Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 34 страница
Y huelga decir que, una vez comprendió que estaba en un simple decorado, que no había sufrido ningún imposible desplazamiento en el tiempo, Wells sintió un inmenso alivio. La situación en la que se encontraba no era agradable, desde luego, pero al menos resultaba comprensible.
—Espero que no le hayan hecho daño a mi esposa —dijo, en un tono que no se decidía del todo a resultar amenazador.
—Oh, no se preocupe —lo tranquilizó Gilliam, agitando una mano en el aire—. Su mujer tiene un sueño muy profundo, y mis hombres pueden ser increíblemente silenciosos si la situación lo requiere. Estoy seguro de que en estos momentos su adorable Jane continúa durmiendo plácidamente, sin echarle en falta.
Wells iba a replicar algo, pero finalmente guardó silencio. Gilliam se dirigía a él con esa altanería un tanto histriónica de los poderosos que tienen el mundo a sus pies. Era indudable que el tiempo transcurrido desde su último encuentro había cambiado la disposición de las piezas en el tablero. Si durante la entrevista en su casa de Woking había sido Wells quien había esgrimido en sus manos el cetro del poder, enarbolándolo como un niño con un juguete nuevo, ahora era Gilliam quien lo sostenía entre sus regordetes dedos. El empresario había mutado, se había convertido en una criatura distinta en unos pocos meses. Ya no era un aspirante a escritor obligado a reverenciar a su maestro, sino el dueño del negocio más lucrativo de la ciudad, al que todo Londres rendía una grotesca pleitesía. Wells, por supuesto, no lo creía merecedor de ninguna adoración, y si permitió que le hablara en aquel tono de superioridad fue simplemente porque después de todo consideraba que Murray estaba en su derecho, pues había sido el claro vencedor del duelo que habían protagonizado los últimos meses. ¿Y acaso no había usado Wells un tono similar mientras tenía el cetro en sus manos?
Como el jefe de pistas de un circo dando comienzo al espectáculo, Gilliam Murray abrió los brazos de par en par, abarcando simbólicamente la devastación que lo rodeaba.
—Bien, ¿qué le parece mi mundo? —preguntó.
Wells dedicó al lugar una mirada de absoluta indiferencia.
—Un logro extraordinario para un constructor de invernaderos, ¿no le parece, señor Wells? Porque a eso me dedicaba antes de que usted me diese un nuevo motivo para vivir, a la construcción de invernaderos.
A Wells no le pasó por alto la responsabilidad que Gilliam había decidido adjudicarle tan alegremente en la forja de su destino, pero prefirió guardar silencio al respecto. Sin dejarse desanimar por su impasibilidad, Gilliam 1o invitó a dar un paseo por el futuro con un gesto de la mano. Tras un momento de duda, el escritor lo siguió con desgana.
—No sé si lo sabe, pero los invernaderos son un negocio muy lucrativo —le informó Gilliam cuando se colocó a su altura—. Todo el mundo reserva en su jardín un espacio para esos universos recogidos donde se ha trasladado ahora el esparcimiento de los mayores y el juego de los niños, y donde además se pueden cultivar plantas y árboles frutales durante todo el año sin que importe el dictado de las estaciones. Aunque mi padre, Sebastian Murray, tenía, por así decirlo, aspiraciones más elevadas.
Apenas habían caminado un trecho cuando un pequeño precipicio les cortó el paso. El empresario emprendió su bajada sin preocuparse en dar un rodeo, descendiendo por su pendiente en un ridículo trotecillo a la vez que trataba de mantener el equilibrio con los brazos en cruz. El perro le siguió de inmediato. Wells lanzó un suspiro y emprendió él también el descenso, intentando no tropezar con los trozos de tuberías Y cráneos sonrientes que sobresalían del terreno. No quería volver a despeñarse. Con una vez al día ya era más que suficiente.
—¡Mi padre intuía en aquellas casitas traslúcidas que los ricos erigían en sus jardines el germen del futuro —le gritó Gilliam mientras descendía ante él por la pendiente—, la primera avanzadilla de un mundo hecho de ciudades transparentes, de edificios cristalinos que erradicarían los secretos y la intimidad del hombre un mundo mejor donde la mentira sería imposible!
Cuando llegó abajo le tendió una mano a Wells, pero este rehusó su ayuda, sin molestarse en esconder la irritación que empezaba a producirle todo aquello. Gilliam no pareció darse por enterado y reanudó la marcha, esta vez por un camino aparentemente menos abrupto.
—Le confieso que al niño que yo era le fascinaba aquella hermosa visión que regía la vida de mi padre —continuó diciendo—. Durante un tiempo incluso la consideré una imagen fiel del futuro. Hasta que, al cumplir los diecisiete años, empecé a trabajar con él. Entonces comprendí que no era más que un espejismo. Resultaba evidente que aquel pasatiempo de ingenieros y horticultores jamás se convertiría en la arquitectura del futuro, no solo porque el hombre nunca prescindiría de su intimidad en aras de ninguna armoniosa convivencia, sino porque contaba con la oposición de los propios arquitectos, quienes desdeñaban el hierro y el vidrio, alegando que aquellos novedosos materiales carecían de los valores estéticos que definían a las obras arquitectónicas. Enseguida comprendí que aquella era la triste realidad, y que por muchas estaciones de ferrocarril que mi padre y yo construyéramos en cristal a lo largo de Inglaterra, nada íbamos a poder hacer contra el reinado del ladrillo. Así que me resigné a ser por el resto de mi vida un simple fabricante de simpáticos invernaderos. Pero, ¿a quién puede satisfacerle esa ocupación frívola e intrascendente, señor Wells? Desde luego, a mí no. Pero tampoco sabía qué podía satisfacerme. A mis veintipocos años disponía del dinero suficiente para procurarme cualquier capricho, por rebuscado que fuese, y eso me hacía contemplar de manera inevitable el mundo como una partida de cartas ganada de antemano que empezaba a antojárseme terriblemente aburrida. Para colmo, mi padre murió durante esos meses, asaltado por unas fiebres repentinas, y eso me hizo todavía más rico, ya que yo era su único heredero. Pero al mismo tiempo también me hizo ser dolorosamente consciente de que la mayoría de las personas mueren sin haber hecho realidad sus sueños. Por mucho que la vida de mi padre pareciera envidiable desde fuera, yo sabía que no había sido plena, Y la mía no iba a correr mejor suerte. Estaba convencido de que yo también acabaría muriendo con la misma mueca de insatisfacción en los labios. Supongo que por eso me refugié en la lectura, para evadirme de aquella existencia tan monótona y predecible que se desplegaba ante mí. Todos llegamos a la lectura por algún motivo, ¿no le parece? ¿Cómo llegó usted, señor Wells?
—Me fracturé la tibia a los ocho años —dijo el escritor con visible apatía.
Gilliam lo observó con un ligero desconcierto durante unos segundos, hasta que finalmente asintió complacido.
—Supongo que los genios como usted han de empezar a esas edades —reflexionó—. Yo tardé un poco más. Hasta los veinticinco años no me animé a explorar la nutrida biblioteca que mi padre, al quedarse tempranamente viudo, había empezado a construir en un ala de la casa, imagino que como otra forma más de desembarazarse de un dinero que sin la ayuda de mi madre no sabía cómo gastar. Ya nadie iba a leer esos libros a menos que lo hiciese yo. Así que lo devoré todo, absolutamente todo. De ese modo, descubrí el placer de la lectura. Nunca es tarde, ¿no le parece? Aunque debo confesarle que no era un lector demasiado exigente. Cualquier libro que me hablase de una vida que no fuera la mía me resultaba, cuando menos, interesante. Pero su novela, señor Wells… ¡su novela me fascinó como ninguna lo había hecho antes! Usted no hablaba del mundo que conocía, como hacía Dickens, ni de los territorios exóticos de África o Malasia, como hacían Haggard o Salgari, ni siquiera de la mismísima luna, como había hecho Verne. No, en La máquina del tiempo usted hablaba de algo que resultaba más inalcanzable aún: hablaba del futuro. ¡Y nadie antes de usted se había atrevido a mostrarlo!
Ante el elogio del empresario, Wells se encogió de hombros y continuó caminando, tratando de no tropezar con el perro, que tenía la irritante manía de cruzarse entre sus piernas. Verne, cómo no, se le había adelantado, pero Gilliam Murray no tenía por qué saberlo. El empresario continuó, ignorando nuevamente su indiferencia:
—Como sabe, a partir de entonces, probablemente inspirados por su novela, muchos otros se apresuraron a publicar también sus visiones del mañana. Los escaparates de las librerías, de pronto, se vieron inundados por cientos de romances científicos. Yo compré todos los que pude, y tras varias noches sin dormir, devorando una novela tras otra, supe que aquella nueva literatura se convertiría desde entonces en mi única lectura.
—Lamento que haya decidido perder su tiempo leyendo esas noveluchas —masculló Wells, que consideraba aquella literatura como una desagradable excrecencia del fin de siglo.
Gilliam lo contempló con sorpresa, y después lanzó una estruendosa carcajada.
—Por supuesto que la calidad de esas obritas es ínfima —reconoció cuando dejó de reír—, pero a mí eso no me importa en absoluto. Los pergeñadores de esas noveluchas, como usted las llama, poseen algo que para mí tiene más valor que la habilidad de trenzar frases sublimes: una inteligencia visionaria que me produce admiración y envidia. La mayoría de esas obritas se limitaban a narrar cómo un invento por lo general disparatado afectaba la vida del hombre. ¿Ha leído la novelita del inventor judío que fabrica una máquina para aumentar el tamaño de las cosas? Es una novela realmente horrible, pero le confieso que la imagen del rebaño de escarabajos-ciervo atravesando Hyde Park logró aterrarme. Por suerte, no todo es así. Dejando a un lado esos delirios, algunas novelas ofrecen una propuesta de futuro cuya verosimilitud yo me divertía en estudiar. Y había algo que no podía negar: tras disfrutar con un libro de Dickens, por ejemplo, nunca se me había ocurrido imitarlo, probar si yo también era capaz de inventar una historia que contara las peripecias de un niño mendigo o las penalidades de un muchacho en una fábrica de betún, porque me parecía que cualquiera con un mínimo de imaginación y tiempo podía hacer eso. Pero escribir sobre el futuro… ah, señor Wells, eso era otra cosa. Eso sí se me antojaba un auténtico desafío porque era una empresa en la que intervenía la inteligencia, la capacidad deductiva del hombre. ¿Sería yo capaz de construir un futuro verosímil?, me pregunté una noche, al terminar una de aquellas novelitas. Como habrá intuido, le tomé a usted como modelo a seguir, ya que aparte de las mismas inquietudes también tenemos la misma edad, y durante un mes dediqué todas las noches a escribir una novela sobre el futuro, un romance científico que pusiera de manifiesto mi perspicacia, mi poder de deducción. Naturalmente me esforcé en que estuviese bien escrita, pero lo que más me interesaba era su propuesta profética. Quería que a mis lectores el futuro que yo había imaginado les resultara creíble, que lo considerasen algo plausible. Pero sobre todo me interesaba la opinión del escritor que me había enseñado el camino: su opinión, señor Wells. Quería que usted la leyese y celebrase lo acertado de mi propuesta, que tras su lectura me mirase a los ojos y me reconociera como a un igual, como a alguien de su misma sangre. Quería que mi novela no solo le hiciera disfrutar, señor Wells. Quería que le produjese el mismo placer intelectual que a mí me había provocado la suya.
Los dos hombres se miraron entonces a los ojos, en un silencio roto únicamente por los lejanos graznidos de los cuervos.
—Pero ya sabe que eso no fue así —se lamentó al fin Gilliam, sacudiendo la cabeza con un pesar mal contenido que conmovió inevitablemente a Wells, porque le pareció el primer gesto sincero que el empresario había tenido desde que emprendieran el paseo.
Se habían detenido junto a una enorme pila de cascotes, y allí, con las manos hundidas en los bolsillos de su estridente chaqueta, Gilliam dejó transcurrir unos minutos mirándose los zapatos con franca aflicción, quizás aguardando a que Wells le posara una mano sobre el hombro y pronunciara las palabras de consuelo que, como los cantos de un chamán, curasen la molesta lesión que él mismo le había causado en su orgullo aquella lejana tarde. El escritor, sin embargo, se limitó a contemplarlo con el desapego con el que un trampero observaría debatirse a un conejo en su cepo, sabiendo que aunque pareciera responsable de lo sucedido él no era más que un simple mediador, que el daño que el animal estaba sufriendo venía dictado por la cruel armonía de la vida.
Al comprender que la única persona que podía ofrecerle el bálsamo que calmaría su herida no parecía dispuesta a dárselo, Gilliam esbozó una sonrisa sombría y reanudó la marcha. Atravesaron por lo que parecía una avenida residencial, a juzgar por las majestuosas verjas y el lujoso mobiliario que asomaba entre los escombros, evocando una vida que en aquella desolación se antojaba incongruente, como si la diseminación del hombre sobre la tierra no hubiese sido más que una equivocación divina, una siembra ridícula destinada a perecer bajo los elementos.
—No le negaré que en un principio me disgustó que dudara de mis cualidades como escritor —reconoció Gilliam con una voz que parecía derramarse del interior de su garganta con la lentitud de la melaza—, porque a nadie le gusta que menosprecien su trabajo. Pero lo que verdaderamente me irritó fue que cuestionara la verosimilitud de mi novela, del futuro que yo había diseñado con tanto esmero. Sé que mi reacción no fue la más correcta, y me gustaría aprovechar para pedirle perdón por haber arremetido contra su novela del modo en el que lo hice. Como habrá podido deducir, mi opinión sobre ella no ha cambiado: sigo considerándola la obra de un genio.
Gilliam aplicó a sus últimas palabras un ligero barniz de sorna. Había recuperado su engreída sonrisa, pero ahora Wells sabía que aquel poderoso coloso tenía una grieta, una fractura pequeña pero estratégicamente situada que cada tanto amenazaba con derrumbarlo y, ante la enojosa altanería que rezumaba el empresario, incluso se sintió orgulloso de haber sido él quien se la hubiera causado.
—Aquella tarde, sin embargo, no encontré otro modo de defenderme que el de las ratas acorraladas —le oyó justificarse—. Afortunadamente, cuando logré tranquilizarme, lo vi todo de otro modo. Sí, puede decirse que sufrí una especie de revelación.
—¿De verdad? —ironizó Wells.
—Sí, no le quepa la menor duda. Allí, sentado frente a usted, comprendí que había escogido el medio equivocado para ofrecer al mundo mi idea del futuro: al hacerlo a través de una novela yo mismo la estaba condenando a no ser más que una ficción una ficción plausible, Pero ficción al cabo como usted mismo había hecho con su futuro de morlocks y elois. Pero ¿y si pudiera ofrecer mi idea sin ese intermediario restrictivo que era el libro en el que se hallaba confinada?, me pregunté, ¿y si pudiera mostrarla como algo real? Era evidente que la indescriptible satisfacción que podía provocarme que toda Inglaterra creyera que mi idea del año 2000 era el verdadero futuro haría palidecer el goce que me produciría haber escrito una ficción verosímil. Pero, ¿era eso posible?, se preguntó el empresario que hay en mí. Parecía que las condiciones para llevar a la práctica aquel proyecto resultaban inmejorables. Su novela, señor Wells, había encendido la polémica sobre los viajes en el tiempo. En todos los clubes y cafés no se hablaba de otra cosa que de la posibilidad de viajar al futuro. Por esas ironías de la vida, podría decirse que usted había abonado la tierra para que yo esparciera mi grano. ¿Por qué no ofrecerles entonces lo que pedían?, ¿por qué no ofrecerles un viaje al año 2000, un viaje a «mi» futuro? No sabía si podría hacerlo, pero una cosa tenía clara: no podría seguir viviendo si no lo intentaba. Sin quererlo, señor Wells, por puro azar, como suceden las cosas transcendentales de la vida, usted me había dado una razón para vivir, una meta, algo que, de conseguirlo, me daría la ansiada plenitud, esa esquiva felicidad que la construcción de invernaderos jamás podría procurarme.
Wells tuvo que agachar la cabeza para evitar dedicarle al empresario una mirada de solidaridad. Sus palabras le habían hecho recordar la milagrosa cadena de acontecimientos que lo había depositado a él en los amorosos brazos de la literatura, salvándolo de la mediocridad a la que había intentado condenarlo su menos amantísima madre. Y había sido su talento para el manejo de la lengua, aquella habilidad que le había sido concedida sin pedirla, la que lo había eximido de tener que buscarle un sentido a su existencia, rescatándolo del camino por donde transitaban aquellos que desconocían con qué finalidad habían nacido, aquellos que solo podían experimentar esa felicidad convencional y atávica que encierran los placeres cotidianos, como una copa de buen vino o las caricias de una mujer complaciente. Entre aquellas sombras prescindibles habría caminado, sí, sin sospechar siquiera que esa anhelada plenitud apenas entrevista en sus raptos de melancolía se hallaba ovillada en las teclas de una máquina de escribir, esperando que él la desenrollase.
—En el viaje de regreso a Londres mi mente comenzó a trabajar —oyó decir al empresario—. Estaba seguro de que lo imposible, si era verosímil, podía resultar creíble. En realidad, era como construir un invernadero: si la estructura de cristal se antojaba lo suficientemente grácil y hermosa nadie repararía en la sólida osamenta de hierro que la sustentaba. Simplemente parecería flotar en el aire como por arte de magia. Lo primero que hice a la mañana siguiente fue vender el negocio que mi padre había levantado de la nada. Y al hacerlo, no sentí el menor remordimiento, por si se lo está preguntando, acaso todo lo contrario, pues su venta iba a permitirme construir literalmente el futuro, que en el fondo era lo que mi padre había pretendido. Tras la venta, compré este viejo teatro. Lo escogí porque justo detrás, con vistas a Charing Cross Road, había dos edificios abandonados, los cuales también adquirí. El siguiente paso fue, naturalmente, unir los tres edificios derrumbando las paredes adecuadas, hasta obtener este espacio gigantesco. Como habrá visto desde la calle, el teatro no es un edificio particularmente grande, por lo que nadie sospecharía que pudiera albergar el inmenso decorado que representa el Londres del año 2000. Luego, en apenas un par de meses, erigí una réplica perfecta del escenario que describí en mi novela, cuidando hasta el último detalle. En realidad, el escenario no es tan grande como parece, pero se antoja inmenso si caminamos dando vueltas en círculo, ¿no cree?
¿Eso habían estado haciendo, caminar en círculo?, se preguntó Wells, conteniendo su enojo. Si era así, debía de reconocer que la laberíntica disposición de los escombros lo había engañado con creces, pues agigantaba aún más el monumental decorado, que jamás habría sospechado que pudiese caber en el interior del pequeño teatro.
—Mi propio equipo de forjadores fue el que fabricó a los autómatas que tanto le han asustado antes, así como las armaduras que viste el ejército humano del capitán Shackleton —continuó explicando Gilliam, mientras lo guiaba ahora a través de una suerte de desfiladero improvisado por edificios derruidos—. En un principio, pensé en contratar a actores profesionales para que escenificaran la batalla que cambiaría la historia de la raza humana, que yo mismo me encargué de coreografiar para que resultara lo más vistosa y emocionante posible. Aunque enseguida deseché la idea porque los actores de teatro, generalmente maniáticos y vanidosos, se me antojaron demasiado remilgados para interpretar de un modo natural a unos soldados tan endurecidos y estoicos como los que componían el ejército del futuro, pero sobre todo porque, en el caso de que el trabajo que debían realizar les pareciera inmoral, iban a resultarme más difícil de silenciar. En su lugar, contraté a un puñado de gatos callejeros cuyo aspecto se ajustaba mucho más al de los baqueteados personajes que debían encarnar. A ellos no les importaba pasarse toda la representación encerrados en una pesada armadura de hierro y lo fraudulento de mi proyecto les traía al fresco. A pesar de todo tuve algunos problemas, pero nada que no pudiera solucionar —añadió, sonriendo significativamente al escritor.
Y Wells comprendió que con aquella sonrisa torcida, el empresario pretendía decirle dos cosas: que estaba al tanto de su implicación en el romance entre la señorita Haggerty y Tom Blunt, el muchacho que encarnaba al capitán Shackleton, y que él era el responsable de su brusca desaparición. El escritor obligó a sus labios a fabricar una mueca de espantado estupor que pareció complacer a Gilliam, cuando en realidad nada le hubiera gustado más que borrarle aquella arrogante sonrisa revelándole que Tom había sobrevivido a su propia muerte, como él mismo le había contado apenas dos noches antes, cuando apareció en su casa para agradecerle todo lo que había hecho por él y recordarle que si alguna vez necesitaba buenos músculos solo tendría que llamarle.
El desfiladero desaguó en un claro que remedaba una pequeña plaza, en la que todavía sobrevivían unos árboles en pie, despojados de sus hojas y macabramente retorcidos. En el centro de la plaza, Wells distinguió una suerte de barroco tranvía cuyos flancos se hallaban recorridos por tuberías de hierro cromado, de las que brotaban decenas de válvulas y otros adminículos igual de aparatosos que, una vez se acercó a observarlos, se le antojaron de dudosa utilidad.
—Y este es el Cronotilus, un transporte a vapor equipado para treinta plazas —proclamó Gilliam con orgullo, al tiempo que aporreaba uno de sus flancos—. Los pasajeros suben a él en la habitación de al lado, dispuestos a viajar al futuro, sin saber que el año 2000 se encuentra en la estancia vecina. Yo simplemente tengo que traerlos hasta aquí. Esta distancia que ve, de apenas cincuenta metros —dijo, señalando hacia alguna puerta que debía hallarse tras la bruma—, representa todo un siglo para ellos.
—Pero, ¿cómo hace para simular el efecto de viajar en el tiempo? —preguntó Wells, que no podía creer que sus clientes se contentaran con un simple paseo en tranvía, por muy emperejilado que estuviese.
Gilliam sonrió, como si le complaciera la pregunta.
—De nada serviría todo este esfuerzo si no hubiese logrado resolver ese enojoso asunto, como acaba de deducir. Y le aseguro que fue algo que me mantuvo desvelado duran te incontables noches. Evidentemente no podía mostrar a los caracoles corriendo como liebres ni a la luna atravesando todas sus fases en cuestión de segundos, como usted hizo en su novela para ilustrar los efectos del desplazamiento hacia el futuro. Debía idear, por tanto, un modo de viajar en el tiempo que me permitiese no tener que mostrar dichos efectos, y que, además, careciera de una base científica, pues estaba convencido de que, una vez anunciara en los periódicos que podía viajar al año 2000, todos los científicos del país querrían saber cómo demonios podía hacer tal cosa. Un auténtico desafío, ¿no le parece? Y tras estudiar el asunto detenidamente, solo se me ocurrió un modo de poder viajar en el tiempo que no pudiese cuestionarse científicamente: usando la magia.
—¿La magia?
—Sí, ¿a qué otra cosa podía recurrir cuando la ciencia me quedaba vedada? Me inventé entonces una biografía ficticia. Antes de abrir mi empresa de viajes en el tiempo, en lugar de una insulsa fábrica de invernaderos, mi padre y yo dirigíamos una empresa dedicada a financiar expediciones, como esas que están por todas partes, resueltas a no dejar un solo misterio en el mundo. Y naturalmente, nosotros también buscábamos desesperadamente las míticas fuentes del Nilo, que las leyendas ubicaban en el corazón de África. Allí habíamos enviado a nuestro mejor explorador, Oliver Tremanquai, quien, tras varias y penosas vicisitudes había entrado en contacto con una tribu indígena capaz de abrir mediante la magia un portal dimensional.
Tras soltar aquello, Gilliam hizo una pausa para observar con una sonrisa burlona los intentos del escritor por ocultar su pasmo.
—El agujero permitía el paso a una llanura rosada y ventosa donde el tiempo no discurría —continuó—, y que no era otra cosa que mi personal representación de la cuarta dimensión. La llanura era una especie de vestíbulo a otras épocas, pues estaba a su vez plagada de agujeros semejantes al que la comunicaba con el poblado africano. Uno de aquellos pasadizos conducía al 20 de mayo del año 2000, justamente el día en el que los humanos se jugaban su supervivencia contra los autómatas entre las ruinas de un Londres devastado. ¿Y qué otra cosa podíamos hacer mi padre y yo al conocer la existencia de aquel agujero mágico salvo robarlo y traerlo a Londres para ofrecerlo a los ciudadanos del Imperio? Eso hicimos. Lo encerramos en una enorme caja de hierro fabricada para la ocasión y lo trajimos hasta aquí. Y, voilá, ya tenía la solución que buscaba, un modo de viajar en el tiempo que no requería ningún artefacto científico. Para viajar al futuro lo único que había que hacer era cruzar el agujero dimensional en el Cronotilus, recorrer parte de la llanura rosada, y atravesar luego el agujero que conducía al año 2000. Sencillo, ¿no le parece? Y para evitar tener que mostrar la cuarta dimensión, la poblé oportunamente de horrendos y peligrosos dragones, unas criaturas cuya visión era tan espantosa que me había visto obligado a pintar de negro las ventanas del Cronotilus para no herir sensibilidades —dijo, invitando al escritor a reparar en que los ventanales, redondos como ojos de buey, estaban efectivamente teñidos de negro—. Así que, una vez mis clientes subían al tranvía temporal, los conducía hasta aquí por este terreno abrupto, dando todos los bandazos posibles y emulando los bramidos de los dragones que merodeaban la llanura usando oboes y trombones. Nunca he vivido el efecto desde el interior del Cronotilus, pero debe de resultar muy creíble, a juzgar por el pálido semblante que muchos de los pasajeros muestran a su regreso.