Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 22 страница

—Volvemos a casa, damas y caballeros —anunció Mazursky sin poder ocultar la satisfacción que le producía el cercano final de aquel accidentado viaje.

Claire lo contempló con enojo. Volvían a casa, sí. Volvían al anodino siglo XIX sin haber puesto en peligro el tejido del tiempo. Mazursky había evitado que aquella tonta señorita destruyese el universo, salvándose así de la reprimenda que Gilliam le hubiese echado de no haberlo conseguido, era lógico que se sintiera eufórico. ¿Qué importaba que el precio hubiese sido su felicidad? Claire sentía tanta frustración que hubiese abofeteado al guía allí mismo, aunque en el fondo debía reconocer que Mazursky había hecho lo que tenía que hacer. El universo estaba por encima de cualquier destino individual, aunque fuese el suyo. Contempló sonreír al guía apretando los dientes, intentando contener su enfado. Afortunadamente, parte de su rencor se disipó al reparar en sus manos vacías. Mazursky no había hecho un trabajo tan perfecto, después de todo, aunque, ¿cuánto podría afectar al tejido del tiempo una sombrilla?

XXIII

Cuando la muchacha y el guía desaparecieron por el abrupto sendero, el capitán Derek Shackleton salió de su escondite y permaneció unos segundos contemplando el lugar donde había estado la mujer, como si esperase encontrar en los huecos del aire un resto de su perfume o de su voz, algún eco de su presencia que le confirmara que no había sido un espejismo. Aún se sentía aturdido por el encuentro. Le parecía increíble que aquello hubiese sucedido realmente. Recordó el nombre de la muchacha: «Me llamo Claire Haggerty y he venido del siglo XIX para ayudarle a reconstruir el mundo», había dicho, ejecutando una encantadora reverencia. Pero no era su nombre lo único que recordaba. Él mismo se sorprendió de la exactitud con que su rostro había quedado acuñado en su mente. Recordaba a la perfección su pálido semblante, sus facciones un tanto ariscas, sus labios lustrosos y bien dibujados, su cabello azabache, su porte distinguidamente frágil, su voz. Y recordaba su mirada. Sobre todo recordaba la manera en que lo había mirado, con aquella especie de arrobo casi reverencial, de ensimismado alborozo. Nunca ninguna mujer lo había mirado así antes. Nunca.

Reparó entonces en la sombrilla, y volvió a embargarlo la vergüenza al recordar el motivo por el cual la muchacha la había dejado caer. Se acercó a ella y la tomó del suelo con cuidado, como si se tratara de algún pájaro de hierro caído de un nido metálico. Era una sombrilla elegante y delicada, que delataba la condición adinerada de su dueña. ¿Qué se suponía que debía hacer con ella? Una cosa estaba clara: no podía dejarla allí.

Con la sombrilla en la mano, se dirigió hacia el lugar donde lo aguardaba el grupo, intentando aprovechar el trayecto para serenarse. Debía borrar de su rostro la alteración que le había provocado el encuentro con la muchacha, si no quería despertar sospechas en los demás. En ese instante, de detrás de un peñasco, surgió Salomón enarbolando su espada. Pese a que caminaba distraído, el bravo capitán Shackleton reaccionó de inmediato, lanzando un golpe con la sombrilla contra el autómata, que se le abalanzaba encima clamando venganza con su estruendosa voz metálica. Naturalmente no le causó el menor daño, pero lo inesperado del golpe desequilibró a Salomón, que trastabilló durante unos segundos, antes de despeñarse por una pequeña colina que había a sus espaldas. Con la sombrilla desmochada en la mano, Shackleton contempló a su enemigo rodar pendiente abajo en un estrépito metálico. El fragor cesó cuando el autómata encalló entre las piedras con un golpe seco. Durante unos segundos de silencio, Salomón permaneció allí tendido cual largo era, envuelto en la espesa polvareda que su aparatosa caída había originado. Luego empezó a levantarse trabajosamente, lanzando maldiciones e insultos cuya vulgaridad subrayaba el tono metálico de su voz, lo que desencadenó abundantes carcajadas entre el grupo que había acudido atraído por el guirigay, tanto en los soldados como en los autómatas.

—¡No os riáis, malnacidos, podía haberme roto algo! —se quejó Salomón, incrementando aún más las risas.

—Eso te pasa por gastar bromas —exclamó Shackleton con sorna, descendiendo por la colina hasta él y tendiéndole la mano—. ¿Es que no vas a cansarte nunca de estas estúpidas emboscadas?

—Tardabas demasiado, amigo —protestó el autómata, dejándose izar por Shackleton y un par de soldados más—. ¿Puede saberse qué diablos hacías allí arriba?

—Estaba orinando —respondió el otro—. Por cierto, felicidades por el duelo, creo que ha salido mejor que las otras veces.

—Cierto —confirmó uno de los soldados que lo habían ayudado a levantarse—. Habéis estado realmente magníficos.

Ni siquiera para su Majestad lo hicisteis tan bien.

—Me alegro. La verdad es que actúas mucho más relajado cuando sabes que no te está observando la Reina de Inglaterra. De todos modos resulta agotador moverse con esta maldita armadura… —dijo Salomón, desenroscándose la cabeza.

Cuando lo logró, boqueó como un pez. Tenía el cabello pelirrojo pegado al cráneo, y el ancho rostro perlado de sudor.

—No te quejes, Martin —le reprobó el autómata que lucía el pecho desgarrado, liberándose también de su cabeza—. Al menos tú tienes uno de los papeles protagonistas. Yo ni siquiera tengo tiempo de cargarme a algún soldado antes de diñarla. Y encima he de detonar la carga que llevo adosada al pecho.

—Ya sabes que no existe el menor riesgo, Mike. De todos modos le propondremos al señor Murray intercambiar algunos papeles la próxima vez —propuso el joven que interpretaba al capitán Shackleton, intentando calmar los ánimos.

—Eso, Tom. Yo podría ocupar el puesto de Jeff, y él el mío —aplaudió el hombre que interpretaba al autómata que caía el primero, señalando al soldado encargado de abatirlo.

—Ni lo sueñes, Mike. Llevo toda la semana esperando Para poder dispararte. Además, a mi luego me elimina Bradley —dijo Jeff, señalando a su vez al muchacho que se ocultaba bajo uno de los portadores del trono, al que una sinuosa cicatriz le surcaba la mejilla izquierda hasta subrayarle el ojo.

—¿Qué es eso? —preguntó el aludido, refiriéndose a lo que Tom tenía en la mano.

—Oh, es una sombrilla —respondió este, mostrándola al grupo—. Algún pasajero ha debido de extraviarla.

Jeff emitió un silbido de asombro.

—Debe de costar una fortuna —dijo, examinándola con curiosidad—. Seguro que mucho más de lo que nos pagan por hacer esto.

—Es mejor que trabajar en una mina, o que doblar el espinazo en el Canal de Manchester, Jeff —le respondió Martin—, te lo puedo asegurar.

—¡Oh, qué gran consuelo! —se burló el otro.

—Bueno, ¿vamos a quedarnos aquí todo el día de cháchara? —preguntó Tom, volviendo a esconder la sombrilla disimuladamente, con la intención de que los demás se olvidasen de ella—. Os recuerdo que el presente nos espera ahí fuera.

—Es cierto, Tom —rió Jeff—. ¡Volvamos a nuestra verdadera época!

—¡Y sin tener que cruzar la cuarta dimensión! —lo secundó Martin, estallando en recias carcajadas.

Los quince emprendieron la marcha entre las ruinas, caminando a paso casi procesional por deferencia a los que vestían las pesadas armaduras de los autómatas. Mientras caminaban, Jeff observó con cierta preocupación el ensimismamiento que embargaba al capitán Shackleton, a quien a partir de ahora llamaré por su verdadero nombre, Tom Blunt, dado que ya no tengo que seguir guardando ningún secreto.

—Todavía me cuesta entender que la gente crea que este decorado de cascotes sea el futuro —comentó Jeff, con el propósito de rescatar a su compañero de su lúgubre silencio.

—Piensa que ellos lo ven desde el otro lado —respondió Tom distraídamente.

Jeff le dedicó una mirada inquisitiva: estaba decidido a que continuara hablando para que se olvidara de lo que le preocupaba, fuese lo que fuese.

—Es como cuando asistimos a un espectáculo de ilusionismo —se vio obligado a añadir Tom, a pesar de que jamás había asistido a uno. Su único contacto con el mundo de la magia había sido a través de un mago aficionado que durante un tiempo se había alojado en su misma pensión. Quizás por eso, se creía con la suficiente autoridad como para añadir—: Los trucos del mago nos dejan boquiabiertos, incluso nos invitan a pensar en la existencia de la magia, pero nos bastaría con descubrir el modo en el que lo hace para preguntarnos llenos de incredulidad cómo hemos podido caer en una trampa tan sencilla. Los pasajeros no ven ninguno de los trucos del señor Murray —señaló con la sombrilla la máquina junto a la que en aquel momento estaban pasando, que se encargaba de producir el suficiente humo para ocultar el techo y las vigas de la enorme nave donde se hallaba el decorado—. En realidad, ni siquiera sospechan que existan. Solo ven el resultado final. Solo ven lo que quieren ver. Incluso tú creerías que este montón de escombros es el Londres del año 2000 si anhelases ver el Londres del año 2000.

Igual que se lo había creído Claire Haggerty, pensó con amarga melancolía, recordando cómo la muchacha le habla ofrecido su ayuda para reconstruir el mundo.

—Sí, hay que reconocer que el jefe lo ha organizado todo muy bien —admitió al fin su compañero siguiendo con la mirada el vuelo de un cuervo—. Si la gente descubriera que esto no es más que un decorado acabaría en la cárcel, o directamente lo lincharían.

—Por eso es tan importante que no nos vean la cara, ¿verdad, Tom? —intervino Bradley.

Tom asintió, intentando contener un estremecimiento.

—Ya sabes que sí, Bradley —respondió Jeff, en vista del lacónico asentimiento de su compañero—. Debemos llevar estos incómodos yelmos para que los pasajeros no puedan identificarnos si se cruzan con nosotros por Londres. Es otra de las medidas de seguridad del señor Murray. ¿Acaso has olvidado lo que nos dijo el primer día?

—¡Claro que no! —respondió Bradley, e imitando el modo de hablar cadencioso y educado del empresario, dijo—. «El casco es vuestro salvoconducto, caballeros. Quien se lo quite durante la representación lo lamentará, no me pongan a prueba».

—Sí, y desde luego yo no pienso hacerlo. Acuérdate del pobre Perkins.

Al recordarlo, Bradley lanzó un silbido de espanto, que volvió a estremecer a Tom. El grupo se detuvo entonces ante un descabalado horizonte de tejados en llamas. Jeff se adelantó, buscó el picaporte disimulado en el mural, y abrió una puerta entre las nubes. Como si entraran en el vientre algodonoso de una de ellas, la comitiva abandonó el escenario y avanzó por la galería que desembocaba en un estrecho camerino. Al entrar, los sorprendieron unos aplausos deslavazados. Gilliam Murray se hallaba repantingado en un sillón, desde donde batía palmas con teatral entusiasmo.

—¡Magnific! —exclamó—. ¡Bravísimo!

El grupo lo contempló sin saber muy bien qué hacer. Gilliam se levantó entonces y se dirigió hacia ellos con los brazos abiertos de par en par.

—Enhorabuena, caballeros. Mis más sinceras felicitaciones por su trabajo. Su actuación ha fascinado a nuestros clientes, algunos incluso quieren repetir.

Tras aceptar su correspondiente palmadita en el hombro, Tom se apartó discretamente del grupo, dejó en el armero el trozo de madera pintada lleno de clavijas y manivelas que, gracias a las cargas ocultas bajo la armadura de los autómatas, Murray hacía pasar por un mortífero rifle del futuro, y comenzó a cambiarse. Tenía que largarse de allí lo más rápido posible, se dijo, pensando en Claire Haggerty y en el problema que le había causado su maldita vejiga. Se quitó la coraza del capitán Shackleton, la colocó cuidadosamente en el bastidor que le correspondía y buscó sus ropas en el cajón con su nombre. Envolvió apresuradamente la sombrilla en su chaqueta y luego miró a los demás, asegurándose de que nadie había reparado en su gesto. Murray estaba dando órdenes a un par de camareras que habían irrumpido en el camerino empujando unos carritos atiborrados de pastel de riñones, salchichas asadas y jarras de cerveza, mientras el resto de sus compañeros había comenzado también a desvestirse.

Observó afectuosamente a aquellos hombres con los que el azar le había obligado a trabajar: el delgado pero fibroso Jeff, siempre sonriente y locuaz, el joven Bradley, apenas un muchacho en cuyo rostro aniñado resultaba todavía más inquietante la barroca cicatriz que le garabateaba la mejilla, el rocoso Mike y su mirada de perenne confusión, y el bromista Martin, un hombretón pelirrojo de edad indefinida, en cuyo ajado rostro se reflejaban los estragos de una vida de trabajos a la intemperie. A Tom le resultaba curioso que, mientras en la ficción de Murray cada uno de ellos habría dado su vida por él, en la realidad ni siquiera pudiera asegurar que no fuesen capaces de rebanarle el cuello por un poco de comida o dinero. En el fondo, ¿qué sabía de ellos, salvo que, como él, no tenían dónde caerse muertos? Se habían emborrachado juntos varias veces, primero para celebrar el más que aceptable resultado de la primera representación, después para festejar el éxito de la que realizaron para la Reina, por la que habían cobrado el doble, y luego, debido al gusto que le habían cogido a aquellas francachelas, habían vuelto a emborracharse para celebrar por adelantado el éxito de la segunda, una juerga desaforada que, como las anteriores, también había concluido en el prostíbulo de la señora Dawson. Pero esas farras solo le habían servido a Tom para comprender que era mejor no intimar demasiado con aquellos tipos o acabarían metiéndole en algún lío. Exceptuando a Martin Tucker, que pese a sus bromas le había parecido el más cabal, el resto se le antojó una pandilla de alborotadores de poco fiar. Al igual que él vivían al día sobreviviendo de pequeños trabajos pero, por los comentarios que hacían, era evidente que no desdeñaban ningún trapicheo si había dinero de por medio. Unos días antes, Jeff Wayne y Bradley Hollyway le habían invitado a participar en uno de sus turbios negocios: le tenían el ojo echado a una mansión de Kensington Gore, aparentemente fácil de desvalijar. Pero él había rehusado acompañarlos, no tanto porque desde hacía unas semanas se había prometido hacer todo lo posible para ganarse la vida honradamente, sino porque a la hora de infringir la ley prefería hacerlo solo: la vida le había enseñado que tenía más posibilidades de sobrevivir si era el único responsable de su seguridad. Si solo confiabas en ti mismo, nunca podían traicionarte. Tomó la camisa y comenzó a abotonársela. Estuvo a punto de arrancarle uno de los botones cuando contempló de reojo acercarse a Gilliam Murray.

—Quería felicitarte personalmente, Tom —dijo el empresario visiblemente satisfecho, al tiempo que le tendía la mano. Tom se la estrechó, encaramando a sus labios una son risa forzada—. Ya sabes que nada de esto podría hacerse sin ti. Nadie podría representar al bravo capitán Shackleton mejor que tú.

Tom se esforzó en sonreír con amabilidad. ¿Se estaba refiriendo el empresario veladamente a Perkins? Según había oído, el tal Perkins había sido contratado para encarnar a Shackleton antes que él, pero al descubrir lo que el empresario pretendía hacer comprendió que su silencio valía un precio mucho mayor que el sueldo que este pensaba pagarle, así que, se plantó en su despacho y se lo hizo saber. Su intento de chantaje no inmutó a Gilliam Murray, que se limitó a comunicarle que si no estaba de acuerdo con su paga podía irse, añadiendo en tono de orgullo herido que en realidad el capitán Shackleton que había inventado no era tan bajo. Perkins sonrió amenazadoramente y salió de su despacho derechito, según anunció, a las oficinas de Scotland Yard. Nunca más volvió a saberse de él. Tras su desafortunado intento de extorsión, Perkins simplemente se esfumó pero Tom y sus compañeros sospechaban que ni siquiera habría logrado llegar a Scotland Yard. Los matones de Murray se habrían ocupado de ello. No sabían cuánto había de cierto en aquello, pero preferían no poner a prueba a su jefe. Por eso debía mantener en secreto lo que le había ocurrido con Claire Haggerty. Si alguien descubría que un pasajero le había visto la cara estaba perdido. Sabía que Murray no se limitaría a despedirlo. Solucionaría el problema de raíz como había hecho con el desgraciado Perkins. De nada serviría que le dijese que no había sido culpa suya: el hecho de estar vivo supondría una constante amenaza para su proyecto, una amenaza que habría que aniquilar con la mayor urgencia posible. Si el empresario terminaba descubriéndolo acabaría como Perkins, aunque fuese más alto.

—¿Sabes, Tom? —dijo Gilliam, contemplándolo con afecto—. Te miro y veo a un auténtico héroe.

—Yo solo intento representar lo mejor que puedo al capitán Shackleton, señor Murray —contestó Tom, intentando que el pulso no le temblase demasiado mientras se enfundaba los pantalones.

Gilliam emitió algo parecido a un ronroneo de placer.

—Pues sigue así, muchacho, sigue así —sugirió divertido.

Tom asintió.

—Ahora, si me disculpa —dijo, encasquetándose la gorra—, tengo mucha prisa.

—¿Te vas? —preguntó Gilliam decepcionado—. ¿No te quedas a celebrarlo?

—Lo siento, señor Murray, pero debo irme —respondió Tom.

Con cuidado de no mostrar la sombrilla, tomó el fardo de la chaqueta y se dirigió a la puerta que comunicaba el camerino con un callejón trasero al edificio. Debía desaparecer de allí antes de que Gilliam reparase en el sudor que había empezado a acumularse en su frente.

—¡Tom, espera! —lo reclamó el empresario.

Tom se volvió con el corazón encabritado. Gilliam lo contempló con gravedad durante unos segundos.

—¿Se trata de alguna bella señorita? —preguntó al fin.

—¿Cómo dice? —tartamudeó Tom.

—La causa de tu prisa, ¿se debe a que te espera alguna señorita dispuesta a disfrutar de la compañía del salvador de la raza humana?

—Yo… —balbució Tom, sintiendo cómo el sudor le corría repentinamente por las mejillas.

Gilliam rió con ganas.

—Te entiendo, Tom —dijo, palmeándole el hombro—: No te gusta que husmeen en tu intimidad, ¿verdad? No te preocupes, no tienes que responderme. Anda, vete. Y no olvides salir con discreción.

Tom asintió atolondradamente y se dirigió a la puerta, despidiéndose de sus compañeros con un gesto vago. Salió al callejón y lo atravesó lo más rápidamente que pudo. Una vez emergió a la calle principal, se escondió tras una esquina y, mientras intentaba serenarse, estuvo unos minutos espiando la salida del callejón, por si Gilliam mandaba a alguien tras él. Pero no salió nadie, lo cual lo tranquilizó. Eso significaba que el empresario no sospechaba nada, al menos de momento. Lanzó un profundo suspiro de alivio. Ahora se trataba de encomendarse a las estrellas para que guiaran sus pasos lo más lejos posible de la muchacha llamada Claire Haggerty. Fue entonces cuando reparó en que, a causa de su nerviosismo, no se había cambiado los zapatos: todavía llevaba puestas las botas del bravo capitán Shackleton.

XXIV

La casa de huéspedes de Buckeridge Street era un inmueble destartalado, de fachada costrosa, encajonado entre dos ruidosas tabernas que desbarataban el sueño de quienes pretendían descansar al otro lado de los tabiques, pero si la comparaba con otras madrigueras donde se había alojado, para Tom Blunt aquel sucio escondrijo era lo más parecido a un palacio que conocía. A esa hora, rebasado el mediodía, la calle estaba perfumada con el olor de las salchichas asadas que manaba de las tabernas, un aroma intenso que para la mayoría de los huéspedes de la fonda, cuyos bolsillos solo guardaban pelusas, se antojaba una tortura constante. Tom cruzó la calle en dirección a la pensión tratando de ignorar aquellos efluvios que lo hacían salivar como a un perro, lamentando que su temor le hubiese obligado a sacrificar el banquete con el que Gilliam Murray había querido agasajarlos y que le habría servido para contentar su estómago por unos días. Junto a la puerta de la fonda encontró el tenderete de la señora Ritter, una viuda de rostro afligido que se sacaba algún dinero leyendo la buenaventura en la palma de la mano.

—Buenos días, señora Ritter —la saludó con una sonrisa cortés—. ¿Qué tal marcha el negocio hoy?

—Tu sonrisa es lo mejor que he visto en toda la mañana, Tom —respondió la mujer, contenta de verlo—. Hoy parece que nadie quiere saber nada del futuro. ¿Acaso has convencido a todo el barrio de que es mejor no conocer lo que nos depara la Providencia?

Ante el comentario de la mujer, la sonrisa de Tom se combó aún más, como una balda atestada de cosas. La señora Ritter le caía bien, y desde que se había establecido allí con su miserable tenderete Tom se había autonombrado su valedor. Cuando, tras encajar las piezas sueltas rescatadas de los rumores del barrio, logró completar su trágica historia, que parecía la plantilla que el Creador usaba para copiar las existencias desventuradas, pues no había calamidad que la señora Ritter no hubiese padecido, Tom juzgó que aquella mujer había sufrido ya demasiado, por lo que se propuso ayudarla en la medida de sus posibilidades, que desgraciadamente no pasaban de robar manzanas para ella en el mercado de Covent Garden, o detenerse a darle conversación cada vez que entraba o salía de la fonda, intentando animarla si tenía un mal día. A pesar de todo jamás había consentido que le leyera la mano, ofreciéndole siempre la misma excusa: descubrir qué le tenía reservado el destino acabaría matando su curiosidad, que era lo único que le movía a levantarse de la cama cada mañana.

—Nunca intentaría sabotear su negocio, señora Ritter —respondió divertido—. Seguro que la cosa mejora por la tarde.

—Ojalá, Tom, ojalá.

Se despidió de ella y emprendió la subida por la desvencijada escalera que conducía a la planta superior de la pensión, donde se hallaba su habitación. Abrió la puerta y, con una atención inusitada, como si lo viese por primera vez, contempló el cuartito en el que llevaba ya casi dos años viviendo. Pero su mirada no pretendía valorar la destartalada cama, ni la cómoda medio carcomida ni el apulgarado espejo, tampoco la ventanita que se abría sobre el callejón encharcado y colmado de basura que había tras el inmueble, como hizo el día que la patrona se la enseñó. Esta vez, parado junto a la puerta, Tom observó el cuartito como si de repente fuese consciente de que aquel triste espacio que apenas podía costearse representaba todo lo que había logrado conquistar al mundo. Y lo invadió la certeza de que nada de aquello cambiaría nunca, que aquel presente era tan inamovible que se iría devanando en el futuro silenciosamente, sin que ningún cambio delatara el correr del tiempo, y que solo en momentos de extraña lucidez como aquel alcanzaría a comprender que la vida se le estaba escapando como agua entre los dedos.

Pero, ¿qué otra cosa podía hacer con las cartas que le habían tocado en suerte?, se dijo. Su padre había sido un pobre diablo que creyó que había encontrado el trabajo de su vida cuando lo contrataron para recoger los excrementos que se acumulaban en las pozas de las traseras de las casas. Cada noche salía a aligerar a la ciudad de sus inmundicias como si la propia Reina fuese a felicitarlo algún día por su labor, convencida como él de que aquel trabajo desagradable era la piedra de toque sobre la que se elevaba el Imperio: ¿dónde podía llegar un país que se hundía en sus propios excrementos?, solía decir. Su máxima aspiración, para mofa de sus amigos, era comprarse una carreta mayor que le permitiese cargar más mierda que a los demás. Si algún recuerdo conservaba Tom de su niñez era el insoportable hedor que envolvía a su padre cuando se metía en la cama al amanecer, y que él intentaba combatir aplastando la nariz contra el pecho de su madre, para aspirar el olor dulzón que se adivinaba bajo el sudor de su extenuante jornada en la fábrica de algodón. Pero aquel tufo a excrementos era preferible al olor a vino barato que empezó a arrastrar cuando el florecimiento del alcantarillado acabó con sus ridículas aspiraciones, y que el pequeño Tom ni siquiera pudo combatir con el aroma acaramelado de su madre porque un repentino brote de cólera la había arrancado de su lado. La cama familiar se hizo entonces más ancha, pero Tom dormía con un ojo abierto porque nunca sabía cuando su padre podía despertarlo a correazos, desaguando sobre su tierna espalda el rencor que sentía hacia el mundo.

Al cumplir los seis años lo obligó a mendigar para costearle el vino. Despertar la piedad de los demás era una tarea ingrata, pero a la larga descansada, y no supo cuánto podía echarla de menos hasta que su padre le ordenó ayudarlo en su nuevo trabajo, que había conseguido gracias a su carreta y su destreza con la pala. Así supo Tom que la muerte podía dejar de ser algo abstracto para adquirir forma y peso, e imponerle en los dedos un resabio de frío que ningún fuego iba a expulsar jamás, pero sobre todo comprendió que quienes en vida no valían nada, una vez muertos cobraban un repentino valor, pues guardaban bajo la carne una pequeña fortuna en órganos. Estuvo desvalijando ataúdes y sepulcros a las órdenes de un boxeador retirado llamado Crouch, quien vendía los cadáveres a los cirujanos, hasta que su padre murió al caer al Támesis en una de sus frecuentes borracheras. De la noche a la mañana, Tom se quedó solo en el mundo, pero con las riendas de su vida en las manos. Ya no tenía por qué seguir importunando el sueño de los muertos. Ahora sería él quien decidiría hacia dónde encaminar sus pasos.

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