Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 9 страница
Como los relojes continuaban mostrándose inservibles, decidieron medir la duración del viaje tomando como referencia los periodos de sueño, pero ese método enseguida se les reveló ineficaz, pues a veces el sueño era abortado por el viento, que surgía de improviso y con tanta fuerza que los obligaba a permanecer despiertos apuntalando la tienda, y otras, por el contrario, el cansancio acumulado los tumbaba en cuanto realizaban alguna parada para comer o reponer fuerzas. De modo que lo único que podían decir al respecto era que, tras un tiempo más o menos prudencial, ni mucho ni poco, alcanzaron las ansiadas montañas. Estaban hechas de la misma piedra luminiscente que la planicie, pero aún así presentaban un aspecto lúgubre que recordaba a una dentadura podrida y resquebrajada. Sus afiladas cumbres hendían el celaje de niebla que ocultaba el cielo, y en algunas partes observaron oquedades que quizás fuesen cuevas. Sin un plan mejor, decidieron escalar su ladera hasta alcanzar la más cercana. No tardaron demasiado. Una vez conquistaron la cima de un pequeño montículo, tuvieron una visión más completa de la planicie. La distancia había reducido el agujero a un punto brillante en el horizonte. Allí estaba el camino de vuelta, esperándolos, sirviéndoles entretanto de guía. La posibilidad de que los junquianos lo cerrasen no los inquietaba, ya que habían tenido la precaución de traerse con ellos el whisky que les quedaba. Fue entonces cuando repararon en los otros puntos brillantes que titilaban en el horizonte. La bruma rebajaba su luz, pero al menos parecía haber media docena. ¿Se trataba de nuevos agujeros que conducían a otros mundos? La respuesta la hallaron en la propia cueva que se disponían a explorar. Nada más entrar en ella, comprendieron que alguien habitaba aquel lugar. Por todos lados encontraron señales de vida: restos de hogueras, cuencos, herramientas y otros utensilios de primera mano, esos que tanto había echado a faltar Tremanquai en el poblado de los junquianos. Al fondo de la cueva, hallaron un recinto más angosto y oscuro, cuyas paredes estaban cubiertas de pintadas. La mayoría representaba escenas cotidianas de los junquianos. A juzgar por los monigotes larguiruchos que las protagonizaban, solo ellos podían ser sus autores. Era allí, en aquel mundo penumbroso, donde al parecer hacían su vida. El poblado no era más que un escenario de paso, un asentamiento eventual, uno de los muchos que quizás tuviesen repartidos por otros mundos. A Kaufman y Austin aquellas pinturas de escenas campestres no les resultaron demasiado significativas. Solo dos de ellas llamaron poderosamente su atención. Una ocupaba toda una pared y, según dedujeron, pretendía ser un mapa de aquel mundo, o al menos de la parte de él que la tribu había logrado explorar, y que se circunscribía a los alrededores de las montañas. Pero lo que los fascinó fue que aquel mapa rudimentario señalaba la localización de algunos agujeros y, si no lo estaban interpretando mal, también lo que contenían. La representación era simple: una estrella amarilla simbolizaba el agujero, y las figuras pintadas a su lado, el contenido. Al menos eso era lo que cabía deducir del punto rodeado de chozas que supuestamente reproducía el agujero por el que habían penetrado allí y el poblado que se hallaba al otro lado, en el mundo al que ellos pertenecían. Sin contar aquella, en el mapa había localizadas cuatro aberturas, menos de las que se insinuaban en el horizonte. ¿A dónde conducirían aquellos agujeros? Ya fuese por pereza o aburrimiento, solo habían pintado el contenido de las aberturas más cercanas a la cueva. De estas, una de ellas daba a entender que en su interior se desarrollaba una especie de guerra entre dos tipos de figuras: unas parecían humanas, las otras estaban hechas de cuadrados y rectángulos. El resto de las representaciones era aún más críptico, por lo que Kaufman y Austin solo sacaron en claro que aquel mundo disponía de decenas de agujeros como el que habían franqueado, pero que jamás sabrían a dónde conducían a menos que los cruzaran ellos personalmente, pues los garabatos de los junquianos se les antojaban tan misteriosos como el sueño de un ciego. La segunda pintura que les llamó la atención estaba justo al otro lado, y representaba a un grupo de junquianos huyendo de lo que parecía un animal enorme. La bestia era cuadrúpeda, corpulenta, y tenía cola de dragón y el lomo cubierto de púas. Kaufman y Austin se miraron, sobrecogidos por compartir aquel mundo con unas bestias cuya sola representación ya producía pavor. ¿Cómo sería encontrárselas en la realidad? Sin embargo, el descubrimiento no les hizo darse la vuelta por donde había venido. Cada uno llevaba su rifle y munición suficiente como para abatir a un ejército de aquellos monstruos, en el caso de que existieran realmente y no fuesen algún tipo de invención alegórica de los junquianos. También llevaban whisky, aquella bebida mágica que les infundiría el valor que les faltaba, o al menos convertiría la posibilidad de morir devorados por una bestia del tamaño de un elefante en una contrariedad fácil de sobrellevar. ¿Qué más necesitaban?
Decidieron, por tanto, continuar con la exploración, partiendo hacia la abertura que mostraba la guerra entre las figuras, por ser la más cercana a las montañas. Fue una travesía fatigosa, animada por repentinas tormentas de arena que los obligaban a montar la tienda y esconderse en su interior si no querían acabar bruñidos como dos candelabros de plata. Pero al menos no tropezaron con ninguna bestia enorme. Cuando alcanzaron el agujero no sabían cuánto tiempo había transcurrido, por supuesto, aunque se hallaban exhaustos. El tamaño y características de la abertura eran similares a las del que habían accedido a aquel territorio penumbroso. Lo único que lo diferenciaba del otro era que no mostraba en su interior un poblado de toscas chozas, sino una ciudad derruida. Apenas quedaba ningún edificio en pie, pero el tipo de construcciones no les resultó ajeno. Permanecieron unos minutos estudiando el paisaje de cascotes desde fuera del agujero, como quien observa un escaparate, por si detectaban alguna señal de vida o cualquier otra cosa reveladora, pero nada parecía alterar la calma que sumía aquella ciudad tan minuciosamente devastada. ¿Qué tipo de guerra era capaz de producir una destrucción tan terrible? Finalmente, tras restituirse el coraje que la espantosa visión les había quebrantado con un par de tragos de whisky, Kaufman y Austin se encasquetaron sus salacots y saltaron con bravura al otro lado del agujero. Enseguida recibieron un olor fuerte y familiar. Con una estúpida sonrisa de emoción, comprendieron que no se trataba del aroma de nada concreto, sino simplemente del olor de su mundo, que sin darse cuenta habían dejado de percibir durante su estancia en la llanura rosada.
Apuntando a su alrededor con los rifles, avanzaron cautelosamente por aquellas calles obstruidas de barricadas de escombros, sobrecogidos por aquel espectáculo de devastación, hasta que algo les obligó a detenerse. Atónitos, Kaufman y Austin contemplaron el nuevo obstáculo que les cerraba el paso, que no era otro que el campanario del Big Ben. Como la cabeza cortada de un pescado, el campanario yacía medio desbaratado en mitad de la calle, la enorme esfera del reloj semejando un ojo que los miraba con resignada tristeza. Aquel descubrimiento les movió a pasear una mirada estremecida alrededor, a contemplar con un repentino afecto cada edificio desmoronado, a observar con el corazón anegado de nostalgia el descabalado horizonte de cascotes, de donde escapaban oscuros penachos de humo que emborronaban el cielo de aquel Londres arrasado. Ninguno pudo reprimir las lágrimas. Y habrían seguido allí plantados por el resto de sus días, llorando ante el cadáver de su amada ciudad, de no ser porque un extraño bullicio les llegó desde alguna parte. Se trataba de un martilleo producido por algo metálico.
Con los rifles de nuevo prestos, siguieron el estrépito hasta que llegaron a un montículo de escombros. Lo subieron sin hacer ruido, medio agazapados. Desde aquel palco improvisado, pudieron contemplar sin ser vistos a los causantes de aquel fragor metálico. Eran unos extraños seres de hierro, vagamente humanos, que se movían gracias a lo que parecía un pequeño motor de vapor adosado a sus espaldas, a juzgar por el humo que exhalaban de tanto en tanto por las junturas. El sonido de campana enloquecida que les había llamado la atención lo producían sus pesados pies de hierro cada vez que chocaban contra alguno de los muchos restos metálicos que sembraban el suelo. Al principio, los atónitos exploradores no supieron qué eran aquellas cosas, hasta que Austin tomó de entre los escombros algo que parecía una hoja de periódico. La desplegó con dedos temblorosos. En ella aparecía una fotografía de los seres que tenían justo abajo. El titular hablaba sobre el imparable avance del ejército de autómatas, y acababa pidiendo a los lectores que no perdieran la fe en el bando humano, liderado por el bravo capitán Derek Shackleton. Pero lo que más les sorprendió fue la fecha del periódico. El ejemplar al que pertenecía aquella hoja descarriada había sido impreso el 3 de abril del año 2000. Kaufman y Austin sacudieron sus cabezas al unísono, muy lentamente y de izquierda a derecha, pero apenas tuvieron tiempo de expresar su desconcierto de un modo más sofisticado porque un trozo de viga se desprendió del montículo y cayó a plomo sobre la calle, provocando un fuerte estrépito que alertó a los autómatas. Tras intercambiar una mirada de pavor, Kaufman y Austin pusieron pies en polvorosa. Corrieron tanto como pudieron, sin mirar atrás, en dirección al agujero por el que habían entrado. Lograron atravesarlo sin problemas, pero no por ello dejaron de correr. Se detuvieron únicamente cuando sus piernas se mostraron incapaces de sostenerlos. Montaron la tienda y se escondieron dentro, intentando calmarse y digerir lo que habían visto, con la inestimable ayuda del whisky, por supuesto. Estaba claro que había llegado el momento de volver al poblado e informar a Londres de todo lo sucedido, confiando en que Gilliam Murray lograra explicarles lo que habían visto.
Sus vicisitudes, sin embargo, no acabaron ahí. De regreso al poblado fueron atacados por una bestia enorme con el lomo erizado de púas, de cuya posible existencia se habían olvidado. Se las vieron y desearon para eliminarla. Gastaron casi toda la munición de sus rifles intentando ahuyentarla, porque las balas rebotaban una y otra vez contra la coraza de púas, sin causarle el menor daño. Finalmente, decidieron dispararle a los ojos, el único punto débil que encontraron, y aquello terminó por espantarla. Tras deshacerse de la bestia, Kaufman y Austin llegaron al agujero de vuelta sin más incidentes, y escribieron enseguida a Londres contando todo cuanto habían descubierto.
Al recibir sus noticias, Gilliam Murray zarpó inmediatamente para África. Se reunió con ellos en el poblado de los junquianos y, con la misma estupefacción con que Tomás introdujo los dedos en la herida de lanza de Cristo resucitado, caminó por el Londres devastado del año 2000. Permaneció varios meses con los junquianos, aunque en realidad no podría decir con exactitud cuánto tiempo fue, ya que pasó largas temporadas estudiando la planicie rosada y comprobando la veracidad de todo cuanto sus exploradores le habían contado. Tal y como le habían adelantado en sus telegramas, en aquel mundo sombrío los relojes dejaban de funcionar, no eran necesarias las navajas de afeitar, y en general no había ninguna señal que delatara el paso del tiempo, por lo que concluyó que, por increíble que le resultara, los momentos pasados allí dentro eran algo así como altos en su existencia, descansos que podían dilatar su inexorable travesía hacia la muerte. Comprobó que aquello no era ningún desvarío de su cabeza cuando, al volver al poblado, el cachorrillo de perro que había llevado consigo corrió a reunirse con sus hermanos, miembros todos ellos de la misma camada, y se tropezó con un grupo de perros adultos. Gilliam no había tenido que afeitarse ni una sola vez mientras estudiaba la llanura, pero Eterno, el cachorrito, encarnaba de un modo mucho más espectacular la ausencia de tiempo que aquejaba a aquel mundo. También dedujo que los agujeros no conducían a otros universos, como al principio había creído, sino a épocas distintas de un mismo mundo, que no era otro que el suyo. La llanura rosada estaba fuera de la corriente temporal, fuera del tiempo, del escenario donde acontecía la vida del hombre, de las plantas y del resto de los animales. Y los seres que habitaban la planicie, aquellas criaturas a las que Tremanquai había bautizado con el nombre de junquianos, conocían el modo de irrumpir en la corriente temporal abriendo agujeros a lo largo de ella, unas aberturas de las que el hombre podía servirse para viajar en el tiempo, para cruzar de una época a otra. Al ser consciente de ello, a Gilliam lo inundó la excitación y el miedo. Había hecho el descubrimiento más importante de la humanidad: había descubierto lo que había debajo del mundo, lo que había detrás de la realidad. Había descubierto la cuarta dimensión.
Cómo era la vida, se dijo. Había empezado buscando las fuentes del Nilo y había acabado encontrando un pasadizo secreto al año 2000. Pero los mayores descubrimientos sucedían así. ¿Acaso el Beagle no había partido movido por espurios intereses económicos y estratégicos? Sus descubrimientos habrían sido bastante más modestos si a bordo no hubiese viajado un joven naturalista lo suficientemente sensible como para que las diferencias entre los picos de los pinzones no le pasaran por alto. La historia de la selección natural, sin embargo, iba a revolucionar el mundo. De un modo igual de azaroso, él había descubierto la cuarta dimensión.
Pero, ¿de qué servía descubrir algo si no se podía compartir con el mundo? Gilliam quería llevar a la gente de la metrópoli al año 2000, para que pudiesen ver con sus propios ojos lo que les tenía deparado el futuro. La cuestión era cómo: no podía fletar barcos cargados de londinenses a un poblado indígena perdido en el corazón del África, donde en aquel momento habitaban los junquianos. La única manera era llevarse el agujero a Londres. ¿Podía hacerse? No lo sabía, pero nada perdía por intentarlo. Dejó a Kaufman y Austin custodiando a los junquianos y regresó a Londres, donde mandó construir una caja de hierro forjado del tamaño de una habitación, y con ella y más de mil litros de whisky volvió al poblado con el propósito de hacer el trueque que cambiaría la idea del mundo tal y como se conocía. Borrachos como cubas, los junquianos le concedieron el capricho de entonar sus cantos mágicos en el interior de la siniestra caja. Una vez el agujero germinó en su vientre, los obligaron a salir y cerraron sus pesados portones. Esperaron hasta que el whisky tumbó al último junquiano que quedaba en pie, y luego emprendieron el regreso. La travesía fue trabajosa, y hasta que no lograron embarcar la inmensa caja en Zanzíbar, Gilliam no respiró tranquilo. En el viaje en barco hacia la metrópoli apenas durmió. Pasó casi toda la travesía en cubierta, mirando con afecto la tenebrosa caja que tanto desconcertaba al resto de pasajeros, preguntándose si después de todo no estaría vacía. ¿Podía robarse el agujero?
La impaciencia por responder a esa pregunta le roía por dentro, convirtiendo el regreso en una travesía infinita. Cuando al fin arribaron al puerto de Liverpool no se lo creía. Abrió la caja nada más llegar a sus oficinas, en el mayor de los secretos. ¡Y el agujero seguía allí! ¡Lo habían robado con éxito! El siguiente paso fue mostrárselo a su padre.
—¿Qué diablos es esto? —exclamó Sebastian Murray, al ver el agujero crepitando dentro de la caja.
—Es lo que volvió loco a Oliver Tremanquai, padre —respondió Gilliam, evocando al explorador con cariño—. Así que ten cuidado.
Su padre palideció. Aún así, traspasó el agujero y viajó con él al futuro, a aquel Londres devastado entre cuyas ruinas los humanos se escondían como ratas. Una vez se repuso de la sorpresa ambos convinieron en que había que dar a conocer aquel hallazgo al mundo, y que no había mejor modo de hacerlo que convertir el agujero en un negocio: llevar a la gente a contemplar el año 2000 les proporcionaría el dinero necesario para financiar tanto los propios viajes como la exploración de la cuarta dimensión. Lo primero que hicieron fue trazar una ruta segura al agujero que conducía al futuro, despejarla de peligros, colocar puntos de vigilancia y allanar el camino para que pudiese recorrerlo sin problemas un tranvía de treinta plazas. Lamentablemente su padre no vivió lo suficiente para ver abrir las puertas a la empresa de Viajes Temporales Murray, pero a Gilliam le consolaba pensar que al menos había conocido el futuro que se hallaba más allá de su propia muerte.
IX
Una vez terminó de relatar su historia, el empresario guardó silencio y contempló con interés a sus dos invitados. Andrew supuso que aguardaba algún tipo de reacción por su parte, pero no sabía qué decir. Estaba confundido. Le costaba creer que todo cuanto había contado su anfitrión fuese otra cosa que el argumento de una novela de aventuras. Aquella llanura rosada le parecía tan real como Liliput, la isla del Pacífico Sur donde había naufragado Lemuel Gulliver, habitada por personas diminutas, de seis pulgadas de alto. Aunque por la encandilada sonrisa que adornaba el rostro de Charles dedujo que su primo sí creía en ello. Después de todo, él había viajado al año 2000, ¿qué importaba que hubiese sido cruzando en tranvía una llanura rosada donde no transcurría el tiempo?
—Y ahora, caballeros, si tienen la amabilidad de acompañarme, les enseñaré algo que solo muestro a las personas en quien confío —anunció Gilliam, reemprendiendo aquella suerte de visita guiada por su vasto despacho.
Con Eterno orbitando a su alrededor, se dirigieron a otra de las paredes, donde les esperaba una pequeña colección de fotografías y algo que probablemente fuese otro mapa, aunque este se encontraba oculto tras una cortinita de seda roja. Andrew comprobó con sorpresa que las fotografías habían sido tomadas en la cuarta dimensión, aunque bien podrían haberlas hecho en cualquier desierto, ya que ninguna cámara podía atrapar los colores del mundo, ni de este ni de ningún otro, según parecía. Había que usar la imaginación, por tanto, para otorgarle a aquella arena blancuzca el rango de rosada. La mayoría de las fotografías inventariaban momentos prosaicos de la expedición: Gilliam y los presuntos Kaufman y Austin montando las tiendas, bebiendo café en un descanso, encendiendo una fogata, posando ante las fantasmales montañas, que costaba intuir tras la espesa niebla. Todo demasiado normal. Solo una de las fotografías generó en Andrew el efecto de que realmente estaba contemplando un mundo desconocido. En ella aparecían Kaufman y Austin —panzudo y fornido el primero, y flaco como una estaca el segundo—, sonriendo exageradamente con los sombreros ladeados, los rifles enarbolados, y una bota apoyada en la enorme cabeza de un dragón de cuento, que yacía abatido sobre la arena como un trofeo de caza. Estaba a punto de inclinarse sobre la fotografía para contemplar mejor aquel bulto indefinido, cuando lo sobresaltó un desagradable chirrido. A su lado, Gilliam estaba tirando del cordón dorado que descorría el telón de seda, desvelando lo que se ocultaba debajo.
—Caballeros, puedo asegurarles que no encontrarán ningún mapa igual a este en toda Inglaterra —anunció, henchido de orgullo—. Se trata de una reproducción exacta del dibujo hallado en la cueva junquiana, ampliado por nuestras exploraciones posteriores, naturalmente.
Más que un mapa, lo que desveló aquella cortinita de guiñol parecía el dibujo de un niño imaginativo. Predominaba, por supuesto, el color rosa, que representaba la planicie. En su centro se enclavaban las montañas, pero la tenebrosa cordillera no era el único accidente geográfico descrito en el mapa. En la esquina derecha del dibujo, por ejemplo, se apreciaba el tembloroso trazo de un río, y cerca de él una mancha verde claro que tal vez simbolizara un bosque o un prado. Andrew no pudo evitar que aquellos símbolos, propios de los mapas convencionales que cartografiaban los territorios del mundo que habitaba, le resultaran incongruentes en un dibujo que pretendía representar la cuarta dimensión. Pero si algo destacaba en el mapa eran los puntos dorados que salpicaban la llanura y que, evidentemente, reproducían los agujeros. Dos de ellos, el que conducía al año 2000 y el que ahora poseían los Murray, estaban unidos mediante un sinuoso trazo rojo que representaba la ruta que debía de seguir el tranvía temporal.
—Como ven, hay numerosos agujeros, pero aún desconocemos dónde conducen. ¿Llevará alguno al otoño de 1888? Quizás, quién sabe —dijo Gilliam, mirando significativamente a Andrew—. Kaufman y Austin están tratando de llegar al que se halla cerca de la entrada al año 2000, pero aún no han encontrado un modo de rodear al rebaño de bestias que pastan en el valle que hay justo en medio.
Mientras Andrew y Charles estudiaban el mapa, Gilliam se arrodilló y comenzó a acariciar al perro.
—Ah, la cuarta dimensión. ¿Qué misterios guarda ese territorio? —murmuró, soñador—. Lo único que sé es que ahí dentro, por decirlo de un modo poético, nuestra vela no se consume. Eterno aparenta un año, sí, pero nació hace cuatro. Supongo que esa debería ser su edad, de no ser porque gran parte de esos años, los momentos pasados en la planicie, no parecen contabilizar. Eterno me acompañó mientras hacía mis estudios en África, y desde que llegamos a Londres cada noche duerme a mi lado dentro del agujero. No lo he bautizado así gratuitamente, caballeros, y mientras esté en mi mano, haré todo lo posible para que haga honor a su nombre.
Andrew no pudo evitar sentir un escalofrío cuando cruzó su mirada con el perro.
—¿Qué representa esa construcción? —preguntó Charles, señalando el símbolo de un castillo que se hallaba cerca de las montañas.
—Ah, eso —dijo Gilliam, incómodo—. Es el palacio de su Majestad.
—¿De la Reina? —se sorprendió Charles—. ¿Tiene un palacio en la cuarta dimensión?
—Efectivamente, señor Winslow. Es, por así decirlo, un regalo en agradecimiento por su generosa contribución a nuestras exploraciones —Gilliam meditó unos instantes, sin saber si debía revelarles más información. Finalmente, añadió—: Desde que organizamos un viaje privado para ella y su séquito al año 2000, su Majestad se interesó por las peculiares leyes que rigen la cuarta dimensión y, eh…, nos hizo llegar su deseo de que le gustaría disponer de una residencia en la planicie, en la que poder pasar algunas temporadas cuando sus obligaciones se lo permitiesen, como quien se retira a un balneario. Lleva unos meses visitándolo, por lo que me temo que su reinado será largo… —dijo, sin molestarse en disimular cuánto le enojaba haber tenido que hacer aquella concesión, mientras él probablemente debía de conformarse con pasar sus estancias con Eterno en una miserable tienda de campaña—. Pero a mí eso me da igual. Lo único que quiero es que me dejen en paz. El Imperio piensa conquistar la luna. Adelante, que lo hagan… ¡Pero el futuro es mío!
Cerró la cortinilla y los condujo de nuevo a su mesa. Les invitó a sentarse y ocupó su sillón, al tiempo que Eterno, el perro que sobreviviría a los hombres, si exceptuábamos al propio Gilliam, a la Reina y los afortunados empleados de su palacio intemporal, se tumbaba a sus pies.
—Bien, caballeros, espero haber respondido a su pregunta de por qué solo podemos llevarles al 20 de mayo del año 2000, donde lo único que pueden contemplar es la batalla más decisiva de la raza humana —dijo con ironía tras ocupar su sitio.
Andrew resopló. Aquello no le interesaba lo más mínimo, al menos mientras fuese incapaz de sentir otra cosa que dolor. Estaba donde al principio, al parecer. Tendría que reanudar su suicidio en cuanto Charles se despistara. Alguna vez tendría que dormir.
—¿No existe ningún modo, entonces, de viajar al año 1888? —oyó preguntar a su primo, que no parecía darse por vencido.
—Imagino que no sería ningún problema si dispusiesen de una máquina del tiempo —respondió Gilliam, encogiéndose de hombros.
—Tendremos que confiar en que la ciencia la invente pronto, Andrew —se lamentó Charles, palmeándole la rodilla y levantándose de la butaca.
—Quizás ya haya sido inventada, caballeros —soltó de repente Gilliam.
Charles se volvió hacia él. —¿Qué quiere decir?
—Hum, solo es una sospecha… —respondió el empresario—, pero lo cierto es que, cuando abrimos nuestra empresa, hubo alguien que se opuso a nuestro negocio con una tozudez especial. Insistía en que los viajes temporales entrañaban demasiados riesgos, que era mejor ir despacio. Siempre sospeché que lo decía porque él tenía una máquina del tiempo y quería experimentar con ella antes de darla a conocer al público. O tal vez pensara guardarla solo para él, y ser el único dueño del tiempo.
—¿A quién se refiere? —preguntó Andrew.
Gilliam se reclinó en el asiento, sonriendo con suficiencia.
—Me estoy refiriendo al señor Wells, por supuesto —respondió.
—Pero, ¿qué le ha llevado a pensar eso? —replicó Charles—. Wells solo habla en su libro de viajes al futuro. Ni siquiera se plantea la posibilidad de viajar al pasado.
—Por eso mismo, señor Winslow. Imaginen, caballeros, que construyen una máquina del tiempo, el invento más importante de la humanidad. Dado su increíble poder, deben guardarla en secreto, evitar que caiga en manos inapropiadas que quisieran usarla en su propio beneficio, pero, ¿podrían resistir la tentación de confesarle al mundo su descubrimiento? Una novela podría ser el vehículo perfecto para transmitir su secreto sin que nadie sospechara que es algo más que ficción, ¿no les parece? O, si el móvil de la vanidad no les convence, imaginen que lo que busca no es satisfacer su ego. Imaginen que lo que necesita es algún tipo de ayuda. Tal vez La máquina del tiempo no sea más que un reclamo, una botella lanzada al mar, una llamada de auxilio a alguien que sepa interpretarla. Quién sabe. De todos modos, caballeros, Wells sí contempló la posibilidad de viajar al pasado, y con la intención de cambiarlo, además, que imagino que es la que lo mueve a usted, señor Harrington.