Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 40 страница

Ahora, si me permites, continuaré narrando lo sucedido en primera persona. Al principio, no entendí lo que había pasado. Aguardé unos minutos en el vestíbulo, en el que ahora reinaba una oscuridad de sarcófago, temblando de miedo y atento a cualquier ruido, pero todo era silencio. La casa parecía estar deshabitada. Al poco, en vista de que nada sucedía, me animé a salir a la calle, que se encontraba igual de desierta. Mi confusión era absoluta, aunque una cosa tenía clara: las sensaciones que había experimentado habían sido demasiado reales como para considerarlas parte de un sueño. ¿Qué me había sucedido? Entonces tuve una corazonada. Con mano temblorosa, tomé un periódico que alguien había tirado en una papelera y, tras comprobar asombrado la fecha, descubrí que mis sospechas eran ciertas: los desagradables efectos que había sentido no eran otros que los del desplazamiento temporal. Ahora, por increíble que me resultase, me encontraba en el 7 de noviembre de 1888. ¡Había viajado ocho años al pasado!

Permanecí unos minutos atónito en mitad de la plaza desierta, intentando asimilar lo sucedido, pero no tuve demasiado tiempo, pues enseguida recordé que aquella fecha que me resultaba tan familiar era en la que Jack el Destripador había asesinado en Whitechapel a la amada del joven Harrington, antes de ser atrapado por el Comité de Vigilancia, que había acudido a Miller’s Court alertado por un viajero temporal que… ¿era yo? No estaba seguro, pero todo parecía indicar que sí. ¿Quién podía saber lo que iba a ocurrir esa noche salvo yo? Consulté rápidamente mi reloj. Apenas quedaba media hora para que el Destripador consumara su crimen. Debía darme prisa. Corrí en busca de un coche, y cuando al fin lo encontré le pedí al cochero que partiera hacia Whitechapel lo más rápido posible. Mientras cruzaba Londres en dirección al East End no dejé de preguntarme si era yo quien había cambiado la Historia, quien había hecho que el universo entero abandonara la vía por la que circulaba y tomara aquel desvío imprevisto que representaba el cordel azul, alejándose cada vez más de la cuerda blanca, tal y como nos había explicado Marcus; y, de ser así, si lo había hecho por propia voluntad o simplemente lo había hecho porque era algo que estaba escrito, porque era algo que ya había hecho.

Como podrás imaginar, llegué a Whitechapel en un estado de terrible agitación, y una vez allí no supe qué hacer: desde luego no pensaba acudir a Dorset Street para enfrentarme yo mismo a aquel monstruo sanguinario, mi espíritu samaritano tenía un límite. Irrumpí en una concurrida taberna gritando que había visto a Jack el Destripador en los apartamentos de Miller’s Court. Fue lo primero que se me ocurrió, pero sospechaba que hiciera lo que hiciera sería lo correcto. Lo confirmé cuando, de entre los clientes que se arracimaron a mí alrededor, surgió un hombretón de melena rubia llamado George Lusk quien, tras retorcerme el brazo y aplastar mi cara contra la barra, me dijo que iría a comprobarlo, pero que si mentía iba a lamentarlo toda mi vida. Tras aquel alarde de fuerza, me soltó, reunió a sus hombres y marcharon hacia Dorset Street sin demasiadas prisas. Yo salí hasta la puerta de la taberna frotándome el brazo, maldiciendo a aquel indeseable que iba a llevarse toda la gloria. Entonces, entre la multitud que atestaba la calle, vi algo que me espantó. Se trataba del joven Harrington. Pálido como un fantasma, atravesaba entre la gente con expresión ensimismada, balbuciendo incoherencias y sacudiendo la cabeza espasmódicamente. Comprendí que venía de descubrir el cuerpo destripado de su amada. Era la viva imagen de la desolación. Quise acercarme a consolarlo, e incluso avancé algunos pasos hacia él, pero enseguida me detuve al recordar que no tenía ninguna noticia de que en el pasado hubiese realizado aquel misericordioso gesto, así que me limité a contemplarlo desaparecer al cabo de la calle. No podía hacer otra cosa: debía ceñirme al libreto, cualquier improvisación por mi parte podía tener efectos inesperados sobre el tejido del tiempo.

Entonces escuché una voz familiar a mis espaldas, una voz que solo podía surgir de una garganta forrada de seda: «Si no lo veo no lo creo, señor Wells». Marcus estaba apoyado contra la pared, con su rifle entre las manos. Lo observé como si hubiese surgido de un sueño. «Este era el único sitio en el que podía buscarle, y mi corazonada ha resultado ser cierta: usted es el viajero que avisó al Comité de Vigilancia para que detuviesen a Jack el Destripador, cambiándolo todo. ¿Quién me lo iba a decir, señor Wells? Aunque sospecho que ese no es su verdadero nombre. Supongo que el auténtico escritor debe de yacer muerto en alguna parte. Pero bueno, ya empiezo a acostumbrarme a este baile de máscaras en el que los desplazados han convertido el pasado. Y lo cierto es que no me importa quién sea: voy a matarlo igualmente». Tras decir aquello, sonrió y me apuntó muy despacio con su arma, como si no tuviese prisa por matarme o quisiera saborear el momento.

Pero yo no pensaba quedarme allí parado, esperando de brazos cruzados a que su rayo calórico me atravesara. Me di la vuelta y corrí lo más rápido que pude a lo largo de la calle, moviéndome en zigzag, interpretando lo mejor posible mi papel de ratón en aquella cacería. Casi al instante, un rayo de lava propulsada pasó sobre mi cabeza, chamuscándome los cabellos, y enseguida oí reír a Marcus. Al parecer, pensaba divertirse un poco antes de matarme. Yo continué corriendo, esmerándome en sobrevivir, aunque a medida que los segundos transcurrían se me antojaba un plan cada vez más ambicioso. Con el corazón martilleándome en el pecho, sentía a Marcus caminar sin prisas a mi espalda, como un depredador dispuesto a disfrutar de la persecución de la presa. Afortunadamente, la calle que había tomado se hallaba desierta, por lo que ningún paseante iba a sufrir las letales consecuencias de nuestro juego. Un nuevo rayo calórico pasó entonces a mi derecha, destrozando parte de un muro; luego sentí otro cortando el aire a mi izquierda, que se llevó por delante una farola. En ese instante, distinguí una carreta surgiendo de una de las calles laterales, y en vez de detenerme, aceleré mi carrera todo lo que pude, logrando cruzar a duras penas por delante de ella. Casi al instante, oí un atronador crujido de maderas a mi espalda, y comprendí que Marcus no había tenido reparos en disparar a la carreta que le obstaculizaba el paso, cosa que confirmé cuando contemplé volar por encima de mí cabeza al caballo envuelto en llamas, que acabó estrellándose contra el suelo unos metros por delante de mí. Esquivé al carbonizado animal como pude, y tomé por otra calle, mientras sentía cómo la destrucción florecía a mis espaldas. Entonces, al enfilar la siguiente calleja, una farola proyectó la alargada sombra de Marcus en la pared que tenía enfrente. Espantado, lo observé detenerse y hacer puntería, y comprendí que ya se había cansado de jugar conmigo. En apenas un par de segundos estaría muerto, me dije, sin dejar por ello de correr.

Fue entonces cuando sentí que me embargaba un vértigo familiar. Durante un instante el suelo desapareció bajo mis pies, para volver a aparecer al segundo siguiente, con una consistencia distinta, al tiempo que me cegaba la luz del día. Detuve mi carrera, apreté los dientes para no vomitar, y parpadeé cómicamente, intentando aclararme la vista. Lo logré justo a tiempo para contemplar cómo una máquina enorme y metálica venía hacia mí Me arrojé a un lado, rodando varios metros por el suelo. Desde allí, al levantar la cabeza, pude ver cómo la monstruosa máquina seguía su camino mientras unos hombres que parecían viajar escondidos en su interior me llamaban borracho. Pero aquel artefacto ruidoso no era el único. Toda la calle había sido invadida por aquellas máquinas, que la cruzaban como una estampida de bisontes de hierro. Me levanté del suelo y paseé una mirada atónita a mi alrededor, aliviado al no encontrar el menor rastro de Marcus por ninguna parte. Tomé un periódico de un banco cercano, para comprobar dónde me había conducido mi nuevo desplazamiento, y descubrí que me hallaba en 1938. Al parecer, empezaba a adquirir cierta destreza: esta vez había viajado cuarenta años en el futuro.

Abandoné Whitechapael y caminé maravillado por aquel extraño Londres, en el que el 50 de Berkeley Square era una librería de libros antiguos. Todo parecía distinto, aunque afortunadamente todavía seguía resultándome familiar. Estuve varias horas deambulando desorientado por las calles, contemplando los monstruosos vehículos que las surcaban, unos vehículos que no eran tirados por caballos ni propulsados por vapor, cuyo reinado, en contra de lo que pensáis en vuestra época, acabará siendo bastante efímero. Por mí no había pasado el tiempo, pero el mundo había sufrido aquellos cuarenta años. Sí, había cientos de inventos desperdigados a mí alrededor, una profusión de máquinas que constataban la inagotable imaginación del hombre, por mucho que a finales de tu siglo, el director de la oficina de Patentes de Nueva York hubiese solicitado el cierre del servicio arguyendo que ya estaba todo inventado.

Finalmente, ahíto de maravillas, me senté a reflexionar sobre mi recién descubierta condición de desplazado en el banco de un parque. ¿Me encontraba en el futuro del que nos había hablado Marcus, existiría un Departamento Temporal al que pudiera acudir? No lo creía. Había viajado solo cuarenta años en el futuro, después de todo. Si había desplazados en aquella época, debían encontrarse tan solos y desamparados como yo. Entonces me pregunté si, activando de nuevo mi mente, podría regresar al pasado, a tu época, y avisarte de lo que iba a sucederte. Pero tras varios intentos fallidos de reproducir el mismo impulso que me había arrastrado hasta allí, acabé rindiéndome. Comprendí que estaba atrapado en aquella época. Pero estaba vivo, no había muerto, y era bastante difícil que Marcus me buscara allí. ¿Acaso no debía alegrarme por ello?

Una vez acepté eso, resolví que lo primero que debía hacer era informarme de lo que había pasado con el mundo, pero sobre todo con Jane y todos los que conocía. Entré en una biblioteca y, tras varias horas consultando periódicos, logré hacerme una idea bastante general del mundo que habitaba. Con desolación descubrí no solo que el mundo se encaminaba tozudamente hacia una guerra mundial, sino que ya había sufrido otra unos años antes, una terrible contienda que había cubierto de sangre más de la mitad del planeta, dejando un saldo de ocho millones de muertos. Pero aquello de poco había servido y el mundo, pese a tener sus cementerios abastecidos, volvía a encontrarse en un equilibrio inestable que presagiaba lo peor. Y al recordar algunos de los horribles titulares que había visto colgando del mapa del tiempo, comprendí que nada podría impedir aquella segunda guerra, pues se trataba de uno de esos errores del pasado con los que el hombre del futuro había preferido convivir. Yo solo podía esperar a que eclosionara, y evitar en lo posible ser uno de los millones de cadáveres que dentro de un año iban a sembrar el mundo.

También descubrí un artículo que me aturdió y entristeció al mismo tiempo. Se trataba de la noticia de la conmemoración del vigésimo quinto aniversario de la muerte de los escritores Bram Stoker y Henry James, fallecidos al intentar pasar una noche enfrentándose al espectro de Berkeley Square. Esa misma noche también había sucedido otro acontecimiento igualmente trágico para el mundo de las letras: H. G. Wells, el autor de La máquina del tiempo, había desaparecido misteriosamente y nunca más se había vuelto a saber de él. ¿Habría viajado en el tiempo? terminaba preguntando socarronamente el periodista, sin sospechar lo cerca que estaba de la verdad. En aquel artículo se referían a ti como el padre de la ciencia ficción. Imagino que te preguntarás qué diablos es eso. Se trata del término que sustituirá al de romance científico, acuñado en 1926 por un tal Hugo Gernsback, que lo incorporó a la portada de su revista Amazing Stories, la primera publicación dedicada de forma exclusiva a la ficción de corte científico y donde al parecer estaban reimprimiendo muchos de los relatos que habías escrito para Lewis Hind, junto a cuentos del norteamericano Edgar Allan Poe y, cómo no, de Julio Verne, quien te disputaba el título de padre del género. Tal y como había vaticinado el inspector Garrett, las novelas que especulaban sobre el mundo del futuro habían acabado instaurando un género, y lo habían hecho en gran parte gracias a él, que había descubierto que Viajes Temporales Murray era el mayor fraude del siglo XIX. Tras eso, el futuro volvió a transformarse en un vacío sin dueño que cada escritor podía amueblar a su antojo, una tierra incógnita, una extensión sin explorar como aquellas de los mapas náuticos antiguos, donde se decía que empezaban los monstruos.

Al leer aquello, comprendí con pavor que mi desaparición había iniciado una cadena de fatales acontecimientos: sin mi ayuda, Garrett no había podido atrapar a Marcus, y había seguido empeñado en viajar al año 2000 para detener al capitán Shackleton, descubriendo así el fraude de Gilliam, que había terminado en prisión. Inmediatamente pensé en Jane, y ausculté cientos de periódicos y revistas, temiendo encontrarme con la noticia de que la «viuda» del escritor H. G. Wells había perdido la vida en un trágico accidente de bicicleta. Pero Jane no había muerto. Jane había seguido viviendo tras la misteriosa desaparición de su marido. Y eso significaba que Gilliam no había cumplido su amenaza. ¿La había amenazado simplemente para conminarme a trabajar para él? Tal vez. Aunque quizás no había tenido tiempo de llevarla a cabo, o lo había malgastado buscándome inútilmente por todo Londres para preguntarme por qué demonios no me estaba ocupando de localizar al verdadero autor de los asesinatos. Pero a pesar de su frondosa red de matones, no había logrado encontrarme. Se le había olvidado buscarme en el año 1938, naturalmente. Sea como fuere, Gilliam había acabado con sus huesos en prisión, y mi esposa seguía viva. Aunque ya no era mi esposa.

Gracias a los artículos que hablaban de ti pude dibujar su existencia, la vida que había llevado tras mi desconcertante y súbita partida. Jane había aguardado mi regreso durante casi un lustro en nuestra casa de Woking, hasta que agotó su ración de esperanza. Resignada a continuar su vida sin mí, había regresado a Londres, y allí había contraído matrimonio con un prestigioso abogado llamado Douglas Evans, con quien había tenido una hija, a la que llamaron Selma. Tropecé con una fotografía suya que me la mostró como una adorable ancianita que aún seguía conservando la sonrisa de la que me había enamorado en aquellos paseos hasta King Cross. Mi primer impulso fue ir a buscarla, pero se trataba de un arrebato evidentemente irracional. Qué podría decirle. A estas alturas, mi brusca aparición solo iba a originar una fastidiosa alteración en su tranquila existencia. Ya había asumido mi desaparición, para qué removerlo todo ahora. Así que no fui a buscarla, por lo que desde que desaparecí no he vuelto a ver a la dulce criaturita que ahora debe de estar durmiendo exactamente sobre tu cabeza. Quizás eso te anime a despertarla con caricias cuando acabes de leer esta carta. Es algo que dejo a tu elección, yo no soy quien para entrometerme en tu matrimonio. Pero con no ir a buscarla no bastaba, naturalmente. Debía marcharme de Londres, y no solo por temor a encontrarme con ella o con alguno de mis amigos, que me reconocerían de inmediato, pues yo seguía conservando mi mismo aspecto, sino por pura cuestión de supervivencia: lo más probable era que Marcus siguiera buscándome a través de los siglos, rastreando el tiempo tratando de hallar algún indicio de mi presencia.

Asumí una identidad falsa, me dejé crecer una boscosa barba y escogí el pueblecito de Norwich por su adorable aire medieval como escenario donde empezar a tejer mi nueva vida sin hacer excesivo ruido. Gracias a los conocimientos que tú habías adquirido en la botica del señor Cowap, encontré trabajo de dependiente en una farmacia, y durante un año no hice otra cosa que despachar ungüentos y jarabes durante el día, y tumbarme en la cama de noche a escuchar las noticias, atento a la lenta cristalización de una guerra que volvería a redefinir el mundo. Por propia voluntad, había decidido interpretar una de esas existencias irrelevantes y sin propósito a la que siempre temí que me condenara la cabezonería de mi madre, cuya simplicidad ni siquiera podía redimir con la escritura por miedo a alertar a Marcus. Era un escritor condenado a vivir como alguien que carecía del don de la escritura con el que poder enaltecer el mundo que lo rodeaba, ¿se te ocurre una tortura mayor? A mí tampoco. Estaba a salvo, sí, pero atrapado en una vida triste que, a veces, me preguntaba si merecía el trabajo de vivirse. Por suerte, alguien vino a alegrarla: se llamaba Alice y era preciosa. Una mañana cualquiera entró en la botica para comprar una caja de aspirinas, un preparado de ácido acetilsalicílico comercializado por una compañía de tintes alemana que hacía furor por entonces, y acabó llevándose mi corazón envuelto en papel de estraza.

El amor cuajó entre nosotros con sorprendente facilidad, adelantándose a la guerra, y para cuando esta estalló, Alice y yo teníamos mucho más que perder que antes. Por fortuna, todo parecía suceder lejos de nuestro pueblo, que no suponía ninguna amenaza para Alemania, cuyo nuevo canciller pretendía conquistar el mundo con el discutible pretexto de que por sus venas corría la sangre de una raza superior. Las terribles consecuencias de la contienda debíamos deducirlas a través de los atroces sonidos que nos llegaban mecidos en la brisa, como un adelanto de las noticias que luego traerían los periódicos, pero yo no necesitaba más para comprender que aquella guerra era distinta de las anteriores, porque la ciencia había cambiado su fisonomía, ofreciendo a los hombres nuevos modos de matarse unos a otros. Ahora la batalla tenía lugar en el aire. Pero no pienses en ejércitos de globos aerostáticos disparándose unos a otros, a ver quién reventaba antes el saco de hidrógeno del enemigo. El hombre había logrado conquistar los cielos con una máquina voladora más pesada que el aire, similar a la que Verne había ideado en su novela Robur el Conquistador, pero no estaba hecha de pulpa de papel encolado, y además arrojaba bombas. Ahora la muerte venía del cielo, anunciándose con un silbido pavoroso. Y aunque, a causa de complicadas alianzas, setenta países habían sido arrastrados a aquella guerra atroz, al poco tiempo solo Inglaterra permanecía en pie, mientras el resto del mundo contemplaba atónito la gestación de un nuevo orden. Decidida a vencer su resistencia, Alemania sometió a nuestro país a un bombardeo sostenido que si bien al principio, siguiendo ese raro honor que a veces subyace bajo las guerras, se limitó a los aeródromos y puertos, enseguida se extendió a las ciudades. Tras varias noches de asedio, nuestra querida Londres quedó reducida a una escombrera humeante, pero de la que sobresalía, como la encarnación de nuestro espíritu invencible, la cúpula de la Iglesia de St Paul’s. Sí, Inglaterra resistía, e incluso contraatacaba con rápidas incursiones en los cielos alemanes, logrando en una de ellas dañar considerablemente Lübeck, una ciudad histórica recogida a orillas del Trave. Eso enfureció aún más a Alemania, que decidió redoblar sus ataques. Pese a todo, Alice y yo nos encontrábamos relativamente seguros en Norwich, un pueblo sin el menor valor estratégico. Pero Norwich había sido bendecido con tres estrellas en la célebre guía Baedeker, que fue la que Alemania consultó cuando decidió devastar nuestro legado histórico. La guía de Karl Baedeker recomendaba visitar su catedral románica, su castillo del siglo XII y sus abundantes iglesias, pero el canciller alemán prefirió bombardearlas.

La irrupción de la guerra nos sorprendió a todos en la catedral, oyendo la homilía del padre Helmore, cuya voz quedó de repente enturbiada por el inquietante zumbido que provenía del cielo. Todos alzamos la cabeza hacia la bóveda de abanico que nos cubría, como si hubiésemos reparado de pronto en la belleza de su nervadura. Al fin nos tocaba a nosotros sentir el horror del que hablaban los periódicos. Fue el padre Helmore quien nos instó a abandonar la casa de Dios, intuyendo que sería uno de los primeros objetivos de los alemanes, y aunque algunos prefirieron quedarse, no sé si porque se hallaban paralizados por el miedo o porque su fe les decía que no podía existir un refugio mejor que aquel, yo tomé la mano de Alice y tiré de ella hacia la salida de la catedral, intentando abrirme paso entre una multitud despavorida que obstruía la nave central. Logramos salir cuando empezaron a caer las primeras bombas. ¿Cómo puedo describirte tal horror? Quizás te baste si te digo que la ira de Dios palidece ante la ira del hombre. La gente corría aterrada de un lado a otro, sin saber hacia dónde ir, mientras el poder de las bombas reventaba la tierra, desbarataba los edificios y sacudía el aire con el bramido del trueno. A nuestro alrededor, el mundo se venía abajo, se desgarraba, se partía. Intenté buscar algún refugio seguro, pero en lo único que podía pensar, mientras cruzaba de la mano de Alice a través de aquella creciente destrucción, era en el escaso valor que después de todo tenía la vida humana para nosotros mismos.

Entonces, en mitad de aquella carrera sin rumbo, empecé a notar cómo me embargaba un mareo muy familiar. La cabeza había empezado a latirme dolorosamente, al tiempo que el mundo empezaba a volverse borroso, y comprendí lo que iba a ocurrir. Detuve al instante nuestra alocada carrera y le pedía Alice que aferrara mis manos con todas sus fuerzas. Ella me miró confundida, pero lo hizo, y mientras la realidad se desdibujaba y mi peso me era arrebatado por tercera vez, yo apreté los dientes e intenté llevármela conmigo. No sabía a dónde me dirigía, pero no estaba dispuesto a dejarla atrás, como había dejado a Jane, como había dejado mi vida, como había dejado todo lo que amaba. Las sensaciones que me invadieron a continuación fueron las mismas que las veces anteriores: me sentí levitar durante un brevísimo segundo, fugado de mi propio cuerpo, y luego regresé a él, introduciéndome de nuevo entre mis huesos, pero esta vez encontré la cálida presencia de otra mano entre las mías. Abrí los ojos, parpadeando torpemente, luchando por contener el vómito. Y sonreí lleno de felicidad al contemplar las manos de Alice aferrando las mías. Unas manos delicadas y finas, donde después del amor yo dejaba la ofrenda de mis agradecidos besos, unas manos unidas a unos antebrazos delgados, cubiertos de un delicioso vello rubio. Lo único que había logrado traerme de ella.

Enterré las manos de Alice en el mismo jardín donde había aparecido, en aquel Norwich de 1982 que no parecía haber sido bombardeado nunca, salvo por el monumento a los caídos que había en el centro de una de sus plazas. Allí, entre otros muchos, encontré el nombre de Alice, aunque siempre me quedará la duda de si la mató la guerra o lo hizo Otto Lidenbrock, el hombre que la amaba. Fuera como fuere, era algo con lo que estaba condenado a vivir, pues yo había escapado del bombardeo, rodando de nuevo hacia al futuro. Cuarenta años otra vez, aquella parecía ser mi marca personal.

Ahora me hallaba en un mundo aparentemente más sabio, que parecía obsesionado con forjarse una personalidad propia, con exhibir en cualquier faceta de la vida su espíritu lúdico e in novador. Sí, se trataba de un mundo presuntuoso, que celebraba sus logros con el alborozado orgullo de un niño, pero se trataba de un mundo en calma, donde la guerra era un recuerdo embarazoso, la vergonzosa constatación de que la naturaleza humana poseía una parte atroz que había que esforzarse en disimular, aunque fuese bajo una ortopédica cortesía. El mundo había tenido que reconstruirse, y había sido entonces, al retirar los cascotes y recoger a los muertos, al volver a erigir los edificios y engomar los puentes, a fruncir los agujeros que la guerra había dejado en su alma y en su genealogía, cuando el hombre había sido brutalmente consciente de lo que había sucedido, cuando de repente todo lo que en su momento parecía racional se había vuelto irracional, como un baile al que le quitaran la música. Sonreí con inevitable regocijo: la exaltación con la que quienes me rodeaban condenaban ahora los actos de sus abuelos venía a confirmarme que jamás habría otra guerra como la que yo había sufrido. Y te confesaré que tampoco en eso me he equivocado. El hombre es capaz de aprender, Bertie, aunque tenga que hacerlo a palos, como los animales de los circos.

De todos modos, yo debía empezar otra vez desde cero, comenzar a fabricarme otra maldita existencia desde los cimientos. Abandoné Norwich, al que ya nada me ataba, y regresé a la reconstruida Londres donde, tras dejarme maravillar de nuevo por los avances de la ciencia, intenté encontrar algún trabajo que pudiera realizar un hombre de la época victoriana que se hacía llamar Harry Grant. ¿Ese iba a ser mi destino entonces? ¿Peregrinar por el tiempo, dar tumbos de una época a otra como una hoja arrastrada por el viento, solo para siempre? No, esta vez no iba a ser así. Estaba solo, sí, pero sabía que mi soledad no iba a durar demasiado. Un encuentro me esperaba en el futuro, aunque no sería necesario que volviera a desplazarme en el tiempo para acudir a él. Se trataba de un futuro lo suficientemente cercano como para esperar a que fuese él quien viniese hasta mí.

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