Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 15 страница
Se hizo un silencio sepulcral.
—¿Y usted, la ha probado? —preguntó al fin Charles, dejando momentáneamente de apuntar a Jane.
—Sí —reconoció Wells, no sin cierta vergüenza—. Pero solo he hecho pequeños viajes exploratorios, de cuatro o cinco años al pasado, no más. Aunque no me he arriesgado a cambiar nada, temiendo las consecuencias que eso pudiera tener sobre el tejido del tiempo. Ni siquiera me he atrevido a adentrarme en el futuro. No sé, carezco del espíritu aventurero del inventor de mi novela, todo esto me queda grande. En realidad, pensaba destruirla.
—¿Destruirla? —se escandalizó Charles—. ¿Por qué?
Wells se encogió de hombros, dando a entender que no tenía del todo claro la respuesta a esa pregunta.
—Ignoro lo que le sucedió a mi amigo —respondió—. Tal vez haya alguien vigilando el tiempo, dispuesto a disparar sin miramientos a todo aquel que pretenda cambiar el pasado en su provecho, quién sabe. O tal vez su desaparición sea solo un accidente. De todos modos, no sé qué hacer con su insólita herencia —señaló la máquina con gesto consternado, como si contemplara una cruz con la que estaba obligado a cargar cada vez que salía a pasear—. No me atrevo a darla a conocer porque ni siquiera puedo imaginar cómo transformaría eso el mundo si sería para bien o para mal. ¿Se han preguntado alguna vez qué es lo que convierte en responsables a los hombres? Yo se lo diré: que solo tienen una oportunidad de hacer cada cosa. Si existieran máquinas que nos permitieran corregir hasta nuestros errores más estúpidos viviríamos en un mundo lleno de irresponsables. En realidad, solo puedo darle un uso personal bastante ridículo, teniendo en cuenta su potencial. ¿Y si algún día me vence la tentación y decido emplearla con fines personales, para cambiar algo del pasado o para viajar al futuro con la intención, por ejemplo, de robar algún increíble invento con el que mejorar mi presente? Estaría traicionando el sueño de mi amigo… —dejó escapar un suspiro de abatimiento—. Como ven, esa máquina tan extraordinaria empieza a resultarme un engorro.
Tras decir aquello contempló a Andrew de pies a cabeza, largamente, con una atención que resultaba un tanto intimidatoria, como si fuera a fabricarle un ataúd a ojo.
—Sin embargo, usted quiere usarla para salvar una vida —reflexionó casi para sí mismo—. ¿Qué propósito puede existir más noble que ese? Quizás, si le permito hacerlo y lo consigue, la existencia de la máquina quede justificada.
—Exacto: ¿qué puede haber más noble que salvar una vida? —ratificó Charles, en vista de que a su primo la inesperada aprobación de Wells parecía haberlo dejado mudo—. Y le aseguro que Andrew lo conseguirá —se colocó a su lado y le palmeó el hombro con entusiasmo—. Mi primo acabará con el Destripador y salvará a Marie Kelly.
Wells vaciló. Miró a su esposa, buscando su conformidad.
—Oh, Bertie, ayúdalo —exclamó Jane, llena de excitación—, es tan romántico.
Wells volvió a contemplar a Andrew, intentando ocultar el brote de envidia que el comentario de su esposa había provocado en su interior. Pero en el fondo sabía que Jane había acertado al usar aquella palabra para adjetivar la gesta que el joven pretendía realizar. En su metódica existencia no cabían amores como aquel, de esos que provocaban cataclismos, que desencadenaban guerras donde resultaba imprescindible la presencia de gigantescos caballos de madera; amores, en fin, que podían conducir a la muerte al menor traspiés. No, él nunca sabría en qué consistía aquello. Nunca sabría qué era perder el control, arder, rendirse al instinto. Aun así, pese a su incapacidad para abandonarse a esas pasiones tan fogosas como maléficas, pese a su espíritu práctico y vigilado, que solo arriesgaba en escarceos inofensivos que jamás pudieran degenerar en obsesiones malsanas, Jane le amaba, y aquello, de pronto, se le antojó un milagro inexplicable, un milagro por el que debía dar gracias.
—De acuerdo —concedió, repentinamente de buen humor—. Hagámoslo: ¡acabemos con el monstruo y salvemos a la chica!
Contagiado por aquel entusiasmo creciente, Charles sacó del bolsillo de su aturdido primo el recorte de la muerte de Marie Kelly, y se acercó al escritor para consultarlo juntos.
—El crimen ocurrió el 7 de noviembre de 1888, alrededor de las cinco de la madrugada —señaló—. Sería cuestión de que Andrew llegara unos minutos antes y esperase al Destripador escondido en las inmediaciones del cuarto de Marie Kelly, para dispararle en cuanto ese hijo de perra apareciera.
—Parece un buen plan —reconoció Wells—. Pero hemos de tener en cuenta que la máquina se desplaza únicamente por el tiempo, no por el espacio. Eso significa que no se moverá de aquí. Tendremos que darle un margen de al menos un par de horas para que su primo disponga del tiempo suficiente para llegar a Londres.
Alborozado como un niño, Wells se dirigió a la máquina y trasteo en el panel de mandos.
—Listo —exclamó cuando terminó de ajustar los controles—. La he preparado para que transporte a su primo al 7 de noviembre de 1888. Ahora solo hemos de esperar a que sean las tres de la madrugada para emprender el viaje, de ese modo podrá llegar a Whitechapel con el tiempo suficiente para impedir el crimen.
—Perfecto —exclamó Charles.
Tras aquello, los cuatro se miraron en silencio, sin saber en qué emplear las horas que todavía faltaban para poder realizar el viaje en la máquina. Afortunadamente, había una mujer entre ellos.
—¿Han cenado, caballeros? —preguntó Jane, haciendo gala del espíritu práctico propio de su sexo.
Apenas una hora después, Charles y Andrew pudieron descubrir empíricamente que el escritor se había casado con una excelente cocinera. Apretados en la mesa de la angosta cocina, devorando uno de los asados más sabrosos que habían probado jamás, era más fácil dejar correr las horas hasta que la noche ahondara en la madrugada. Durante la cena, Wells se interesó por los viajes al año 2000, y Charles no escatimó en detalles. Con la sensación de estar narrando el argumento de una de esas disparatadas novelitas que tanto le gustaban, les contó cómo habían atravesado la cuarta dimensión en un tranvía temporal llamado Cronotilus, hasta alcanzar el devastado Londres del futuro donde, escondidos tras unas rocas, los turistas temporales habían asistido a la última batalla entre el malvado Salomón y el bravo capitán Derek Shackleton. Pero las preguntas que hacía Wells eran tantas, que al terminar su narración, Charles no pudo sino preguntarle por qué no había participado en alguna de las expediciones, si tanto le interesaba el devenir de aquella guerra del futuro. Wells enmudeció de pronto y, en el silencio posterior, Charles comprendió que lo había ofendido sin pretenderlo.
—Perdone mi pregunta, señor Wells —se apresuró a disculparse—. Acabo de caer en la cuenta de que no todo el mundo dispone de cien libras.
—Oh, no se trata de dinero —lo interrumpió Jane—. El señor Murray ha enviado a Bertie varias invitaciones para que forme parte de uno de sus viajes, pero él las ha rechazado todas.
Dijo esto último contemplando a Wells, quizás con la esperanza de que su esposo se animara a explicar el porqué de aquellos rechazos sistemáticos. El escritor, sin embargo, se limitó a clavar sus ojos en el cordero con un rictus funesto.
—Es evidente que nadie querría viajar en un tranvía atestado de personas si pudiese hacer el mismo recorrido en un lujoso carruaje —intervino entonces Andrew.
Los tres observaron al joven y, tras unos segundos en los que se interrogaron entre ellos con la mirada, asintieron lentamente.
—Pero hablemos de lo que verdaderamente nos interesa —dijo entonces Wells, súbitamente animado, limpiándose la grasa del cordero en una servilleta—. En uno de los viajes exploratorios que realicé con la máquina, me desplacé seis años al pasado, y aparecí en ese mismo desván, cuando en la casa vivían sus anteriores inquilinos. Si no recuerdo mal, tenían un caballo amarrado en el jardín. Le sugiero que se descuelgue por la enredadera silenciosamente, para no despertar a los dueños. Luego coja el caballo y diríjase a Londres lo más rápido que pueda. Cuando mate al Destripador, regrese de nuevo aquí. Suba a la máquina, ponga la fecha de hoy, y tire de la palanca hacia abajo. ¿Le ha quedado claro?
—Sí, muy claro… —logró balbucir Andrew.
Charles, reclinado en su silla, lo contempló con ternura.
—Vas a cambiar el pasado, primo… —dijo, soñador—. Aún no puedo creerlo.
Jane trajo entonces una botella de jerez, y sirvió una copa a sus invitados. Bebieron lentamente, mirando sus relojes de tanto en tanto con visible impaciencia, hasta que el escritor dijo:
—Bueno, ha llegado la hora de rescribir la Historia.
Dejó la copa sobre la mesa y con un gesto solemne de cabeza, los condujo de nuevo al desván. Allí seguía esperándoles la máquina.
—Toma, primo —dijo Charles, tendiéndole la pistola a Andrew—. Ya está cargada. Cuando vayas a disparar a ese malnacido, apunta al pecho, es lo más seguro.
—Al pecho —repitió Andrew, tomando la pistola con mano temblorosa y guardándosela rápidamente en el bolsillo, para que ni Wells ni su primo tuvieran tiempo de reparar en el miedo que lo atenazaba.
Ambos lo tomaron del brazo y lo condujeron ceremoniosamente hacia la máquina. Andrew pasó las piernas por encima de la barra de latón y ocupó el asiento. Lo envolvía una nube de irrealidad que sin embargo no le impidió reparar con una mezcla de grima y temor en las oscuras salpicaduras que engalanaban la silla.
—Ahora présteme atención —pidió Wells con tono autoritario—. Intente no mantener contacto con nadie, ni siquiera con su amada, por muchas ganas que tenga de volver a verla viva. Limítese a matar al Destripador y a regresar por donde ha venido antes de que aparezca su yo del pasado. Ignoro qué consecuencias podría acarrear ese encuentro contra natura, pero sospecho que provocaría una catástrofe en el tejido del tiempo, un cataclismo que quizás destruyera el mundo. Ahora, dígame: ¿me ha entendido?
—Sí, no se preocupe —murmuró Andrew, más intimidado por la severidad con la que le hablaba Wells que por las fatales consecuencias que, si no ponía cuidado, ocasionaría su capricho de salvar a Marie Kelly.
—Otra cosa —dijo Wells volviendo a la carga, aunque en un tono menos conminatorio esta vez—. El viaje no sucederá como en mi novela. Desgraciadamente no verá a los caracoles marchar hacia atrás. Me temo que pequé de poético. Los efectos que produce viajar en el tiempo son mucho menos hermosos. En cuanto baje la palanca observará un crepitar de energía, que casi inmediatamente dejará paso a un resplandor cegador. Eso será todo. Luego, sencillamente, estará en 1888. Es posible que tras el desplazamiento sufra mareos o náuseas, pero espero que eso no dañe su puntería —concluyó con ironía.
—Lo tendré en cuenta —musitó Andrew, francamente atemorizado.
Wells asintió satisfecho. Al parecer, ya no le quedaban más consejos que darle, dado que a continuación se puso a revolver en una estantería próxima abarrotada de trastos. Los demás lo observaron hacer en silencio.
—Si no le importa —dijo, cuando al fin encontró lo que buscaba—, guardaremos su recorte en esta cajita. Cuando regrese la abriremos y comprobaremos si ha logrado cambiar el pasado. Si su misión tiene éxito, supongo que el titular anunciará la muerte de Jack el Destripador.
Andrew asintió sin demasiada convicción y le entregó el recorte. Charles se acercó entonces a él, le colocó con solemnidad una mano en el hombro y le dedicó una sonrisa de aliento, en la que a Andrew le pareció percibir también un rastro de preocupación. Cuando su primo se retiró, Jane se acercó a la máquina y le deseó suerte, depositándole un ligero beso en la mejilla. Wells asistió al ceremonial con una sonrisa radiante, visiblemente complacido.
—Usted es un pionero, Andrew —anunció cuando concluyeron las muestras de ánimo, como si creyera que a él correspondía cerrar el acto con un comentario de los que se esculpen en mármol—. Disfrute del viaje. Si en las próximas décadas los viajes temporales se convierten en algo habitual, probablemente cambiar el pasado se considerará un delito.
Luego, para terminar de inquietar a Andrew, les pidió a los demás que retrocedieran unos pasos, no fueran a quedar chamuscados por la energía que iba a desatarse alrededor de la máquina en cuanto su ocupante bajara la palanca. Andrew los contempló alejarse intentando disimular el desvalimiento que sentía. Respiró hondo, luchando por sobreponerse tanto al miedo como al abotargamiento que lo embargaba. Iba a salvar a Marie, se dijo con el propósito de infundirse ánimos. Iba a viajar al pasado, a la noche de su muerte, y disparar a su asesino antes de que tuviera tiempo de destriparla, cambiando así la historia, y eliminando de paso los ocho años de dolor que había padecido. Miró la fecha registrada en el panel, aquella fecha maldita que había arruinado su existencia. No podía creer que pudiera salvarla, pero para vencer su incredulidad solo tenía que bajar aquella palanca. Sencillamente eso. Entonces daría igual si creía o no en los viajes en el tiempo. Colocó sobre ella su mano temblorosa, revestida de sudor, y sintió el frío del cristal refrescando su palma como algo incomprensible, absurdo por lo que la sensación tenía de familiar, de prosaico. Contempló con gravedad a las tres figuras que aguardaban expectantes junto a la puerta del desván.
—Adelante, primo —lo animó Charles.
Y Andrew bajó la palanca.
Al principio, no sucedió nada. Pero enseguida escuchó una especie de ronroneo tenue y sostenido, una leve vibración del aire, que le hizo sentir como si estuviese oyendo la digestión del mundo. De repente, aquel soniquete adormecedor dejó paso a un crujido sobrenatural, y un resplandeciente látigo de luz azul cortó la oscuridad del desván. A aquel le siguió otro, precedido por el mismo chasquido atronador, y luego otro más, y otro, chisporroteando en todas direcciones, como si quisieran comprobar las dimensiones de la habitación. De repente, Andrew se encontró en el centro de una tormenta de relámpagos a escala, azulados e incesantes, a cuya otra orilla se hallaban Charles, Jane y Wells, quien había estirado los brazos ante ellos, no supo Andrew si en un intento de protegerlos de los violentos chispazos o de impedir que corrieran en su auxilio. El aire, quizás el mundo, puede que el tiempo, o todo a la vez, se resquebrajaba ante sus ojos. La realidad misma se rompía. Entonces, de improviso, y tal y como le había anunciado el escritor, lo cegó un intenso resplandor que hizo desaparecer el desván. Apretó los dientes para reprimir un grito, al tiempo que lo embargaba una sensación de caída.
XV
Tuvo que parpadear al menos una docena de veces para recuperar la visión. A medida que el desván fue reconstruyéndose ante sus ojos, sin aparentes anomalías, su desbocado corazón comenzó a apaciguarse. Comprobó con alivio que no sentía náuseas ni mareos. Hasta el miedo, una vez descubrió que no había muerto calcinado por los relámpagos —de estos solo quedaba un olor a mariposas quemadas flotando en el aire—, había empezado a desvanecerse. Tan solo una molesta rigidez, causada por la tensión, envaraba su cuerpo, pero era una sensación que no quiso conjurar porque en el fondo la consideraba más que oportuna. No se disponía a acudir a un picnic en el campo. Iba a alterar el pasado, a cambiar lo que ya había sucedido. Él, Andrew Harrington, iba a remover el tiempo. ¿Acaso no era preferible mantenerse alerta, en guardia?
Cuando los efectos del fogonazo al fin se extinguieron, permitiéndole ver con claridad, se animó a bajarse de la máquina, intentando hacer el menor ruido posible. La consistencia del suelo lo sorprendió, como si esperase que el pasado, simplemente por ser una porción de tiempo ya consumada, debiera estar hecho de humo, niebla o alguna otra sustancia igual de incorpórea o reblandecida. Pero según confirmó zapateando débilmente en el suelo, aquella realidad era tan sólida y real como la que había abandonado. ¿Se hallaba en 1888? Paseó una mirada suspicaz por el desván, que permanecía envuelto en penumbra, e incluso paladeó varias bocanadas de aire con gesto de sibarita, atento a su sabor, como buscando pruebas al respecto, algún detalle que le confirmara que se encontraba en el pasado, que efectivamente había viajado en el tiempo. Lo encontró al asomarse a la ventana: la calle seguía tal y como la recordaba, pero no vio por ninguna parte el carruaje que los había traído hasta allí, y en el jardín de la casa distinguió un caballo que antes no estaba. ¿Era un simple jamelgo amarrado a una valla lo que iba a marcar la diferencia entre una fecha y otra? Le pareció una prueba demasiado pobre e insulsa. Defraudado, escrutó con atención el cielo, un lienzo oscuro y calmo en el que, como un puñado de grano lanzado al desgaire, se desperdigaban las estrellas. Tampoco allí apreciaba ninguna anomalía. Después de un rato de baldía observación, se encogió de hombros, diciéndose que no tenía por qué encontrar obligatoriamente a su alrededor diferencias espectaculares, pues apenas había retrocedido ocho años en el tiempo.
Luego sacudió la cabeza. No podía entretenerse en comprobaciones de entomólogo. Tenía una misión que cumplir y no iba sobrado de tiempo, precisamente. Abrió la ventana y, tras comprobar la resistencia de la enredadera, comenzó a descolgarse por ella siguiendo las instrucciones de Wells, tratando de hacer el menor ruido posible para no alertar a los ocupantes de la casa. El descenso no le supuso ningún problema, y una vez en tierra, se acercó sigilosamente al caballo, que lo había estado observando bajar por la enredadera sin inmutarse. Andrew le acarició la crin suavemente, con el propósito de exorcizar las suspicacias que al animal pudieran quedarle. Estaba sin montura, pero encontró una silla y unos aperos colgando de la valla. No podía creer su suerte. Procedió a ensillarlo con movimientos tranquilos, para no alterarlo, aunque sin dejar de vigilar la casa, que se hallaba totalmente a oscuras. Luego tomo al animal de las riendas y lo condujo hasta la calle, tranquilizándolo con cariñosos susurros. Él mismo se maravillaba de la calma con la que estaba procediendo. Lo montó echó un último vistazo a su alrededor, constatando que todo seguía decepcionantemente tranquilo, y puso rumbo hacia Londres.
Solo cuando se había alejado lo bastante y era un borrón raudo en la noche, Andrew cobró al fin consciencia de que pronto iba a encontrarse con Marie Kelly. Eso le sacudió por dentro, restaurando su nerviosismo. Sí, por increíble que le resultase, en aquella época ella todavía estaba viva. A aquella hora aún no había sido asesinada. Debía de encontrarse en The Britannia, emborrachándose para olvidarse de su cobarde amante, antes de dirigir sus tambaleantes pasos hacia los brazos de la muerte. Pero se recordó que no podía verla, que no podía abrazarla, que no podía refugiar su cabeza en la curva de su cuello y aspirar su anhelado olor. No, Wells se lo había prohibido porque aquel sencillo gesto de cariño podría alterar el tejido del tiempo, conducir al mundo a su destrucción. Debía limitarse a matar al Destripador y volver por donde había venido, como le había ordenado el escritor. Su actuación debía ser rápida y calculada, semejante a una extirpación quirúrgica cuyas consecuencias se verían una vez se despertara el paciente, es decir, cuando regresara a su época.
Whitechapel se hallaba sumido en un tétrico silencio. Le sorprendió no percibir el menor rastro de bullicio, hasta que cayó en la cuenta de que en aquellos momentos Whitechapel era un barrio maldito y atemorizado, por cuyas callejuelas todavía merodeaba, repartiendo muerte con su cuchillo, el monstruo apodado Jack el Destripador. Aminoró la marcha al adentrarse en Dorset Street, comprendiendo que en aquel compacto silencio el martilleo de los cascos del caballo contra los adoquines debía de sonar igual que el estruendo de una fragua. Desmontó a unos metros de la entrada de los apartamentos de Miller’s Court, y ató al animal a una cerca de hierro donde no llegaba el resplandor de los faroles, para que su presencia pasara lo más inadvertida posible. Luego, tras cerciorarse de que no había nadie más en la calle, cruzó con rapidez el arco de entrada que conducía a los apartamentos. Todos los inquilinos dormían, por lo que no había ninguna luz que pudiera guiarlo en aquella espesa oscuridad, pero Andrew conocía el lugar lo suficientemente bien como para poder recorrerlo con una venda en los ojos. A medida que se internaba en aquel escenario tan familiar comenzó a inundarlo una lúgubre melancolía, que alcanzó su pleamar al detenerse ante el cuartito que ocupaba Marie Kelly, igualmente a oscuras. Pero la nostalgia fue barrida por una profunda estupefacción cuando reparó en que al mismo tiempo que se hallaba allí, ante la modesta habitación que había sido su paraíso y su infierno, estaba siendo abofeteado por su padre en la mansión Harrington. Esta noche, merced a un milagro de la ciencia, había dos Andrews en el mundo. Se preguntó si su otro yo también lo estaría sintiendo a él, mediante algún cosquilleo en la piel o alguna punzada en las entrañas, como había oído que les sucedía a los hermanos gemelos.
Un ruido de pasos lo sacó de sus cavilaciones. Con el corazón apresurándosele en el pecho, corrió a esconderse tras la esquina del apartamento vecino. Había pensado en aquel escondite desde el primer momento pues, aparte de parecerle el más seguro, se hallaba apenas a una docena de metros de la puerta del cuarto de Marie, una distancia idónea tanto para poder ver con claridad como para hacer fuego sobre el Destripador, en el caso de que no se atreviese a acercarse más a él. Una vez oculto, la espalda contra el muro, sacó la pistola del bolsillo y aguzó el oído, atento al avance de los pasos. Los pies que lo habían alertado componían una melodía deslavazada, errática, propia de un herido o de un borracho. Enseguida comprendió que aquellos pasos solo podían pertenecer a su amada, y el alma le tembló como una hoja que de pronto recibe un soplo de brisa. Esta noche, como muchas de las anteriores, Marie Kelly regresaba del Britannia dando bandazos, aunque esta vez su otro yo no estaba allí para desvestirla, acostarla y arropar su sueño etílico, que discurría bajo su cráneo como un arroyo colmado de muñecas rotas. Asomó la cabeza, despacio. Sus pupilas se habían acostumbrado lo suficiente a la oscuridad como para poder distinguir la tambaleante figura de su amada deteniéndose ante la puerta del cuartito. Tuvo que contenerse para no correr hacia ella. Sintiendo cómo se le humedecían los ojos, la contempló enderezar el cuerpo en un intento por vencer el balanceo que le imponía el alcohol, ajustarse el sombrerito que amenazaba con caérsele a causa de los constantes vaivenes, e introducir luego un brazo por el agujero de la ventana para forcejear durante interminables segundos con el cerrojo, hasta que consiguió abrirlo. Luego desapareció dentro de la habitación, cerrando con un portazo extemporáneo, y al poco el resplandor desmayado de una lámpara desbrozó parte de la oscuridad que se arremolinaba ante su puerta.
Andrew se recostó contra el muro y se enjugó las lágrimas, pero apenas tuvo tiempo de más porque enseguida lo sobresaltaron nuevos pasos. Alguien se internaba de nuevo por el callejón de entrada. Tardó unos segundos en comprender que solo podía tratarse del Destripador. Oyó cómo sus botas avanzaban sobre los adoquines con una cautela gélida que erizaba el alma. Eran los movimientos de un depredador confiado, implacable, que sabe que su presa no tiene escapatoria. Volvió a asomar la cabeza y, con un estremecimiento de pavor, vio cómo un hombre enorme se acercaba sin prisas al cuartito de su amada, estudiando el lugar con una mirada escrutadora. Sintió un vértigo extraño: él ya había leído en la prensa lo que ahora estaba sucediendo ante sus ojos. Era como asistir a una función de teatro cuyo argumento sabía de memoria, y en la que solo le restaba ver qué tal lo hacían los actores. El hombre se detuvo ante la puerta y echó un discreto vistazo por el roto de la ventana, como si quisiera respetar cuidadosamente cada paso de la crónica que, aunque aún estaba por escribirse, Andrew había llevado ocho años en el bolsillo de su chaqueta; un artículo que ahora, a causa de su acrobacia en el tiempo, se le antojaba el vaticinio de unos hechos en vez de su descripción. Pero a diferencia de aquella noche, él estaba allí, dispuesto a cambiarla. Visto así, lo que iba a hacer se le antojó como retocar un cuadro ya terminado, algo parecido a añadir una nueva pincelada a Las tres Gracias o a La joven de la perla.
Tras descubrir con alborozo que su víctima no tenía compañía, el Destripador lanzó una última mirada a su alrededor, y pareció satisfecho, incluso exultante, ante la oportuna calma que sumía el lugar, que iba a permitirle perpetrar su crimen en una inesperada y agradable intimidad. Aquella actitud soliviantó a Andrew, obligándolo a emerger impulsivamente de su escondite sin ni siquiera considerar la posibilidad de dispararle desde allí. De repente, acabar con él desde la distancia, y con la higiénica mediación de un arma, se le antojó un acto demasiado frío, impersonal e insatisfactorio. La furia que lo inundaba le exigía arrancarle la vida de un modo más íntimo. Tal vez estrangulándolo con sus propias manos, golpeándolo con la culata del revólver hasta matarlo, o de cualquier otra forma que le permitiera involucrarse más en su aniquilación, sentir cómo su ruin vida se iba extinguiendo poco a poco, al ritmo que él marcase. Pero a medida que caminaba resueltamente hacia el monstruo, Andrew comprendió que por mucho que ansiara acabar con él cuerpo a cuerpo, la descomunal envergadura de su oponente y su inexperiencia en reyertas de ese tipo desaconsejaban cualquier estrategia en la que no interviniese el arma que portaba contra el muslo.