Capítulo Dieciséis 30 страница

A tal fin, Tom dibujó dos arcadas con la parte superior curvada, a media altura de la nave, una a cada lado. Eran las naves laterales. Tendrían techos curvados en piedra. Como las naves laterales eran más bajas y estrechas, no sería tan grande el gasto de bóvedas en piedra. Cada una de las naves laterales tendría un tejado colgadizo en declive.

Las naves laterales, unidas a la central por sus bóvedas de piedra, aportaban un cierto apoyo, pero no alcanzaban la altura suficiente. Tom construiría, a intervalos, soportes adicionales en el espacio del tejado de las naves laterales, encima del techo abovedado y debajo del tejado colgadizo. Dibujó uno de ellos, un arco de piedra elevándose desde la parte superior del muro de la nave lateral y cruzando hasta el muro de la nave central. En el punto en que el soporte descansaba sobre el muro de la nave lateral, Tom lo reforzó con un macizo contrafuerte sobresaliendo del lateral de la iglesia. Puso una torrecilla encima del contrafuerte para añadirle peso y darle un aspecto más atractivo.

No se podía tener una iglesia asombrosamente alta sin los elementos que consolidaran las naves laterales, soportes y refuerzos. Pero tal vez resultara difícil explicárselo a un monje, por lo que Tom había dibujado el diseño para ayudar a aclararlo.

Dibujó también los cimientos, profundizando en el suelo debajo de los muros. Los legos en la materia siempre se asombraban de lo hondo que llegaban los cimientos.

Era un dibujo sencillo, demasiado para ser de gran utilidad a los constructores, pero bastaría para enseñárselo al prior Philip. Tom quería que comprendiera lo que se le estaba proponiendo, que visualizara el edificio y que se sintiera atraído por él. Resultaba difícil imaginarse una iglesia grande y sólida cuando a uno sólo le enseñaban unas cuantas líneas garrapateadas sobre escayola. Philip necesitaría toda la ayuda que Tom pudiera prestarle.

Los muros que había dibujado parecían sólidos vistos desde el extremo, pero no lo serían. Entonces Tom empezó a dibujar la vista lateral del muro de la nave, tal como podría verse desde el interior de la iglesia. Estaba perforado a tres niveles. La mitad del fondo apenas era un muro; se trataba sencillamente de una hilera de columnas con las cabezas unidas por arcos circulares; se las llamaba «la arcada». A través de los huecos de esta podían verse las ventanas de las naves laterales, con la parte superior redondeada. Las ventanas habían de coincidir exactamente con los huecos de tal manera que la luz exterior penetrara sin impedimentos hasta la nave central. Las columnas entre ellos coincidirían con los contrafuertes de los muros exteriores.

Sobre cada arco de la arcada había una hilera de tres arcos pequeños formando la galería de la tribuna. A través de ellos no llegaba luz alguna porque detrás se encontraba el tejado colgadizo del costado de la nave lateral. Encima de la galería estaba el triforio, llamado así porque en él se habían abierto ventanas que iluminaban la mitad superior de la nave.

Cuando fue construida la vieja catedral de Kingsbridge, los albañiles habían confiado en la construcción de gruesos muros para mayor refuerzo, abriendo con timidez ventanas pequeñas que apenas dejaban entrar la luz. Los constructores modernos estaban convencidos de que un edificio sería lo bastante fuerte si sus muros fueran rectos y aplomados.

Tom diseñó los tres niveles del muro de la nave —arcada, galería y triforio— exactamente en proporciones 3:1:2. La arcada era la mitad de alta que el muro y la galería un tercio del resto. En una iglesia la proporción lo era todo. Daba una sensación subliminal de grandeza a toda la construcción. Al observar el dibujo ya acabado, Tom se dijo que era perfectamente airoso. Pero ¿lo creería así Philip? Tom podía ver las filas de arcos sucediéndose a lo largo de la iglesia, con sus molduras y tallas iluminadas por el sol de la tarde. Pero ¿vería lo mismo Philip?

Empezó su tercer dibujo. Se trataba del plano de la planta baja de la iglesia. Imaginó doce arcos en la arcada. Por lo tanto, la iglesia quedaba dividida en doce secciones llamadas intercolumnios. La nave tendría una longitud de seis intercolumnios, y el presbiterio, de cuatro. Entre ambos, ocupando el espacio de los intercolumnios séptimo y octavo, estaría el crucero, con los brazos del transepto destacándose a cada lado y la torre alzándose encima.

Todas las catedrales y casi todas las iglesias tenían forma de cruz. Claro que la cruz era el símbolo único y más importante de la Cristiandad, pero también había una razón práctica. Los transeptos aportaban espacio utilizable para otras capillas y otras dependencias como la sacristía.

Cuando hubo dibujado un plano sencillo de la planta baja, Tom volvió sobre el dibujo central, que mostraba el interior de la iglesia visto desde el extremo occidental. Dibujó entonces la torre alzándose por encima y detrás de la nave.

La torre debería tener una vez y media la altura de la nave o duplicarla. La primera daría al edificio un perfil atractivo por su regularidad, con las naves laterales, la nave central y la torre alzándose en proporción escalonada: 1:2:3. La torre más alta resultaría más impresionante, porque la nave sería el doble de las naves laterales y la torre el doble de la nave central, siendo entonces las proporciones de 1:2:4. Tom había elegido esta última, ya que sería la única catedral que construiría en su vida y quería que tratara de alcanzar el cielo. Esperaba que Philip pensara igual.

Claro que si Philip aceptaba el proyecto Tom habría de dibujarlo de nuevo, con más cuidado y a escala exacta. Habría de hacer muchos más dibujos, centenares de ellos. Plintos, columnas, capiteles, ménsulas, marcos de puerta, torrecillas, escaleras, gárgolas y otros incontables detalles. Tom estaría dibujando durante años. Pero lo que tenía delante era la esencia del edificio, y era bueno: sencillo, económico, airoso y perfectamente proporcionado.

Se sentía impaciente por enseñárselo a alguien.

Había pensado dejar que la argamasa se endureciera y luego buscar el momento adecuado para llevársela al prior Philip, pero ahora que ya estaba hecho quería que Philip lo viera en seguida. ¿Pensaría Philip que era un presuntuoso? El prior no le había pedido que preparara un dibujo. Tal vez pensara en otro maestro arquitecto, en alguien del que supiera que había trabajado en otros monasterios y hubiera hecho un buen trabajo. Quizás considerara absurdas las aspiraciones de Tom.

Pero por otra parte, si Tom no le mostraba algo, Philip podía llegar a la conclusión de que era incapaz de dibujar y tal vez contratara a otro sin considerar siquiera a Tom. Pero no estaba dispuesto a arriesgarse. Prefería sin duda que le considerasen presuntuoso.

Todavía había luz del día. Sería la hora del estudio en los claustros. Philip estaría en la casa del prior leyendo la Biblia. Tom decidió ir a llamar a su puerta. Salió de la casa sujetando con todo cuidado la tabla.

Mientras dejaba atrás las ruinas, la perspectiva de construir una nueva catedral le pareció de súbito desalentadora. Todas esas piedras, toda esa madera, todos esos artesonados, todos esos años. Tendría que controlarlo todo, asegurarse de que hubiera un suministro constante de materiales, comprobar la calidad de la madera y de la piedra, contratar y despedir hombres, comprobar infatigable su trabajo en el aplomado y el nivelado, hacer plantillas para las molduras, diseñar y construir máquinas para elevar materiales… Se preguntaba si sería capaz de hacer todo ello.

Pero luego pensó en lo emocionante que sería crear algo de nada. Ver un día, en el futuro, una iglesia nueva aquí donde no había más que escombros y decir: yo he hecho esto.

Y otra idea bullía en su mente, oculta, sepultada en un oscuro rincón, algo que apenas quería admitir a sí mismo. Agnes había muerto sin la asistencia de un sacerdote y estaba enterrada en terreno sin consagrar. Le hubiera gustado volver junto a su tumba y hacer que un sacerdote dijera oraciones ante ella y quizá ponerle una pequeña lápida. Pero temía que si de alguna forma llamaba la atención hacia el lugar en el que estaba sepultada, saldría a relucir toda la historia del abandono del recién nacido. Dejar que una criatura muriera todavía seguía considerándose asesinato. A medida que transcurrían las semanas cada vez se sentía más preocupado por el alma de Agnes, preguntándose si estaría en buen lugar o no. Temía preguntar sobre ello a un sacerdote, porque no quería dar detalles. Pero se consoló con la idea de que si construía una catedral, con toda seguridad Dios le favorecía, y se preguntaba si podría pedirle que fuera Agnes quien recibiera los beneficios de ese favor en lugar de él. Si pudiera dedicar a Agnes su trabajo en la catedral estaba seguro de que el alma de ella estaría a salvo y él podría descansar tranquilo.

Llegó a la casa del prior. Era una edificación pequeña, de piedra, a un solo nivel. La puerta estaba abierta aunque el día era frío. Vaciló un instante. Muéstrate tranquilo, competente, seguro de ti mismo y experto, se dijo. Un maestro en cada uno de los aspectos de la construcción moderna. Precisamente el hombre digno de toda confianza. Se detuvo ante la casa. Sólo tenía una habitación. En un extremo había una gran cama con lujosas colgaduras, en el otro un altar pequeño con un crucifijo y un candelabro. El prior Philip se encontraba de pie junto a la ventana, leyendo con gesto preocupado una hoja de vitela. Levantó la vista y sonrió a Tom.

—¿Qué me traes?

—Dibujos, padre —repuso Tom, hablando con tono profundo y tranquilizador—. Para una nueva catedral. ¿Puedo mostrároslos?

Philip pareció sorprendido e intrigado.

—Desde luego.

En un rincón había un gran facistol. Tom lo trasladó bajo la luz, junto a la ventana, colocando sobre él la argamasa enmarcada. Philip miró el dibujo mientras Tom observaba su rostro. Pudo darse cuenta de que Philip nunca había visto un dibujo alzado, un plano de planta baja o una sección de un edificio. El prior fruncía el entrecejo desconcertado.

Tom empezó a explicarlo. Señaló el alzado.

—Este os muestra un intercolumnio de la nave central —dijo—. Imaginaos que os encontráis en pie en el centro de la nave mirando hacia un muro. Aquí están las columnas de la arcada; están unidos por arcos. A través de ellos podéis ver las ventanas de la nave lateral. Encima de la arcada está la galería de la tribuna y encima de ella las ventanas del triforio.

La expresión de Philip se despejaba a medida que iba comprendiendo; era un oyente que captaba con rapidez. Luego miró el plano de la planta baja, y Tom pudo ver que aquello también le tenía perplejo.

—Cuando recorramos el emplazamiento y marquemos dónde habrán de levantarse los muros y dónde quedarán los pilares enclavados en el suelo, así como las posiciones de las puertas y los contrafuertes —dijo Tom—, tendremos un plano como este, y nos dirá dónde habremos de colocar las estacas y cuerdas.

El rostro de Philip se iluminó de nuevo al comprender. Tom se dijo que no era mala cosa que a Philip le costara desentrañar los dibujos, ya que ello ofrecía a Tom la ocasión de mostrarse seguro de sí mismo y experto. Finalmente, Philip dirigió la mirada hacia la sección.

—Aquí está la nave central con un techo de madera; detrás de ella está la torre. Aquí las naves laterales a cada lado de la central. En los bordes exteriores de las naves laterales están los contrafuertes —explicó Tom.

—Parece espléndida —dijo Philip.

Tom pudo darse cuenta de que lo que, sobre todo, había impresionado a Philip había sido el dibujo de la sección, con el interior de la iglesia puesto al descubierto como si el extremo occidental hubiera sido abierto a modo de la puerta de un armario para revelar su interior.

Philip miró de nuevo el plano de la planta baja.

—¿Sólo hay seis intercolumnios en la nave?

—Sí. Y cuatro en el presbiterio.

—¿No resulta pequeña?

—¿Podéis permitiros otra más grande?

—No puedo permitirme construir ninguna —alegó Philip—. Supongo que no tendrás ni idea de lo mucho que esto costaría.

—Sé con toda exactitud cuánto costaría —dijo Tom. Vio reflejarse la sorpresa en la cara de Philip, pues este no había reparado en que Tom sabía hacer números. Es más, había pasado muchas horas calculando el costo de su dibujo hasta el último penique, aunque dio a Philip una cifra en números redondos—; no costará más de tres mil libras.

Philip se echó a reír irónico.

—He pasado las últimas semanas ocupándome de los ingresos anuales del priorato. —Agitó la hoja de vitela que leía con tanto interés al llegar Tom—. Aquí está la respuesta. Trescientas libras anuales. Y gastamos hasta el último penique.

Tom no se quedó sorprendido. Era evidente que el priorato había sido administrado en el pasado de forma desastrosa, pero tenía fe en que Philip enderezaría la economía.

—Encontrareis el dinero, padre —le dijo—. Con la ayuda de Dios —añadió con devoción.

Philip volvió su atención a los dibujos, aunque no parecía convencido.

—¿Cuánto tiempo será necesario para construir esto?

—Depende del número de personas que penséis emplear —dijo Tom—. Si contratáis treinta albañiles, con suficientes trabajadores, aprendices, carpinteros y herreros para que les sirvan, podría necesitarse quince años. Un año para los cimientos, cuatro para el presbiterio, otros cuatro para el transepto y seis años para la nave central.

Philip pareció impresionado una vez más.

—Desearía que mis funcionarios monásticos tuvieran tu habilidad para prever y calcular —dijo. Estudió los dibujos pensativo—. De manera que necesito encontrar doscientas libras al año. No parece tan difícil cuando lo presentas de esa forma —pareció reflexionar. Tom se sintió excitado. Philip empezaba a considerarlo como un proyecto factible, no sencillamente como un dibujo abstracto—. Supongamos que pudiera disponer de más dinero ¿Podríamos construir más deprisa?

—Hasta cierto punto —replicó Tom, cauteloso. No quería que Philip se excediera en su optimismo, porque ello podría conducir a la decepción—. Podéis emplear sesenta albañiles y construir toda la iglesia de una vez, en lugar de trabajar de este a oeste. Y para ello se necesitarían de ocho a diez años. Con un número mayor de sesenta para una construcción de este tamaño empezarían a estorbarse unos a otros, y el trabajo sería más lento.

Philip hizo un gesto de aquiescencia. Pareció entenderlo sin dificultad.

—Aun así, incluso con sólo treinta albañiles puedo tener terminado en cinco años el lado oriental. Y podréis utilizarlo para los oficios sagrados e instalar un nuevo sepulcro para los huesos de Saint Adolphus.

—¿De veras? —Ahora Philip ya se mostraba realmente excitado—. Había pensado que pasarían décadas antes de que pudiéramos tener una nueva iglesia. —Dirigió a Tom una mirada perspicaz—. ¿Has construido alguna catedral?

—No, pero he diseñado y construido iglesias más pequeñas. Además trabajé en la catedral de Exeter durante varios años y terminé como maestro constructor suplente.

—Tú quieres construir esta catedral ¿verdad?

Tom vaciló. Más valía que se mostrara franco con Philip; aquel hombre no soportaba las evasivas.

—Sí, padre. Querría que me designarais maestro constructor —repuso con toda la calma que le fue posible.

—¿Por qué?

Tom no esperaba aquella respuesta. Tenía tantos motivos… Porque he visto que se hacen muy mal y yo puedo hacerla bien, se dijo. Porque no hay nada tan satisfactorio para un maestro artesano como ejercitar su habilidad, salvo tal vez hacer el amor a una mujer hermosa; porque algo como esto da sentido a la vida de un hombre. ¿Qué respuesta querría Philip? Sin duda al prior le gustaría que dijera algo devoto. Pero decidió, audaz, decir la verdad.

—Porque será hermosa —exclamó.

Philip le miró de manera extraña. Tom no podría decir si estaba enfadado o cuál era su sentimiento.

—Porque será hermosa —repitió Philip. Tom empezó a pensar que aquella era una razón boba y decidió añadir algo más, pero no se le ocurrió nada. Entonces se dio cuenta de que Philip no se mostraba en absoluto escéptico, sino que estaba conmovido. Las palabras de Tom le habían llegado al corazón. Finalmente, Philip hizo un gesto de asentimiento como si lo aceptara después de alguna reflexión—. Sí. ¿Y qué otra cosa puede ser mejor que hacer algo hermoso para Dios? —dijo.

Tom permaneció callado. Philip todavía no ha dicho: Sí, serás maestro constructor. Tom esperaba.

Philip pareció llegar a una decisión.

—Dentro de tres días voy a ir con el obispo Waleran a ver al rey en Winchester —dijo—. No conozco exactamente los planes del obispo pero estoy seguro de que pediremos al rey Stephen que nos ayude a pagar una nueva iglesia catedral en Kingsbridge.

—Esperemos que os conceda vuestro deseo —dijo Tom.

—Nos debe un favor —adujo Philip con sonrisa enigmática—. Debe ayudarnos.

—¿Y si lo hace? —preguntó Tom.

—Creo que Dios te ha enviado a mí con un propósito, Tom Builder —dijo Philip—. Si el rey Stephen nos da el dinero podrás construir la iglesia.

Esa vez fue Tom quien se sintió conmovido. Apenas sabía qué decir. Le habían concedido el deseo de toda su vida… pero con condiciones. Todo dependía de que Philip obtuviera la ayuda del rey. Hizo un gesto de aquiescencia aceptando la promesa y el riesgo.

—Gracias, padre —dijo.

La campana tocaba a vísperas. Tom cogió su pizarra.

—¿Necesitáis eso? —le preguntó Philip.

Tom se dio cuenta de que sería una buena idea dejarla allí. Sería un recordatorio constante para Philip.

—No, no lo necesito —dijo—. Lo tengo todo en mi cabeza.

—Entonces me gustaría guardarlo aquí.

Tom asintió al tiempo que se dirigía a la puerta.

Se le ocurrió que si no preguntaba en ese momento lo referente a Agnes, probablemente no lo haría jamás. Se volvió.

—¿Padre?

—Dime.

—Mi primera mujer… se llamaba Agnes… Murió sin la presencia de algún sacerdote y está enterrada en suelo sin consagrar. No es que hubiera pecado…, fueron tan sólo las circunstancias. Me preguntaba… A veces un hombre construye una capilla o funda un monasterio con la esperanza de que en el más allá Dios recuerde su devoción. ¿Creéis que mi dibujo podría servir para proteger el alma de Agnes?

Philip pareció pensativo.

—A Abraham se le pidió que sacrificara a su único hijo. Dios ya no pide sacrificios de sangre, pues ha sido hecho el sacrificio supremo. Pero la lección que se desprende de la historia de Abraham es que Dios nos pide lo mejor que tenemos que ofrecer, aquello que es más valioso para nosotros. ¿Es ese dibujo lo mejor que puedes ofrecer a Dios?

—Salvo por mis hijos, así es.

—Entonces puedes quedar tranquilo, Tom Builder. Dios lo aceptará.

Philip no tenía idea de por qué Waleran Bigod quería que se reuniese con él en las ruinas del castillo del conde Bartholomew.

Se había visto obligado a viajar hasta el pueblo de Shiring y, después de pasar la noche en él, ponerse en marcha esa mañana en dirección a Earlcastle. En aquellos momentos, mientras su caballo marchaba a trote corto hacia el castillo que surgía ante él de la niebla matinal, llegó a la conclusión de que posiblemente se trataba de una cuestión de comodidad. Waleran iba de camino de un lugar a otro, siendo aquel lugar lo más cerca que pasaba de Kingsbridge, y el castillo era un punto de encuentro fácil.

Philip hubiera deseado saber más cosas sobre lo que Waleran estaba planeando. No había visto al obispo electo desde el día en que inspeccionó las ruinas de la catedral. Waleran no sabía cuánto dinero necesitaba Philip para construir la iglesia, y este a su vez no sabía lo que Waleran planeaba pedir al rey. A Waleran le gustaba mantener en secreto sus planes. Y ello ponía a Philip en extremo nervioso.

Estaba contento de que Tom Builder le hubiera dicho con toda exactitud lo que costaría construir la nueva catedral, aunque la información hubiera resultado deprimente. Una vez más se sentía satisfecho de tener cerca a Tom. Era un hombre de cualidades sorprendentes; apenas sabía leer ni escribir pero era capaz de diseñar una catedral, dibujar planos, y calcular el número de hombres, el tiempo que se necesitaría para construir la catedral y cuánto costaría. Era un hombre tranquilo, pero de una presencia formidable: muy alto, con un rostro curtido y una frondosa barba, ojos de mirada penetrante y frente despejada. En ocasiones, Philip se sentía ligeramente intimidado por él e intentaba disimularlo adoptando una actitud cordial. Pero Tom era muy serio y no tenía la menor idea de que Philip lo encontrara amedrentador. La conversación sobre su mujer le había parecido conmovedora y había revelado una devoción que hasta entonces no había manifestado. Tom era de esas personas que conservaba su religiosidad en el fondo del corazón. En ocasiones, eran los mejores.

A medida que Philip se acercaba a Earlcastle iba sintiéndose más incómodo. Aquel había sido un castillo floreciente que defendía a toda la región a su alrededor, empleando y alimentando a un elevado número de personas. Ahora se encontraba en ruinas, y las cabañas que se apiñaban extramuros estaban desiertas, como nidos vacíos en las ramas desnudas de un árbol en invierno. Y Philip era responsable de todo ello. Reveló que la conspiración se había fraguado allí y había descargado la ira de Dios sobre el conde, el castillo y sus habitantes.

Observó que ni los muros ni el puesto de guardia habían sufrido grandes daños durante la lucha. Ello significaba que los atacantes probablemente habían entrado antes de que pudieran cerrar las puertas. Condujo a su caballo a través del puente de madera y entró en el primero de los dos recintos. Allí se hacía más patente la batalla. Aparte de la capilla de piedra, todo cuanto quedaba de los edificios del castillo era unos cuantos tocones abrasados emergiendo del suelo y un pequeño remolino de cenizas, impulsadas a lo largo de la base del muro del castillo.

No había el menor rastro del obispo. Philip cabalgó alrededor del recinto, cruzó el puente hasta el otro lado y entró en el nivel superior. En él había una sólida torre del homenaje en piedra, con una escalera de madera de aspecto poco seguro que conducía a la entrada del segundo piso. Philip se quedó mirando aquella amenazadora obra de piedra con sus angostas y largas ventanas. Pese a su aspecto poderoso, no logró proteger al conde Bartholomew.

Desde esas ventanas podría echar un vistazo a los muros del castillo para ver la llegada del obispo. Ató su caballo a la barandilla de la escalera y subió.

La puerta se abrió nada más tocarla. Entró. El gran salón estaba oscuro y polvoriento y los juncos del suelo más secos que huecos. Había una chimenea apagada y una escalera de caracol que conducía arriba. No pudo ver mucho a través de la ventana, y decidió subir al otro piso.

Al final de la escalera de caracol se encontró ante dos puertas. Supuso que la más pequeña conduciría a la letrina y la grande al dormitorio del conde. Se decidió por la mayor.

La habitación no estaba vacía.

Philip se detuvo bruscamente, paralizado por el sobresalto. En el centro de la habitación, frente a él, había una joven de extraordinaria belleza. Por un instante pensó que estaba viendo una visión y el corazón le latió con fuerza. Una masa de bucles oscuros le enmarcaban un rostro encantador. Le devolvió la mirada con unos grandes ojos oscuros y Philip se dio cuenta de que estaba tan sobresaltada como él. Se tranquilizó; estaba a punto de avanzar otro paso en la habitación cuando le agarraron por detrás y sintió en la garganta la hoja fría de un largo cuchillo.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó una voz masculina.

La joven se dirigió hacia él.

—Decid vuestro nombre o Matthew os matará —dijo con actitud regia.

Sus modales revelaban que era de noble cuna, pero ni siquiera a los nobles les estaba permitido amenazar a los monjes.

—Dile a Matthew que aparte las manos del prior de Kingsbridge o será él quien saldrá perdiendo.

Le soltó. Al mirar hacia atrás por encima del hombro vio a un hombre delgado más o menos de su edad. Era de suponer que ese Matthew había salido de la letrina.

Philip se volvió de nuevo hacia la joven. Parecía tener unos diecisiete años. Pese a sus modales altivos iba pobremente vestida. Mientras la observaba se abrió un arcón que había detrás de ella, adosado a la pared, y de él salió un adolescente con aspecto vergonzoso. En la mano tenía una espada. Debía de estar esperando al acecho o bien ocultándose. Philip no podría decir cuál de las dos cosas.

—¿Y quién eres tú? —preguntó Philip.

—Soy la hija del conde de Shiring y me llamo Aliena.

¡La hija!, se dijo Philip. No sabía que todavía estuviese viviendo allí. Miró al muchacho. Tendría unos quince años y se parecía a la joven, salvo por la nariz chata y el pelo corto. Philip le miró enarcando las cejas.

—Soy Richard, el heredero del condado —dijo el muchacho, con la voz quebrada de los adolescentes.

—Y yo soy Matthew, el mayordomo del castillo —dijo el hombre que se encontraba detrás de Philip.

Philip comprendió que los tres habían estado ocultos allí desde la captura del conde Bartholomew. El mayordomo cuidaba de los hijos. Debía de tener cantidades de comida o dinero ocultos.

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