Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 13 страница
Su anfitrión no respondió. Continuó mirando la calle, pero a Wells le resultaba imposible deducir a través de su rostro, donde la enfermedad había cristalizado para siempre una expresión brutal, el efecto que le habían producido sus palabras, quizás algo duras, pero necesarias. No podía aplaudir mientras su anfitrión se regodeaba en su propia tragedia. Estaba convencido de que el único consuelo que Merrick podía obtener provenía de su propia deformidad, que al tiempo que lo marginaba lo convertía en un ser único, granjeándole un lugar en la Historia.
—Quizás tenga razón, señor Wells —dijo al fin Merrick sin apartar los ojos de su deforme reflejo—. Quizás sea mejor resignarse a no esperar grandes cosas de un mundo como el nuestro, donde la gente teme lo diferente. A veces pienso que si a un párroco se le apareciera un ángel, este no dudaría en dispararle.
—Supongo que sí —dijo Wells, sintiendo cómo su lado de escritor se excitaba ante la imagen que acababa de describir su anfitrión. Y, en vista de que este continuaba absorto en su reflejo, optó por despedirse—: Muchas gracias por el té, señor Merrick.
—Espere —reaccionó Merrick—. Quiero regalarle algo.
Se dirigió a una pequeña alacena y hurgó unos minutos en su interior, hasta que logró extraer lo que buscaba. Wells observó con desconcierto que se trataba de un cesto de mimbre.
—Cuando le confesé a la señora Kendall que el sueño de mi vida era ser cestero, envió a un artesano a enseñarme —explicó Merrick, acunando el canasto entre sus manos tiernamente, como si contuviese un recién nacido o un nido de pájaros—. Era un hombre simpático y humilde, que tenía su negocio en Pennington Street, cerca de los London Docks. Desde el primer momento me trató como si mi aspecto no fuese distinto al suyo. Sin embargo, cuando vio mis manos, enseguida me dijo que era imposible que yo pudiera realizar un oficio tan delicado como la cestería. Lo sentía mucho, pero estaba claro que ambos íbamos a perder el tiempo. Pero el tiempo nunca se pierde tratando de conseguir un sueño, ¿no le parece, señor Wells? «Usted enséñeme», le dije, «solo entonces podremos descubrir si está en lo cierto o no».
Wells contempló el perfecto trenzado del canasto que Merrick sostenía con tanta reverencia entre sus deformes manos.
—Desde entonces he hecho muchos cestos, que he regalado a algunos de mis invitados. Pero este es especial porque es el primero que hice. Quiero que lo tenga usted, señor Wells —dijo, tendiéndole la cesta—, para que nunca olvide que es nuestra voluntad lo único que cuenta.
—Gracias… —balbució Wells, conmovido—. Para mí será un honor, señor Merrick, un verdadero honor.
Se despidió con una sonrisa afectuosa y se dirigió hacia la puerta.
—Una última pregunta, señor Wells —oyó decir a Merrick a su espalda.
Wells se volvió a mirarlo, esperando que no quisiera saber la dirección del maldito Nebogipfel para enviarle otro canasto.
—¿Cree que a usted y a mí nos hizo el mismo dios? —preguntó Merrick con más desilusión que pesadumbre.
Wells se obligó a contener un suspiro de abatimiento. ¿Qué podía responder a eso? Barajaba algunas respuestas cuando, de repente, Merrick emitió un extraño sonido, una especie de tos o gruñido que le sacudió el cuerpo de arriba abajo, amenazando con desarmarlo. Alarmado, Wells oyó cómo aquel carraspeo estentóreo se repetía, brotando descontroladamente de su garganta, hasta que comprendió lo que estaba sucediendo. A Merrick no le ocurría nada grave. Simplemente se estaba riendo.
—Era una broma, señor Wells, solo una broma —explicó, interrumpiendo sus graznidos ante la asustada reacción de su invitado—. ¿Qué sería de mí si no pudiera reírme de mi aspecto?
Sin esperar respuesta por parte de Wells, se dirigió a su mesa de trabajo y se sentó ante la inacabada maqueta de la iglesia.
—¿Qué sería de mí? —le oyó murmurar para sí, con amarga melancolía—. ¿Qué sería de mí?
Al verlo manipular el cartón, concentrado en el torpe movimiento de sus manos, a Wells lo embargó una enorme y súbita piedad. Y le resultó difícil de creer que aquella criatura, tan extremadamente ingenua y dulce, invitara a personajes públicos a tomar el té con la intención de someterlos a la macabra prueba que le había insinuado Tresves. Estaba seguro de que Merrick solo buscaba obtener de aquel roce controlado con el mundo unas migajas de cariño y comprensión. Era mucho más acertado pensar que aquellos oscuros propósitos se los había adjudicado el propio Tresves, quizás para amedrentar a los visitantes que no le agradaban, o tal vez con la intención de exonerar a Merrick de su extrema candidez otorgándole una traviesa malicia que no tenía. O ya puestos, pensó Wells, que sabía de sobra que el hombre se movía obedeciendo generalmente impulsos espurios, pudiera ser que al cirujano lo alumbrara un propósito más egoísta y ambicioso: el de mostrarse ante el mundo como la única persona que había sabido ver el alma de su criatura, a la que se aferraba desesperadamente, consciente de que eso le garantizaba un hueco a su lado en el pedestal de la Historia. A Wells le irritó que Tresves aprovechara que el rostro de Merrick era una máscara aterradora que jamás podía quitarse, una máscara que no podía reflejar sus verdaderas emociones, para atribuirle las intenciones que le viniesen en gana, sabiendo que nadie podría desmentirlas, salvo el propio Merrick. Y ahora que lo había escuchado reírse, Wells se preguntó si, después de todo, el llamado Hombre Elefante no habría estado mostrándole una amplia sonrisa desde que entró en el cuarto, una sonrisa para calmar la inquietud que producía su aspecto en sus invitados, una sonrisa amable y tierna, una sonrisa de la que el mundo jamás tendría noticia.
Cuando abandonó la habitación, reparó en que una lágrima le corría por la mejilla.
XIII
De ese modo había irrumpido en su vida el canasto de mimbre, que enseguida comenzó a sacudir a un sorprendido Wells con ráfagas de buena suerte, llevándose el polvo de las desgracias pasadas acumulado en su traje. Al poco de la aparición del cesto, obtuvo la licenciatura de Ciencias con matrícula de honor en Zoología, empezó a impartir cursos de biología en el Instituto Universitario por Correspondencia, ocupó el cargo de redactor jefe del University Correspondent, y comenzó a escribir breves y sueltos para el Educational Times, amasando en poco tiempo una sorprendente suma de dinero que le hizo reponerse de la desilusión que le había provocado la escasa repercusión obtenida por su relato, renovando su confianza en sí mismo. Se acostumbró entonces a reverenciar al canasto cada noche, dedicándole una larga y afectuosa mirada, y acariciando con sus dedos el firme trenzado de sus mimbres, un sencillo ritual que aún seguía practicando a escondidas de Jane, y que bastaba para inflamar su espíritu hasta el punto de hacerle sentir invencible, poderoso, capaz de cruzar el Atlántico a nado o de vencer a un tigre con sus propias manos.
Pero de poco tiempo dispuso Wells para disfrutar de sus logros, pues en cuanto los miembros de su deshilachada familia se percataron de que el pequeño Bertie empezaba a transmutarse en un individuo pudiente, le encomendaron preservar su maltrecha y amenazada cohesión. Sin molestarse en protestar, Wells asumió resignado su papel de guardián del clan, sabiendo que ninguno de sus integrantes estaba ya capacitado para hacerlo: su padre se había deshecho al fin del engorroso lastre que le suponía el negocio de porcelanas y se había ido a vivir a una casa de campo de Nyewood, una minúscula aldea al sur de Rogate, desde donde alcanzaba a ver la loma de Karting Down y los álamos de Uppark, y en aquella casa diminuta fue amontonándose con el tiempo el resto de la familia, como desechos arrastrados por la marea de la vida. El primero en embarrancar allí fue su hermano Frank, que unos años antes había dejado la pañería para convertirse en vendedor ambulante de relojes, ocupación en la que no había tenido demasiado éxito, como pregonaban los dos enormes baúles que trajo consigo, para rebañar aún más espacio del poco que había en la pequeña casa de Nyewood, y de cuyo interior brotaba un zumbido sostenido y cargante, urdido por el remanente de relojes que no había logrado vender y que rebullía allí dentro como una colonia de escandalosas arañas mecánicas. Al poco, apareció Fred, al que habían despedido sin contemplaciones de la empresa en la que trabajaba en cuanto el hijo del patrón tuvo la edad necesaria para ocupar el sillón que su confiado hermano le había estado calentando sin saberlo. Al encontrarse de nuevo juntos, y con un techo sobre sus cabezas, sus hermanos se dedicaron a lamerse mutuamente las heridas y, contagiados por la inconsciente actitud paterna, no tardaron en acoger con buen humor aquel último azote de la vida. Y finalmente llegó su madre, a la que una súbita sordera que la volvió inútil y quisquillosa le granjeó la expulsión de su querido paraíso de Uppark. Frances fue la única que no regresó, tal vez porque sospechaba que allí no iba a disponer de tanto espacio como en su pequeño ataúd de niña. Pero eran demasiados, de todos modos, y continuar con sus clases maratonianas al tiempo que debía proteger de las alimañas aquel nido alborotado por el guirigay de los relojes de Frank, aquel lazareto de alegres descalabrados que apestaba a tabaco de picadura y a cerveza derramada, exigía a Wells un esfuerzo tan terrible que acabó traduciéndose en un vómito de sangre que lo derrumbó en las escaleras de la estación de Charing Cross.
El diagnóstico era claro: tuberculosis. Y aunque no tardó en recuperarse, aquel ataque había sido una advertencia: la vida de desvelos y esfuerzos que arrastraba debía concluir si no quería que la siguiente arremetida fuera algo más que un aviso. Wells lo aceptó con espíritu práctico. Había comprobado que, bajo un viento favorable, disponía de sobrados recursos para sobrevivir, así que no le fue difícil planear una nueva estrategia vital. Dejó la enseñanza y se propuso vivir únicamente de la escritura, lo que le permitiría trabajar en casa sin más horarios y presiones que los que él se impusiera, llevar, en fin, la existencia tranquila que reclamaba su delicada salud. Se dedicó pues a inundar de artículos los diarios locales, escribió algún ensayo para el Fortnightly Review y, tras mucho insistir, logró que le ofrecieran un hueco en las páginas del Pall Mall Gazette. Eufórico por los éxitos obtenidos, y buscando el preciado aire puro que demandaban sus castigados pulmones, se mudaron a una casa de campo cercana a North Downs, en Sutton, una de las pocas zonas que aún no habían sido invadidas por los suburbios londinenses. Y por un tiempo, Wells creyó que en aquella existencia plácida y resguardada iba a consistir ya su vida, pero nuevamente se equivocó: aquello solo era un simulacro de paz. El azar, al parecer, debía considerarlo una de sus marionetas más entretenidas, pues una vez más decidió alterar el curso de su vida, aunque revistiendo en esta ocasión el nuevo volteo con el simpático y popular barniz de los amores irremediables.
Amy Catherine Robbins, a la que él apodaba Jane, había sido una antigua alumna suya con la que había establecido un trato amable en las aulas y a la que, durante el camino que casualmente debían hacer juntos hacia la estación de Charing Cross para tomar sus respectivos trenes, Wells no había podido evitar hechizar con su graciosa elocuencia, sin más intención que dejarse inundar por el vanidoso placer que le producía poder fascinar mediante la palabra a una muchacha tan hermosa y adorable. Pero aquellas conversaciones plácidas y sin propósito acabaron dando frutos inesperados. Fue Isabel, su propia esposa, quien se lo hizo ver al regreso de un fin de semana en Putney, invitados por Jane y su madre, asegurándole que, tanto como si él se lo había propuesto como si por el contrario había sido un accidente, aquella muchachita se había enamorado perdidamente de él. Wells solo pudo arquear una ceja cuando su esposa le conminó a dejar de relacionarse con su ex alumna si de verdad quería que su matrimonio sobreviviera. Escoger entre aquella mujer que repelía sus caricias y la risueña y aparentemente desinhibida Jane no era una elección demasiado difícil, así que Wells empaquetó sus libros, sus enseres y la cesta de mimbre y se mudó a una miserable madriguera en Mornington Place, situada en un barrio deteriorado del noroeste de Londres, en la frontera entre Euston y Camden Town. Le hubiese gustado abandonar su hogar azuzado por una pasión vehemente, pero de esa parte se encargaba Jane. Él lo había hecho movido simplemente por la lúdica curiosidad que le provocaba su cuerpecito insinuándose bajo sus vestidos, y sobre todo tentado por la posibilidad de cambiar su rutina, de buscarse otra vida ahora que ya podía prever cómo discurriría la que tenía.
Su primera impresión, sin embargo, fue que el amor le había llevado a cometer un gran error. No solo había ido a parar al peor lugar posible para sus torturados pulmones, un barrio de aire emponzoñado en el que el hollín del carbón que acarreaban los vientos se mezclaba fatalmente con el humo que escupían a su paso las locomotoras que se dirigían al norte, sino que la madre de Jane, convencida de que su pobre hija había caído en las garras de un degenerado, ya que Wells aún continuaba casado con Isabel, se había trasladado a vivir con ellos, decidida a minar la paciencia de la pareja con sus continuos y virulentos reproches. Aquellos imprevistos, a los que había que sumar la inquietante certidumbre de que iba a resultarle imposible mantener con sus artículos nada menos que tres hogares, llevó a Wells a tomar el canasto y encerrarse con él dentro de uno de los armarios de la casa, únicos espacios libres de la fastidiosa presencia de la señora Robbins. Allí escondido, entre abrigos y sombreros, acarició sus mimbres durante horas, tratando así de reactivar su magia perdida, como Aladino con su lámpara maravillosa.
Podía considerarse una estrategia absurda o desesperada, incluso patética, pero lo cierto es que al día siguiente de haberle administrado aquellas friegas al canasto, Lewis Hind, el encargado de las páginas de literatura del suplemento semanal de la Gazette lo mandó llamar. Necesitaba a alguien que pudiera escribir piezas de ficción con un cierto aire científico, pequeños cuentos que reflejasen e incluso vaticinaran hasta dónde podía llegar aquella imparable erupción de inventos empeñada en transformar una y otra vez la fisonomía del siglo. Hind estaba convencido de que él era la persona idónea para ello. Lo que le estaba proponiendo, en fin, era que volviera a desempolvar su sueño de la infancia, que llevara a cabo una nueva intentona por ver si podía convertirse en escritor. Wells aceptó el ofrecimiento, y pergeño en pocos días un relato titulado El bacilo robado, que satisfizo plenamente a Hind y le reportó cinco guineas. El cuento también llamó la atención de William Ernest Henley, director del National Observer, que se apresuró a brindarle sus páginas, convencido de que aquel joven sería capaz de confeccionar historias mucho más ambiciosas si disponía de mayor espacio para correr. A Wells le entusiasmó y amedrentó a partes iguales que le dieran la posibilidad de escribir para una revista tan prestigiosa, que en aquel momento estaba publicando por entregas El negro del Narcissus, de su admirado Conrad. Ya no se trataba de breves ni de columnas ni de pequeñas historias. Ahora su imaginación podría fluir libremente, como debía ser, pues el espacio que se le ofrecía era la distancia de un escritor.
Wells aguardó la cita con Henley en un estado de nervios lindante con el colapso. Desde que fuera convocado por el mítico director del National Observer, había estado revolviendo entre las muchas ideas que atesoraba en su mente en busca de una lo suficientemente original y atractiva con la que sorprender al fogueado editor, pero ninguna le había parecido digna de su oferta. La cita se aproximaba y Wells seguía sin una buena historia que proponerle. Fue entonces cuando recurrió al canasto y reparó en que, aunque aparentemente vacío, estaba lleno de novelas. El cesto era una cornucopia a la que bastaba sacudir un poco para que vertiera su torrentera de ideas. Se trataba, evidentemente, de una imagen exagerada, con la que Wells no estaba sino disfrazando de un modo poético lo que en realidad le sucedía cuando contemplaba el canasto: inevitablemente se acordaba de la conversación que había mantenido con Merrick y, por increíble que le resultase, cada vez que la evocaba descubría, como una pepita de oro en el lecho cenagoso de un río, una idea lo suficientemente válida para sustentar una novela. Era como si Merrick, ya fuese de un modo deliberado o por puro azar, lo hubiese abastecido de ideas y argumentos para varios años mientras fingían que solo tomaban el té. Recordó el disgusto que había mostrado porque el doctor Nebogipfel no se hubiese animado a viajar al futuro, a adentrarse en el misterio intrigante del mañana, y aquel despiste le pareció a Wells digno de subsanarse ahora, que contaba con el mayor bagaje que le habían prestado sus numerosos artículos.
Así pues, sacrificó sin miramientos al cargante Nebogipfel y lo sustituyó por un respetable científico al que ni siquiera puso nombre, sumiéndolo en un anonimato en el que cualquier inventor pudiera verse representado, que incluso encarnara la idea arquetípica del científico del nuevo siglo que venía. Y, en un intento por convertir su idea del viaje en el tiempo en algo más que una simple fantasía pueril, le aplicó el ligero barniz científico con que cubría las historias que había escrito para Hind, sirviéndose para ello de una teoría que ya había desarrollado en anteriores ensayos en el Fortnightly Review: el tratamiento del tiempo como la cuarta dimensión de un universo solo en apariencia tridimensional. Aquella idea podía cobrar mucha más majestuosidad si la empleaba para arropar el funcionamiento del artefacto que permitiría al protagonista de su novela corretear a su antojo por la corriente temporal. Algunos años antes había sido juzgado por fraude Henry Slade, un médium norteamericano que, aparte de alardear de su capacidad de comunicación con los espíritus de los muertos, introducía en su sombrero de mago nudos, caracolas y conchas de moluscos para extraer luego una versión idéntica, pero con las espirales girando en sentido contrario, como si las hubiese tomado del interior de un espejo. Slade aseguraba que su sombrero escondía un pasadizo secreto a la cuarta dimensión, lo que explicaba la insólita inversión que sufrían los objetos. Para sorpresa de muchos, el médium fue defendido por algunos físicos prestigiosos, como el catedrático de Física y Astronomía Johann Zöllner, que argumentaron que lo que quizás pareciera una estafa desde una perspectiva tridimensional no lo era en un mundo que incorporase una cuarta dimensión. El juicio tuvo en vilo a todo Londres, y aquello, sumado a los estudios del matemático Charles Hinton, que había ideado el hipercubo, un cubo desfasado en el tiempo que reunía cada instante en el que había existido pero todos ellos sucediendo a la vez, y que por supuesto la imperante y obsoleta visión tridimensional del hombre le impedía ver, le hizo cobrar consciencia a Wells de que la idea de la cuarta dimensión flotaba en el aire. Nadie tenía claro en qué consistía tal cosa, pero la acuñación era tan enigmática y sugerente que la sociedad ansiaba, incluso exigía, su existencia. Para la mayoría, el mundo conocido resultaba un lugar aburrido y hostil, pero eso se debía simplemente a que no podía percibirse en su totalidad. Ahora a la gente le consolaba pensar que, del mismo modo que un asado insípido ganaba con una buena guarnición, el universo mejoraba si imaginaban que no se reducía a lo que veían, sino que tenía una parte oculta y misteriosa con la que podía ser ampliado. La cuarta dimensión ponía, en fin, un toque de magia en el prosaico orbe que habitaban, les hablaba de la existencia de un mundo distinto que podía albergar los anhelos que el mundo oficial rechazaba. Y era una sospecha que se sostenía en hechos palpables, como la creación de la Sociedad para la Investigación Psíquica que acababa de fundarse en el mismo Londres. Por otro lado, Wells debía soportar casi a diario por aquel entonces los tediosos debates sobre la naturaleza del tiempo en los que se enzarzaban sus compañeros de la Escuela de Ciencias. Como suele decirse, una cosa llevó a la otra y, dado que cada iluminado convertía la cuarta dimensión en su cuarto de juegos particular, no le resultó difícil combinar ambas ideas para desarrollar su teoría del tiempo contemplado como una dimensión espacial más, por la que era tan posible desplazarse como por cualquiera de las otras tres.
Para cuando entró en el despacho de Henley visualizaba la novela con asombrosa claridad, lo que le permitió poder transmitírsela con la convicción y la vehemencia de un predicador. La historia del viajero en el tiempo constaría de dos partes. La primera contendría la explicación que del funcionamiento de la máquina ofrecería al grupo de invitados que había escogido para presentar su invento, integrado por un médico, un alcalde, un psicólogo y algún otro representante de la clase media y su incredulidad a batir. Al contrario que Verne, quien necesitaba capítulos enteros para exponer detalladamente el funcionamiento de sus artilugios, como si él mismo dudase de su verosimilitud, su explicación sería concisa y ligera, jalonada de ejemplos sencillos que permitieran a los lectores asimilar una idea quizás demasiado abstracta. Como saben, comentaría su inventor, las tres dimensiones espaciales —longitud, anchura y altura— se definen por referencia a tres planos, cada uno de ellos en ángulo recto con los otros. Sin embargo, en condiciones naturales, el desplazamiento del hombre por su mundo tridimensional no era completo. Podía moverse sin problemas por el largo y el ancho, pero no podía vencer la ley gravitatoria para desplazarse hacia arriba o hacia abajo libremente salvo usando un globo aerostático. De igual forma, el hombre estaba atrapado en el devenir del tiempo, por el que solo podía desplazarse de un modo mental —podía viajar al pasado mediante la evocación, y al futuro empleando la imaginación—, pero podría liberarse de esa prisión si dispusiera de una máquina que, como el globo aerostático, le permitiera vencer lo imposible, es decir, proyectarse físicamente al futuro acelerando la velocidad temporal, o retroceder al pasado disminuyéndola. Para ayudar a sus invitados a comprender la idea de una cuarta dimensión que venía a entroncar con las ya conocidas, el inventor les pondría el ejemplo del barómetro: su mercurio ascendía y descendía a lo largo de los días, pero la línea que representaba su movimiento no era trazada en ninguna dimensión admitida del espacio, sino en la dimensión del tiempo.
La segunda parte de la novela relataría el viaje que el protagonista, una vez despidiera a sus invitados, llevaría a cabo para probar su máquina, y que en honor a la memoria de Merrick, sería rumbo a los misteriosos océanos del futuro, un futuro del que trazó algunas rápidas pero sugerentes pinceladas ante el editor del Nacional Observer. Henley, un individuo enorme, casi un gigante, al que una chapucera intervención quirúrgica infligida en su juventud había condenado a vagar por el mundo apoyándose en una muleta, y en quien Stevenson se había inspirado a la hora de describir a John Silver el Largo, compuso un gesto de duda. Hablar sobre el futuro era arriesgado. En los mentideros literarios se rumoreaba que el mismísimo Verne había escrito una novela titulada París en el siglo XX, en la que mostraba el mundo del mañana, pero Jules Hetzel, su editor, había rehusado publicarla por considerar que su idea del año 1960, donde a los reos se les ejecutaba con una descarga eléctrica y existía una red de «telégrafos fotográficos» que permitía enviar el facsímil de un documento a cualquier parte del mundo, era tan ingenua como pesimista. Y al parecer Verne no había sido el único en vaticinar el futuro. Muchos otros lo habían intentado, y habían fracasado de igual modo. Pero Wells no se dejó amedrentar por las palabras de Henley. Se inclinó en su asiento y contraatacó, asegurándole que la gente quería leer sobre el futuro, Y que alguien debía atreverse a publicar la primera novela que hablara de él.
Y así fue cómo, en 1893, La historia del viajero del Tiempo empezó a serializarse en el prestigioso National Observer. Sin embargo, para la comprensible desesperación de Wells, la novela no alcanzó a publicarse en su totalidad, ya que los propietarios de la revista la vendieron y el nuevo consejo de administración se entregó a la purga propia en estos casos, en la que perecieron tanto Henley como su proyecto novelístico. Afortunadamente, Wells no dispuso de demasiado tiempo para regodearse en su mala suerte, pues Henley, como su alter ego stevensoniano, era un hueso duro de roer y enseguida se hizo con el timón de la New Review, en cuyas páginas le propuso volver a acoger el proyecto del viajero en el tiempo, e incluso convenció al tozudo editor William Heinemann para que publicara la novela en su editorial.
Animado por el irreductible Henley, Wells se dispuso a rematar dignamente su descalabrada obra. Pero como ya empezaba a ser costumbre, resultó una empresa trabajosa, entorpecida por los habituales obstáculos, si bien de naturaleza mucho menos gloriosa esta vez. Instigado por los médicos, había vuelto a trasladarse con Jane al campo, a las habitaciones de una modesta pensión en Sevenoaks. Pero en la caravana de cajas y baúles que encabezaba el cesto de mimbre, como un trasto que no se podía tirar, viajaba también la señora Robbins. Para entonces la madre de Jane había perfeccionado hasta lo indecible su papel de sanguijuela, haciendo mella incluso en la salud de su hija, que el incesante temporal de reprimendas había reducido a poco más que un guiñapo pálido y desecado. Como comprenderán, la mujer no necesitaba ninguna ayuda extra en su inacabable guerra contra Wells, aun así encontró un aliado inesperado en la dueña de la pensión, cuando esta descubrió que cada noche en sus habitaciones arrendadas no se consumaba un matrimonio, sino el impío concubinato de una muchachita timorata con un depravado inculpado en un proceso por divorcio. Batallando en dos frentes abiertos, Wells apenas lograba la concentración necesaria para avanzar en su novela. Su único consuelo era que el tramo de la obra al que, mal que bien, intentaba dar forma, el viaje al futuro del protagonista, le interesaba mucho más que la parte ya escrita, pues le permitía reconducir la novela hacia el terreno de la alegoría social, donde podía reflejarlas inquietudes políticas que le borboteaban dentro.