CAPÍTULO 30 HUGO DE SANTILLÁN

–No me digas que no te has dado cuenta, ¡pero si no te quita los ojos de encima! Y qué ojos, del mismísimo color de la miel. Es lo primero que miro en un hombre. Mi madre decía que son las ventanas del alma, pero… a veces se ve cada cosa dentro de ellos. Por supuesto, no en este caso, ¡ah!

—Shhh, que vas a despertar a nuestra vecina de litera, no estamos solas.

—Como si lo estuviéramos, chica. Aquí la Candelaria está tan sorda como su señora. Las conozco bien, doña Francisquita es vecina de mi amo en Cádiz. Como un marmolillo, te lo aseguro, así podemos charlar a gusto.

El camarote que han asignado a Trinidad para la travesía no tiene nada que ver con el sollado repleto de esclavos en el que viajó desde Cuba y en el que vino al mundo Marina. Tal vez en otros barcos las condiciones sigan siendo las mismas, pero en La Deleitosa las sirvientas de los pasajeros de primera tienen ciertos privilegios. No por bondad o caridad cristiana, sino para estar más cerca de sus amos y poder volar a su llamada. Pero qué más da cuál sea la razón, la cabina era confortable, la cama no muy estrecha y las pulgas y chinches, acostumbradas a carnes más gruesas y rebosantes, casi la ignoraban. Son tres las ocupantes de la cabina. Trinidad; Candelaria, la esclava de la anciana con tan mala cara que la había mirado de reojo a ella y a don Justo al embarcar el primer día; y luego Haydée. Haydée es cubana, pero lleva toda su vida viviendo en Cádiz. «La ciudad más linda del mundo, muchacha, me pasaría horas hablándote de ella».

Y horas había hablado contándole todo. Las cosas que pasaban en Cádiz, las gentes que confluían allí venidas de todos los puntos de América y de Europa atraídas por su riqueza, su belleza, su cosmopolitismo.

—¿Quieres un sombrero parisino? ¿Unas delicias turcas? ¿Unas babuchas venecianas, un chal de Cachemira, unas naranjas de la China? Todo eso es más fácil encontrarlo en Cádiz que en París o en Londres. ¿Qué más quieres? ¿Una alfombra persa? ¿Un ave del paraíso, un mueble ruso, un novio con caudales? No hay en el mundo ciudad que se le parezca, tenlo por seguro. Y por cierto, hablando de novios con caudales: vuelvo a repetirte lo que antes te decía, ¡¿pero tú has visto cómo te mira Hugo de Santillán?!

—Ni siquiera sé quién es ese señor —responde Trinidad y enseguida se arrepiente de haber dicho nada. Son más de las dos y mañana hay que levantarse antes de que amanezca. Pero, sobre todo, no tiene especial interés en entrar en temas personales con alguien a quien acaba de conocer. Haydée, sin embargo, ha tomado su comentario como una invitación a que la ilustre.

—… Pues te lo voy a contar ahora mismo. Es uno de los hombres más ricos de Cádiz.

—Ya será menos. Es un café au lait.

—Si no fueras mulata, chica, pensaría que eres racista. ¿Quieres o no que te cuente quién es ese que te mira con ojos de almíbar?

—Pensé que eran de miel —ríe Trinidad, que ha decidido que cuanto antes empiece Haydée, antes terminará su perorata.

—Figúrate que su padre fue oficial allá, en La Española, donde conoció a una negra que le robó el corazón.

—Uy, he oído tantas historias iguales que no hace falta que me cuentes cómo acaba.

—Tú calla, que ésta es distinta. Dizque ella trabajaba para una madama que la compró de niña llena de piojos y recién bajada del barco en el que casi muere de disentería o vete tú a saber de cuál de esas fiebres. Algo debió de ver en aquella niña larguirucha y con el vientre hinchado de hambre porque, cinco años más tarde, era su pupila más aventajada. Mucho debió de enseñarle la madama de artes amatorias porque se la rifaban los clientes hasta que uno, el oficial del que te hablé, de nombre don Carlos de Santillán, decidió que la quería solo para él. «Mientras pague (dicen que dijo la madama), a mí todo me parece bien». Pagó, en efecto, y durante años se dedicó a educarla como una señorita. Con clases de baile, de piano, todo lo necesario para convertirla en la placée más linda del lugar.

—¿Y eso qué es?

—Un gran invento, francés como no podía ser de otro modo, ellos también lo llaman matrimonio de la mano izquierda. Un matrimonio de la mano izquierda —explicó Haydée con aire soñador y sin esperar a que Trinidad preguntara— es como un matrimonio normal sólo que con otras bendiciones. Placer en gabacho quiere decir «situar» y, en las colonias francesas, se llama así a un arreglo por el que una mujer mulata o cuarterona, comprendes, pero siempre muy bonita, se convierte en esposa de casa chica. La otra, la de casa grande, es la de la mujer legítima, la que muere de aburrimiento haciendo punto de cruz y vistiendo santos mientras que la placée es la consentida, a la que llenan de flores y de joyas, de ropa relinda porque ya sabes cómo son los varones, chica, lo que más les gusta es competir entre ellos, y allá en Saint-Domingue, que es la parte francesa de la isla de Santo Domingo, la rivalidad dicen que es tremenda. ¿Que a tu placée le has regalado un collar de corales? Pues yo a la mía, uno de perlas finas de tres vueltas. ¿Que si tú le compras un purasangre? Yo entonces un cabriolé tirado por alazanes. Y así, con la vanidad masculina por cómplice y mucha mano izquierda, las placées son las verdaderas esposas de muchos hombres con los que forman con frecuencia grandes y felices familias.

—Lo cual no quita que sus hijos sean tan bastardos como otros hijos de amos con sus esclavas —comenta Trinidad, recordando lo que pasaba allá en Matanzas, también en España con Caragatos y otros bastardos de la sábana bajera.

—Como los otros, no. O, mejor dicho, no siempre. Hay blancos que se ocupan poco y nada de sus hijos de plaçage, pero también los hay que los tratan como legítimos. Incluso no pocos los mandan a Europa a estudiar o a alguna academia militar.

—Como a tu Hugo…

—Di más bien tu Hugo, si sabes jugar bien tus cartas.

—No hay ninguna carta que jugar —explica Trinidad sin muchas ganas de dar detalles. Pero Haydée no es de las que se conforman con medias frases y, al final, acabó sonsacándole todo sobre Juan y sus razones para estar ahora mismo a bordo de La Deleitosa.

—Hummm, no sé qué decirte, chica. Perdona, pero yo soy muy práctica. Un tipo que desaparece, tantos años sin saber de él… ¿Qué pasa si llegas a Madeira y resulta que tu Juan está con otra? Los hombres no son de guardar ausencias, sobre todo si son largas. Es mejor pájaro en mano, mírame a mí.

Haydée le contó entonces cuál era su sueño, convertirse también, un día no muy lejano, en una placée, allá, en las Antillas.

—Y ya tengo la mitad del trabajo hecho. ¿Has visto a mi Alberto?

—¿Te refieres al caballero para el que trabajas? —preguntó Trinidad, tratando de recordar la cara del tal Alberto. Era tan poco memorable que no lo consiguió. «La próxima vez me fijaré más en él», se dijo mientras su nueva amiga continuaba explicando sus planes.

—El primer ladrillito de mi castillo en el aire ya está puesto. Alberto es solterón. Llegó a Cádiz hace un año de Santo Domingo para hacer unas diligencias hospedándose en casa de su tía, y yo, que trabajaba allí, enseguida le eché el ojo. Como tú debes hacer con Hugo, por cierto, si eres lista. En fin, el caso es que no tardé ni un mes en convertirme en indispensable en su vida. Nada más fácil si una conoce ciertas hierbas.

—No me digas que le hiciste víctima de un hechizo.

—De una cagalera, que es menos romántico pero igual de eficaz. Primero lo puse a morir y luego lo curé como un ángel.

—¡Pero Haydée!

—En el amor, chica, no hay mejor atino que hacerse la imprescindible en la vida de alguien. Sobre todo si ese alguien pertenece al mal llamado sexo fuerte.

Después de aquella conversación nocturna, Trinidad se dedicó a observar con más interés a don Alberto y comprendió por qué no recordaba su cara. No era ni muy alto ni muy bajo, ni viejo ni joven, ni guapo ni feo. Sólo un dato le resultó interesante. Parecía extremadamente meticuloso. Durante el desayuno, que era cuando ella atendía a sus amos y Haydée al suyo, aquel caballero tenía por costumbre sentarse solo en el comedor, siempre en la misma esquina lejos de los demás, con la espalda perfectamente recta y la vista fija en el mantel. Una vez que Haydée dejaba sobre la mesa su plato con gachas, su buena rebanada de pan, su tripa con manteca colorada y una única pero hermosa naranja, comenzaba la operación. Quirúrgica podría decirse, porque debutaba con don Alberto pinchando la fruta en su tenedor y luego, con una navaja con cachas de nácar y afiladísima que llevaba siempre encima, procedía a pelar —a desollar, sería el término más preciso— la naranja sujetándola en alto mientras dejaba que la monda cayera en volutas sobre el plato formando una espiral perfecta. Hecho esto, se dedicaba a untar la tostada con manteca en cantidades ínfimas para que la primera capa quedara como un tenue velo rojo sobre el pan añadiendo a continuación una capa más y otra y otra. Acababa el desayuno con las gachas que sorbía en minúsculas cucharadas, y después, quedaba en la misma posición inmóvil hasta que Haydée venía a retirar el servicio y secarle los labios con una servilleta. Observó también Trinidad que sólo un detalle cambiaba en rutina tan exacta. Coincidiendo con las noches en que Haydée desaparecía del camarote que ambas compartían para reaparecer cuando rayara el alba, don Alberto, antes de que le retiraran el plato de gachas, dejaba que un dedo travieso se colara por la bocamanga de su sirvienta. Nada más. Ni una sonrisa disimulada, ni una tosecilla cómplice, ni siquiera una furtiva mirada.

—Vaya trabajo de chinos —comentaba luego Haydée mientras fregaban juntas los platos—. El asedio al fortín de un viejo solterón es más lento que un desfile de cojos. Por cierto, ¿tú a qué esperas para empezar el tuyo?

Hugo, por su parte, no había vuelto a abordarla. Ahora se limitaba a saludar con una cortés inclinación de cabeza cuando se cruzaban. Apenas se mezclaba con el resto del pasaje. Solía ocupar las mañanas en pasear por cubierta, charlando (no mucho) con la marinería. Sus tardes, en cambio, parecían casi tan metódicas como las de don Alberto porque se sentaba a leer a sotavento y pasaba allí horas sin que los vaivenes del barco parecieran afectarle.

Hugo de Santillán acababa de cumplir veintiocho años cuando embarcó en La Deleitosa y bien a disgusto que lo había hecho. No le quedó más remedio después de recibir varias cartas de su padre ordenándole que volviera de inmediato a Santo Domingo. La razón de no desear complacerle era que, en los tres años pasados en Cádiz para terminar su educación como abogado, la ciudad se le había metido en las venas. Sus calles, sus perfumes, sus sones, sus bullas, pero sobre todo sus gentes. Los vientos de la Revolución francesa y los no menos estimulantes de la independencia americana habían llenado la ciudad de ilustrados, de librepensadores, de partidarios de acabar con viejas y caducas estructuras para construir un mundo nuevo. Era tanto lo que había por hacer. En los casinos y los cafés se juntaban a diario jóvenes europeos y otros de las colonias a hablar de libertad y también de igualdad. Pero no como lo habían hecho los revolucionarios de 1789, que luego acabaron ahogados en su propia sangre. Los que se reunían en Cádiz, ciudad abierta, estaban curados ya de esos sarampiones, querían cambiar el mundo, no destruirlo. Cuántos planes, cuántos sueños, cuántos deseos de terminar de una vez por todas con abusos e injusticias. Como esa vieja y trasnochada lacra de la esclavitud, por ejemplo. ¿Y quién mejor que él —se decía Hugo de Santillán con convicción, por cuyas venas corría sangre negra pero que se había educado como un blanco— para empezar a conseguir su abolición?

En eso estaba cuando lo obligaron a dejar atrás su sueño, a volver a Santo Domingo, a miles de millas de donde se podía hacer algo para cambiar el futuro. Forzado por tanto a convertirse de nuevo en un cafeolé, en un negro con modales de blanco al que unos y otros miran con igual recelo. ¿Por qué se había empeñado su padre en que regresara? ¿No tenía ya para ayudarle, ahora que se estaba haciendo viejo, a sus otros hijos blancos? A sus «hermanos» de la casa grande, esos que lo ignoraban y se cambiaban de acera cada vez que se cruzaban en la calle. «Te quiero a ti. Ni Carlos ni Alvarito conseguirán sacar adelante esta tierra, ha de ser tuya», le había dicho su padre en la última carta. Pero bien sabía él, y también su padre, que era del todo imposible. Una cosa era que, gracias al plaçement de su madre, hubiera podido educarse como un caballero y otra bien distinta hacer pasar por delante a un mulato ilegítimo cuando había dos herederos blancos.

Hugo mira ahora la estela que deja la nave a su paso. En tres días estarán en Madeira. Allí ha de ocuparse de otros asuntos de su padre que le llevarán un par de días, antes de tomar otro barco con rumbo a Santo Domingo. ¿Pero qué pasaría si no lo hace? Podría inventarse cualquier excusa como que los negocios de Madeira requieren más atención de la prevista. Sí, cualquier mentira piadosa que le permita ganar tiempo. Lo más probable era que las cartas de su padre fueran producto de un ofuscamiento pasajero. Posiblemente había tenido una discusión con esos hijos, según él, tan inútiles y desagradecidos, pero las peleas paterno-filiales suelen ser tan tormentosas como pasajeras, y seguramente ya todo estaría solucionado. Pero no —cavila—, imposible desilusionar a su padre. Lo mejor será pasar una temporada con él lo más corta posible y luego reemprender viaje rumbo a su bella Cádiz. «Será sólo cuestión de unos meses, seis u ocho a lo sumo. El tiempo pasa rápido», se consuela pensando.

* * *

Las tareas vespertinas de Trinidad a bordo de La Deleitosa difieren mucho de las matutinas. Por la mañana tocaba despertarse antes del alba para llevarle el desayuno a la cama a doña Tecla, que tenía horarios de alondra por no decir de búho. Esto era así porque los santos requerían horas canónicas. Es decir, plegarias antes de que despuntase el alba (maitines), otras al amanecer, (prima), después de salir el sol la llamada hora tercia, y a continuación sexta y nona y vísperas hasta acabar en completas hacia las nueve de la noche.

—Qué gran sabio era san Benito —le había explicado doña Tecla—, qué mente preclara y qué santo varón. No sólo inventó las horas para honrar el Libro de Salmos en los que se lee «Siete veces te alabaré» o «A mitad de la noche me levantaba a darte gracias», sino que conocía mejor que nadie las flaquezas humanas y todas sus vergüenzas.

—¿Así lo cree usía? —preguntó retóricamente Trinidad una madrugada, a la hora de maitines, acordándose de fray Benito y de toda su santa parentela.

—Claro que sí, Trini, ¿para qué crees que nos obliga a levantarnos a todas esas horas?

—Ni me lo imagino.

—Pues es muy sencillo, criatura —la ilustró doña Tecla—. Las horas en mitad de la noche están elegidas por ser las de la concupiscencia. Por ejemplo, se sabe que laudes coincide con la hora de los sueños lúbricos; prima, con la de los malos pensamientos. ¿Y qué hace san Benito? Ponernos a rezar en cada uno de esos momentos pecadores para espantar al demonio. ¿Comprendes?

Trinidad casi había empezado a acostumbrarse a dormir con un ojo cerrado y otro abierto para poder asistir a su ama durante sus diversas oraciones nocturnas cuando, una madrugada, después de traerle una tisana que le templase las tripas a continuación de laudes (a la tierna hora de las dos de la mañana), comenzó a fraguarse su desgracia.

Tras dejar la taza junto al altarcito de doña Tecla y a la espera de que su ama terminara de bisbisear oraciones, sintió calor. La Deleitosa viajaba empujada por vientos tan húmedos como templados y el ambiente de aquel camarote alumbrado por decenas de velas humeantes de mal sebo se hacía irrespirable. Trinidad entreabrió la puerta con tal mala fortuna que el yorkshire de su ama aprovechó para huir.

—¡Colibrí! —siseó en voz baja para que su ama no la oyera—. Vuelve aquí, perrito travieso, no sea que tengamos un disgusto.

Apartada del mundo, de sus pompas y sus obras, doña Tecla tenía un único amor terrenal, su perrito. De hecho, gran parte del cometido de Trinidad a bordo consistía en correr tras él. «Has de convertirte en su ángel de la guarda —le había dicho la dama al comienzo del viaje—. A Colibrí le gustan demasiado los ratones». Y no sólo los ratones, lamentablemente. Buena parte del día se la pasaba Trinidad rescatando al yorkshire de desiguales lances con otros animales. Además de cazar pequeños roedores e importunar gaviotas, buscaba pendencia con perros y gatos del barco, también con ratas bastante más grandes y gordas que él de las que Trinidad, con gran asco, había tenido que librarle a puntapiés en más de una ocasión. ¿Habría olido una y por eso se había escapado? ¿En qué recoveco o agujero, en qué parte recóndita del barco podía encontrarlo en plena noche?

—¿No te he dicho mil veces, negra imbécil, que no le quitaras el ojo de encima ni un segundo? —La nuez de doña Tecla ya no subía y bajaba bisbiseando oraciones, sino que temblaba de indignación—. La puta madre que te parió, no sirves para nada —continuó muy poco cristianamente, antes de explayarse en cómo pensaba castigarla si no recuperaba de inmediato a Colibrí.

Trinidad no sabía ni por dónde empezar la búsqueda. Apenas había luna y, en medio de una calma chicha, el velamen golpeaba rítmicamente contra las jarcias, una, otra y otra vez, ora a babor ora a estribor, como un inmenso y acusador metrónomo.

—¡Colibrí, Colibrí! —No se atrevía a alzar demasiado la voz, pero de alguna manera había que llamarlo—. ¿Dónde te has metido?

No se encontró con nadie en cubierta, ni en el desierto comedor, ni en las cocinas. Tampoco le fue de mucha utilidad acudir al centinela de guardia. El hombre se había quedado dormido y no le gustó que una negra lo descubriera echando una cabezadita. Volvía ya derrotada hacia el camarote de su ama cuando vio entreabierta la puerta de la cabina de don Justo, quizá también por el calor. ¿Era posible que Colibrí se hubiera refugiado allí? No sería la primera vez. Empujó levemente la hoja de madera y se decidió a entrar. Iluminado por velas votivas, reinaba en el camarote un silencio espectral, pero ahí estaban los dos. Colibrí en una esquina saboreando un ratón sin cabeza, el amo de rodillas en su reclinatorio, entregado a la oración.

No esperaba nunca tener que verlo así. Don Justo estaba completamente desnudo, la espalda encorvada y penitente, la cara hundida entre sus manos. Aquel cuerpo blanco y fofo y bañado en sudor se agitaba rítmicamente entre leves gemidos. Pero lo que más llamó la atención de Trinidad fueron sus piernas y, en especial, su muslo izquierdo. En la parte superior, muy cerca de la ingle, llevaba atado un cordel de esparto con gruesos nudos que se hundían en su carne, llagándola. Trinidad intentó huir. Se consideraba una intrusa, una entrometida en escena tan íntima. Se acercó a Colibrí para llevárselo y no le importó siquiera que el perrito tuviese el morro lleno de sangre y jugueteara aún con lo que quedaba de aquel pobre ratón descabezado. «Vamos, ven conmigo, ven te digo». Pero cuando llegó a la puerta y la abrió dispuesta a salir, escuchó:

—¿Eres tú, Trini? —Se quedó inmóvil. La voz de don Justo a su espalda sonó templada, serena—: ¿Qué hacías, muchacha?

—Nada, señor, ni he visto nada tampoco. Es Colibrí, que ha asomado un segundo por su puerta que estaba entreabierta, supongo que por el calor. Ya nos vamos, nos está buscando doña Tecla.

—Muy bien, querida. Lleva el perro con mi mujer y luego vuelve. Tengo que hablar contigo.

—Sí, señor, claro, señor. Regresaré por la mañana, a primera hora.

—No me has entendido, por lo que veo. Deja al perro y vuelve ahora mismo.

A Trinidad ya no le importó lo que podía decirle doña Tecla. Que la tachara de inútil, que la llamara negra estúpida e inservible. Cuanto más se explayara, mejor, así le daría tiempo a don Justo a vestirse, a recuperar la compostura, la dignidad, qué culpable se sentía por haber sorprendido escena tan privada.

—… Y que no vuelva a suceder, me has entendido. ¿Para qué crees que necesito a una negra como tú? ¿Para que me sirva el chocolate como a las duquesas? Para eso me basto y me sobro. Desde el principio te lo avisé, tú eres la criada de Colibrí, así que algún castigo has de merecer por tu negligencia. Mañana dormirás aquí mismo, en el suelo, ¿me has comprendido? Ante la puerta, como una estera, no sea que se te vuelva a escapar mi pichón y tengamos un nuevo disgusto —concluyó el ama enterrando sus huesudas falanges en el pelo del yorkshire para hacerle unas cosquillitas.

Empezaba a apuntar levemente el alba por el este cuando salió al fin del camarote de doña Tecla. Trinidad miró a un lado y otro de la cubierta. Dos cormoranes revoloteando por encima de la nave anunciaban lo que con tantas ansias esperaba, la ya no lejana llegada a la primera de las islas de Madeira. Aún habían de navegar varias millas más para avistar Funchal, pero los dos pajarracos aquellos le parecieron un buen agurio, ya estaba más cerca de Juan. Tocó suavemente a la puerta de don Justo y aguardó. Pasaron los segundos, no hubo respuesta. Tal vez no la había oído, volvió a llamar. Silencio. Se habrá quedado dormido, se dijo, mucho mejor así, volvería luego, cuando fuera la hora de despertarlo para el desayuno. Pero, en ese momento, la puerta se abrió y don Justo en camisa de noche hizo señas para que entrase y cerrara sin hacer ruido.

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