Capítulo Dieciséis 27 страница

Philip comprendió que aquello resultaba ambiguo. Parecía significar que Tom no percibiría salario hasta que el priorato pudiera permitírselo, cuando en realidad el priorato le debería el salario de cada día que trabajara a partir de ese mismo momento. Pero antes de que Philip pudiera aclarar el acuerdo establecido, Remigius tomó de nuevo la palabra.

—¿Dónde se alojarán?

—Les he cedido la casa de invitados.

—Pueden vivir con alguna de las familias de la aldea.

—Tom nos ha hecho una oferta generosa —alegó impaciente Philip—. Tenemos suerte de poder contar con él. No quiero que duerma junto con las cabras y los cerdos de otros cuando tenemos una casa decente que está vacía.

—Hay dos mujeres en la familia…

—Una mujer y una niña —le corrigió Philip.

—Está bien, una mujer. ¡No queremos que una mujer viva en el priorato!

Los monjes susurraban inquietos. No les gustaban las objeciones necias de Remigius.

—Es perfectamente normal que las mujeres se alojen en la casa de invitados —afirmó Philip.

—¡Pero no esa mujer! —explotó Remigius aunque de inmediato pareció lamentarlo.

—¿Conoces a esa mujer, hermano?

—Hubo un tiempo en que vivió por estos lugares —admitió reacio.

Philip se sintió intrigado. Era la segunda vez que tenía lugar algo así en relación con la mujer del constructor. Waleran Bigod también se había mostrado inquieto al verla.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Philip.

Antes de que Remigius pudiera contestar, habló el hermano Paul, el viejo monje que se ocupaba del puente.

—Ya lo recuerdo —dijo como en sueños—. Había una muchacha salvaje de los bosques que solía vivir por aquí… Bueno, de eso debe hacer unos quince años. Ella me la recuerda. Posiblemente será la misma muchacha que se ha hecho mayor.

—La gente decía que era bruja —alegó Remigius—. ¡No podemos tener a una bruja en el priorato!

—De eso no sé nada —dijo el hermano Paul con voz lenta y meditativa—. A cualquier mujer que viva salvaje, tarde o temprano la llaman bruja. Cuando la gente dice una cosa no siempre es verdad. Yo me contento con dejar que el prior Philip, con su sabiduría, juzgue si representa un peligro.

—La sabiduría no siempre llega por el mero hecho de asumir un cargo monástico —afirmó tajante Remigius.

—En verdad que no —dijo el hermano Paul con tono mesurado. Luego, mirando de frente a Remigius añadió—: A veces no llega nunca.

Los monjes rieron ante aquella aguda réplica, tanto más divertida por proceder de una fuente inesperada. Philip hubo de simular sentirse disgustado. Batió palmas reclamando silencio.

—¡Ya está bien! —exclamó—. Estas cuestiones son serias. Hablaré con la mujer. Ahora cumplamos con nuestras obligaciones. Quienes deseen que se les dispense del trabajo físico pueden retirarse a la enfermería para la oración y la meditación. Los demás seguidme.

Salió del almacén, dio la vuelta y se dirigió por detrás de los edificios de la cocina en dirección a la arcada sur que conducía al claustro. Unos pocos monjes se separaron del grupo y se dirigieron hacia la enfermería, entre ellos Remigius y Andrew Sacristán. Ninguno de los dos sufría de debilidad, se dijo Philip, pero probablemente crearían dificultades si se incorporaban a las fuerzas laborales, por lo que se sintió muy satisfecho al ver que se iban. La mayoría de los monjes siguieron a Philip.

Tom había reunido ya a los servidores del priorato y había empezado a trabajar. Se encontraba en pie sobre el montón de escombros en el cuadro del claustro, con un gran trozo de tiza en la mano, marcando piedras con la letra T, inicial de su nombre.

Por primera vez en su vida a Philip se le ocurrió preguntarse cómo podían moverse unas piedras tan enormes. Ciertamente eran demasiado grandes para que un hombre pudiera levantarlas. En seguida tuvo la respuesta. Se colocaban en el suelo dos grandes estacas, una junto a otra, y se empujaba una piedra hasta colocarla sobre las estacas. Luego dos personas cogían los extremos de las estacas y las levantaban. Tom Builder debía de haberles enseñado a hacer aquello. El trabajo se desarrollaba rápidamente, con la mayoría de los sesenta servidores del priorato formando un río humano que se llevaban piedras y volverían a por más.

Al verle, Tom bajó del montón de escombros. Antes de hablar con Philip se dirigió a uno de los servidores, el sastre que cosía los hábitos de los monjes.

—Que empiecen los monjes a llevarse piedras —dijo al hombre—. Asegúrate de que sólo se llevan las marcadas por mí. De lo contrario el montón puede deslizarse y matar a alguien. —Luego se volvió hacia Philip—: He marcado suficientes para mantenerlos ocupados por un tiempo.

—¿Adónde se llevan las piedras? —preguntó Philip.

—Venid y os lo enseñaré. Quiero comprobar si las están amontonando como es debido.

Philip acompañó a Tom. Estaban llevando las piedras al lado este del recinto del priorato.

—Algunos servidores todavía tienen que hacer sus tareas habituales —dijo Philip mientras caminaban—. Los mozos de cuadra han de seguir ocupándose de los caballos, los cocineros deben preparar las comidas, alguien tiene que traer leña, dar de comer a las gallinas e ir al mercado. Pero ninguno de ellos tiene exceso de trabajo, así que puedo prescindir de una media docena. Además podrás disponer de unos treinta monjes.

Tom hizo un ademán de aquiescencia.

—Será suficiente.

Dejaron atrás el extremo este de la iglesia. Los trabajadores estaban amontonando piedras todavía calientes contra el muro este del recinto del priorato, a unas yardas de la enfermería y de la casa del prior.

—Hay que reservar las viejas piedras para la nueva iglesia —dijo Tom—. No serán utilizadas en los muros porque las piedras de segunda mano no aguantan bien la intemperie. Pero servirán para los cimientos. También hay que conservar las piedras rotas. Se mezclarán con argamasa y se introducirán en la cavidad entre las capas interior y exterior de los muros nuevos formando así el núcleo de cascajo.

—Comprendo.

Philip observaba mientras Tom daba instrucciones a los trabajadores de cómo amontonar las piedras, de manera que se trabaran, para que el montón no se viniera abajo. Era evidente a todas luces que se hacía indispensable la pericia de Tom.

Una vez que Tom quedó satisfecho, Philip le cogió del brazo y le condujo, dando vuelta a la iglesia, hasta el cementerio en el lado septentrional. Había parado la lluvia pero las losas de las tumbas todavía estaban mojadas. En el extremo oriental del cementerio estaban enterrados los monjes, y en el occidental los aldeanos. La línea divisoria era el crucero sobresaliente septentrional de la iglesia, en aquellos momentos en ruinas. Philip y Tom se detuvieron frente a él. Un sol tibio rompió las nubes. A la luz del día las ennegrecidas vigas no tenían nada de siniestro, y Philip se sintió casi avergonzado por haber pensado que la noche anterior había visto un diablo.

—Algunos monjes se sienten incómodos por el hecho de que una mujer viva dentro del recinto del priorato —dijo. La expresión que se reflejó en el rostro de Tom era algo más intensa que la ansiedad. Parecía aterrado, casi presa de pánico. En verdad la ama, se dijo Philip. Se apresuró a seguir hablando—: Pero no quiero que vivas en la aldea y compartas una vivienda con otra familia. Para evitar problemas sería aconsejable que tu mujer se mostrara circunspecta. Dile que se mantenga apartada de los monjes lo más posible, en especial de los jóvenes. Si tuviera que andar por el priorato convendría que mantuviera la cara cubierta. Y ante todo no debe hacer nada que pueda despertar sospechas de brujería.

—Así se hará —aseguró Tom. El tono de su voz era decidido y parecía algo desalentado. Philip recordó que la mujer tenía un agudo ingenio. Tal vez no aceptara con agrado el que le dijeran que debería intentar pasar inadvertida. Pero el día anterior su familia se encontraba en la miseria, así que probablemente consideraría esas restricciones como un pequeño pago por la seguridad y un techo sobre sus cabezas.

Entraron. La noche anterior Philip había considerado toda aquella destrucción como una tragedia sobrenatural, una terrible derrota para las fuerzas de civilización y religión verdadera, un golpe asestado al trabajo de toda su vida. En esos momentos ya sólo parecía un problema que había que resolver. Enorme, desde luego, incluso temible, pero no sobrehumano. El cambio había que agradecérselo sobre todo a Tom. Philip le estaba profundamente agradecido.

Llegaron al extremo occidental. Philip vio que en las cuadras estaban ensillando a un caballo rápido y se preguntó quién se disponía a viajar precisamente ese día. Dejó que Tom regresara al claustro mientras él se dirigía al establo a comprobar quién se iba. Uno de los ayudantes del sacristán había ordenado que ensillaran el caballo. Era el joven Alan, el que había rescatado el cofre del tesoro de la sala capitular.

—¿Adónde vas, hijo mío? —le preguntó Philip.

—Al palacio del obispo —contestó Alan—. El hermano Andrew me envía en busca de velas, agua bendita y sagradas formas, porque lo hemos perdido todo en el edificio y tenemos que celebrar los oficios sagrados lo más pronto posible.

Aquello tenía sentido. Todas esas cosas las conservaban en una caja cerrada en el coro, y con toda seguridad la caja se habría quemado. Philip se sintió contento de que el sacristán estuviera bien organizado para el cambio.

—Eso está bien —dijo—. Pero espera un momento. Si vas a palacio lleva una carta mía al obispo Waleran.

El taimado Waleran Bigod era ya obispo electo gracias a una maniobra más bien vergonzosa. Pero ahora Philip ya no podía retirar su respaldo y estaba obligado a tratar a Waleran como su obispo.

—He de enviarle un informe sobre el incendio.

—Sí, padre —repuso Alan—. Pero ya llevo una carta de Remigius para el obispo.

—¡Ah! —Philip se quedó sorprendido. Pensó que Remigius estaba muy emprendedor—. Muy bien —dijo a Alan—. Viaja con prudencia y que Dios te acompañe.

—Gracias, padre.

Philip se dirigió hacia la iglesia. Remigius había actuado con gran celeridad. ¿Por qué él y el sacristán se habían mostrado tan presurosos? Aquello le dejó algo inquieto. ¿Se refería la carta tan sólo al incendio de la iglesia o había algo más en ella? Philip se detuvo a medio camino en el césped y se volvió a mirar hacia atrás. Estaría en su perfecto derecho de coger la carta a Alan y leerla. Pero era demasiado tarde. Alan ya estaba atravesando la puerta. Philip se lo quedó mirando, sintiéndose levemente defraudado. En aquel momento la mujer de Tom salía de la casa de invitados llevando un cubo que seguramente contendría cenizas del hogar. Se dirigió hacia el estercolero, cerca de las cuadras. Philip la observó. Su forma de andar era agradable, como el paso de un buen caballo.

Pensó de nuevo en la carta de Remigius a Waleran. No podía librarse de la sospecha intuitiva, pero no por ello menos preocupante de que el principal tema del mensaje en realidad no era el incendio. Pese a no tener razón de peso, estaba seguro de que la carta se refería a la mujer del cantero.

Jack se despertó con el primer canto del gallo. Abrió los ojos y vio a Tom que se levantaba. Permaneció echado e inmóvil, escuchando a Tom mear sobre el suelo, al otro lado de la puerta. Sentía deseos de trasladarse al lugar caliente que Tom había dejado y acurrucarse junto a su madre, pero sabía que Alfred se burlaría despiadadamente de él si lo hiciera, así que se quedó dónde estaba. Tom volvió a entrar y sacudió a Alfred para que se despertara.

Tom y Alfred bebieron la cerveza que quedaba de la cena de la noche anterior y comieron algo de pan bazo duro. Luego se fueron. Había sobrado algo de pan y Jack esperaba que esta vez lo hubieran dejado, pero tuvo una desilusión, Alfred se lo había llevado como de costumbre.

Alfred trabajaba todo el día con Tom. Jack y su madre iban a veces a pasar el día en el bosque. Su madre colocaba trampas mientras Jack iba a la caza del pato con su honda. Todo cuanto cogían se lo vendían a los aldeanos o a Cuthbert, el intendente. Era su única fuente de ingresos, ya que a Tom no le pagaban. Con ese dinero compraban tejidos, cuero o sebo, y durante los días que no iban al bosque su madre solía hacer zapatos, camisetas, velas o una gorra, mientras Jack y Martha jugaban con los niños de la aldea. Los domingos, después del oficio divino, a Tom y a su madre les gustaba sentarse junto al fuego y hablar. A veces empezaban a besarse y Tom metía la mano por debajo del vestido de su madre y entonces enviaban a los niños afuera durante un rato y atrancaban la puerta. Aquellos eran los peores momentos de toda la semana, porque Alfred se ponía de mal humor y se dedicaba a perseguir a los pequeños. Pero hoy era un día corriente y Alfred estaba ocupado desde la amanecida hasta el anochecer. Jack se levantó y salió afuera. Hacía frío, pero el ambiente era seco. Martha salió minutos después. Las ruinas de la catedral estaban ya llenas de trabajadores acarreando piedras, sacando escombros a paladas, construyendo soportes de madera para los muros inseguros y demoliendo los que estaban demasiado dañados para conservarlos.

Existía un acuerdo general entre aldeanos y monjes de que el fuego lo había provocado el demonio, y durante largos periodos Jack incluso llegó a olvidar que en realidad había sido él. Cuando lo recordaba solía sobresaltarse, aunque luego se sentía inmensamente complacido consigo mismo; había corrido un riesgo terrible, pero lo había logrado, salvando a la familia de morirse de hambre.

Los monjes desayunaban primero y los trabajadores seglares no tomaban nada hasta que los monjes se iban a la sala capitular. Para Martha y Jack aquel era un periodo interminable. Jack siempre se despertaba con hambre y el frío aire matinal aumentaba su apetito.

—Vamos al patio de la cocina —dijo Jack. Era posible que los pinches de cocina tuvieran algunas sobras. Martha aceptó encantada. Pensaba que Jack era maravilloso y estaba de acuerdo con cualquier cosa que sugiriera.

Cuando llegaron a la cocina encontraron al hermano Bernard que tenía a su cargo el horno, haciendo pan. Como todos sus ayudantes estaban trabajando en las ruinas, tenía que llevar la leña él mismo. Era un muchacho joven, aunque más bien gordo, que sudaba y jadeaba bajo el peso de una carga de troncos.

—Le traeremos leña, hermano —se ofreció Jack.

Bernard soltó la carga junto al horno y dio a Jack el cesto ancho y plano.

—Sois unos buenos niños —dijo con voz entrecortada—. Que Dios os bendiga.

Jack cogió el cesto y los dos corrieron hasta el montón de leña que había detrás de la cocina. Llenaron el cesto de troncos y luego llevaron la pesada carga entre los dos. Cuando llegaron, el horno ya estaba caliente y Bernard vació directamente en el fuego la carga del cesto, enviándoles luego a por más. A Jack le dolían los brazos pero más aún el estómago, y corrió a cargar de nuevo el cesto. La segunda vez que regresaron, Bernard estaba poniendo pequeñas porciones de masa en una bandeja.

—Traedme otro cesto más y tendréis bollos calientes —les dijo. A Jack se le hizo la boca agua.

La tercera vez llenaron el cesto a tope y volvieron con paso inseguro, sujetando un asa cada uno. Ya cerca del patio se encontraron con Alfred, que llevaba un balde. Seguramente iba a buscar agua del canal que desde la represa del molino atravesaba el césped hasta desaparecer bajo tierra junto a la cervecería. Alfred aborrecía aún más a Jack desde que este dejó caer el pájaro muerto en su cerveza; por lo general, cuando Jack veía a Alfred solía dar media vuelta e irse por otro lado. En aquel momento se dijo si debería soltar el cesto y echar a correr, pero eso parecería una cobardía y además podía olfatear el aroma del pan recién hecho que llegaba del horno, y estaba realmente hambriento. De manera que siguió caminando con el corazón en la boca.

Alfred se echó a reír al verles luchando bajo un peso que él solo podía llevar fácilmente. Se hicieron a un lado para dejarle mucho sitio, pero él avanzó dos pasos en dirección a ellos y dio un empujón a Jack, haciéndole caer con fuerza de culo, lo que le provocó un fuerte dolor en la rabadilla. Soltó el asa del cesto y toda la leña se desparramó por el suelo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, más de rabia que de dolor. Era totalmente injusto que Alfred pudiera hacerle semejante cosa sin la menor provocación y salirse con la suya. Jack se levantó y volvió a colocar pacientemente la leña en el cesto para que Martha viera que no le importaba. Cogieron de nuevo el cesto y siguieron andando hasta el horno.

Y allí tuvieron su recompensa. Los bollos se estaban enfriando en la bandeja sobre un estante de piedra. Cuando entraron, Bernard cogió uno y se lo metió en la boca.

—Ya se pueden comer, podéis coger los que queráis, pero andad con cuidado, todavía están calientes —les dijo.

Jack y Martha cogieron un bollo cada uno. Jack lo probó receloso temiendo quemarse la boca, pero estaba tan delicioso que se lo zampó en un instante. Se quedó mirando los restantes bollos. Quedaban nueve. Miró al hermano Bernard que le sonreía bonachón.

—Sé lo que quieres —le dijo el monje—. Vamos, cogedlos todos.

Jack se levantó el faldón de la capa y envolvió en él el resto de los bollos.

—Se los llevaremos a madre —dijo a Martha.

—Eres un buen chico —dijo Bernard—. Ya os podéis ir.

—Gracias hermano —dijo Jack.

Salieron del horno y se encaminaron a la casa de invitados. Jack estaba excitado. Su madre estaría muy contenta con él por llevarle semejante bocado. Se sintió tentado de comerse otro bollo antes de entregarlos, pero resistió la tentación. Sería tan estupendo darle todos…

Mientras atravesaban la pradera se toparon de nuevo con Alfred.

Sin duda había llenado el balde, había vuelto a las ruinas y lo había vaciado. Así que iba a llenarlo de nuevo. Jack decidió mostrarse indiferente con la esperanza de que Alfred hiciera caso omiso de él. Pero la forma en que llevaba los bollos envueltos en los faldones de su capa hacía difícil de ocultar, y una vez más Alfred se volvió hacia ellos.

Jack le hubiera dado gustoso un bollo pero sabía que si le daba la ocasión Alfred los cogería todos. Jack echó a correr.

Alfred fue tras él y pronto le dio alcance. Alargó su pierna, le puso la zancadilla y Jack salió por los aires. Los bollos calientes quedaron esparcidos por el suelo.

Alfred cogió uno, le limpió un poco de barro y se lo metió en la boca. Se le desorbitaron los ojos por la sorpresa.

—¡Pan recién hecho! —exclamó. Y empezó a recoger presuroso los restantes.

Jack se levantó a duras penas e intentó coger uno de los bollos del suelo, pero Alfred le dio un fuerte golpe con el revés de la mano y le hizo caer de nuevo. Alfred recogió rápidamente el resto de los bollos y se alejó moviendo las mandíbulas. Jack se echó a llorar.

Martha le miraba compadecida, pero Jack no necesitaba compasión. Sufría sobre todo por la humillación. Empezó a caminar, y al ver que Martha le seguía se volvió hacia ella y le gritó: ¡Vete! La niña pareció dolida pero se detuvo y le dejó que se fuera.

Se dirigió hacia las ruinas secándose las lágrimas con la manga. Se sentía deseoso de matar. He destruido la catedral, se dijo; soy capaz de matar a Alfred.

Aquella mañana se estaba barriendo a fondo las ruinas y aseándolas. Jack recordó que estaban esperando a un dignatario eclesiástico que inspeccionaría los daños causados.

Lo que realmente le sacaba de quicio era la superioridad física de Alfred. Podía hacer cuanto quería sólo por ser tan grande. Jack caminó un rato, furioso. Le hubiera gustado que Alfred hubiera estado en la iglesia cuando cayeron todas aquellas piedras.

Finalmente vio de nuevo a Alfred. Estaba en el crucero septentrional, cubierto de polvo gris, echando un carro de paladas de desportilladuras de piedra. Cerca del carro había una viga del tejado que casi no había sufrido daño; tan sólo estaba chamuscada por los bordes y ennegrecida por el hollín. Jack limpió con un dedo la superficie de la viga, dejando una línea blancuzca. Luego escribió con el hollín: Alfred es un cerdo.

Algunos trabajadores se dieron cuenta y quedaron sorprendidos al ver que Jack sabía escribir.

—¿Qué dice? —preguntó un joven.

—Pregúntaselo a Alfred —respondió Jack.

Alfred miró lo escrito y frunció el ceño fastidiado. Podía leer su nombre, eso lo sabía Jack, pero no el resto. Se puso furioso. Sabía que era un insulto pero no lo que le había llamado, y eso le resultaba humillante. Tenía una expresión estúpida. Jack sintió que se apaciguaba algo su enfado. Alfred podía ser más grande, pero Jack era más listo.

Todavía seguía sin saber lo que querían decir aquellas palabras. Pero entonces un novicio que pasaba por allí leyó lo escrito y sonrió.

—¿Quién es Alfred? —dijo.

—Él —repuso Jack, señalándole con el pulgar. Alfred parecía todavía más furioso pero aún seguía sin saber qué hacer, de manera que se apoyó sobre su pala en actitud simplona.

El novicio se echó a reír.

—Así que cerdo ¿eh? ¿Y qué busca…? ¿Nabos? —dijo.

—Seguramente —repuso Jack encantado de haber encontrado un aliado.

Alfred soltó la pala y se lanzó a por Jack.

Jack estaba ya preparado para su embestida y salió disparado como una flecha. El novicio alargó un pie para hacer caer a Jack como si tratara de mostrarse igualmente con ambos, pero Jack saltó ágilmente por encima de él. Corrió veloz a lo largo de lo que fuera el presbiterio, esquivando montones de escombros y saltando por encima de vigas caídas del tejado. Podía escuchar detrás de él las pesadas pisadas y la respiración ronca de Alfred, y el miedo ponía alas a sus pies.

Al cabo de un momento se dio cuenta de que corría en la dirección equivocada. Por aquel lado de la catedral no había salida. Había cometido una equivocación. Se dio cuenta desolado de que iba a recibir una buena paliza.

La parte superior del extremo oriental se había derrumbado y las piedras estaban amontonadas contra lo que quedaba del muro. No teniendo otro sitio al que ir, Jack subió por aquel motón seguido de cerca por el enfurecido Alfred. Al llegar a la cima vio delante de él una terrorífica caída vertical de unos quince pies. Tanteó temeroso el borde. Estaba demasiado lejos para saltar sin hacerse daño. Alfred intentó agarrarle por un tobillo. Jack perdió el equilibrio. Por un momento permaneció con el pie contra el muro y el otro en el aire, agitando los brazos en un intento de recobrar el equilibrio. Alfred le aferró el tobillo. Jack se sintió caer de manera inexorable por el lado peligroso. Alfred siguió agarrándole todavía un instante, desequilibrando aún más a Jack, y luego lo soltó. Jack cayó en el aire, sin poder enderezarse y se oyó gritar. Aterrizó sobre el costado izquierdo. El impacto fue brutal. Tuvo la mala suerte de golpearse la cara con una piedra.

Por un instante todo se puso negro.

Al abrir los ojos, Alfred se encontraba en pie a su lado, y junto a él, uno de los monjes más viejos. Jack reconoció al monje. Era Remigius, el sub-prior.

—Levántate, muchacho —le dijo Remigius al verle abrir los ojos.

Jack no estaba seguro de poder hacerlo. No podía mover el brazo izquierdo y tenía insensible el lado izquierdo de la cara. Se sentó erguido; había creído que iba a morir y se sorprendió de que pudiera moverse. Utilizando el brazo derecho para poder levantarse, se puso penosamente en pie, descargando casi todo su peso sobre la pierna derecha. A medida que desaparecía la insensibilidad, empezaban los dolores.

Remigius le cogió por el brazo izquierdo. Jack gritó dolorido. Sin inmutarse, Remigius agarró a Alfred por la oreja. Sin duda iba a aplicar a ambos algún horrendo castigo, pensó Jack. Aunque él tenía tantos dolores que poco le importaba.

—¿Y tú, por qué intentabas matar a tu hermano? —dijo Remigius dirigiéndose a Alfred.

—No es mi hermano —contestó Alfred.

Remigius cambió de expresión.

—¿Que no es tu hermano? —dijo—. ¿Acaso no tenéis el mismo padre y la misma madre?

—Ella no es mi madre —dijo Alfred—. Mi madre ha muerto.

La mirada de Remigius se hizo taimada.

—¿Cuándo murió tu madre?

—En Navidad.

—¿La Navidad pasada?

—Sí.

Pese a los dolores que sentía, Jack pudo darse cuenta de que por algún motivo Remigius estaba profundamente interesado en aquello.

—¿Así que tu padre hace poco que ha conocido a la madre de este muchacho? —preguntó el monje con excitación reprimida—. Y desde que están juntos ¿han ido a ver a un sacerdote para que bendiga su unión?

—Humm, no lo sé.

Era evidente que Alfred no entendía las palabras utilizadas por el monje, ni tampoco Jack.

—Bueno, ¿tuvieron una boda? —inquirió Remigius con impaciencia.

—No.

—Comprendo.

Remigius parecía satisfecho con aquello aunque Jack pensaba que debería estar enfadado. La expresión del monje era más bien de contento; permaneció por un instante callado y pensativo, y finalmente pareció acordarse de los dos muchachos.

—Bueno, si queréis quedaros en el priorato y comer el pan de los monjes, nada de pelearos, aunque no seáis hermanos. Nosotros, los hombres de Dios, no debemos ver derramamiento de sangre. Esa es una de las razones de que vivamos una vida retirada del mundo.

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