Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 20 страница

—Ahora te mataré yo.

Y con paso titubeante primero y resuelto después, se perdió entre los cascotes decidido a cumplir su destino, que no era otro que convertirse en el capitán Derek Shackleton, el hombre que acabaría con el rey de los autómatas.

XX

Las palabras de Gilliam Murray se desvanecieron lentamente en el aire, como un hechizo que dejó a los asistentes sumidos en un arrobado silencio. A Claire le bastó una rápida mirada a su alrededor para comprobar que la emotiva historia que el empresario había contado, indudablemente en clave alegórica, quizás con el propósito de suavizar la crudeza de tan terribles sucesos, había logrado despertar en los presentes el interés por la batalla que iban a presenciar, además de cierta simpatía por el capitán Shackleton e incluso por su enemigo Salomón, a quien no sabía si Murray había decido humanizar deliberadamente o había sido una consecuencia fortuita. Sea como fuere, Ferguson, Lucy, y hasta Charles Winslow, exhibían una expresión de sobrecogida emoción en el rostro: se les veía ansiosos por llegar al futuro, por formar parte, aunque solo fuese como simples testigos, de tan importantes acontecimientos, de ver al menos el pespunte final de aquella historia. Ella misma debía de tener una expresión similar en el rostro, pensó Claire, aunque por motivos bien distintos, pues más que el complot de los autómatas, la devastación de Londres o la minuciosa carnicería que los muñecos habían llevado a cabo contra su especie, lo que a ella le había sobrecogido realmente había sido la determinación de Shackleton, su personalidad, su coraje. Aquel hombre había confeccionado un ejército con retales y había devuelto la esperanza al mundo, por no hablar de que había sobrevivido a su propia muerte. ¿Cómo amaría un hombre así?, se preguntó.

Tras el discurso de bienvenida, el grupo, encabezado por Murray y el guía de la expedición, se dirigió, atravesando incontables galerías pobladas de relojes, al enorme almacén donde les esperaba el Cronotilus. El vehículo, dispuesto y reluciente, desencadenó en los presentes un unánime murmullo de admiración. En realidad, solo se parecía a los tranvías comunes en la forma y el tamaño, pues los numerosos adminículos que le habían añadido por todas partes lo asemejaban más a una carroza de feria. Su vulgar fisonomía había desaparecido bajo un entramado de tuberías de hierro cromado que recorrían sus flancos como los tendones de un cuello. En su afán devorador, aquellas relucientes enredaderas de tubos, jalonados de remaches y válvulas, únicamente dejaban al descubierto un par de puertas de madera de caoba, talladas con exquisito primor. Una daba acceso al compartimiento de los pasajeros; la otra, algo más estrecha, permitía la entrada a la cabina del conductor, que debía de hallarse aislada del resto del vehículo por alguna pared interior, dedujo Claire, dado que sus ventanas eran las únicas que no se encontraban pintadas de negro. Era un alivio saber que al menos el conductor no conduciría a ciegas. Las que correspondían al vagón de pasajeros, que tenían forma de ojo de buey, sí estaban veladas, tal y como les había anunciado Murray. Nadie podría contemplar la cuarta dimensión y, por la misma razón, los monstruos que la habitaban tampoco podrían ver sus rostros espantados, enmarcados en las ventanas como retratos en un camafeo. En la parte delantera del vehículo habían ensamblado una especie de espolón semejante al de los rompehielos, cuya inquietante función debía ser abrirle paso a toda costa, llevándose por delante lo que fuera, mientras que en la trasera le habían adosado un complicado motor de vapor, frondoso de bielas, hélices y engranajes, que de tanto en tanto exhalaba, junto con un bufido de bestia marina, una nube de humo caliente que jugaba a subir las faldas de las damas. Pero sin duda lo que imposibilitaba que el vehículo fuese catalogado como tranvía era la carlinga que había en su techo, donde en aquel instante, tras trepar por una escalerilla atornillada a un flanco, se estaban apostando dos individuos de aire pendenciero que cargaban con varios rifles y una caja de munición. Entre la torreta y la cabina, a Claire le divirtió distinguir también un periscopio.

El conductor, un muchacho de aspecto desgarbado y sonrisa necia, abrió la puerta del vagón y aguardó a un lado, junto al guía, en posición de firmes. Como un coronel pasando revista a la tropa, Gilliam Murray paseó lentamente ante los pasajeros, observándolos con amorosa severidad. Claire lo contempló detenerse ante una señora que portaba en los brazos un caniche.

—Me temo que su perrito no podrá acompañarles, señora Jacobs —le dijo, sonriéndole con benevolencia.

—Pero Buffy no se moverá de mis brazos, señor Murray… —se indignó la mujer.

Gilliam sacudió la cabeza con afectuosa pero inflexible autoridad, y le arrebató el perrito con un movimiento rápido que pretendía también resultar indoloro, como quien extirpa una muela podrida, depositándolo luego en los brazos de una de sus secretarias.

—Por favor, Lisa, ocúpese de que a Buffy no le falten cuidados hasta que regrese la señora Jacobs.

Tras el trasvase del perro, Murray reanudó su inspección, ignorando las débiles protestas de la señora Jacobs. Con gesto teatralmente contrariado, se detuvo entonces ante dos caballeros que portaban sendas maletas.

—Tampoco necesitarán equipaje para este viaje, caballeros —dijo, liberándolos de la carga.

Luego les pidió que depositaran sus relojes en la bandeja que Lisa empezó a pasar ante ellos, repitiéndoles que así se minimizarían los riesgos de ser atacados por las bestias. Cuando al fin todo estuvo a su gusto, se plantó delante del grupo y sonrió con una especie de emocionado orgullo, como un mariscal que va a enviar a su tropa a una misión suicida.

—Bien, damas y caballeros, espero que disfruten del año 2000. Recuerden lo que les he dicho: obedezcan en todo momento al señor Mazursky. Yo les estaré esperando a su regreso con el champán dispuesto.

Tras aquella paternal despedida, se retiró a un segundo plano, cediéndole el protagonismo a Mazursky, que les pidió amablemente que fueran subiendo al tranvía temporal.

En una destartalada y excitada fila, los pasajeros accedieron al lujoso interior del vehículo. El vagón, cuyas paredes estaban forradas de tela estampada, se hallaba abastecido con dos hileras de bancos de madera separadas por un angosto pasillo e iluminado con candelabros atornillados al techo y a los laterales, que escanciaban en el compartimiento una luz mortecina y trémula que invitaba a la oración. Lucy y Claire ocuparon un banco aproximadamente en la mitad del vagón, entre el señor Ferguson y su esposa, y un par de asustados petimetres a los que sus padres, tras haberlos enviado a París y Florencia para que se empaparan de arte, mandaban ahora al futuro con la intención de que adquiriesen una mayor perspectiva sobre la vida. Mientras el resto de los pasajeros tomaba asiento, Ferguson, con la cabeza torcida hacia atrás, se dedicó a abrumarlas con insulsos comentarios sobre la decoración del vagón, a los que Lucy correspondía con cortesía. Claire, por su parte, se esforzaba en ignorarlos para poder saborear aquel importante momento, aunque no resultaba fácil.

Una vez todos se sentaron, el guía cerró la puertecita del vagón y ocupó un pequeño sillón frente a ellos, como un capataz de galeras ante las hileras de remeros. Casi inmediatamente, un violento empellón zarandeó al vehículo, desencadenando algunos grititos en el pasaje. Mazursky se apresuró a tranquilizarlos informándoles de que aquellas violentas convulsiones se debían a que el motor estaba poniéndose en marcha. Y, efectivamente, pronto pudieron comprobar cómo aquellos desagradables tirones iban disminuyendo hasta convertirse en un suave trepidar, casi un ronroneo sostenido, que impulsaba el vagón desde su parte trasera. Mazursky echó entonces un vistazo por el periscopio y sonrió con satisfecha tranquilidad.

—Damas y caballeros, me complace informarles de que hemos puesto rumbo al futuro. En estos instantes nos encontramos atravesando la cuarta dimensión.

Como para corroborarlo, el vehículo sufrió un repentino balanceo que de nuevo produjo cierta alteración en el pasaje. El guía volvió a apaciguarles, pidiéndoles disculpas por el estado de la carretera. Debían comprender que por mucho que hubiesen desbrozado el camino que el vehículo seguía a través de la cuarta dimensión, se encontraban recorriendo un terreno abrupto por naturaleza, sembrado de salientes y socavones. Claire contempló su rostro reflejado en la negrura de la ventanilla, preguntándose qué aspecto tendría el paisaje que la pintura negra les impedía ver. Pero apenas pudo preguntarse nada más porque enseguida los sobrecogió un atronador rugido proveniente del exterior, seguido por una ráfaga de disparos, tras la cual se oyó un gemido desgarrador, inhumano. Lucy le apretó la mano con fuerza, asustada. Mazursky no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a responder a las alarmadas miradas de los pasajeros con una sonrisa despreocupa, como si quisiera darles a entender que aquellos rugidos y disparos iban a ser frecuentes a lo largo del viaje, por lo que era mejor ignorarlos.

—Bien —dijo cuando todos se calmaron un poco, levantándose del asiento y paseando por el pasillo—. Pronto llegaremos al año 2000. Presten atención ahora, por favor, porque voy a explicarles lo que haremos una vez que nos encontremos en el futuro. Como les adelantó el señor Murray, cuando bajemos del tranvía temporal, les conduciré hasta el promontorio desde donde asistiremos a la última batalla entre los humanos y los autómatas. Desde allí no podrán vernos, pero deberán permanecer unidos y guardar silencio para no delatar nuestra posición, no sabemos qué consecuencias podría tener eso en el tejido del tiempo, pero imagino que no serían positivas.

Se escucharon nuevos bramidos provenientes del exterior, y los consiguientes disparos amedrentadores, a los que Mazursky apenas prestó atención. Caminaba entre los bancos tranquilamente, con los pulgares en los bolsillos del chaleco y el rostro meditabundo, como un profesor de universidad cansado de repetir una y otra vez el mismo parlamento.

—El combate durará aproximadamente veinte minutos —continuó—, y será como una pequeña obra en tres actos: primero aparecerá el malvado Salomón y su séquito, que serán emboscados por el bravo capitán Shackleton y sus hombres, se producirá entonces una breve pero emocionante refriega, y finalmente, un duelo a espada entre el autómata llamado Salomón y Derek Shackleton, que, como saben, concluirá con la victoria del humano. Cuando el duelo finalice, no se les ocurra aplaudir. No se trata de ningún vodevil, sino de un acontecimiento real que supuestamente no deberíamos ver. Limítense a reagruparse de nuevo y a seguirme hasta el vehículo sin hacer ruido. Luego atravesaremos otra vez la cuarta dimensión, y regresaremos a casa sanos y salvos. ¿Me han entendido bien?

El pasaje cabeceó casi al unísono. Lucy volvió a apretar la mano de Claire y sonrió, llena de excitación. Claire le devolvió el gesto, pero se trataba de una sonrisa que nada tenía que ver con la suya: era un ademán de despedida, el único modo que tenía de decirle a Lucy que había sido su mejor amiga y que nunca la olvidaría, pero que debía seguir su destino. Era un gesto cotidiano con un mensaje oculto que solo con el tiempo podría descifrar, como el beso que había dejado en la hospitalaria mejilla de su madre, o el que había depositado en la arrugada frente de su padre, un beso tierno, pero extrañamente más demorado y grave, impropio como despedida antes de partir a la casa de campo de los Burnett, pero que no había llamado la atención de sus progenitores. Claire volvió a contemplar la negrura del cristal, preguntándose si estaba preparada para la vida en el mundo del futuro, aquella Tierra desolada que les había descrito Gilliam Murray, y sintió una punzada de miedo que se obligó a conjurar. No podía flaquear ahora que estaba tan cerca, debía seguir con su plan.

En ese instante, con un estertor de bielas, el tranvía se detuvo. Mazursky miró largamente por su telescopio, hasta que se aseguró de que todo estaba correcto allí fuera. Luego, con una sonrisa misteriosa, abrió la puerta del vehículo, estudió el exterior con el ceño fruncido durante unos segundos, sonrió a los pasajeros y dijo:

—Damas y caballeros, si tienen la bondad de seguirme, les mostraré el año 2000.

XXI

Mientras sus compañeros de viaje se apeaban del tranvía temporal sin ceremonias, Claire se detuvo en el pescante y adelantó su pie derecho hacia el suelo del futuro con la misma solemnidad con la que de pequeña se adentró por primera vez en el mar. A los seis años había pisado las olas en las que parecía deshojarse el océano con un cuidado infinito, casi con reverencia, como si de ese celo dependiera el trato que la ofuscada inmensidad de agua habría de profesarle. Del mismo modo, se adentraba ahora en aquel año en el que pensaba quedarse, esperando de él un respeto recíproco. Cuando el tacón de su zapato tocó el suelo, a Claire le sorprendió su consistencia, como si esperase que el futuro, simplemente por ser un tiempo aún por hacer, debiera resultar tan quebradizo como un pastel a medio hornear. Sin embargo, un par de pasos bastaron para confirmarle que no lo era. El futuro resultaba un lugar sólido, sin duda real, aunque minuciosamente devastado, según pudo comprobar al alzar la mirada. ¿Aquella escombrera era Londres?

El tranvía se había detenido en un claro abierto entre las ruinas, el espacio de lo que tal vez hubiese sido en el pasado una pequeña plaza, de cuyo recuerdo solo quedaba un puñado de árboles calcinados y retorcidos. Los edificios que la cercaban se hallaban todos ellos destruidos. Tan solo sobrevivía en pie algún muro, todavía empapelado e incongruentemente adornado con algún cuadro o lámpara, el esqueleto quebrado de una escalera, alguna elegante verja que ya no protegía más que una montaña de cascotes. En las aceras se apreciaban siniestros túmulos de cenizas, probablemente restos de hogueras alimentadas con muebles, que los humanos sobrevivientes habrían encendido para combatir el frío nocturno. Claire no pudo encontrar en el ruinoso paisaje ninguna señal que le sirviese de referencia para descubrir en qué parte de Londres se hallaban, sobre todo porque, pese a ser por la mañana, apenas había luz. Del cielo, velado por un crespón de humo grisáceo, tejido por las decenas de incendios que asomaban entre los tejados como lámparas votivas, goteaba una claridad lúgubre que se entretenía en difuminar los contornos de aquel mundo destrozado, un mundo que parecía haber sido abandonado a su suerte, como un navío tocado por la malaria condenado a vagar por los océanos hasta que el peso de los siglos acabara recostándolo entre los corales.

Cuando consideró que ya habían tenido tiempo suficiente para hacerse una idea del aspecto desolado que mostraba el futuro, Mazursky les pidió que se agruparan y, con él a la cabeza y uno de los tiradores cerrando la comitiva, iniciaron la marcha. Los viajeros del tiempo abandonaron la plaza y enfilaron por una avenida donde la devastación se antojaba aún mayor, pues apenas quedaba ningún vestigio en pie que delatara que los cúmulos de escombros que los rodeaban hubiesen sido edificios alguna vez. Supuestamente aquella avenida debía de haber estado flanqueada de lujosas mansiones, pero la larga guerra había terminado por convertir la ciudad de Londres en un enorme basurero donde las suntuosas iglesias se confundían con las pensiones más hediondas en un indescifrable amasijo de ladrillos, entre los que Claire creyó distinguir con horror algún cráneo humano. El guía conducía al grupo entre aquellos montículos semejantes a piras funerarias, donde hurgaban aplicadamente algunos cuervos, buscando algún despojo que llevarse a la boca. El ruido de la comitiva los espantó, produciendo una desbandada que emborronó aun más el cielo. Tras la fuga, solo uno de ellos permaneció revoloteando sobre sus cabezas, trazando en el cielo la caligrafía funesta de su vuelo, como la luctuosa firma con la que el Creador cedía la patente de su invento a otro decepcionado por los resultados. Ajeno a tales sutilezas, Mazursky continuaba la marcha, escogiendo los accesos menos accidentados, o quizás los senderos más despejados de huesos, y deteniéndose bruscamente a amonestarlos cada vez que alguien, generalmente Ferguson, hacía alguna broma sobre el hedor a carnicería que flotaba en el aire o cualquier otra cosa que le llamara la atención, arrancando algunas risitas a las señoras que caminaban a su lado del brazo de sus maridos como si estuviesen paseando por el jardín botánico. A medida que avanzaban por aquel laberinto de ruinas, a Claire empezó a preocuparla cómo iba a hacer para separarse de la comitiva sin que nadie se percatara de ello. Con Mazursky delante, atento a cualquier ruido sospechoso, y con el tirador cerrando la formación, removiendo con el rifle entre las sombras, iba a tenerlo difícil para escabullirse, pero sus posibilidades decrecieron todavía más cuando una entusiasmada Lucy se le colgó del brazo.

Tras unos diez minutos de trayecto, en los que Claire empezó a sospechar que caminaban en círculos, llegaron al mencionado promontorio, una colina de escombros algo más elevada que las demás, a la que no parecía excesivamente complicado acceder, pues los cascotes que la componían incluso parecían haberse agrupado para improvisar una escalinata hasta su cima. A una orden de Mazursky, el grupo emprendió el ascenso entre risas y resbalones, un jolgorio despreocupado más propio de una excursión al campo que el guía, dándolo por imposible, no se molesto en acallar. Solo cuando alcanzaron la cumbre del montículo, les pidió que guardasen silencio y se ocultaran a lo largo del pretil que componían las piedras que coronaban la cima. Una vez lo hicieron, el guía fue recorriendo la hilera, bajando las cabezas de los más visibles y rogándoles a las damas que cerrasen sus sombrillas, si no querían que a los autómatas los distrajese el florecimiento de quitasoles que de pronto había brotado en lo alto de la loma. Escondida tras el peñasco que le correspondió, con Lucy a un lado y el irritante Ferguson al otro, Claire contempló la desolada calle que tenían enfrente, tan obstruida de escombros como las que habían tenido que recorrer hasta llegar al improvisado mirador, donde supuestamente tendría lugar la batalla.

—Permítame una pregunta, señor Mazursky —oyó decir a Ferguson.

El guía, que se había agazapado unos cuantos metros a su izquierda, junto al tirador, se revolvió en su posición para mirarlo.

—Dígame, señor Ferguson —suspiró.

—Si hemos aparecido en el futuro justo antes de la batalla que decidirá el destino del planeta, igual que la primera expedición, ¿no deberíamos encontrarnos aquí con ellos?

Ferguson miró a los demás, buscando apoyo. Tras meditar sus palabras, algunos pasajeros asintieron lentamente, e interrogaron al guía con la mirada, esperando que aclarase aquella cuestión. Mazursky contempló a Ferguson unos segundos en silencio, quizás preguntándose si aquel individuo tan impertinente merecía una respuesta.

—Por supuesto que sí, señor Ferguson. Tiene usted toda la razón —respondió al fin—. Pero no solo deberíamos coincidir en este promontorio con los miembros de la primera expedición, sino también con los de la tercera, la cuarta y todas las que se realicen en el futuro, ¿no cree? Por eso, no solo para prevenir aglomeraciones, sino para evitar que Terry y yo —señaló al tirador, que esbozó un tímido saludo con la mano—, nos encontremos una y otra vez con nosotros mismos, nunca conduzco a las expediciones al mismo lugar. Los pasajeros de la anterior, por si le interesa, en este instante deben encontrarse ocultos en aquel montículo.

Todos siguieron con la mirada el dedo de Mazursky, que señalaba una de las lomas vecinas, desde la cual podía verse igualmente el futuro campo de batalla.

—Entiendo —murmuró Ferguson. Luego se le iluminó el rostro y gritó—: ¡Entonces quizás pueda acercarme un momento a saludar a mi amigo Fletcher!

—Me temo que no puedo permitírselo, señor Ferguson.

—¿Por qué no? —protestó el otro—. La batalla aún no ha empezado, tendría tiempo de ir y volver.

Mazursky soltó un bufido de desesperación.

—Le he dicho que no puedo autorizarle a…

—Pero solo será un momento, señor Mazursky —insistió Ferguson—. El señor Fletcher y yo nos conocemos desde…

—Respóndame a una pregunta, señor Ferguson —lo interrumpió Charles Winslow.

Ferguson se volvió hacia él, irritado.

—Cuando su amigo le narró su viaje, ¿acaso le dijo que usted había aparecido de la nada para saludarlo?

—No —respondió Ferguson.

Charles sonrió.

—Entonces quédese donde está. Usted nunca fue a saludar al señor Fletcher, por lo tanto no puede ir ahora. Como usted mismo dijo: el destino es el destino. No puede cambiarse.

Ferguson abrió la boca, pero no dijo nada.

—Ahora, si no le importa —añadió Charles, volviéndose hacia la calle—, creo que a todos nos gustaría presenciar la batalla en silencio.

Claire comprobó con alivio cómo aquello acallaba definitivamente a Ferguson, y los demás se desentendían de él y se concentraban en la vigilancia de la calle. Miró entonces a Lucy, con la intención de intercambiar un gesto de complicidad con ella, pero al parecer todo eso aburría a su amiga, quien había cogido una ramita del suelo y se había puesto a dibujar sobre la arena un pájaro kiwi. El inspector Garrett, que se encontraba a la derecha de su amiga, la contemplaba dibujar un tanto embelesado, como si estuviese asistiendo a un prodigio.

—¿Sabía que ese pájaro solo existe en Nueva Zelanda, señorita Nelson? —le preguntó el joven, tras un carraspeo.

Lucy observó al inspector, sorprendida de que también él conociera aquella ave, y Claire no pudo evitar forjar una sonrisita. ¿Entre quiénes podía germinar el amor con más fuerza que entre dos amantes del pájaro kiwi?

En ese momento, un fragor metálico, apenas audible en la distancia, llamó la atención del grupo. Todos, incluido Ferguson, clavaron los ojos al cabo de la calle, expectantes y sobrecogidos por aquel estruendo siniestro que solo podía anunciar la llegada de los malvados autómatas.

Aparecieron al poco, caminando despaciosamente entre las ruinas, como los dueños del planeta. Eran tal y como los había representado la escultura expuesta en la sala. Enormes, de líneas rectas y aire siniestro, con un pequeño motorcito de vapor a la espalda que exhalaba de tanto en tanto hilachas de humo. Aunque lo que nadie esperaba es que aparecieran portando un trono sobre los hombros, como antiguamente se trasladaba a los reyes. Claire resopló, lamentando lo alejado que el escondite se hallaba de la escena.

—Tenga, querida —le dijo Ferguson, ofreciéndole los prismáticos—. Usted parece más interesada que yo.

Claire le agradeció el gesto y se apresuró a examinar a la comitiva a través de las lentes de Ferguson. Contó ocho autómatas: cuatro porteadores, y una pareja delante y otra detrás, escoltando el trono donde descansaba hierático Salomón, el feroz rey de los autómatas, que se distinguía de sus copias únicamente por la corona que remataba su testa de hierro. El cortejo avanzaba con exasperante lentitud envuelto en un balanceo ridículo de niños que empiezan a caminar. De hecho, pensó Claire, los autómatas habían aprendido a andar conquistando el mundo. Los humanos eran indiscutiblemente más rápidos pero era evidente que no resultaban tan indestructibles como aquellas criaturas, que se habían apoderado del planeta a paso lento pero firme, quizás porque disponían de toda la eternidad para hacerlo.

Entonces, cuando la procesión alcanzó la mitad de la calle, se oyó un pequeño estampido y la corona de Salomón voló por los aires. Dio varias vueltas en el vacío, centelleando ante las pasmadas miradas de todos, hasta caer al suelo, donde todavía continuó su danza brincando entre las piedras, deteniéndose finalmente a unos metros de la comitiva. Tras sobreponerse a la sorpresa, Salomón y sus guardias clavaron los ojos en un pequeño risco que obstaculizaba el camino. Los viajeros del tiempo siguieron sus miradas. Entonces lo vieron. Sobre el risco, felino e imponente, casi en la misma postura que lo había reproducido la estatua del salón, se encontraba el bravo capitán Shackleton. La reluciente armadura envolvía su cuerpo elástico, la espada colgaba de su cinto, lánguida y mortífera, y un abigarrado rifle, erizado de palancas y adiposidades metálicas, dormía entre sus poderosas manos. El líder de los humanos no necesitaba ninguna corona que otorgara esplendor a una figura ya de por sí bastante majestuosa, que sin pretenderlo elevaba el peñasco que ocupaba a la categoría de pedestal. Salomón y él se midieron en silencio durante unos minutos, en los que una profunda animadversión hizo crepitar el aire, como sucede cuando se avecina una tormenta, hasta que el rey de los autómatas se decidió a hablar:

—Siempre he admirado su valor, capitán —dijo con su voz de resonancias metálicas, a la que trataba de dar un tono despreocupado, casi frívolo—. Pero me temo que esta vez ha sobrevalorado sus posibilidades. ¿Cómo se le ocurre atacarme sin su ejército? ¿Tan desesperado está, o es que acaso lo han abandonado sus hombres?

El capitán Shackleton sacudió la cabeza lentamente, como decepcionado por las palabras de su enemigo.

—Si algo bueno ha tenido esta guerra —respondió con tranquilo aplomo—, es que ha unido a la raza humana como ninguna otra lo ha hecho antes.

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