesis en sus pensamientos para escuchar de nuevo a su amiga—. Lo que vamos a hacer es dejarlo todo en manos del más allá, eso es lo mejor. Que Caetanito se ponga sus pilchas de babalawo y te eche los caracoles, vas a ver qué rápido nos dicen cómo llegar hasta esa señoronga.

Pero Trinidad se había negado, punto redondo. Nada quería saber de los orishás. Tampoco deseaba ser una carga para el Gran Damián cuando volviera de su viaje. No había más que ver las habitaciones que le servían de acomodo para darse cuenta de que no se parecían a las que tenían en Madrid. Trinidad recordó entonces a la Tirana y su comentario de que la vida de los cómicos era así, en la abundancia un día y al siguiente pobre como rata de sacristía.

En cambio, cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que debía recurrir al abogado de pobres. Trinidad rescató de su memoria la imagen de Hugo de Santillán. Su porte distinguido, sus levitas de corte perfecto, sus ojos entre burlones e inteligentes. «Un caballero mulato», se dijo calibrando la expresión en todo su contradictorio significado. Por un lado, pertenecía al mundo inalcanzable en el que ahora se movía su hija, pero, por otro, era un moreno como ella. ¿No lo convertía eso en el puente perfecto entre ambas realidades? Además, si acudía a él, ni siquiera tendría que preocuparse por el dinero. Según le había contado Haydée, su compañera de camarote en el viaje hasta Madeira, el cometido de un abogado de pobres era precisamente ése, ayudar en asuntos relacionados con la ley a personas que jamás podrían pagar sus servicios.

Pasaron varios días hasta que resolvió comentar su decisión a Celeste. Quería sopesar primero y a solas todas las ventajas e inconvenientes. Cuando por fin lo hizo, la vieja volvió a mostrarse reticente.

—… Que no, que no, que mientras tú lo consultabas con la almohada, yo he andado en averiguaciones sobre este caballerete y me he enterado de un par de cosas.

—¿Como qué?

—Como que se dice que acaba de dejar atrás una fortuna en las Antillas y un padre muy enojao de su marcha para volverse acá pa Cádiz a haraganear en los cafés. ¿Y con quién, dirás tú? Pues con un grupo de jóvenes que se hacen llamar liberales. ¡Sólo con oírlo me tiemblan las canillas! ¿No tú sabes, chica, lo que es eso?

Celeste tampoco lo sabía a ciencia cierta, pero se maliciaba que nada bueno. Al fin y al cabo, poco podía esperarse de un hombre que prefería una tertulia de café a una buena hacienda en las colonias.

—Y luego está la monserga esa de ser abogado de gente sin plata —continuó sermoneando Celeste—. Muy lindo por su parte y chorreante de buenos sentimientos, no te digo que no. Pero ¿qué pensará su pobre padre que tantas esperanzas había puesto en él? Figúrate, vas y le das latines a un hijo, lo mandas a la metrópoli para que se eduque con una bolsa bien llena esperando que se haga un hombre de provecho ¿y cómo te lo paga? Sumándose a los descamisados y defendiendo a malhechores. ¿No tú sabes, alma de cántaro, que lo primero es honrar a padre y madre?

Al final, Celeste no tuvo más remedio que claudicar refunfuñando porque Trinidad había tomado su decisión y le aseguró que acudiría a ver al abogado con o sin ella.

* * *

Y allí estaban las dos ahora. Desafiando los primeros calores de mayo camino de una dirección que nada les había costado averiguar porque (y esto tampoco pareció agradar a Celeste en absoluto) el nombre de Hugo de Santillán era conocido por todos.

—Que no te vas a librar de mí con tanta facilidad —rezonga ahora Celeste, intentando que Trinidad no la deje atrás con su paso rápido y decidido—. Que cuatro oídos oyen más que dos. Y pa que tú lo sepas, chica, cuando acabe la visita, ya te dirá la negra Celeste lo que piensa de ese cafeolé. Más tozuda que una mula, Triniá, eso es lo que tú eres.

—¿Un ramito, morena? Si me das dos vintenes te digo también la buenaventura.

Trinidad se detiene. En todas las ciudades que ha conocido venden romero para hacer más soportable el olor de las cloacas, pero la última vez que lo oyó vocear estaba en Funchal a punto de entrar en el establecimiento de Greta von Holborn para hablar por primera y única vez con Juan. Y antes de eso, la habían abordado cuando estaba a punto de salir para Boaventura en su fracasada búsqueda en aquella ciudad. De pronto, se da cuenta de la coincidencia. Buenaventura y Boaventura son la misma palabra. La misma, además, que los orishás mencionaron aquella ya lejana noche en Madrid en que le echaron los caracoles y la razón por la que había viajado hasta Madeira. Le gustaría comentar la casualidad con Celeste, pero sabe lo que le va a decir. Que las coincidencias no existen, que todo estaba escrito, que qué más quieres, muchacha necia, para convencerte de que los renglones torcidos de los orishás son más rectos que un mástil… Trinidad mira a la gitana que le ofrece entre sonriente y conminatoria su rama de romero y piensa supersticiosamente que ninguna de las dos veces anteriores compró y que, tal vez, debería hacerlo ahora que también está a las puertas de una visita que puede cambiar su vida, pero no tiene dinero. Podría pedirle unas monedas a su amiga, pero entonces no tendría más remedio que contarle por qué lo hace. Se gira ya hacia ella. «Oye, Celeste…», comienza cuando una voz a su espalda la interrumpe diciendo:

—Un maravedí por tus pensamientos, princesa.

* * *

Tardó unos segundos en reconocerlo porque se había dejado una corta y cuidada barba, pero era él, no cabía duda. Los mismos ojos chispeantes, la misma sonrisa un poco burlona.

—Estaba seguro de que nos volveríamos a encontrar, siempre lo supe.

Trinidad decidió no preguntarle por qué, imaginaba que lo decía sólo por amabilidad. Se acercó para presentarle a Celeste —que por supuesto reojeaba al recién llegado con aire de sospecha—, y luego las dos lo siguieron hasta su despacho. Atravesaron un largo pasillo y un patio interior que hablaba de ciertas estrechuras económicas. Seguramente era cierto lo que le habían contado a Celeste, que Hugo de Santillán había vuelto a Cádiz en contra de la voluntad de su adinerado padre y ahora vivía del exiguo estipendio que el concejo de la ciudad asignaba a los abogados de pobres.

—Cuéntamelo todo —dijo una vez que los tres tomaron asiento. Hugo a un lado de su mesa de despacho, Trinidad y Celeste al otro, separados por la pila de libros, carpetas, legajos y papeles que sobre ella reinaban. Él la escuchó con las yemas de los dedos muy juntas y al final dijo—: No veo mayor dificultad para propiciar el reencuentro.

—¿Cómo puede decir eso? —comenzó Trinidad tratándole de usted, pero enseguida pasó al tuteo porque así se lo había pedido él minutos antes («No más altos muros entre tú y yo, ya los habíamos derribado en La Deleitosa, ¿recuerdas?»)—. ¿… Cómo puedes decir eso, Hugo? Por mucho que ahora sepamos quién tiene a mi hija, seguro que habrá problemas, suspicacias, trabas. La duquesa de Alba es una dama muy principal, ni siquiera sé cómo podemos llegar hasta ella.

—Mediante una carta, así es como hacemos las cosas los abogados.

—Paparruchas —intervino Celeste, cuyas reticencias con respecto a Hugo de Santillán se habían atenuado considerablemente al conocerlo y sobre todo al ver el modo austero en que vivía. Pero aun así no quería dar su brazo a torcer—. Los picapleitos creen que todo lo arreglan con cuatro letras y cuatro leyes. Pero donde estén los ojos, la lengua y la piel, que se quite todo lo demás.

—¿A qué se refiere? —preguntó él.

—Usté ocúpese sólo de averiguar dónde vive esa señora de tanto ringorrango, que de convencerla de que la Trinidad pueda abrazar a su hija ya me ocupo yo, que labia tengo un rato.

Hugo dijo que no le cabía la menor duda de que era así, pero que una cosa no quitaba la otra y que la carta de un abogado tenía la ventaja de evitar todos los pasos intermedios.

—Nada de criados que se interpongan entre sus amos y el resto del mundo, comprende usted, ama Celeste. Nada de barreras infranqueables ni de secretarios de celo excesivo. Tampoco de porteros que les impidan a ustedes cruzar siquiera las rejas de entrada de cualquiera que fuese la casa o palacio.

—Ésa precisamente es otra dificultad —opinó Trinidad—. Son tantas las propiedades, tengo entendido, de la señora duquesa que ni siquiera sabemos adónde escribirle.

—¿Crees en la suerte? —le había preguntado entonces Hugo.

—Creo en la mala suerte, de ésa he tenido mucha últimamente…

—Pues para mí que ha empezado a cambiar. Mira esto.

De entre la pila de papeles, documentos y publicaciones que había sobre su mesa, Hugo eligió una, cierta gacetilla llamada La Pensadora Gaditana.

—¿Sabes qué es eso? No, cómo lo vas a saber si no eres de aquí, pero toda Cádiz la conoce y la lee. Dimes, diretes, cotilleos mundanos, nadie conoce al plumilla que la escribe, pero lo sabe todo de todo el mundo.

—En Madrid también hay plumillas de ésos —apuntó Trinidad, recordando a Hermógenes Pavía.

—¡Pajarracos! —fue la opinión de Celeste.

—Aves de mal agüero —asintió Hugo de Santillán—, pero a veces sin quererlo le hacen a uno un favor. Lean esto.

Les pasó la publicación y Trinidad se disponía ya a leer con la lentitud de sus escasas letras cuando Celeste se impacientó.

—Anda, anda, muchacho, mejor nos dices tú de qué va el asunto que ni la Triniá ni yo vamos sobradas de latines.

Hugo les explicó que el pasquín hablaba del paso de Francisco de Goya por la ciudad y, después de reseñar quién era el epulón que había encargado al maestro un par de cuadros para su casa de la Alameda, pasaba a cotillear cómo don Fancho se encontraba ahora no muy lejos de allí, en el Coto de Doñana, visitando a la duquesa de Alba. «Su amante, como todo el mundo sabe —salpimentaba el escribidor o la escribidora para dar más interés a su crónica—. ¿En qué estarán esos dos ahora que se cumple un año de la muerte del duque y se acaban los tan enojosos lutos?».

—Pues vamos p’allá —se animó Celeste al oír aquello—. ¿No dice que ese sitio está cerca? Pa que tú veas, muchacha descreía, todito lo que dijeron los orishás se cumple, incluido el nombre de la dama. ¿O es que ya no te acuerdas de que los caracoles dijeron que encontrarías a tu Marinita al amanecer? Amanecer y Alba son la misma cosa, ¿no? P’allá que nos vamos, y si aquí tu abogado de pobres quiere acompañarnos, miel sobre hojuelas y si no, también, que ya no lo necesitamos. Cuando sepa que los mismitos espíritus nos han llevado hasta la niña, se va a quedar maravillada.

Costó mucho convencerla de que era mejor actuar tal como había sugerido Hugo de Santillán. Enviar una carta, exponer el caso, utilizar los cauces que eran habituales en el mundo de damas como Cayetana de Alba. A Trinidad le llevó una buena media hora de ruegos, temples y buenas palabras y al final Celeste cedió.

—Está bien, sea. Pero a ver qué dice usté en esa carta. No deje fuera ningún detalle de lo que ha tenido que penar esta pobre muchacha hasta saber quién tiene a su hija. Y luego le pone bien clarito a esa señorona que lo único que ella quiere es abrazar a su niña, no sea que crea que se la quiere quitar, menudos son los ricos cuando piensan que alguien les tira de la levita. Anda que si no sirve para nada todo esto… Anda que si resulta ser una de esas soñorongas sin corazón ni entraña (como lo son casi todas), a la que le importan un ardite las penas ajenas…

—Por eso descuide usted. Que es fama que a la duquesa de Alba le ocurre más bien todo lo contrario —explicó el abogado de pobres—. Dicen que es caprichosa, voluble, imprevisible pero de buen corazón, así hablan de ella hasta las coplillas.

—Hasta que no lo vea no lo creeré —duda también Trinidad—. ¿Qué se torcerá esta vez?

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