Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 2 страница

Dejó sus angustiosas cavilaciones cuando contempló un carruaje familiar brotando de la niebla y aproximándose en dirección contraria. Se trataba del coche de la familia Winslow, y si su vista no lo engañaba, la figura que distinguió arrebujada en el pescante debía de ser Edward Rush, uno de los cocheros, quien a su vez también pareció reconocerlo a él, a juzgar por el modo en que aminoró la marcha. Harold saludó a su colega con una silenciosa inclinación de cabeza, antes de dirigir sus ojos hacia el ocupante del coche. Durante un instante, él y el joven Charles Winslow se miraron con gravedad. No se dijeron nada, no era necesario.

—Más rápido, Edward —ordenó Charles Winslow a su cochero, dando dos golpecitos de pájaro carpintero en el techo del coche con la empuñadura de su bastón.

Y Harold observó con alivio cómo el carruaje volvía a perderse en la niebla, en dirección a los apartamentos de Miller’s Court. Ya no era necesaria su intervención. Solo esperaba que el joven Winslow llegase a tiempo. Le hubiese gustado quedarse a ver cómo terminaba aquello, pero tenía una orden que cumplir, aunque se le antojase dada por un muerto, así que jaleó los caballos de nuevo y buscó la salida de aquel barrio maldito donde la vida, y siento repetirme pero fue lo que pensó Harold nuevamente, no valía más de tres peniques. Hay que reconocer que es una frase que resume muy acertadamente la idiosincrasia del barrio, y quizás no podamos esperar una apreciación más compleja de un cochero. Pero el cochero Barker, pese a tener una vida digna de ser contada, como lo son todas las vidas, por poco que uno mire con atención, no es un personaje relevante para esta historia. Quizás otros decidan relatarla, y probablemente encuentren material abundante para otorgarle la emoción que requiere toda narración —pienso en el momento en que conoció a Rebecca, su esposa, o en aquel episodio decididamente delirante del hurón y el rastrillo—, pero no es nuestro objetivo en este momento.

Dejemos por tanto a Harold, del que ni siquiera me atrevo a decir si volverá a aparecer en algún recodo de esta historia, porque muchos son los personajes que por ella transitarán y uno no pude quedarse con todas las caras, y volvamos con Andrew, que en este momento cruza el arco de entrada a los apartamentos Miller’s Court y se interna por el embarrado caminito de piedra, intentando localizar el cuartito número trece mientras escarba en el bolsillo de su levita en busca de la llave. Cuando tras unos segundos dando vueltas en la oscuridad encontró la habitación, se detuvo ante su puerta con lo que a cualquiera que pudiese espiarlo desde las ventanas próximas se le antojaría una absurda reverencia. Pero para Andrew aquel cuarto era mucho más que una madriguera miserable en las que se ocultaban quienes no tenían donde caerse muertos. No había vuelto a allí desde la fatídica noche, aunque lo había preservado intacto con su dinero, manteniéndolo tal y como se hallaba en su mente. Cada mes de los últimos ocho años había mandado a uno de sus criados a pagar el alquiler del cuartito, para que nadie pudiese habitarlo, porque si alguna vez decidía volver no quería encontrar otras huellas que no fuesen las de Marie. Los peniques del alquiler representaban una minucia para él, y el señor McCarthy se había mostrado encantado de que un caballero adinerado, y evidentemente pervertido, tuviese el capricho de alquilar indefinidamente aquel agujero porque después de lo que había sucedido entre sus cuatro paredes dudaba mucho que alguien tuviera estómago para atreverse a dormir allí. Andrew comprendía ahora que en el fondo siempre había sabido que volvería, que la ceremonia que iba a llevar a cabo no podría realizarla en ningún otro sitio.

Abrió la puerta y paseó una mirada melancólica por la habitación. Era un cuartito diminuto, apenas más sofisticado que un muladar, de muros desconchados, provisto de una calderilla de muebles tristes entre los que se contaban una cama desvencijada, un espejo ennegrecido, un modesto arcón de madera, una chimenea de paredes tiñosas y un par de sillas que parecían capaces de desarmarse si alguna mosca se posaba sobre ellas. Nuevamente le sorprendió que allí pudiese tener lugar una vida. Pero, ¿acaso no había sido él más feliz allí que entre las lujosas paredes de la mansión Harrington? Si, como había leído en alguna parte, el paraíso estaba ubicado en un sitio diferente para cada hombre, el suyo se encontraba sin duda allí, hasta donde lo había conducido un mapa que no estaba hecho de ríos y valles, sino de besos y caricias.

Y fue justamente una caricia, pero de hielo en la base de la nuca, la que le hizo reparar en que nadie se había molestado en arreglar la ventana rota que se hallaba a la izquierda de la puerta. Para qué. McCarthy parecía pertenecer a esa clase de individuos que se acogen a la máxima de no trabajar más de lo necesario, y en caso de que él le reprochara que no hubiese repuesto el cristal siempre podría excusarse en su deseo de dejarlo todo como estaba, un ruego que había creído extensible a la ventana. Andrew suspiró. No había nada a mano con lo que tapar el agujero, así que decidió matarse con el abrigo y el sombrero puestos. Se sentó en una de las sillas, sacó el bulto del bolsillo y deslió el paño lentamente, como si oficiase una liturgia. El Colt resplandeció al recibir el fulgor lunar que se filtraba trabajosamente por el mugriento ventanuco.

Acarició el arma como si se tratase de un gato ovillado en su regazo, mientras se dejaba embargar de nuevo por la sonrisa de Marie. A Andrew no dejaba de sorprenderle que sus recuerdos continuasen conservando aquella lozanía de rosas frescas de los primeros días. Lo recordaba todo de una manera extraordinariamente vívida, como si entre ellos no mediara un abismo de ocho años, y a veces, aquellos recuerdos incluso se le antojaban más hermosos que los hechos auténticos. ¿Qué rara alquimia hacía parecer esas copias más extraordinarias que el original? La respuesta era obvia: el paso del tiempo, que convertía el borboteo del presente en aquel cuadro terminado e inalterable llamado pasado, un lienzo que el hombre siempre pintaba a ciegas, con unas pinceladas erráticas que solo cobraban sentido cuando se alejaba de él lo suficiente para admirarlo en su conjunto.

II

La primera vez que sus miradas se cruzaron, ella no estaba presente. Andrew se había enamorado de Marie sin necesidad de tenerla delante, y eso le resultaba tan romántico como paradójico. El suceso había ocurrido en la mansión de su tío, en Queen’s Gate, frente al Museo de Historia Natural, un lugar que Andrew consideraba casi su segunda residencia. Su primo y él tenían la misma edad, lo que les había permitido criarse prácticamente juntos, hasta tal punto que las amas de cría a veces llegaban a olvidar cuál de ellos era el hijo de los señores a los que servían. Y, como es fácil de deducir, su próspera condición social les había eximido de penurias y calamidades, mostrándoles únicamente el lado amable de la vida, que enseguida confundieron con una fiesta continua donde todo parecía estar permitido. De intercambiar los juguetes de la infancia pasaron a intercambiar las conquistas de la adolescencia, y de ahí, intrigados por cuánto podía dar de sí aquella impunidad de la que aparentemente gozaban, a planear juntos distintas estrategias con las que delimitar las fronteras de lo admisible. Sus imaginativas salidas de tono y sus travesuras más o menos perversas resultaban tan coordinadas que durante unos años se hizo difícil dejar de verlos como un único ser, debido en parte a la complicidad de gemelos que los uniformaba, pero también a aquel modo altanero de enfrentar la vida e incluso a su parecido físico: ambos eran muchachos esbeltos y vigorosos como alfiles del ajedrez, y poseían ese tipo de belleza delicada propia de los arcángeles de iglesia que los inmunizaba contra las reprimendas, especialmente las femeninas, como quedó demostrado en su paso por Cambridge, en el que establecieron un récord de conquistas que aún hoy no ha podido ser superado por nadie. El hecho de que frecuentaran los mismos sastres y las mismas sombrererías no hacía sino rematar aquella similitud inquietante, una mimesis que parecía ir a durar siempre, hasta que, sin previo aviso, como si Dios hubiese querido subsanar su falta de creatividad, aquella criatura bicéfala y alocada que componían se desgajó bruscamente en dos mitades a cada cual más diferente: Andrew se convirtió en un joven taciturno y circunspecto, mientras que Charles siguió perfeccionando el talante frívolo de su adolescencia. Aunque eso no desbarató la amistad que habían propiciado los lazos de sangre. Aquella repentina disparidad de carácter, más que distanciarlos, acabó complementándolos: la despreocupada desenvoltura de Charles encontraba su contrapunto en la melancolía elegante de su primo, a quien aquella manera caprichosa de disfrutar de la vida ya no parecía satisfacerle. Charles observaba con sorna cómo Andrew se afanaba en extraer a sus días un sentido distinto, cómo andaba de aquí para allá secretamente decepcionado, aguardando una iluminación que no llegaba; y Andrew, a su vez, contemplaba divertido cómo su primo se conducía por el mundo con aquel estridente disfraz de joven superficial, mientras algunos de sus gestos y opiniones traslucían un espíritu tan desencantado como el suyo, pese a que al parecer no entrara en su planes dejar de disfrutar de lo que tenía. No, Charles vivía intensamente, como si le faltaran sentidos para disfrutar del mundo, mientras Andrew podía sentarse durante días en un rincón, a contemplar cómo una rosa se marchitaba en sus manos.

El agosto en el que todo había ocurrido, ambos acababan de cumplir dieciocho años, y aunque ninguno daba muestras de sentar cabeza, sí intuían que aquella vida ociosa no podía prolongarse mucho más, que tarde o temprano sus padres se cansarían de aquel holgazaneo improductivo y les buscarían algún cargo de paja en algunas de las empresas de la familia, aunque por el momento era divertido ver cuánto más podían tirar de la cadena. Charles ya había empezado a visitar las oficinas algunas mañanas para ocuparse de pequeños encargos, pero Andrew prefería esperar a que su aburrimiento rebosara lo suficiente como para que emplearse en los negocios familiares representara un alivio más que una condena. Después de todo, su hermano Anthony ya satisfacía a su padre en ese sentido, por lo que el ilustre William Harrington podía permitirse que su segundo hijo ejerciera de oveja descarriada unos años más, siempre que no se alejase de su vista. Pero Andrew lo había hecho. Se había alejado demasiado. Y ahora pensaba alejarse aún más, hasta desaparecer por completo, abortando cualquier posibilidad de ser rescatado.

Pero no nos dejemos arrastrar por el dramatismo y continuemos con nuestra narración. Andrew había acudido aquella tarde a la mansión de los Winslow para planear junto a su primo Charles una excursión dominical con las encantadoras hermanas Keller. Como de costumbre, las llevarían a The Serpentine, aquel pequeño prado cuajado de flores en Hyde Park, donde solían tener lugar sus emboscadas sentimentales. Pero Charles aún dormía y el mayordomo lo hizo pasar a la biblioteca. A Andrew no le importaba esperar allí a que su primo recobrase la verticalidad, pues se sentía a gusto rodeado de todos aquellos libros, que inundaban la luminosa estancia con un olor denso y particular. Su padre se jactaba de atesorar en su casa una biblioteca respetable, pero en la de su primo no solo había oscuros libros sobre política y otras disciplinas igual de aburridas. Allí podía encontrar obras clásicas y novelas de aventuras, desde Verne a Salgari, pero también, y eso era lo que más divertía a Andrew, podía hallar muestras de una literatura extraña, un tanto pintoresca, que muchos tachaban de frívola. Se trataba de novelas en las que sus autores echaban a volar su imaginación sin ningún prejuicio, por mucho que rozaran el ridículo o cayeran abiertamente en él. Como todo lector sensible, Charles disfrutaba con La Odisea o La Ilíada de Homero, pero cuando realmente gozaba era al sumergirse en las disparatadas páginas de la Batracomiomaquia, la obra en la que el poeta ciego se había parodiado a sí mismo narrando de manera épica una batalla entre ratones y ranas. Andrew recordaba algunos libros de talante semejante que su primo le había prestado, como los Relatos verídicos de Luciano de Samósata, un compendio de viajes fabulosos llevados a cabo en un barco volador, con el que el protagonista arribaba al mismísimo sol e incluso atravesaba el interior de una gigantesca ballena, o El hombre en la luna, de Francis Godwin, la primera novela que narraba un viaje interplanetario, protagonizada por un español llamado Domingo González que viajaba a la luna en una máquina propulsada por una bandada de gansos salvajes. A Andrew aquellos alardes imaginativos se le antojaban poco más que salvas de fogueo, tracas de feria que no dejaban ninguna marca en el aire, pero entendía, o creía entender, por qué apasionaban tanto a su primo. De algún modo, aquella literatura que la mayoría repudiaba era la plomada que equilibraba el alma de Charles, el contrapeso que impedía que acabara inclinándose hacia la gravedad o la melancolía, como le había ocurrido a él, que no había sabido contagiarse de aquel tono burlesco a la hora de mirar el mundo y todo se le antojaba dolorosamente profundo, impregnado de esa absurda solemnidad con la que la fugacidad de la vida investía inevitablemente hasta el acto más nimio.

Aquella tarde, sin embargo, Andrew no tuvo tiempo de tomar ningún libro. Ni siquiera llegó a cruzar la estancia en dirección a la librería porque la muchacha más adorable que había visto nunca lo detuvo en mitad de su recorrido. Se quedó mirándola confundido mientras el tiempo parecía espesarse, dejar momentáneamente de fluir, hasta que al fin se atrevió a aproximarse lentamente al retrato para verlo más de cerca. La mujer estaba tocada con un sombrerito de terciopelo negro y llevaba un pañuelo de flores anudado al cuello. Tal vez no fuese bella, si atendemos a los cánones de belleza universales, tuvo que reconocer el propio Andrew, pues su nariz era excesivamente grande para su cara, tenía los ojos demasiado juntos y su cabello rojizo se antojaba algo estropeado, pero era igualmente cierto que aquella desconocida poseía un encanto tan impreciso como innegable. No supo qué era exactamente lo que lo hechizaba de ella. Quizás fuese el contraste que se producía entre su aspecto frágil y la fuerza que emanaba de su mirada, una mirada que no había encontrado antes en ninguna de sus conquistas, una mirada fiera y resuelta, pero que a su vez tenía un punto de tierna ingenuidad, como si la mujer estuviese obligada cada día a contemplar de frente el lado más perverso del mundo, y aún así, por las noches, a oscuras en su cama, siguiera creyendo que solo era un espejismo inoportuno, una ilusión que pronto se desvanecería dejando paso a una realidad más amable. Era la mirada de alguien que desea algo negándose a asumir que nunca lo tendrá, porque la esperanza es lo único que le queda.

—Una criatura encantadora, ¿no es cierto? —dijo Charles a sus espaldas.

Andrew se sobresaltó. Estaba tan abstraído en el retrato que no lo había oído entrar. Asintió mientras su primo se acercaba al carrito de las bebidas. No habría encontrado un modo más acertado de definir lo que le inspiraba el retrato, aquel deseo de protegerla mezclado con un sentimiento de admiración que solo pudo comparar, no sin cierta vergüenza ante lo inapropiado del símil, con el que le producían los gatos.

—Se lo regalé a mi padre en su cumpleaños —explicó Charles mientras servía un brandy—. Lleva ahí colgado tan solo un par de días.

—¿Quién es? —preguntó Andrew—. Nunca la he visto en las fiestas de Lady Holland o Lord Broughton.

—¿En esas fiestas? —rió Charles—. Empiezo a creer que su autor tiene posibilidades. También te ha engañado a ti.

—¿Qué quieres decir? —preguntó mientras aceptaba la copa que su primo le tendía.

—¿Crees que se lo he regalado a mi padre por sus bondades pictóricas? ¿Acaso te parece una pintura digna de mis ojos, primo? —Charles lo tomó del brazo y lo obligó a aproximarse un par de pasos más hacia el retrato—. Mírala bien. Observa el trazo de los pinceles: no hay el menor talento detrás. Su autor no es más que un discípulo gracioso de Edgar Degas. Donde el parisino es suave, él es estridentemente sombrío.

Andrew no entendía lo suficiente de pintura como para discutir con su primo, y lo único que le interesaba realmente era saber quién era la modelo, así que asintió con fatalidad, dándole a entender que estaba de acuerdo con sus juicios: era preferible que aquel pintor se dedicara a reparar bicicletas. Charles sonrió, divertido ante el modo en que su primo había rehusado entrar en una discusión sobre pintura que le hubiese permitido desplegar su cultura pictórica, y finalmente reveló:

—Se lo regalé por otro motivo, querido primo.

Apuró su copa de un trago largo, y continuó observando el cuadro unos segundos más, meneando complacido la cabeza.

—¿Y cuál es ese motivo, Charles? —preguntó al fin Andrew, impaciente.

—El secreto regocijo que me produce saber que mi padre, que odia al populacho como si fuesen criaturas inferiores, tiene colgado en su biblioteca el retrato de una vulgar prostituta.

Sus palabras aturdieron a Andrew.

—¿Una prostituta? —alcanzó a preguntar.

—Sí, primo —respondió Charles, con una sonrisa de satisfacción ocupándole toda la cara—. Pero no una meretriz de los selectos prostíbulos de Russell Square, ni siquiera de los que asoman al parque de Vincent Street, sino una prostituta inmunda y pestilente de Whitechapel, en cuyo sexo estragado evacuan su miseria los desgraciados del mundo por tres miserables peniques.

Andrew dio un trago de brandy, intentando digerir las palabras de su primo. Su revelación lo había sorprendido, era innegable, como sin duda sorprendería a cualquiera que viese el retrato, pero también le había hecho sentir una absurda decepción. Volvió a clavar sus ojos en el retrato, tratando de comprender las causas de su disgusto. Aquella dulce criatura era una vulgar puta. Ahora comprendía la aleación de fuego y desencanto que le supuraba de los ojos, y que tan bien había sabido captar el autor. Pero Andrew no podía negar que su desilusión obedecía a una razón mucho más egoísta: aquella mujer no pertenecía a su mundo, y eso significaba que jamás podría conocerla.

—Lo compré gracias a Bruce Driscoll —explicó Charles sirviendo dos nuevas copas de brandy—. ¿Te acuerdas de Bruce?

Andrew asintió sin demasiado entusiasmo. Bruce era un amigo de su primo al que el aburrimiento y el dinero habían convertido en coleccionista de arte, un joven petulante y ocioso que no dudaba en abrumarlos con sus conocimientos pictóricos a la menor oportunidad.

—Ya sabes lo mucho que le gusta rebuscar debajo de la alfombra —dijo su primo tendiéndole la nueva copa de brandy—. La última vez que lo vi me habló de un pintor cuya obra había descubierto en uno de sus paseos por mercadillos. Un tal Walter Sickert, el fundador de la Nueva Sociedad Artística Inglesa. Tenía su estudio en Cleveland Street, y se dedicaba a pintar a las prostitutas del East End como si fuesen señoras. Cuando le visité no pude evitar comprarle su último trabajo.

—¿Te habló de ella? —preguntó Andrew, intentando disimular su interés.

—¿De la puta? Solo me dijo su nombre. Creo que se llama Marie Jeannette.

Marie Jeannette, musitó Andrew. El nombre le sentaba tan gracioso como el sombrerito.

—Una puta de Whitechapel… —susurró, todavía sorprendido.

—Una puta de Whitechapel, sí. ¡Y mi padre la tiene expuesta en su biblioteca! —gritó Charles, abriendo teatralmente los brazos en un divertido gesto de triunfo—. ¿No es sencillamente genial?

Tras aquello, Charles le pasó el brazo por el hombro y lo condujo hacia el salón, cambiando de tema. Andrew se esforzó en que no notara su azoramiento, pero no podía dejar de pensar en la muchacha del retrato mientras planeaban la emboscada de las encantadoras hermanas Keller.

Esa noche, en su alcoba, Andrew fue incapaz de conciliar el sueño. ¿Dónde estaría ahora la mujer del cuadro? ¿Qué estaría haciendo? A la cuarta o quinta pregunta empezó a referirse a ella por su nombre, como si realmente la conociera y gozaran de una intimidad que no existía. Pero comprendió que estaba realmente enfermo cuando empezó a sentir absurdos celos de los pedigüeños que por unos peniques podían tener lo que a él, pese a su fortuna, le resultaba inalcanzable. Aunque, ¿era realmente cierto que se encontraba fuera de su alcance? En realidad, dada su condición, podría hacerla suya, al menos de un modo físico, más fácilmente que a ninguna, y por el resto de su vida. El problema era encontrarla. Andrew jamás había estado en Whitechapel, aunque había oído hablar lo suficiente de aquel lugar como para saber que no era un barrio recomendable, y mucho menos para los de su clase. No era aconsejable internarse allí solo, desde luego, pero tampoco podría contar con Charles. Su primo no entendería que prefiriese el sexo desaliñado de aquella puta a la dulce compota que las encantadoras hermanas Keller guardaban bajo sus enaguas, o a los panales de miel de las perfumadas meretrices de Chelsea, donde abrevaban la mitad de los caballeros más decentes del West End. Tal vez lo comprendiera, e incluso decidiera acompañarlo por diversión, si Andrew se lo explicaba como un antojo, pero sabía que lo que sentía era demasiado fuerte para otorgarle el pobre rango de capricho. ¿O tal vez no? Hasta que no la tuviese entre los brazos no sabría lo que quería de ella. ¿Realmente era tan difícil encontrarla?, volvió a preguntarse. Tres noches sin dormir le bastaron para maquinar una estrategia.

Y fue así como, mientras el Crystal Palace, trasladado a Sydenham tras albergar en su enorme vientre de cristal y hierro forjado lo mejor de la industria del Imperio, ofrecía recitales de órgano, ballet infantil, ejércitos de ventrílocuos e incluso la posibilidad de merendar en sus exquisitos jardines, acompañados de un rebaño de dinosaurios, iguanodontes y megaterios reconstruidos a partir de los fósiles aparecidos en Sussex Weald, y el museo de cera de Madame Tussaud averiaba para siempre las noches de sus visitantes con su célebre Cámara de los Horrores donde, junto a la guillotina con la que había sido decapitada María Antonieta, se apretaba la copiosa ralea de lunáticos, degolladores y envenenadores que había salpicado de sangre Inglaterra, Andrew Harrington, ajeno al aire de fiesta que había tomado la ciudad, se disfrazaba con las ropas vulgares y modestas que le había prestado uno de sus sirvientes y se estudiaba en el espejo. Al verse envainado en una gastada chaqueta y unos pantalones medio raídos, con el cabello dorado eclipsado bajo una gorra a cuadros encasquetada hasta los ojos, no pudo más que sonreír divertido. Con aquel aspecto nadie podría considerarlo otra cosa que un pelagatos, quizás un zapatero o un barbero. De aquella guisa pidió a un asombrado Harold que lo llevase a Whitechapel. Antes de partir, le exigió confidencialidad. Nadie debía saber de aquella excursión al peor barrio de Londres, ni su padre, ni la señora, ni su hermano Anthony, ni siquiera su primo Charles. Nadie.

III

Para no llamar la atención, Andrew le hizo el lujoso carruaje en Leadenhall y caminó solo hasta Comercial Street. Luego, tras recorrer despacio un buen trecho de aquella calle maloliente, decidió armarse de valor e internarse en la maraña de callejuelas que configuraban Whitechapel. Le bastaron diez minutos de paseo para que al menos una docena de prostitutas surgiesen de la niebla proponiéndole una incursión al monte de Venus por unos pocos peniques, pero ninguna de ellas era la muchacha del retrato. De haber llevado algas enroscadas al cuerpo, Andrew las hubiese confundido con ajados y sucios mascarones de proa. Las fue rechazando amablemente, sin dejar de caminar, mientras sentía una enorme piedad ante aquellos espantajos encogidos de frío que no tenían un modo mejor de ganarse la vida. Las sonrisas lascivas que intentaban conjurar sus bocas desdentadas producían más repulsión que deseo. ¿Tendría Marie aquel aspecto fuera del cuadro, lejos de los pinceles que la habían transformado en una criatura angelical?

Pronto comprendió que iba a resultarle difícil encontrarla por azar. Quizás tendría más suerte si preguntaba directamente por ella. Una vez comprobada la eficacia de su disfraz, decidió entrar en The Ten Bells, una concurrida taberna que se encontraba en la esquina de Fournier con Comercial Street, justo enfrente de la fantasmal Christ Church, y que, según dedujo espiando por sus ventanales, parecía ser el lugar al que las putas acudían en busca de clientes. Un par de ellas le abordaron nada más alcanzar la barra. Intentando aparentar desenvoltura, Andrew las invitó a una pinta de cerveza negra, rehusó su propuesta lo más gentilmente que pudo, y les informó que estaba buscando a una mujer que respondía al nombre de Marie Jeannette. Una de las putas se marchó inmediatamente, fingiéndose ofendida, tal vez porque no le apetecía malgastar la noche con alguien que no iba a pagarle ningún servicio, pero la otra, la más alta, decidió quedarse y agradecerle la invitación:

—Supongo que te refieres a Marie Kelly. Esa maldita irlandesa es la más solicitada. Probablemente a estas horas de la noche ya se haya trajinado a varios tipos y esté en el Britannia, que es donde descansamos todas cuando ya hemos conseguido el dinero suficiente para una cama y algo más para pagarnos una borrachera rápida con la que olvidar esta vida miserable —dijo con más ironía que disgusto.

—¿Dónde está esa taberna? —inquirió Andrew.

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