Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 7 страница
—No perdemos nada por intentarlo, Andrew —oyó decir a su primo—. ¿Qué me dices?
Andrew estudió el suelo durante unos minutos, luchando por ordenar el tumulto de emociones que estaba experimentando. No podía creer que existiese esa posibilidad, pero de existir, cómo negarse a aprovecharla: era lo que siempre había querido, la oportunidad que llevaba ocho años esperando. Alzó la cabeza y contempló a su primo con el rostro desencajado.
—De acuerdo —dijo en un susurro ronco.
—Estupendo, Andrew —celebró Charles, palmeándole el hombro—. Estupendo.
Su primo le sonrió sin demasiada convicción, y luego volvió a mirarse los zapatos, intentando digerir todo aquello: iba a viajar hacia los parajes conocidos del pasado, hacia los momentos ya usados de su existencia, hacia sus propios recuerdos.
—Bien —dijo Charles, consultando su reloj de bolsillo—, ahora vamos a cenar algo. No es aconsejable viajar al pasado con el estómago vacío.
Abandonaron el cuartito y se dirigieron al coche de Charles, que esperaba junto al arco de entrada. Esa noche, como si se tratara de una noche como otra cualquiera, realizaron el itinerario habitual. Cenaron en el Café Royal —a Charles le encantaba el pastel de carne que preparaban allí—, fueron a desfogarse al prostíbulo de madame Norrell —a Charles le gustaba estrenar a las nuevas adquisiciones antes de que pasaran por demasiadas manos—, y acabaron en la taberna Colaridges —Charles valoraba su catálogo de espumosos por encima del de cualquier otro sitio—, bebiendo hasta el amanecer. Antes de que el alcohol les enturbiara la mente, su primo le explicó que había viajado al año 2000 en un tranvía enorme llamado Cronotilus, al que una imponente caldera de vapor propulsaba a través de los siglos, pero Andrew era incapaz de interesarse por el futuro: su mente se encontraba ocupada justamente en lo contrario, en imaginar cómo sería viajar en sentido inverso, hacia el pasado. Allí podría salvar a Marie, le había asegurado su primo, enfrentándose al Destripador. Andrew había pasado los últimos años acumulando contra aquel monstruo una rabia densa que siempre creyó inservible, pero que ahora tendría oportunidad de liberar. Sin embargo, no era lo mismo desafiar a un hombre que había sido ejecutado, pensó, que enfrentarse a él de verdad, en aquella especie de combate pugilístico que iba a organizarle Murray. Apretó la pistola que guardaba en el bolsillo al recordar la textura rocosa del hombre con el que había tropezado en Hanbury Street, e intentó infundirse ánimos diciéndose que, aunque nunca antes había disparado contra nadie, sí había entrenado su puntería con botellas, palomas y conejos. Si se mantenía sereno, todo saldría bien. Le apuntaría tranquilo al corazón o la cabeza, le dispararía sin prisas, y vería morir al Destripador por segunda vez. Sí, eso haría. Pero en esta ocasión, como si alguien hubiese apretado una tuerca suelta en la maquinaria del universo mejorando su funcionamiento, su muerte devolvería la vida a Marie Kelly.
VII
Pese a la temprana hora de la mañana, el Soho bullía de vida. Charles y Andrew tuvieron que abrirse paso entre la muchedumbre que atestaba sus calles, compuesta de hombres tocados con sombreros hongo y mujeres con sombreritos adornados de plumas en los que incluso anidaba algún pájaro postizo. Cogidas del brazo, las parejas recorrían sus aceras, entraban y salían de sus tiendas, o buscaban una oportunidad para cruzar la calzada, por la que desfilaba, con la lentitud de un torrente de lava, un compacto rebujo de lujosos carruajes, pequeños cabriolés, tranvías de dos pisos y carros repletos de toneles, fruta o bultos misteriosos escondidos bajo una lona que bien podrían ser cadáveres robados del cementerio. Apostados en las esquinas, sucios y harapientos, había pintores, actores y saltimbanquis de segunda fila, que exhibían su dudoso talento con la esperanza de llamar la atención de algún promotor ocioso. Charles no había dejado de perorar desde el desayuno, pero Andrew apenas lograba oírlo debido al estridente fragor que producía las ruedas de los vehículos contra el adoquinado, al que se añadía el desagradable griterío de los vendedores callejeros y los aspirantes a artistas. Se limitaba a dejarse conducir por su primo a través de aquella mañana desvaída sumido en una suerte de letargo, del que tan solo lograba rescatarlo la dulce vaharada que recibía cuando se cruzaba con alguna de las violeteras que caminaban entre la multitud portando sus fragantes canastos.
En cuanto se aventuraron en Greek Street divisaron el modesto edificio que albergaba a la empresa Viajes Temporales Murray. Se trataba de un antiguo teatro que había sido remodelado por su nuevo dueño, que no había dudado en infamar su fachada neoclásica con motivos que de un modo u otro aludían al tiempo. La entrada poseía una pequeña escalinata flanqueada de columnas que daba acceso al interior a través de un elegante portón de madera labrada, y estaba coronada por un frontón decorado con un grabado en el que Chronos hacía girar la rueda zodiacal. El dios del tiempo, representado como un siniestro anciano cuya luenga barba se le derramaba en cascada sobre el pecho hasta casi rozarle el ombligo, se hallaba cercado por una cenefa tallada de relojes de arena, motivo que se repetía en los arcos que enmarcaban los amplios ventanales de la segunda planta. Entre el frontón y el dintel, pomposas letras de mármol rosado anunciaban a todo el que supiese leer que aquel lugar tan pintoresco era la sede de la empresa de Viajes Temporales Murray.
Charles y Andrew observaron que la gente evitaba el tramo de acera que ocupaba el singular edificio. Cuando llegaron a su entrada comprendieron por qué. Un olor nauseabundo les torció el gesto, invitándoles a vomitar el desayuno que acababan de tomar en la intimidad de algún rincón. El tufo provenía del viscoso emplaste que un par de operarios, enmascarados con pañuelos y provistos de cepillos y barreños de agua jabonosa, se esforzaban en eliminar de parte de la fachada. Al recibir las cerdas del cepillo, aquella sustancia oscura, fuera lo que fuera, chorreaba hacia la acera convertida en una repugnante flema negruzca.
—Lamentamos las molestias, caballeros —se disculpó uno de los empleados apartándose el pañuelo del rostro—. Algún malnacido ha embadurnado la fachada con excrementos de vaca, pero enseguida volverá a estar limpia.
Tras intercambiar una mirada interrogativa, Andrew y Charles sacaron sus pañuelos y, cubriéndose el rostro como salteadores de caminos, traspasaron el pórtico con rapidez. En el vestíbulo, un ejército de jarrones con rosas y gladiolos estratégicamente colocados mantenía a raya el hedor. La estancia, al igual que la fachada del edificio, asfixiaba al visitante con su desbordante iconografía temporal. El centro del recinto lo ocupaba una gigantesca escultura mecánica consistente en un enorme pedestal del que se elevaban hacia las penumbras del techo dos brazos articulados, arácnidos, que acunaban un reloj de arena del tamaño de un ternero, hecho de vidrio repujado con remaches y sujeciones de hierro. Su contenido no era arena, sino una especie de serrín azulado que se derramaba con gracia de un hemisferio a otro, e incluso emitía una leve y evocadora iridiscencia según incidía en él la luz de las lámparas más próximas. Merced a alguna maraña de engranajes ocultos, los brazos se encargaban de voltear el reloj cada vez que la totalidad de su contenido colmaba el receptáculo inferior, de manera que la falsa arena nunca dejaba de fluir, como un recordatorio de que el tiempo tampoco lo hacía. Con la colosal escultura que presidía el vestíbulo convivían otros artefactos también dignos de mención, menos espectaculares pero más nobles, ya que habían sido concebidos muchos siglos atrás, como los armazones de cubos preñados de paletas y ruedas dentadas que dormitaban al fondo de la estancia y que, según decía la plaquita colocada en sus pedestales, constituían las primeras tentativas de relojes mecánicos. Aparte de aquella distinguida quincalla, por los muros se repartían centenares de relojes de pared, desde los tradicionales stoelklok holandeses, adornados con sirenas y querubines, hasta relojes austro-húngaros con péndulo segundero, que sembraban el aire de un tictac hacendoso y asfixiante que para los empleados de aquel edificio se habría convertido en la interminable sinfonía de sus vidas, sin cuya consoladora presencia se sentirían desvalidos los domingos.
Al verlos vagabundear por la sala, una señorita abandonó su mesa en una de las esquinas y salió a recibirlos. Caminaba con la gracia de un roedor, acompasando sus pasitos al rumor unánime de los relojes. Tras un educado saludo, les informó con entusiasmo que todavía quedaban plazas para la tercera expedición al año 2000, así que si lo deseaban podían realizar una reserva. Desplegando su encantadora sonrisa, Charles rechazó la invitación de la joven, y le informó que estaban allí con el propósito de entrevistarse con Gilliam Murray. Tras un breve titubeo, la mujer les confirmó que el señor Murray se encontraba en el edificio y que, pese a sus múltiples ocupaciones, podría intentar que los recibiera, gesto que Charles agradeció dilatando todavía más su sonrisa. Una vez logró apartar los ojos de aquella hilera de dientes perfectos, la joven giró sobre sus talones y les indicó que la siguieran. Al fondo de la estancia, les aguardaba una escalinata de mármol que conducía a las dependencias superiores. Guiados por la muchacha, Charles y Andrew recorrieron un largo pasillo jalonado de tapices que representaban distintas escenas de la guerra del futuro. Como no podía ser menos, el corredor también se encontraba provisto del imprescindible cargamento de relojes, los cuales, sujetos a las paredes o repartidos sobre cómodas y aparadores, dispersaban por el aire el molesto polen de sus tictacs. Al llegar a la ostentosa puerta que conducía al despacho de Murray, la mujer les pidió que aguardasen allí, pero Charles, haciendo caso omiso a su ruego y tirando de su primo, entró tras ella en la habitación.
El vasto tamaño de la estancia sorprendió a Andrew, tanto como la desordenada distribución de los muebles y los numerosos mapas que cubrían las paredes, que evocaban el interior de esas tiendas desde las que los mariscales de campo orquestaban las guerras. Necesitaron mirar varias veces antes de reparar en que Gilliam Murray se hallaba tumbado cuan largo era sobre una alfombra, jugando con un perro.
—Buenos días, señor Murray —saludó Charles, adelantándose a la secretaria—. Me llamo Charles Winslow, y este es mi primo Andrew Harrington. Nos gustaría hablar con usted, si no está demasiado ocupado.
Gilliam Murray, un individuo enorme que vestía un estridente traje malva, correspondió al irónico comentario de Charles con una sonrisa, aceptando la estocada deportivamente, pero se trataba de la clase de sonrisa misteriosa de quien tiene las mangas atestadas de ases que no tardará en ir sacando.
—Siempre puedo disponer de un momento de mi tiempo para atender a dos caballeros tan ilustres —dijo, levantándose de la alfombra.
Una vez lo tuvieron alzado ante ellos, Andrew y Charles pudieron comprobar que Gilliam Murray parecía un individuo aumentado con alguna clase de hechizo. Todo en él resultaba el doble de grande de lo normal, desde las manos, que parecían capaces de doblegar toros cogiéndolos de las astas, hasta su cabeza, más propia de un Minotauro. Pero a pesar de su fabulosa constitución, el empresario no se movía con torpeza, sino con una sorprendente e incluso sensual agilidad. Tenía el cabello del color del trigo cuidadosamente peinado hacia atrás, y unos inmensos ojos azules, donde crepitaba un fuego intenso que proclamaba un espíritu ambicioso y arrogante, un fuego que había aprendido a atemperar con el amplio muestrario de sonrisas amables que sus carnosos labios eran capaces de generar.
Con un gesto de la mano, el gigante los invitó a seguirle hasta el escritorio que había al fondo de la sala, guiándolos por el sendero que había logrado abrir, probablemente tras una concienzuda exploración, entre los numerosos globos terráqueos y mesitas que había repartidas por doquier, atestadas de libros y cuadernos. Andrew observó que tampoco faltaban allí los inevitables relojes. Aparte de los que colgaban de las paredes e invadían los anaqueles de la biblioteca, había una enorme vitrina que almacenaba relojes de sombra portátiles, relojes de sol, elaboradas clepsidras y otros artefactos que mostraban la evolución del tiempo. Aunque a Andrew le pareció que Gilliam exhibía aquellos objetos con el malicioso propósito de evidenciar su ridiculez, el vano esfuerzo del hombre por aprehender lo que no podía atraparse, aquella fuerza absoluta, misteriosa e indomable que era el tiempo. Lo único que el hombre había conseguido, parecía querer decir el empresario con su variopinta colección de relojes, había sido despojarlo de su naturaleza metafísica y convertirlo en un vulgar instrumento con el que evitar llegar tarde a sus citas.
Charles y Andrew ocuparon el par de confortables butacas de estilo jacobino dispuestas ante el escritorio, un mueble majestuoso de patas bulbosas tras el cual se sentó Murray, que dando enmarcado por el inmenso ventanal que se abría a su espalda. Y a juzgar por el caudal de luz que atravesaba sus cristales emplomados, sumergiendo el despacho en una alegre atmósfera campestre, Andrew incluso llegó a pensar que el empresario disponía de su propio sol, mientras el resto del mundo seguía sumido en una mañana mustia.
—Espero que sepan perdonar el inoportuno hedor de la entrada —se apresuró a disculparse Gilliam con una mueca de disgusto—. Es la segunda vez que untan la fachada de excrementos. Tal vez se trate de algún grupo organizado que intenta dificultar con ese repugnante método el funcionamiento de nuestra empresa —conjeturó encogiéndose funestamente de hombros, como si quisiera subrayar el desconcierto que le producía el asunto—. No todos piensan que los viajes en el tiempo son beneficiosos para nuestra sociedad, como pueden ver. Sin embargo, es la propia sociedad quien los demandaba desde la publicación del maravilloso libro del señor Wells. Pero de esos desagradables actos vandálicos no puedo extraer ninguna otra conclusión, ya que sus autores no dejan mensajes reivindicativos ni nada semejante. Se limitan a emporcarnos la fachada, simplemente.
Tras decir aquello, Gilliam Murray extravió la mirada en un pliegue del aire. Durante unos segundos permaneció presa de sus cavilaciones; luego pareció recordar dónde estaba e, irguiéndose en el asiento, contempló abiertamente a sus invitados.
—Pero díganme, caballeros, en qué puedo servirles.
—Me gustaría que me organizara un viaje privado al otoño de 1888, señor Murray —respondió Andrew, que parecía haber estado esperando con impaciencia que el gigante les cediera la palabra.
—¿Al Otoño del Terror? —preguntó sorprendido Murray.
—Sí, exactamente a la noche del 7 de noviembre. Gilliam se le quedó mirando en silencio unos segundos. Finalmente, sin molestarse en disimular su decepción, abrió uno de los cajones del escritorio y sacó un mazo de papeles atados con una cinta. Lo depositó sobre su mesa con hastío, como si estuviera enseñándoles algún peso que lo mortificaba y debía soportar calladamente.
—¿Sabe qué es esto, señor Harrington? —suspiró—. Son las cartas y peticiones de particulares que recibimos diariamente. Hay quien quiere que lo llevemos a pasear por los jardines colgantes de Babilonia, quien quiere conocer a Cleopatra, Galileo o Platón, quien quiere ver con sus propios ojos la batalla de Waterloo, la construcción de las pirámides o la crucifixión de Cristo. Todos quieren viajar a su momento histórico favorito, como quien da una dirección a su cochero. Creen que el pasado está a nuestra disposición. Usted quiere viajar a 1888. No dudo de que tendrá sus razones, como las tienen los autores de todas estas peticiones, pero me temo que no puedo complacerle.
—Solo habría que retroceder ocho años, señor Murray —replicó Andrew—. Y estoy dispuesto a pagar lo que me pida.
Murray rió con amargura.
—No es cuestión de distancias temporales. Tampoco de dinero. De ser así, señor Harrington, estoy absolutamente seguro de que llegaríamos a un acuerdo. El problema es de índole, digamos, técnica: no podemos viajar a cualquier época libremente, ya sea del pasado o del futuro.
—¿Solo pueden llevarnos al año 2000? —exclamó Charles, visiblemente decepcionado.
—Así es, señor Winslow —se lamentó Murray, dirigiendo su apesadumbra mirada hacia Charles—. Aunque esperamos ampliar nuestra oferta en el futuro, por ahora, como puede ver en nuestra publicidad, el único destino que ofrecemos es el 20 de mayo del año 2000, exactamente el día en el que tiene lugar la batalla final entre los autómatas, dirigidos por el malvado Salomón, y el ejército humano, liderado por el bravo Capitán Shackleton. ¿No le pareció un destino lo suficientemente emocionante, señor Winslow? —preguntó con cierta sorna, dándole a entender que no se olvidaba fácilmente de las caras de quienes formaban parte de sus expediciones.
—Sí, señor Murray —contestó Charles tras una leve vacilación—. Fue realmente emocionante. Es solo que pensaba…
—Que podíamos viajar en cualquier dirección de la corriente temporal —terminó el empresario—. Sí, sí, lo sé. Sin embargo, no es así. Me temo que el pasado escapa a nuestra competencia.
Tras decir aquello, Murray los observó con sincera desolación, como cuantificando los daños que sus palabras habían producido en sus invitados.
—El problema, caballeros —suspiró, reclinándose en su sillón—, es que no viajamos en el tiempo por la corriente temporal, como el personaje de Wells, sino por lo que hay fuera de ella. Viajamos en el tiempo por fuera del tiempo, por así decirlo. Viajamos por su corteza.
Guardó silencio y se les quedó mirando fijamente, sin parpadear, con una imperturbabilidad propia de los gatos.
—No le entiendo —manifestó al fin Charles.
Gilliam Murray asintió, como si no esperase otra respuesta.
—Les pondré un símil sencillo: un edificio se puede recorrer por dentro, cruzando sus estancias. Pero también se puede recorrer caminando por su cornisa, ¿no es cierto?
Charles y Andrew asintieron con displicencia, algo molestos por el tratamiento de niños idiotas que al parecer pretendía dispensarles Murray.
—Aunque pueda parecerlo —prosiguió su anfitrión—, yo no decidí investigar la posibilidad de viajar en el tiempo animado por el libro del señor Wells. Si han leído su novela sabrán que Wells se limita a lanzar el guante a la comunidad científica proponiéndoles un camino para sus investigaciones, pero en lo referente al funcionamiento de su invento, al contrario que su colega Verne, sortea hábilmente cualquier explicación realista y opta por describirnos la máquina recurriendo a su extraordinaria imaginación, algo perfectamente lícito, por otro lado, tratándose de una obra de ficción. Sin embargo, hasta que la ciencia no demuestre que un artilugio así es posible, su máquina no será más que un juguete. ¿Lo conseguirá alguna vez? Quiero creer que sí: los logros que nuestros científicos han obtenido a lo largo de este siglo me vuelven enormemente optimista. Coincidirán conmigo, caballeros, en que vivimos en una época única. Una época en la que el hombre cuestiona a Dios cada día. ¿Cuántas maravillas nos ha proporcionado la ciencia en los últimos años? Muchos de esos inventos se limitan a facilitar nuestra vida, como la calculadora mecánica, la máquina de escribir o el ascensor eléctrico, pero otros nos hacen sentir poderosos porque desmantelan lo imposible. Hoy en día podemos recorrer largas distancias sin tener que dar un solo paso, gracias a la locomotora, y pronto podremos enviar nuestra voz al otro lado del país sin tener que desplazarnos físicamente, como ya están haciendo los americanos mediante el llamado teléfono. Pese a que siempre hay quienes se oponen al progreso, quienes consideran sacrílego que el ser humano transcienda sus propios límites, personalmente considero que la ciencia ennoblece al hombre reafirmando su dominio sobre la naturaleza, del mismo modo que la educación o la moral nos ayudan a doblegar nuestro salvajismo primordial. Observen este cronómetro, por ejemplo —dijo, tomando una cajita de madera que descansaba en un lado de la mesa—. Hoy se fabrican en serie y todos los barcos del mundo disponen de uno. Pero no siempre se ha navegado con cronómetro, pues aunque ahora nos parezca un objeto que siempre ha estado aquí, formando parte de nuestra cotidianeidad, el Almirantazgo británico tuvo que ofrecer un premio de veinte mil libras esterlinas a quien pudiera diseñar un método para determinar la longitud en el mar, ya que ningún relojero era capaz de fabricar un reloj que soportara sin trastornarse los balanceos de una embarcación. El concurso lo ganó un tal John Harrison, que dedicó cuarenta años de su vida a solucionar el arduo problema. Cuando le llegó la hora de cobrar la recompensa, tenía casi ochenta años. ¿No les parece fascinante? Detrás de cada invento late el esfuerzo de un hombre, una vida consagrada a la solución de un problema, a concebir un artilugio que lo sobrevivirá, que formará parte de un mundo que seguirá sin él. Mientras haya hombres que no se contenten con comer las frutas de los árboles o con aporrear tambores suplicando lluvia, y decidan usar su inteligencia para rebasar el papel de meros parásitos de la obra de Dios, la ciencia nunca sucumbirá. Por eso, no tengo la menor duda de que muy pronto, al igual que podremos disponer de carruajes alados que nos permitirán volar como los pájaros, cualquiera podrá adquirir una máquina como la imaginada por Wells y viajar al punto del tiempo que le plazca. Los hombres del futuro podrán llevar una doble vida, trabajarán en un banco durante la semana y dedicarán los domingos a hacer el amor con la bella Nefertiti o a ayudar a Aníbal a conquistar Roma. ¿Se imaginan cómo trasfiguraría nuestra sociedad un invento así? —Gilliam les estudió divertido unos segundos, antes de deshacerse de la cajita depositándola de nuevo en la mesa, donde quedó con la tapa abierta, como una ostra o un anillo de pedida. Luego, añadió—: Pero, por ahora, mientras la ciencia busca el modo de hacer realidad esos sueños, tenemos otra cosa que nos permite viajar en el tiempo, aunque desgraciadamente no nos permite escoger nuestro destino.
—¿A qué se refiere? —inquirió Andrew.
—Me estoy refiriendo… a la magia —desveló Gilliam en un tono cavernoso.
—¿La magia? —preguntó estúpidamente Andrew.
—Sí, a la magia —repitió su anfitrión, agitando los dedos en el aire misteriosamente, al tiempo que imitaba el sonido del viento al bajar por el tiro de una chimenea—, pero no a la magia que pueden ver en los teatros, ni a la que pregonan esos farsantes del Amanecer Dorado. Me estoy refiriendo a la auténtica magia. ¿Creen en la magia, caballeros?
Andrew y Charles vacilaron, algo confundidos de los derroteros que estaba tomando la conversación, pero Gilliam no necesitaba ninguna respuesta.
—Por supuesto que no —se lamentó—. Por eso evito en lo posible mencionarla. Prefiero que mis clientes piensen que viajamos al futuro mediante la ciencia. Todo el mundo cree en la ciencia. Hoy la ciencia goza de una mayor credibilidad que la magia. Son los tiempos modernos. Pero la magia existe, se lo aseguro.
Entonces, para sorpresa de Andrew y Charles, se levantó ágilmente de su asiento y emitió un agudo silbido. El perro, que había permanecido todo el tiempo tumbado sobre la alfombra, ajeno a los asuntos de los hombres, se levantó al instante y trotó alegremente hacia su dueño.
—Caballeros, les presento a Eterno —dijo, mientras el susodicho daba excitadas vueltas a su alrededor—. ¿Le gustan los perros? Acarícienlo sin miedo.
Como si se tratase de algún tipo de requisito que debían cumplimentar para que Gilliam continuara con su discurso, Charles y Andrew se levantaron y deslizaron sus manos por el lomo del animal, un nervioso ejemplar de Golden Retrevier que poseía un pelo suave y cuidado.
—Caballeros —anunció entonces Murray—, sepan que están acariciando un milagro. Porque, como acabo de decirles, la magia existe. E incluso puede tocarse. ¿Qué edad creen que tiene Eterno?
Charles tenía varios perros en su finca, y desde niño estaba habituado a su presencia, así que no le resultó una pregunta difícil de responder. Examinó la dentadura del perro con aires de entendido y contestó, sin vacilar:
—Un año, dos como mucho.
—En efecto —certificó Gilliam, arrodillándose para rascar con suma ternura el cuello del animal—, un año es tu edad aparente, ¿verdad?, tu edad en el tiempo real.
Andrew aprovechó para buscar la mirada de su primo, ansioso por saber qué opinaba de todo aquello. Charles lo calmó con una sonrisa tranquila.
—Como ya les he dicho —continuó Murray, incorporándose—, no decidí crear mi empresa a raíz del libro de Wells. Fue pura casualidad, aunque no negaré que su obra me ha beneficiado enormemente, ya que Wells despertó en la sociedad un anhelo oculto. ¿Saben que es lo que hace tan atractivos los viajes a través del tiempo? Que todos tenemos deseos de realizarlos. Viajar en el tiempo es uno de los sueños del hombre. Pero, ¿se lo habrían planteado, caballeros, antes de leer el libro del señor Wells? Me temo que no. Y yo tampoco, se lo aseguro. El señor Wells, de algún modo, lo que ha hecho ha sido concretar un deseo abstracto, expresar en palabras ese afán latente desde siempre en el hombre.
Murray hizo una pausa, para que sus apreciaciones descendieran sobre sus invitados, como se asienta el polvo sobre los muebles después de sacudir una alfombra.
—Antes de crear esta empresa, yo trabajaba con mi padre —continuó al poco—. Nos dedicábamos a financiar expediciones. Éramos una más de las cientos de sociedades que envían a sus exploradores a los rincones más ignotos del planeta con el objeto de recabar conocimientos etnográficos o arqueológicos que luego alimentan las revistas científicas, o de recolectar insectos y flores de fantasía para algún museo de ciencias ansioso por atestar sus vitrinas con los delirios del Creador. Pero, al margen del negocio en sí, nos movía el ansia de conocer con la mayor exactitud posible el mundo en el que vivíamos. Teníamos, por así decirlo, inquietudes espaciales. Pero uno nunca sabe qué le tiene reservado el destino, ¿no es cierto, caballeros?