Capítulo Dieciséis 70 страница

Al principio Aliena no pasó mucho tiempo en su alojamiento. Con el niño en brazos recorrió las calles preguntando por Jack. Pronto se dio cuenta de que la ciudad desbordaba en todo momento de gente, por lo que los posaderos ni siquiera podían recordar a los huéspedes de la penúltima semana, así que no valía la pena preguntar por alguien que acaso pasó por allí hacía ya un año. Pese a todo, se detenía en cada uno de los enclaves de las construcciones para preguntar si habían empleado a un joven albañil inglés pelirrojo de nombre Jack. Nadie lo había contratado.

Aliena estaba decepcionada. No había sabido nada de él desde Lessay. Si hubiera seguido adelante con su plan de ir a Compostela, casi con toda certeza hubiera acudido a Tours. Empezó a temer que hubiera cambiado de idea.

Al igual que todo el mundo, fue a la iglesia de San Martín. Y allí vio a un equipo de obreros ocupado en un intensivo trabajo de reparaciones.

Buscó al maestro de obras, un hombre pequeño y de mal genio que empezaba a quedarse calvo, y le preguntó si había trabajado para él un albañil inglés.

—Jamás empleo ingleses —dijo el hombre con brusquedad antes de que Aliena hubiera terminado de hablar—. Los albañiles ingleses no sirven para nada.

—Este es muy bueno —aseguró Aliena—. Y habla bien francés, así que tal vez no te dieras cuenta de que es inglés. Es pelirrojo.

—No, nunca lo he visto —afirmó sin contemplaciones el maestro al tiempo que daba media vuelta.

Aliena regresó a su alojamiento bastante deprimida. No era en modo alguno alentador recibir un trato grosero sin motivo alguno. Aquella noche, sufrió trastornos de vientre y no pegó ojo. Al día siguiente, se encontró demasiado enferma para salir a la calle y pasó todo el día en la taberna, tumbada en la cama. Por la ventana, entraba la peste del río y, de abajo, le llegaban los desagradables olores de vino derramado y aceite de oliva. A la mañana siguiente el bebé se despertó enfermo.

La despertó su llanto. No era la rabieta habitual, vigorosa y exigente, sino un lloriqueo débil y lastimero. Sufría los mismos trastornos de vientre que ella; pero además estaba febril. Tenía cerrados con fuerza sus ojos azules, siempre tan vivos y despiertos y las diminutas manos apretadas. Su carita estaba enrojecida y moteada.

Como nunca había estado enfermo, Aliena no sabía qué hacer.

Le dio el pecho. Por un momento mamó sediento, luego empezó a llorar de nuevo y a continuación volvió a mamar. No pareció que la leche le diera consuelo.

En la taberna, trabajaba una camarera joven y agradable y Aliena le pidió que fuera a la abadía y comprara agua bendita. Pensó también en enviarla en busca de un médico, pero esos siempre querían sangrar a la gente y Aliena no creía que el bebé fuera a mejorar sangrándole.

La sirvienta volvió con su madre, que quemó un manojo de hierbas secas en un recipiente de hierro. Produjeron un humo acre que pareció absorber los malos olores de aquel lugar.

—El niño tendrá sed, dale el pecho siempre que quiera —dijo a Aliena—. Tú misma bebe mucho para que tengas leche abundante. Es cuanto puedes hacer.

—¿Se pondrá bien? —preguntó ansiosa Aliena.

La mujer se mostró comprensiva.

—No lo sé, querida. Es difícil saberlo cuando son tan pequeños. Por lo general sobreviven a este tipo de cosas. Aunque a veces no. ¿Es el primero?

—Sí.

—Bueno, recuerda que siempre puedes tener más.

Es que este es el hijo de Jack, y ya le he perdido a él, se dijo Aliena. Pero guardó para sí sus pensamientos, dio las gracias a la mujer y le pagó las hierbas.

Una vez que se fueron, diluyó el agua bendita con agua corriente, humedeció en ella un paño y refrescó la cabeza del niño.

Pareció empeorar a medida que avanzaba el día. Aliena le daba el pecho cuando lloraba, le cantaba para mantenerle despierto y le refrescaba con el agua bendita cuando dormía. Mamaba continuamente, aunque de manera caprichosa. Por fortuna, Aliena tenía mucha leche, siempre la había tenido; también ella seguía enferma y sólo comía pan duro y vino aguado. A medida que pasaban las horas empezó a aborrecer aquella habitación, con sus paredes desnudas salpicadas de cagadas de moscas, el tosco pavimento de madera, la puerta mal ajustada y el ridículo ventanuco. Había exactamente cuatro muebles. Una desvencijada cama, un taburete de tres patas, un colgador de ropa, y un candelabro de pie con tres brazos, aunque con una sola vela.

Cuando empezó a anochecer, acudió la sirvienta y encendió la vela. Miró al bebé que estaba acostado, agitando brazos y piernas y quejándose lastimero.

—Pobrecito —se compadeció la muchacha—. No entiende por qué se siente tan mal.

Aliena se levantó del taburete y se dirigió a la cama, pero mantuvo encendida la vela para poder ver al bebé. Ambos pasaron toda la noche dormitando inquietos. Ya de amanecida, la respiración del niño se hizo más leve y dejó de llorar y moverse.

Aliena empezó a sollozar en silencio. Había perdido el rastro de Jack, y su hijo iba a morir allí, en una casa llena de gente extraña en una ciudad muy lejos de su hogar; jamás habría otro Jack y nunca volvería a tener otro hijo. Tal vez también debería morir ella. Acaso eso fuera lo mejor.

Al romper el alba, apagó la vela y se sumió en un sueño. Estaba exhausta.

De abajo, llegó un fuerte ruido que la despertó. El sol estaba alto y en la orilla del río, debajo de su ventana, había un estruendoso e intenso ajetreo. El bebé se había quedado prácticamente inmóvil y su carita estaba, al fin, tranquila. Aliena sintió helársele el corazón. Le tocó el pecho. No lo tenía caliente y tampoco frío. Su respiración se hizo entrecortada. De repente el niño lanzó un suspiro profundo y estremecido, y abrió los ojos. Aliena estuvo a punto de desmayarse por el alivio.

Lo cogió en brazos y lo estrechó contra sí. El bebé empezó a gritar con fuerza. Entonces Aliena comprendió que ya estaba bien. La temperatura era normal y no parecía dolerle nada. Le dio de mamar y el niño chupó ávido. En vez de dejarlo, después de unas cuantas chupadas prosiguió incansable, y una vez que terminó con un pecho mamó del otro hasta el fin. Luego, ya satisfecho, se quedó profundamente dormido.

Aliena se dio cuenta de que también sus males habían desaparecido, aunque se encontraba como si la hubieran exprimido. Durmió junto al niño hasta mediodía y entonces le volvió a dar de mamar. Luego, bajó a la taberna y comió queso de cabra con pan tierno y un poco de bacón.

Tal vez fuera el agua bendita de San Martín la que hizo ponerse bien al niño. Aquella tarde volvió junto a la tumba del santo para darle las gracias.

Mientras se encontraba en la gran iglesia abadía, observó a los constructores mientras trabajaban, pensando en Jack quien, después de todo, aún podría ver a su hijo. Aliena se preguntaba si no se habría desviado de su ruta original. Tal vez estuviera trabajando en París esculpiendo piedras para una nueva catedral que se construyese allí. Mientras pensaba en él, se le iluminó la mirada al ver que los constructores estaban instalando un nuevo voladizo. Estaba esculpido con la figura de un hombre que parecía sostener sobre sus espaldas todo el peso del pilar. Emitió un sonido entrecortado. Al punto supo, sin la menor sombra de duda, que aquella figura contorsionada y atormentada la había esculpido Jack ¡De manera que había estado allí!

Con el corazón palpitante, se acercó a los hombres que estaban haciendo el trabajo.

—¡Ese voladizo! —dijo casi sin aliento—. El hombre que lo esculpió era inglés, ¿verdad?

—Así es. Lo hizo Jack Fitzjack —le contestó un viejo trabajador—. En mi vida he visto nada semejante.

—¿Cuándo estuvo aquí? —volvió a preguntar Aliena.

Contuvo el aliento mientras el viejo se rascaba la cabeza canosa a través de una grasienta gorra.

—Por ahora debe de hacer casi un año. Verás, no se quedó mucho tiempo. Al maestro de obras no le gustaba —bajó la voz—. Si quieres saber la verdad, Jack era demasiado bueno. Superaba con mucho al maestro. De manera que tenía que irse.

Se llevó un dedo a un lado de la nariz como quien hace una confidencia.

—¿Dijo a dónde iba? —inquirió Aliena excitada.

El viejo miró al bebé.

—Si el pelo revela algo, este niño es de él.

—Sí, lo es.

—¿Crees que Jack se alegrará de verte?

Aliena comprendió que aquel trabajador pensaba que tal vez Jack estuviera huyendo de ella. Se echó a reír.

—Sí, claro. Estará muy contento de verme.

El hombre se encogió de hombros.

—Dijo que se iba a Compostela, si es que te sirve de algo.

—¡Gracias! —exclamó feliz Aliena y, ante el asombro y la satisfacción del viejo, le besó.

Las rutas de peregrinos que atravesaban Francia convergían en Ostbat, al pie de los Pirineos. Allí, el grupo de unos veinte peregrinos con quienes viajaba Aliena aumentó hasta alrededor de setenta. Era un grupo de pies doloridos pero muy alegre. Algunos eran ciudadanos prósperos, otros tal vez fugitivos de la justicia, había incluso unos cuantos borrachos y varios monjes y clérigos. Los hombres de Dios se encontraban allí impulsados por la devoción; pero la mayoría de los demás parecían dispuestos a pasarlo bien. Se escuchaban diversos idiomas, incluidos el flamenco, una lengua alemana, y otra del sur francés llamada de Oc. Sin embargo, no había falta de comunicación entre ellos y, mientras atravesaban los Pirineos, cantaban juntos, practicaban juegos, relataban historias y, en algunos casos, tenían relaciones amorosas.

Por desgracia, después de Tours, Aliena no volvió a encontrar más gente que recordara a Jack. Y, durante toda la ruta por Francia tampoco vio tantos juglares como había imaginado. Uno de los peregrinos flamencos, un hombre que había hecho antes aquel camino, aseguró que habría bastantes más en la parte española, al otro lado de las montañas.

Y estaba en lo cierto. En Pamplona, Aliena se sintió excitada al encontrar a un juglar que recordaba haber hablado con un joven inglés pelirrojo que iba preguntando acerca de su padre.

Mientras los fatigados peregrinos avanzaban lentos a través del norte de España en dirección a la costa, Aliena encontró a varios juglares más, y la mayoría de ellos recordaban a Jack. Se dio cuenta con excitación creciente de que todos ellos habían dicho que se dirigía a Compostela.

Pero ninguno recordaba haberle visto de regreso.

Lo que quería decir que aún seguía allí. Mientras sentía el cuerpo cada vez más dolorido, su espíritu se sentía, por el contrario, más animado. Durante los últimos días del viaje, apenas podía contener su optimismo. Estaba mediado el invierno pero el tiempo era cálido y soleado. El niño, que ya tenía seis meses, estaba fuerte y contento. Aliena se hallaba segura de encontrar a Jack en Compostela.

Llegaron allí el día de Navidad.

Se encaminaron directamente a la catedral para oír misa. Como era de esperar, la iglesia estaba atestada. Aliena dio vueltas una y otra vez entre los fieles, observando los rostros. Pero Jack no estaba allí.

Claro que no era muy devoto. De hecho jamás acudía a iglesias salvo para trabajar. Cuando encontró alojamiento ya había oscurecido. Se acostó, pero apenas pudo dormir a causa de la excitación, sabiendo que Jack se encontraría probablemente a escasa distancia de ellos y que al día siguiente lo vería, lo besaría y le mostraría al niño.

Se levantó con las primeras luces. El pequeñín acusó su impaciencia y mamó irritado, mordiéndole los pezones con sus encías. Aliena se lavó presurosa para salir de inmediato con él en brazos. Mientras caminaba por las polvorientas calles, esperaba ver a Jack a la vuelta de cada esquina. ¡Pues no iba a quedarse asombrado cuando la viera! ¡Y qué contento se pondría! Sin embargo, al no verlo por las calles empezó a visitar todas las casas de huéspedes. Tan pronto como la gente empezó a trabajar, Aliena acudió a los enclaves de las construcciones y habló con los albañiles. Conocía las palabras cantero y pelirrojo en lengua castellana, y además los habitantes de Compostela estaban familiarizados con los extranjeros, de manera que logró entenderse. Pero no halló rastro de Jack. Empezó a preocuparse. La gente tenía que conocerlo con toda seguridad. No era el tipo de persona que pudiera pasar inadvertida, y debía de haber estado allí durante varios meses. También se mantenía alerta para descubrir su estilo característico de esculpir. No vio nada.

Mediada la mañana, encontró a una tabernera de mediana edad, coloradota, que hablaba francés y recordaba a Jack.

—Un guapo mozo… ¿Es tuyo? De cualquier manera, ninguna de las mozas locales sacó nada en limpio de él. Estuvo aquí a mediados del verano; pero, desafortunadamente, no se quedó mucho tiempo. Y tampoco quiso decir a dónde iba. Me era simpático. Si lo encuentras, dale un abrazo de mi parte.

Aliena regresó a su alojamiento y se tumbó en la cama con los ojos clavados en el techo. El bebé gruñía; pero, por una vez, no le hizo caso. Estaba exhausta, decepcionada y sentía añoranza. No era justo. Había seguido su rastro hasta Compostela, y él se había marchado a alguna otra parte.

Como no había regresado a los Pirineos, y como al este de Compostela sólo había una faja de costa y el océano que llegaba al fin del mundo, Jack debió de haber seguido más hacia el sur. Tendría que ponerse de nuevo en marcha y cabalgar sobre su yegua negra, con el bebé en brazos, hacia el corazón de España.

Se preguntó cuánto habría de alejarse de su casa antes de que su peregrinaje diera fin.

Jack pasó el día de Navidad con su amigo Raschid Alharoun, en Toledo. Raschid era un sarraceno converso que había hecho una fortuna importando especias de Oriente, en especial pimienta. Se conocieron durante una misa de mediodía en la gran catedral, y luego regresaron paseando bajo el tibio sol invernal a través de las angostas calles y el aromático mercado, hacia el barrio opulento.

La casa de Raschid estaba construida con una deslumbrante piedra blanca, alrededor de un patio con una fuente en el centro. Las arcadas en penumbra del patio recordaban a Jack el claustro del priorato de Kingsbridge. En Inglaterra daban protección frente al viento y la lluvia; pero, en España, estaban más bien destinadas a mitigar la fuerza del sol.

Raschid y sus invitados tomaron asiento sobre cojines ante una mesa baja. Las mujeres e hijas servían a los hombres, así como varias muchachas sirvientes cuyo lugar en la casa era un tanto dudoso.

Raschid, como cristiano, sólo podía tener una esposa; aunque Jack sospechaba que había eludido con sigilo la desaprobación de la Iglesia en cuanto a las concubinas.

Las mujeres constituían la principal atracción en la acogedora casa de Raschid. Todas ellas eran hermosas. Su esposa era una mujer escultural, de ademanes graciosos, de suave tez morena, pelo negro luminoso y límpidos ojos castaños, y las hijas eran versiones más esbeltas del mismo tipo.

—Mi Raya es la hija perfecta —dijo Raschid mientras ella daba vuelta a la mesa con un cuenco de agua perfumada para que los invitados se enjuagaran las manos—. Es atenta, obediente y bella. Joseph es un hombre afortunado.

El novio inclinó la cabeza como reconociendo su buena fortuna.

La segunda hija era orgullosa, incluso altanera. Pareció que le molestaban las alabanzas referidas a su hermana. Miró altiva a Jack mientras escanciaba en su copa una extraña bebida contenida en una jarra de cobre.

—¿Qué es? —le preguntó él.

—Licor de menta —repuso ella desdeñosa.

Le molestaba servirle por ser hija de un hombre importante y él un vagabundo pobretón.

Aysha, la hija tercera, era por la que más simpatía sentía Jack. En los tres meses que había estado allí, llegó a conocerla muy bien. Tenía quince o dieciséis años, era menuda y se mostraba rebosante de vida, siempre sonriente. Aunque era tres o cuatro años más joven que él no parecía una adolescente. Tenía una inteligencia viva e inquisitiva. Le hacía preguntas interminables acerca de Inglaterra y su diferente estilo de vida. A menudo se burlaba de la sociedad de Toledo, el esnobismo de los árabes, los dengues de los judíos y el mal gusto de los nuevos ricos cristianos. A veces, hacía reír a Jack a carcajadas.

Aunque era la más joven, parecía la menos inocente de las tres. En ciertas ocasiones, la forma en que miraba a Jack al inclinarse sobre él para poner en la mesa una fuente de sabrosos camarones, parecía revelar una vena inconfundiblemente licenciosa. Aysha encontró su mirada y dijo «licor de menta» imitando a la perfección los modales presumidos de su hermana. Y Jack no pudo contener la risa. Cuando estaba con Aysha, solía olvidar durante horas a Aliena.

Pero, en cuanto se encontraba lejos de aquella casa, Aliena ocupaba sus pensamientos como si sólo el día anterior se hubiera separado de ella. Su recuerdo le resultaba penosamente vívido, a pesar de que no la había visto hacía más de un año. Podía evocar cada una de sus expresiones. Riendo, pensativa, suspicaz, ansiosa, complacida, asombrada y, con más claridad que todas ellas, apasionada. Tampoco había olvidado nada de su cuerpo y todavía podía ver la curva de su seno, sentir la suave piel del interior de su muslo, saborear sus besos y aspirar el aroma de su despertar. Sentía frecuentemente nostalgia de ella.

A fin de calmar ese deseo frustrado, imaginaba a veces qué estaría haciendo Aliena. En su pensamiento, podía verla tirando de las botas de Alfred al final del día, sentada comiendo con él, besándolo, haciendo el amor con él, y dando el pecho a un chiquillo que era la viva imagen de Alfred. Aquellas visiones le torturaban pero no impedían que la añorase.

En aquel día, Navidad, Aliena asaría un cisne y lo revestiría con sus plumas para sacarlo a la mesa. Para beber, tendrían ponche hecho con cerveza, huevos, leche y nuez moscada. La comida que Jack tenía ante sí no podía ser más diferente. Había platos de cordero que le hacían la boca agua, hechos con especias desconocidas, arroz mezclado con nueces y ensaladas aliñadas con zumo de limón y aceite de oliva. Le había costado algo acostumbrarse a los guisos españoles. Jamás servían grandes cuartos de vaca, patas de cerdo ni tampoco pierna de venado, sin los que, en Inglaterra, ninguna fiesta estaba completa. Y tampoco gruesas rebanadas de pan. No tenían los alazanes praderas en las que podían pastar grandes rebaños de ganado, y tampoco los fértiles suelos donde cultivar grandes extensiones de trigales ondulantes. Compensaban las cantidades de carne, relativamente pequeñas, mediante maneras imaginativas de cocinar con todo tipo de especias y, en lugar del omnipresente pan de los ingleses, disfrutaban de una gran variedad de vegetales y frutas.

Jack vivía en Toledo con un pequeño grupo de clérigos ingleses. Formaban parte de una comunidad internacional de eruditos, en la que se encontraban judíos, musulmanes y mudéjares. Los ingleses se ocupaban de traducir obras de matemáticas del árabe al latín, para que así pudieran leerlas los cristianos. Entre ellos existía un ambiente de excitación febril, a medida que descubrían y exploraban el acervo atesorado por la sabiduría árabe. De manera fortuita habían admitido a Jack en calidad de estudiante. Daban acogida en su círculo a todo aquel que comprendiera lo que estaban haciendo y compartiera su entusiasmo. Eran semejantes a campesinos que hubieran estado laborando durante años para obtener una cosecha de una tierra pobre y, de repente, se encontraran en un fecundo valle de aluvión. Jack había abandonado la construcción para estudiar matemáticas. Hasta ese momento, no necesitó trabajar por dinero. Los clérigos le facilitaban cama y toda la comida que quisiera, e incluso le hubieran dado indumentaria y sandalias nuevas si las precisara.

Raschid era uno de sus mecenas. En su calidad de mercader internacional, dominaba varias lenguas y era en extremo cosmopolita en sus actitudes. En su casa hablaba el castellano, la lengua de la España cristiana, en lugar del mozárabe. Su familia también hablaba francés, la lengua de los normandos, que eran mercaderes importantes. A pesar de ser un comerciante, tenía un poderoso intelecto y una curiosidad abierta a todos los campos. Se deleitaba hablando con los eruditos acerca de sus teorías. Había simpatizado de inmediato con Jack, el cual cenaba en su casa varias veces por semana.

—¿Qué nos han enseñado esta semana los filósofos? —le preguntó Raschid tan pronto como empezaron a comer.

—He estado leyendo a Euclides.

Los Elementos de Geometría de Euclides, era uno de los primeros libros traducidos.

—Euclides es un extraño nombre para un árabe —apuntó Ismail, hermano de Raschid.

—Era griego —le explicó Jack—. Vivió antes del nacimiento de Cristo. Los romanos perdieron su trabajo; pero los egipcios lo conservaron, de manera que ha llegado hasta nosotros en árabe.

—¡Y ahora los ingleses lo están traduciendo al latín! —exclamó Raschid—. Resulta divertido.

—¿Pero qué has aprendido? —le preguntó Josef, el prometido de Raya.

Jack vaciló un instante. Resultaba difícil de explicar. Intentó exponerlo de una manera práctica.

—Mi padrastro, el constructor, me enseñó cómo realizar ciertas operaciones geométricas. Cómo dividir una línea en dos partes iguales, cómo trazar un ángulo recto y cómo dibujar un cuadrado dentro de otro, de manera que el más pequeño sea la mitad del área del grande.

—¿Cuál es el objetivo de tales habilidades? —le interrumpió Josef.

Había una nota de desdén en su voz. Consideraba a Jack como un advenedizo y sentía envidia de la atención que Raschid le prestaba.

—Esas operaciones son esenciales para proyectar construcciones —contestó Jack en tono amable, simulando no haberse dado cuenta del tono de Josef—. Echad un vistazo a este patio. El área de las arcadas cubiertas todo alrededor de los bordes es exactamente igual al área abierta en el centro. La mayoría de los patios pequeños están construidos de igual manera, incluidos los claustros de los monasterios. Ello se debe a que esas proporciones son las más placenteras. Si el centro fuera mayor, parecería una plaza de mercado y, de ser más pequeño, da la impresión de un agujero en el tejado. Pero, para obtener la impresión adecuada, el constructor ha de ser capaz de concebir la zona abierta en el centro de tal manera que sea exactamente la mitad de todo el conjunto.

—¡Nunca pensé en ello! —exclamó Raschid con tono triunfal.

Nada le gustaba más que aprender algo nuevo.

—Euclides explica por qué dan resultado esas técnicas —siguió diciendo Jack—. Por ejemplo, las dos partes de la línea dividida son iguales porque forman los lados correspondientes de triángulos congruentes.

—¿Congruentes? —inquirió Raschid.

—Quiere decir exactamente iguales.

—Ah…, comprendo.

Sin embargo, Jack pudo darse cuenta de que nadie más lo entendía.

—Pero tú podías realizar todas esas operaciones antes de leer a Euclides, de manera que no veo que hayas aprendido algo nuevo —alegó Josef.

—Un hombre siempre se perfecciona al lograr comprender algo —protestó Raschid.

—Además, ahora que ya entiendo algunos principios de la geometría, puede que sea capaz de concebir soluciones a nuevos problemas que desconcertaban a mi padrastro —manifestó Jack.

Se sentía más bien defraudado por aquella conversación. Euclides había llegado a él como el cegador destello de una revelación; pero estaba fracasando al tratar de comunicar la emocionante importancia de aquellos nuevos descubrimientos. Así que, en cierto modo, cambió de táctica.

—Lo más interesante de Euclides es el método —dijo—. Toma cinco axiomas, verdades tan evidentes que no necesitan explicación, y todo lo demás lo deduce de ellas recurriendo a la lógica.

—Dame un ejemplo de axioma —pidió Raschid.

—Una línea recta puede prolongarse de manera indefinida.

—No, no puede —intervino Aysha, que estaba dando vuelta a la mesa con un cuenco de higos.

Los invitados sintieron cierto sobresalto al oír que una joven intervenía en la conversación, pero Raschid se echó a reír indulgente.

Aysha era su favorita.

—¿Y por qué no? —le preguntó.

—En un momento dado ha de terminar —respondió ella.

—Pero en tu imaginación puede prolongarse indefinidamente —alegó Jack.

—En mi imaginación, el agua puede correr hacia arriba y los perros hablar latín —respondió con desenfado.

Su madre, que entraba en aquel momento en la habitación, oyó aquella réplica.

—¡Aysha! —exclamó con tono duro— ¡Afuera!

Todos los hombres rieron. Aysha hizo una mueca y salió.

—Quienquiera que se case con ella se las va a ver y a desear —comentó el padre de Josef.

Todos rieron de nuevo y también Jack. Luego, se dio cuenta de que cuantos se hallaban presentes lo miraban, como si la chanza estuviera dirigida a él.

Después de la comida, Raschid mostró su colección de juguetes mecánicos. Tenía un tanque que se podía llenar con una mezcla de agua y vino y que luego salían por separado, un maravilloso reloj movido con agua que marcaba las horas del día con impresionante exactitud, una jarra que se volvía a llenar por sí misma pero que nunca se derramaba, una pequeña estatua en madera de una mujer cuyos ojos estaban hechos con una especie de cristal que absorbía agua con la calma diurna y que luego la vertía con el frescor de la noche, por lo que parecía que estaba llorando.

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