Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 23 страница
Cargar cadáveres lo había convertido en un muchacho fuerte y despierto, por lo que le resultó fácil conseguir trabajos más honrados, a pesar de que la suerte nunca se dignó a insuflar el suficiente viento en sus velas como para permitirle alejarse de aquella vida a salto de mata. En un corto período de tiempo, ejerció de barrendero, abrecoches, exterminador de chinches e incluso de deshollinador, hasta que descubrieron a su compañero robando en una de las casas cuya chimenea debían limpiar y ambos fueron arrojados a la calle por los criados, no sin llevarse algún que otro moratón de propina. Pero todo aquello lo dio por bueno al conocer a Megan, una hermosa muchacha con la que estuvo conviviendo durante algunos años en un sótano mal ventilado de Hague Street, en el barrio de Bethnal Green. Megan no solo le supuso una agradable tregua en su batallar, sino que incluso le enseñó a leer usando los periódicos atrasados que rescataban de la basura. Gracias a ella Tom descubrió lo que ocultaban aquellos extraños signos, y entonces supo que el mundo que había más allá de donde terminaba el suyo era igual de terrible. Desgraciadamente, la felicidad nace condenada en ciertos barrios, y ella no tardó en abandonarlo por un fabricante de sillas que no sabía lo que era el hambre.
Cuando, dos meses más tarde, volvió con el rostro lleno de moratones y ciega de un ojo, Tom la recibió como si nunca se hubiese ido. Aunque su traición había sido el golpe de gracia que había acabado con un amor ya demasiado castigado por las circunstancias, Tom la cuidó noche y día, preparándole jarabe de opio para mantener a raya el dolor y leyéndole como si fueran poemas las noticias de los periódicos atrasados; y habría seguido haciéndolo por el resto de su vida, atado a ella por una piedad que con el tiempo tal vez pudiera convertir de nuevo en cariño, si la infección de su ojo no hubiese vuelto a ensanchar su cama.
La enterraron una mañana de lluvia en una modesta iglesia cercana al asilo para lunáticos, sin nadie que llorase ante su tumba salvo él mismo. Pero ese día Tom sintió que lo que introdujeron en la fosa era mucho más que el cuerpo de Megan. Estaban enterrando su fe en la vida, sus ingenuas esperanzas de poder enfrentarla con honestidad, su inocencia. Ese día, en un ataúd barato, junto a la única persona en la que se había atrevido a trasplantar el amor que había sentido por su madre, estaban sepultando también a Tom Blunt, pues de pronto ya no supo quién era. No se reconoció en el joven que, esa misma noche, esperó agazapado tras un muro a que el vendedor de sillas llegara a su casa, en la criatura salvaje que se le abalanzó encima acorralándolo contra la pared, en la fiera que lo doblegó sobre el suelo con la rabia de sus puños. Los gemidos agónicos del desconocido anunciaban la muerte, pero también eran los quejidos de una parturienta que traía al mundo a un nuevo Tom, un Tom que parecía capaz de cualquier cosa, un Tom cualificado para perpetrar actos como aquel sin que su alma temblase, quizás porque alguien se la había extirpado y vendido a los cirujanos. Había intentado sobrevivir honestamente, y la vida no había hecho más que aplastarlo como si de un repugnante insecto se tratara. Había llegado el momento de sobrevivir de otro modo, se dijo ante el despojo sanguinolento al que había reducido al fabricante de sillas.
Tenía casi veinte años, y la vida le había enquistado en la mirada una dureza feroz que al combinarse con sus músculos le otorgaban un aire inquietante, incluso un tanto pendenciero si se inclinaba al caminar, por lo que no tuvo problemas en ponerse al servicio del peor usurero de Bethnal Green, al que obedecía de día, recorriendo las calles con una lista de morosos a los que debía intimidar, y al que no se privaba de robar de noche, como si la moralidad que guiaba sus actos en el pasado no fuese sino un objeto inútil que le impedía rentabilizar su existencia, en la que ya no había sitio para otra cosa que su propio interés. La vida se convirtió entonces en una sencilla rutina consistente en ejercer la violencia contra quien le encargase a cambio del dinero necesario para alquilar un cuartucho y los servicios de alguna puta cuando necesitaba desahogarse, una vida gobernada por un único sentimiento: el odio, que regaba a diario con cada golpe de sus puños, como si de una flor exótica se tratara, un odio confuso pero intenso que se desencadenaba ante la menor impertinencia y lo hacía llegar a la pensión con varios moretones en la cara y otra taberna más que eliminar de su recorrido. Durante ese tiempo, no obstante, Tom era consciente de su propia insensibilidad, de la gélida indiferencia con la que rompía dedos y profería susurrantes amenazas en los oídos de sus víctimas, pero se justificaba diciéndose que no tenía alternativa, que de nada iba a servirle nadar en contra de aquella corriente que lo arrastraba hasta el lugar que quizás le correspondiese. Como una serpiente mudando la piel, él solo podía mirar hacia otro lado mientras se despojaba de la gracia de Dios en su camino al infierno. Quizás, después de todo, no valía para otra cosa. Quizás, después de todo, había venido al mundo para romper dedos, para ocupar un lugar de honor entre los malhechores y depravados. Y habría continuado adentrándose resignadamente en la orilla oscura del mundo, libre de toda responsabilidad, sabiendo que tarde o temprano llegaría un momento en el que le propondrían cometer su primer asesinato, de no ser porque alguien creyó que le sentaba mejor el papel de héroe.
Tom se presentó en la empresa de Murray sin saber en qué consistía el trabajo que ofrecían, y todavía recordaba la mueca de asombro con la que aquel hombre enorme se había levantado de su escritorio al verlo entrar, y cómo había comenzado a dar vueltas a su alrededor profiriendo eufóricas exclamaciones, palpando sus músculos y examinando su quijada con ademanes de sastre demente.
—No puedo creerlo, es usted tal y como lo he descrito —le dijo, sin que Tom comprendiera a qué diablos se refería—. Es usted el auténtico capitán Derek Shackleton.
Lo condujo entonces a un enorme sótano donde otros hombres, vestidos con extraños disfraces, parecían estar ensayando una función de teatro. Esa fue la primera vez que vio a Martin, Jeff y los demás.
—Caballeros, les presento a su capitán —les anunció Gilliam—, el hombre por el que deberán dar su vida.
Y así fue cómo, de la noche a la mañana, Tom Blunt, matón, ladrón y camorrista, se convirtió en el salvador de la humanidad. Aquel trabajo le contentó los bolsillos, pero hizo mucho más por él: rescató su alma del fuego del infierno donde ardía tan desganadamente, pues por alguna razón Tom consideró inapropiado seguir quebrando huesos por ahí ahora que debía salvar al mundo. Sonaba ridículo, pues ambas cosas resultaban perfectamente compatibles, pero era como si el noble espíritu de Derek Shackleton lo alumbrara por dentro, ocupando el cráter que había dejado el alma extirpada del Tom Blunt original en una posesión natural y pacífica, nada traumática. Tras el primer ensayo, Tom se liberó de la armadura del capitán Shackleton, pero decidió llevarse el personaje a casa, o tal vez fue un acto inconsciente que no pudo evitar. Lo cierto es que le seducía ver el mundo como si realmente fuese su salvador, como lo vería un héroe que cargaba en el pecho con un corazón tan valiente como generoso, y ese mismo día decidió buscar un trabajo más decente, como si con sus palabras aquel gigante llamado Gilliam Murray hubiese avivado el diminuto rescoldo de humanidad que él todavía conservaba en el fondo del alma.
Pero ahora todos sus planes de redención se habían malogrado por culpa de aquella estúpida muchachita. Se sentó en la cama Y desenvolvió la sombrilla que había ocultado en su chaqueta, sin duda el objeto más caro que había allí. Si la vendía podría sacar para el alquiler de dos o tres meses, se dijo, acariciándose el moratón del costado, donde llevaba atada la bolsita de jugo de tomate que la espada de Martin debía reventar durante el duelo. Al menos algo de bueno había tenido el encuentro con la muchacha, aunque era difícil olvidarse del lío en el que lo había metido. No quería ni pensar en los problemas que podría traerle encontrársela en la calle. Si eso llegaba a suceder alguna vez, los peores temores de su jefe se verían confirmados, pues la muchacha descubriría inmediatamente que Viajes Temporales Murray era un fraude. Y, aunque eso era lo peor, no era lo único. De paso, también averiguaría que él no era ningún héroe del futuro, sino un pobre diablo que no tenía dónde caerse muerto; y entonces Tom tendría que contemplar cómo la devoción que le profesaba se transformaba en decepción ante sus propias narices, tal vez incluso en una sensación de asco mal disimulada, como si estuviese viendo a una mariposa convirtiéndose en oruga. Comparado con el descubrimiento del fraude, aquello era un mal menor, naturalmente, pero sabía que lo lamentaría mucho más. En el fondo, le resultaba enormemente placentero evocar la embelesada mirada que la mujer le había dedicado, pese a saber que no iba destinada a él, sino al héroe que encarnaba, al bravo capitán Shackleton, el liberador de la raza humana. Sí, prefería que Claire lo imaginara en el año 2000, reconstruyendo el mundo, que sentado en aquel cuchitril inmundo, pensando en el dinero que algún prestamista podría darle por su sombrilla.
Quienes acuden a primera hora al mercado de Bíllingsgate saben que los olores viajan más rápido que la luz, pues mucho antes de que la noche reciba la primera puñalada de claridad, los efluvios a intimidad marina del marisco y el penetrante hedor de las anguilas que rebosan las carretas de los pescaderos ya se mecen en el frío aire nocturno. Culebreando entre puestos de ostras y vendedores de calamares que vociferaban su mercancía, tres por un penique, Tom Blunt alcanzó la verja de entrada al puerto, donde se arracimaban otros pobres diablos como él, exhibiendo músculos y decisión, a la espera de que el dedo benévolo de algún patrón los escogiese para descargar su buque proveniente de ultramar. Resguardándose del frío en su chaqueta, Tom se mezcló entre la muchedumbre, en la que enseguida distinguió a Patrick, un joven alto y fornido con el que, de tanto coincidir descargando cajas, había tejido casi sin pretenderlo una vaga amistad. Se saludaron con un afectuoso asentimiento de cabeza y, como palomos henchiendo el buche, intentaron diferenciarse del grupo para llamar la atención de los patronos. Por lo general, ambos eran elegidos en la primera tanda gracias a su saludable físico, lo que sucedió también esa mañana. Se felicitaron eluno al otro con una sonrisa imperceptible, y se dirigieron al carguero de turno con la docena de estibadores seleccionados.
A Tom le gustaba aquel trabajo sencillo y honesto, que no exigía de él otra cosa que buenos brazos y cierta rapidez de movimientos, no solo porque le permitía contemplar el hermoso espectáculo del amanecer sobre el Támesis, sino también porque mientras sentía cómo el esfuerzo físico iba inoculándole una fatiga tan vivificante como apaciguadora, podía dejar que sus pensamientos vagaran a la deriva, que tomaran caminos a veces inesperados. Era algo parecido a lo que solía hacer en la colina de Harrow, una pequeña loma que se hallaba a las afueras de Londres, coronada por un roble centenario rodeado de una decena de tumbas, como si aquellos muertos no quisieran saber nada de los que se hacinaban en el pequeño cementerio vecino. La había descubierto en uno de sus paseos, y en aquel reducto de hierba que había llegado a considerar su santuario privado, una suerte de capilla al aire libre donde descansar del estruendo de la urbe, a veces tenía la fortuna de hilar alguna meditación provechosa que, para su sorpresa, le revelaba el sentido de su propia existencia, habitualmente bastante esquivo. Sentado allí, preguntándose qué vida habría tenido John Peachey, el tipo que descansaba bajo la lápida más cercana al roble Tom podía contemplar también su existencia como si no fuese suya, y juzgarla con el desapego con el que tasaría la de aquel extraño.
Cuando terminó la jornada, Patrick y él se sentaron sobre unas cajas a la espera de la paga. Mientras aguardaban, ambos solían charlar de cualquier cosa, pero Tom llevaba toda la semana con la cabeza en otra parte. Aquel era el tiempo que había pasado desde el desafortunado encuentro con Claire Haggerty, y todavía no había sucedido nada. Al parecer, Murray seguía ignorando lo que había ocurrido, y quizás no lo descubriese nunca, pero de todos modos su vida ya no iba a ser la misma. De hecho, ya había dejado de serlo. Tom sabía que Londres era una ciudad demasiado grande como para volver a encontrarse con la mujer, pero eso no le eximía de caminar por sus calles con los ojos bien abiertos, temiendo tropezarse con ella al doblar cualquier esquina. A partir de ahora, por culpa de aquella estúpida muchacha, iba a tener que vivir intranquilo, siempre en guardia, tal vez incluso dejarse barba. Sacudió la cabeza al constatar cómo el gesto más insignificante podía cambiarte la vida: ¿por qué diablos no había tenido la precaución de aligerar su vejiga antes de la representación?
Cuando Patrick se atrevió al fin a reprocharle amistosamente el hosco silencio en que solía abismarse últimamente, Tom lo miró sorprendido. Lo cierto era que no se había tomado la molestia de disimular su ensimismamiento ante Patrick, y ahora no sabía qué responderle. Se limitó a tranquilizarlo con una sonrisa entre enigmática y melancólica, y su compañero se encogió de hombros, dándole a entender que tampoco era su intención embarrarse las botas en su intimidad. Una vez recibieron su paga, ambos abandonaron el puerto con el paso lento de quien no tiene mucho más que hacer el resto del día. Mientras caminaban, Tom observó a Patrick con afecto, temiendo que sus reservas le hubiesen dolido. El muchacho tenía tan solo un par de años menos que él, pero su aspecto aniñado lo hacía parecer mucho más joven, y Tom no había podido resistirse al acto reflejo de acogerlo bajo su ala, como el hermano menor que nunca tuvo, aunque de sobra sabía que Patrick podía cuidarse solo. Sin embargo, ni uno ni otro, quizás por pereza o pudor, se había interesado en continuar tallando aquel principio de amistad fuera del puerto.
—Con el dinero de hoy ya me queda menos, Tom —comentó de pronto Patrick con un deje soñador en la voz.
—Para qué —preguntó el otro, ciertamente intrigado, pues Patrick nunca le había hablado de que quisiera montar un negocio o casarse con alguna mujer.
El muchacho le dedicó una mirada misteriosa.
—Para cumplir mi sueño —respondió con solemnidad.
A Tom le alegró que aquel muchacho tuviese un sueño que lo ayudara a seguir adelante, un motivo por el que levantarse cada día, algo de lo que él últimamente carecía.
—¿Qué sueño es ese, Patrick? —inquirió, sabiendo que el muchacho esperaba la pregunta.
Con aire reverente, Patrick sacó un manoseado folleto del bolsillo Y se lo enseñó.
—Viajar al año 2000, y poder ser testigo de cómo el bravo capitán Shackleton vence a los malvados autómatas.
Tom ni siquiera tomó el folleto que tan bien conocía. Se limitó a mirar a Patrick con tristeza.
—¿No te atrae conocer el año 2000, Tom? —preguntó este, incrédulo ante su indiferencia.
Tom suspiró.
—No se me ha perdido nada en el futuro, Patrick —respondió, encogiéndose de hombros—. Este es mi presente, y es lo único que me interesa conocer.
—Ya —murmuró Patrick, sin atreverse a criticar su estrechez de miras.
—¿Has desayunado? —le preguntó Tom.
—¡Claro que no! —se escandalizó el muchacho—. Ya te he dicho que estoy ahorrando. Desayunar es un lujo que no puedo permitirme.
—Entonces deja que te invite —le propuso, pasándole el brazo paternalmente por el hombro—. Conozco un sitio cerca de aquí donde sirven las mejores salchichas de todo Londres.
XXV
Tras el copioso desayuno que se regalaron, un festín que calmaría sus estómagos para toda la semana, Tom volvió a encontrarse con los bolsillos vacíos. Intentó no reprocharse el dispendio que había hecho con Patrick: no había podido evitarlo, pero debía andarse con más cuidado la próxima vez, pues de sobra sabía que, por muy bien que le hicieran sentir, a la larga aquellos gestos altruistas no iban sino a perjudicarle. Se despidió de Patrick y, sin nada mejor que hacer el resto del día, dirigió sus pasos hacia Covent Garden, donde podría continuar con sus obras de caridad robando algunas manzanas para la señora Ritter.
Cuando llegó, ya muy entrada la mañana, las mercancías más frescas y flamantes habían desaparecido en manos de los clientes más ávidos, que acudían a primera hora desde todos los rincones de Londres para abastecer sus despensas, pero por otro lado lo avanzado del día había absuelto al mercado del aire fantasmagórico que le prestaban las velas apuntaladas sobre los montículos de cera que los comerciantes improvisaban sobre sus carros. Ahora el mercado había cobrado la apariencia de una fiesta campestre y los visitantes no parecían espectros furtivos, sino gente ociosa y alegre que tenía todo el día para demorarse en sus compras mientras, como Tom se dejaban hechizar por los olores enredados de las rosas, eglantinas y fucsias que manaban de los cestos de flores apostados al oeste de la plaza. Acunado por la multitud que desfilaba ensimismada entre los carretones rebosantes de patatas, zanahorias y coles, un colorido espectáculo que se extendía a lo largo de Bow Street y Maiden Lane, Tom intentó localizar a algunas de las muchachas que pululaban entre los puestos con sus canastos de manzanas, pregonando su mercancía con acento cockney. Estirando el cuello, creyó distinguir a una vendedora cruzando por detrás de un grupo de personas, e intentó alcanzarla antes de que desapareciera entre el gentío, girando rápidamente para rodear la muralla humana que le cerraba el paso. Pero aquel tipo de maniobras bruscas, que quizás hubiesen salvado la vida del capitán Shackleton en alguna refriega, suponían una temeridad en un mercado tan concurrido como el de Covent Garden. Lo comprendió al tropezar con una muchacha que se le cruzó por delante. Tras ser arrollada por él, la mujer tuvo que mantener el equilibrio para no rodar por el suelo. Tom se detuvo y se volvió hacia ella, con objeto de pedirle disculpas por el golpe recibido lo más caballerosamente posible. Fue entonces cuando se encontró con la única persona de todo Londres que no quería volver a ver, y el mundo se le antojó un lugar reducido y misterioso donde cabía todo, como en el sombrero de un ilusionista.
—Capitán Shackleton, ¿qué hace usted en mi época? —preguntó Claire Haggerty, llena de perplejidad.
Sin distancia alguna que los separase esta vez, Tom recibió de lleno el impacto de aquella mirada rendida que su sola presencia desataba en la muchacha, e incluso pudo reparar en el azul de sus ojos, un azul profundo y violento que estaba seguro de que jamás encontraría en ninguna parte del mundo, por muchos océanos y cielos que viese, un azul furioso y puro que quizás fuese uno de los colores con los que el Creador había vestido el paraíso y que ella custodiaba ahora en sus pupilas para impedir su extinción. Solo cuando logró sustraerse al hechizo de su mirada, Tom comprendió que aquel encuentro fortuito podía costarle la vida. Echó un rápido vistazo a su alrededor, con el objeto de cerciorarse de que nadie los observaba con suspicacia, pero se hallaba demasiado aturdido como para prestar atención a lo que veía. Sus ojos volvieron a posarse en los de la muchacha, que continuaba contemplándolo entre incrédula y emocionada, esperando a que él le explicara su presencia allí. Pero, ¿qué podía decirle sin descubrir la verdad, lo que equivaldría a firmar de inmediato su sentencia de muerte?
—He viajado en el tiempo para devolverle su sombrilla —improvisó.
Tras decir aquello, se mordió los labios. Sonaba ridículo, pero era lo primero que se le había ocurrido. Observó cómo Claire abría aún más sus hermosos ojos, y se preparó para lo peor.
—Oh, se lo agradezco, es usted muy amable —dijo la muchacha para su sorpresa, sin poder disimular lo halagada que se sentía—, pero no tenía que haberse molestado. Como ve, la he reemplazado por otra —le mostró una sombrilla muy parecida a la que él atesoraba en el cajón de su cómoda—. Pero ya que ha cruzado el tiempo para devolvérmela la aceptaré encantada, y le prometo que me desharé de esta.
Ahora le llegó a Tom el turno de disimular la estupefacción que le provocaron sus palabras: ¡la muchacha había creído su mentira sin la menor sospecha! Aunque, ¿acaso podía ser de otro modo? La pantomima que Murray había organizado era demasiado buena como para que una muchacha tan joven la cuestionara. Claire había creído que había viajado al año 2000, lo había creído de verdad, y aquella certeza lo legitimaba a él como viajero del tiempo. Era así de sencillo. Cuando logró salir de su asombro, reparó en que ella observaba ahora sus manos vacías, quizás preguntándose dónde estaba la sombrilla que lo había impulsado a realizar aquella gesta heroica, que lo había movido a atravesar un siglo con el único propósito de devolvérsela.
—No la llevo ahora encima —se excusó, encogiéndose tontamente de hombros.
Ella aguardó, expectante, a que él propusiera una solución al respecto, y en aquel silencio repentino que los confinó en el centro del bullicio, Tom reparó en el cuerpo esbelto y delicado que se insinuaba bajo el vestido de la muchacha, y fue dolorosamente consciente del tiempo que hacía que no estaba con una mujer. Desde que enterrase a Megan, solo había recibido la ternura postiza de las putas, y últimamente ni siquiera eso, pues creía haberse endurecido lo bastante como para poder prescindir incluso de aquellas caricias negociadas. O eso pensaba. Ahora tenía ante sí a una mujer bella y refinada, una mujer a la que un tipo como él jamás podría aspirar, pero una mujer que lo miraba como ninguna otra lo había hecho antes. ¿Sería aquella mirada el túnel que le permitiría asaltar la inexpugnable fortaleza? Por mucho menos se habían arriesgado los hombres desde que el mundo era mundo. Así que, fiel al atávico apetito que resonaba en el interior de su especie, Tom hizo lo que su razón menos le aconsejaba:
—Pero puedo entregársela esta tarde —sugirió—, en el Aerated Bread Company próximo a la estación de metro de Charing Cross, si tiene la amabilidad de tomar el té conmigo.
A Claire se le iluminó el rostro.
—Por supuesto, capitán —respondió entusiasmada—. Allí estaré.
Tom asintió con una sonrisa desinfectada de lujuria, intentando disimular su incredulidad, tanto la que le había causado que ella hubiese aceptado, como la que sentía ante sí mismo, por haberle propuesto una cita precisamente a la mujer de la que debía huir si quería conservar la vida. Estaba claro que su vida le importaba muy poco si no temía arriesgarla por un revolcón con aquella preciosidad. En ese instante, ambos se volvieron al oír que alguien vociferaba el nombre de Claire. Una muchacha rubia se abría paso entre la multitud, tratando de llegar hasta ellos.
—Es mi amiga Lucy —comentó Claire con divertido fastidio—, que no me deja sola ni un instante.
—Por favor, no le diga que vengo del futuro —se apresuró a advertirle Tom, recuperando un poco de cordura—. Estoy aquí de incógnito. Si me descubrieran me acarrearía muchos problemas.
Claire lo miró con cierta alarma.
—La espero en el salón de té a las seis —se despidió Tom con brusquedad—. Pero por favor, prométame que irá sola.
Como sospechaba, Claire no dudó en prometérselo. Aunque dada su condición, jamás los había frecuentado, Tom sabía que los salones de té de la ABC se habían puesto de moda desde el mismo momento de su inauguración, pues constituían los únicos lugares de Londres donde dos jóvenes podían citarse sin irritantes carabinas. Según había oído, resultaban espaciosos y agradables, contaban con calefacción y por muy poco dinero podían pedirse dos tazas de té y unos bollos, así que enseguida se convirtieron en la alternativa perfecta a los paseos al frío o a los encuentros en los salones familiares, fiscalizados por la madre de la joven de turno, a los que los novios estaban abocados hasta entonces. Pese a que estarían demasiado expuestos al mundo, a Tom no se le había ocurrido un sitio mejor donde citarse con la mujer, para que esta no opusiera reparos en ir sola.
Cuando Lucy alcanzó a Claire, Tom ya había desaparecido entre la multitud. Pero no por ello dejó de preguntarle a su ensimismada amiga quién era aquel desconocido con el que la había visto hablar desde lejos. Claire se limitó a sacudir la cabeza, misteriosa. Como sospechaba, Lucy enseguida se olvidó del asunto, remolcándola hacia un puesto de flores donde podrían surtirse de heliotropos con los que trasladar a sus dormitorios el olor agreste de las junglas remotas. Y mientras Claire Haggerty se dejaba arrastrar por su amiga, pensando que cruzar el tiempo para devolverle una sombrilla era el acto más caballeroso que alguien había hecho jamás por ella, Tom Blunt huía del mercado de Covent Garden por el otro extremo, abriéndose paso a codazos entre el gentío, e intentando no pensar en el pobre Perkins.
Se desplomó sobre el camastro de su cuchitril como si hubiese sido abatido por un disparo a bocajarro. Y una vez tumbado continuó maldiciendo su temeraria conducta mediante la misma cantinela enrevesada, más propia de un borracho, con que había venido haciéndolo durante el camino de regreso. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿Qué diablos pretendía propiciando un nuevo encuentro con la muchacha? Bueno, esa pregunta era fácil de responder. Lo que buscaba resultaba bastante obvio, y no era precisamente limitarse a disfrutar de la belleza de Claire durante un par de horas, como quien admira un objeto inalcanzable expuesto en una vitrina, mientras se laceraba por dentro diciéndose que jamás podría tenerla.