Capítulo Dieciséis 21 страница
William sintió que se le encogía el estómago. No podía tragar. Uno de los centinelas le reconoció.
—Hola, Lord William —dijo jovial—. Vuelve a cortejar ¿eh?
—¡Dios mío! —exclamó William con voz débil, al tiempo que hundía una daga en el vientre del centinela, impulsándola por debajo de la caja torácica hasta el corazón.
El hombre emitió un sonido entrecortado, se desplomó y abrió la boca como si fuera a gritar. Un ruido cualquiera podría arruinarlo todo. Dominado por el pánico, sin saber qué hacer, William arrancó la daga y la metió en la boca abierta del hombre, llevando la hoja hasta la garganta para hacerle callar. De la boca fluyó sangre en lugar de un grito. Los ojos del hombre se cerraron. William sacó la daga al tiempo que el hombre caía al suelo. El caballo de William se había apartado, asustado por todos aquellos movimientos. William le cogió por las riendas y luego miró a Walter, que se había ocupado del otro centinela. Walter había acuchillado a su hombre con mayor eficacia, rebanándole la garganta para que muriera en silencio. Tengo que recordar eso, se dijo William, la próxima vez que haya de silenciar a un hombre. Luego pensó: ¡Lo he hecho! ¡He matado a un hombre! Se dio cuenta de que ya no estaba asustado.
Entregó las riendas de su caballo a Walter y subió corriendo la escalera de caracol hasta la torre de la casa de guardia. En el nivel superior había una habitación desde donde girar la rueda para subir el puente levadizo. William descargó su espada sobre la gruesa maroma. Dos golpes bastaron para cortarlo. Tiró por la ventana el cabo suelto que cayó sobre el terraplén y se deslizó suavemente hasta hundirse en el agua sin chapotear apenas. Ahora el puente levadizo no podía levantarse frente a las fuerzas atacantes de padre. Aquel era uno de los detalles que habían madurado durante la noche.
Raymond y Rannulf alcanzaron la casa de guardia en el preciso momento en que William llegaba al pie de la escalera. Su primer trabajo consistía en derribar las inmensas puertas zunchadas de roble que cerraban el arco que iba desde el puente hasta el recinto. Cada uno de ellos empuñó un martillo de madera y un escoplo y empezaron a hacer saltar la argamasa que rodeaba los fuertes goznes de hierro. Los golpes del martillo sobre el escoplo producían un ruido sordo que a William le sonaba terriblemente fuerte.
William arrastró rápidamente los cuerpos de los dos centinelas muertos al interior de la casa de guardia. Al encontrarse todo el mundo en misa existían grandes posibilidades de que no vieran los cuerpos hasta que fuera demasiado tarde.
Cogió las riendas de manos de Walter y ambos salieron de debajo del arco y se dirigieron a través del recinto hacia la cuadra. William forzó sus piernas para que caminaran con un paso normal y sin prisas y miró subrepticiamente a los centinelas en las atalayas. ¿Habría visto alguno de ellos caer la maroma del puente levadizo en el foso? ¿Se estarían preguntando qué sería ese martilleo? Algunos miraban a William y Walter, pero no parecían dispuestos a entrar en acción y el martilleo parecía empezar a desvanecerse en los oídos de William, por lo que resultaría inaudible en lo alto de las torres. William se sintió aliviado. El plan estaba dando resultados.
Llegaron a las cuadras y entraron. Engancharon ligeramente las riendas de sus caballos en una barra de forma que los animales pudieran escapar. Entonces William sacó su pedernal y consiguió una chispa con la que prendió fuego a la paja del suelo. Estaba sucia y húmeda a trechos, pero sin embargo empezó a arder. Encendió otros tres pequeños fuegos y Walter hizo lo mismo. Permanecieron allí un instante observándolos. Los caballos olisquearon el humo y se agitaron nerviosos en las casillas. William permaneció allí un instante más. El fuego estaba en marcha y por lo tanto también el plan. Luego abandonaron las cuadras y se dirigieron al recinto abierto.
En el pórtico, ocultos bajo el arco, Raymond y Rannulf seguían arrancando la argamasa alrededor de los goznes. William y Walter se volvieron hacia la cocina para dar así la impresión de que trataban de comer algo, cosa que sería natural. En el recinto no había nadie, todo el mundo estaba en misa. Al mirar William casualmente hacia las almenas, observó que los centinelas no vigilaban el castillo sino a través de los campos, como habían de hacerlo. Sin embargo William temía que alguien apareciera en cualquier momento de alguno de los edificios e intentara averiguar qué hacían ellos allí, en cuyo caso tendrían que matarle allí, a la vista de todos, y entonces todo habría terminado.
Rodearon la cocina y se dirigieron hacia el puente que conducía al recinto superior. Al pasar por delante de la capilla escucharon los murmullos apagados del oficio divino. El conde Bartholomew se encontraría allí, completamente desprevenido, pensó William satisfecho. No tiene la menor idea de que hay un ejército a una milla de distancia, que cuatro de sus enemigos se encuentran ya dentro de su fortaleza y que sus cuadras están ardiendo. Aliena también estaba en la capilla, rezando arrodillada. Pronto estará de rodillas ante mí, pensó William, y la excitación casi le hizo perder la cabeza.
Llegaron al puente y se dispusieron a atravesarlo. Se habían asegurado de que el primero de los puentes estuviera en condiciones de paso, cortando la maroma del puente levadizo y descomponiendo la puerta de manera que su ejército pudiera entrar. Pero aún así el conde podía huir atravesando el puente para buscar refugio en el recinto superior. La tarea inmediata de William consistía en tratar de evitarlo levantando el puente levadizo de forma tal que el segundo puente quedara interceptado. El conde se encontraría aislado y resultaría vulnerable en el recinto inferior.
Llegaron a la segunda casa de guardia y un centinela salió de la garita.
—Llegáis temprano —dijo.
—Se nos ha convocado para ver al Conde —dijo William.
Se acercó al centinela pero el hombre retrocedió un paso. William no quería que se alejara demasiado, porque si salía de debajo del arco resultaría visible para los centinelas apostados en las almenas del círculo superior.
—El conde está en la capilla —dijo el centinela.
—Tendremos que esperar.
Tenía que matar a aquel guardia rápida y silenciosamente, pero William no sabía cómo acercarse más. Dirigió una mirada rápida a Walter en busca de orientación, pero este se limitaba a esperar paciente, con aspecto imperturbable.
—Hay encendido un fuego en la torre del homenaje —dijo el centinela—. Id a calentaros. —William vaciló y el guardia empezó a mostrarse receloso—. ¿A qué esperáis? —preguntó con un tono algo molesto.
William trató desesperadamente de encontrar algo que decir.
—¿No podemos comer algo? —preguntó finalmente.
—Imposible hasta que termine la misa —dijo el centinela—. Entonces servirán el desayuno en la torre del homenaje.
En aquel momento, William vio que Walter había estado desplazándose de manera imperceptible hacia un lado. Sólo con que el centinela se moviera un poco, Walter podría colocarse detrás de él. William dio unos pasos despreocupados en dirección contraria, dejando atrás al centinela.
—Francamente no puedo decir que me satisfaga la hospitalidad de vuestro conde —dijo al mismo tiempo. El centinela inició un movimiento para volverse—. Hemos recorrido un largo camino…
Entonces Walter atacó.
Se colocó detrás del centinela rodeándole los hombros con los brazos. Con la mano izquierda echó hacia atrás la barbilla del centinela y con el cuchillo en la mano derecha le rebanó la garganta. William suspiró aliviado. Se había hecho en un instante.
Entre los dos, habían matado a tres hombres antes del desayuno. William tuvo una excitante sensación de poder. Nadie se reirá de mí a partir de hoy, se dijo.
Walter arrastró el cuerpo hasta la casa de guardia. Su disposición era la misma que la de la primera, con una escalera de caracol que conducía a la habitación desde donde se hacía subir el puente levadizo. William subió las escaleras seguido de Walter.
William no había hecho un reconocimiento de aquella habitación cuando estuvo el día anterior en el castillo. No se le había ocurrido, pero en cualquier caso hubiera sido difícil alegar un pretexto plausible. Había dado por supuesto que habría una rueda giratoria o al menos un cilindro con una manivela para levantar el puente levadizo. Pero en aquel momento comprobó que no había nada de eso, tan sólo una maroma y un cabestrante. La única manera de alzar el puente levadizo era enrollar la maroma. William y Walter la agarraron y tiraron a la vez, pero el puente ni siquiera emitió un ligero crujido. Era una tarea para diez hombres.
William quedó un momento desconcertado. El otro puente levadizo, el que conducía a la entrada del castillo, tenía una gran rueda. Él y Walter hubieran podido levantarlo. Luego se dio cuenta de que el puente levadizo exterior lo debían levantar cada noche en tanto que el que tenían entre manos, sólo se levantaba en caso de emergencia.
En cualquier caso, nada se ganaría lamentándose. La cuestión era qué hacer a continuación. Si no podía alzar el puente levadizo, al menos podía cerrar las puertas, lo que retrasaría al conde.
Bajó corriendo las escaleras con Walter a la zaga. Al llegar abajo sufrió un sobresalto. Al parecer no todo el mundo asistía a la misa. Vio a una mujer y a un niño salir de la casa de guardia. William se detuvo. Reconoció de inmediato a la mujer. Era la mujer del constructor, la misma que había intentado comprar el día anterior por una libra. Ella también le vio y sus penetrantes ojos color de miel se clavaron en él. William ni siquiera pensó en hacerse pasar por un visitante que estuviera esperando al conde. Sabía que no podía engañarla. Tenía que impedirle que diera la alarma y la mejor forma de lograrlo era matándola, rápida y silenciosamente, como había matado a los centinelas.
Los penetrantes ojos de Ellen leyeron las intenciones en su rostro, cogió a su hijo de la mano y dio media vuelta. William trató de agarrarla pero ella fue más rápida. Corrió hasta el recinto, dirigiéndose hacia la torre del homenaje; William y Walter corrieron tras ella.
Los pies de Ellen parecían alados y ellos vestían la cota de malla y llevaban armas pesadas. Ellen alcanzó las escaleras que conducían al gran salón. Gritaba mientras iba subiendo. William recorrió con la vista las murallas. Los gritos habían alertado al menos a dos de los centinelas. Todo había terminado. William dejó de correr y permaneció jadeante al pie de las escaleras. Walter le imitó. Dos centinelas, luego tres, y seguidamente cuatro bajaban corriendo de las murallas dirigiéndose al recinto. La mujer desapareció en el interior de la torre del homenaje sin soltar al muchacho. Ya no era importante. Una vez alertados los centinelas de nada serviría matarla.
William y Walter sacaron sus espadas y permanecieron en pie uno junto a otro dispuestos a vender caras sus vidas. El sacerdote estaba alzando la Hostia cuando Tom se dio cuenta de que a los caballos les pasaba algo; podía oír continuos relinchos y pateos, algo que se salía de lo normal. Un momento después alguien interrumpió la tranquila letanía en latín.
—¡Huelo a humo! —se oyó decir en voz alta.
También Tom y los demás pudieron olerlo. Tom era más alto que los otros y podía ver a través de las ventanas de la capilla si se ponía de puntillas. Se dirigió a un lado y miró a través de ellas. Las cuadras ardían por los cuatro costados.
—¡Fuego! —gritó y antes de que pudiera decir nada más su voz quedó ahogada por los gritos de los otros. Todos se precipitaron hacia la puerta y el servicio divino quedó olvidado. Tom hizo retroceder a Martha por miedo a que la multitud la aplastara y dijo a Alfred que se quedara con ellos. Se preguntaba dónde estaban Ellen y Jack. Un momento después no quedaba nadie en la capilla, salvo ellos tres y un sacerdote irritado.
Tom sacó a los niños fuera. Algunos estaban soltando a los caballos para que no murieran achicharrados mientras otros sacaban agua del pozo para sofocar las llamas. Tom no veía a Ellen por ninguna parte. Los caballos liberados corrían alrededor del recinto aterrados por el fuego y la gente que corría y gritaba. El estruendo de los cascos era tremendo. Tom escuchó atentamente durante un momento con el ceño fruncido. En realidad era tremendo. No parecían veinte, treinta sino un centenar. De repente le asaltó una terrible aprensión.
—Quédate aquí un momento, Martha —dijo—. Y tú, Alfred, cuida de ella.
Subió corriendo el terraplén hasta la parte superior de las murallas y el panorama le heló la sangre en las venas. Un ejército de unos ochenta a cien jinetes avanzaba a la carga por los campos pardos en dirección al castillo. Era un espectáculo aterrador. Tom podía ver el centelleo metálico de sus cotas de malla y las espadas desenvainadas. Los caballos corrían como rayos y una nube de aliento cálido salía de sus ollares. Los jinetes avanzaban encorvados sobre sus monturas con un propósito firme y espantoso. No había gritos ni chillidos, tan sólo el ensordecedor estruendo de centenares de cascos.
Tom miró hacia atrás, al recinto del castillo. ¿Por qué nadie más podía escuchar la llegada de aquel ejército? Porque el ruido de los cascos quedaba ahogado por los muros del castillo y fundido con el ruido producido por el pánico dentro del recinto. ¿Por qué los centinelas no habían visto nada? Porque todos habían abandonado sus puestos para combatir el fuego. Ese ataque había sido concebido por alguien inteligente. Ahora correspondía a Tom dar la voz de alarma. ¿Y dónde estaba Ellen?
Recorrió con la mirada el recinto mientras los atacantes seguían acercándose. Todo estaba oscurecido por el denso humo blanco de las cuadras incendiadas. No veía a Ellen por ninguna parte.
Descubrió al conde Bartholomew junto al pozo, intentando organizar la conducción del agua al fuego. Tom bajó presuroso al terraplén y atravesó corriendo el recinto hasta llegar al pozo; cogió sin miramientos al Conde por el hombro y le gritó al oído para hacerse oír por encima del estrépito.
—¡Es un ataque!
—¿Qué?
—¡Que nos están atacando!
El conde pensaba en el fuego.
—¿Que nos están atacando? ¿Quién?
—¡Escuchad! —le gritó Tom— ¡Un centenar de caballos!
El conde ladeó la cabeza; Tom vio en el rostro aristocrático y rudo que en su mente se había hecho la luz.
—¡Por la Cruz que tienes razón! —De repente pareció atemorizado— ¿Los has visto?
—Sí.
—¿Quién…? ¡Poco importa quién! ¡Un centenar de caballos!
—Sí.
—¡Peter! ¡Ralph! —El conde se volvió de espaldas a Tom y llamó a sus lugartenientes—. Se trata de una incursión. El fuego ha sido provocado para distraer la atención. ¡Nos están atacando! —Al igual que el conde, al principio se mostraron desconcertados, luego escucharon y finalmente dieron muestras de temor.
El conde gritaba:
—Decid a los hombres que cojan las espadas… ¡Rápido, rápido! —Luego se volvió hacia Tom—. Ven conmigo, cantero, tú eres fuerte, podremos cerrar las puertas. —Atravesó corriendo el recinto seguido de Tom. Si conseguían cerrar las puertas y alzar a tiempo el puente levadizo podrían resistir a un centenar de hombres.
Llegaron a la casa de la guardia. A través del arco podían ver al ejército. Tom se dio cuenta de que ya estaban a menos de una milla y desplegándose. Algunos han estado ya aquí, se dijo. Los caballos más rápidos delante y los rezagados detrás.
—Mira las puertas —vociferó el conde.
Tom miró. Las dos grandes puertas zunchadas de roble estaban en el suelo. Habían arrancado los goznes de la muralla. Pensó que algunos enemigos ya habían estado allí. Sintió el estómago atenazado por el temor.
Volvió a mirar hacia el recinto buscando una vez más a Ellen. No la veía. ¿Qué le habría pasado? En esos momentos podía pasar cualquier cosa. Necesitaba estar con ella y protegerla.
—¡El puente levadizo! —dijo el conde.
Tom comprendió que la mejor forma de proteger a Ellen era manteniendo a raya a los atacantes. El conde subió corriendo la escalera de caracol que conducía al cuarto desde el que se enrollaba la maroma y Tom se obligó a seguirle haciendo un esfuerzo. Si pudieran alzar el puente levadizo, unos cuantos hombres podrían resistir en la casa de guardia. Pero al entrar en el cuarto el mundo se le vino abajo. Habían cortado la maroma y no había manera de levantar el puente.
El conde maldijo con amargura.
—El que haya planeado esto es tan astuto como Lucifer —dijo.
De repente, a Tom se le ocurrió que quienquiera que hubiera arrancado las puertas, cortado la maroma del puente levadizo e iniciado el fuego debía encontrarse todavía dentro del castillo, en alguna parte. Miró temeroso en derredor preguntándose dónde podrían estar los intrusos.
El conde miró por una de las ventanas, prácticamente rendijas.
—¡Santo Dios! ¡Casi están aquí!
Bajó corriendo las escaleras.
Tom le iba pisando los talones. En el pórtico varios caballeros se abrochaban presurosos los cinturones de sus armas y se ponían los cascos. El conde Bartholomew empezó a dar órdenes.
—Vosotros, Ralph y John, enviad algunos caballos sueltos al puente para entorpecer la marcha del enemigo. Richard, Peter, Robin. Coged algunos otros y presentad resistencia aquí.
El pórtico era angosto y unos cuantos hombres podrían contener a los asaltantes, al menos por un rato.
—Tú, cantero, lleva a los servidores y a los niños a través del puente hasta el recinto superior.
Tom se sintió contento de tener una excusa para buscar a Ellen. Primero corrió a la capilla. Alfred y Martha se encontraban donde los dejara momentos antes y parecían asustados.
—Id a la torre del homenaje —les gritó—. Y decid a todas las mujeres y niños con los que os encontréis que vayan allí con vosotros… órdenes del conde. ¡Corred!
Los niños se pusieron en movimiento de inmediato.
Tom miró en derredor suyo. Pronto les seguiría él, estaba decidido a que no le cogieran en el recinto inferior. Pero todavía disponía de algunos momentos para cumplir la orden del conde. Corrió a las cuadras donde la gente seguía arrojando baldes de agua al fuego.
—Olvidaos del fuego. Están atacando el castillo —les gritó—. Llevad a vuestros hijos a la torre del homenaje.
El humo se le metió en los ojos empañando su visión al saltársele las lágrimas. Se frotó los ojos y corrió hacia un pequeño grupo que permanecía allí en pie viendo cómo el fuego devoraba las cuadras.
Les repitió el mensaje y también a un grupo de mozos de cuadra que habían reunido a algunos de los caballos desperdigados. A Ellen no se la veía por ninguna parte.
El humo le hizo toser. Sofocándose, cruzó de nuevo el recinto en dirección al puente que conducía al círculo superior. Allí se detuvo intentando recuperar el aliento y miró hacia atrás. La gente atravesaba en riadas el puente. Casi estaba seguro de que Ellen y Jack se encontraban ya en la torre del homenaje, pero se sentía aterrado ante la idea de que quizás no los hubiera visto. Pudo ver un apretado grupo de caballeros enzarzados en una brutal lucha cuerpo a cuerpo junto a la casa de guardia inferior. Aparte de eso no podía verse otra cosa que humo. De repente, el conde Bartholomew apareció a su lado con su espada ensangrentada y cayéndole las lágrimas debido al humo.
—¡Ponte a salvo! —gritó el conde a Tom.
En aquel preciso momento los atacantes irrumpieron a través del arco de la casa de guardia de abajo, dispersando a los caballeros que la defendían. Tom dio media vuelta y atravesó corriendo el puente.
En la segunda casa de guardia se mantenían quince o veinte hombres del conde, prestos a defender el recinto superior. Abrieron camino para dejar pasar al conde y a Tom. Al cerrar de nuevo filas, Tom oyó cascos golpeando sobre el puente de madera a sus espaldas. Los defensores ya no tenían posibilidad alguna. Tom comprendió que aquella había sido una incursión astutamente planeada y perfectamente ejecutada. Pero su principal preocupación era el miedo por la suerte de Ellen y los niños. Sobre ellos iban a caer un centenar de hombres armados sedientos de sangre. Atravesó corriendo el recinto superior en dirección a la torre del homenaje.
A medio camino de los escalones de madera que conducían al gran salón, miró hacia atrás. Los defensores de la segunda casa de guardia habían sido casi inmediatamente superados por los atacantes a caballo. El conde Bartholomew estaba en los escalones detrás de Tom. Ambos tuvieron el tiempo justo de entrar en la torre y levantar la escalera al interior. Tom subió corriendo el resto de los escalones, irrumpiendo en el salón… para descubrir que los atacantes se habían mostrado todavía más astutos.
La avanzadilla del enemigo que había derribado las puertas, cortado la maroma del puente levadizo y pegado fuego a las cuadras, había llevado a cabo otra acción. Había entrado en la torre del homenaje, tendiendo una emboscada a todo aquel que buscaba refugio en ella.
Ahora se encontraban en pie, a la entrada del gran salón, cuatro hombres de cara feroz vestidos con cota de malla. Por todas partes había cuerpos ensangrentados de los caballeros del conde muertos o heridos que fueron ferozmente atacados al entrar. Y Tom descubrió sobresaltado que el líder de aquella avanzadilla era William Hamleigh.
Tom miraba petrificado por la sorpresa. William tenía los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Tom pensó que William iba a matarle, pero antes de que tuviera tiempo de sentir miedo, uno de los secuaces de William le agarró por el brazo y le hizo entrar, apartándole violentamente a un lado.
De manera que eran los Hamleigh quienes atacaban el castillo del conde Bartholomew, pero ¿por qué?
Todos los servidores y los niños se encontraban formando un grupo aterrado en el extremo más alejado del salón. Así que únicamente iban a matar a los hombres armados. Tom recorrió las caras de los que se encontraban en el salón, sintiendo un inmenso alivio al ver a Alfred, Martha, Ellen y Jack, todos juntos con aspecto aterrado aunque vivos, y al parecer indemnes.
Antes de que pudiera reunirse con ellos se inició una lucha en la entrada. El conde Bartholomew y dos de sus caballeros se lanzaron a la carga, siendo sorprendidos por los caballeros de Hamleigh que los esperaban. Uno de los hombres del conde fue abatido de inmediato, pero el otro protegió al conde empuñando su espada. Varios caballeros de Bartholomew se situaron detrás del conde, y de repente se produjo una tremenda escaramuza cuerpo a cuerpo, utilizando cuchillos y puños porque no había espacio para enarbolar las largas espadas. Por un momento pareció como si los hombres del conde fueran a vencer a los de William. Pero algunos dieron media vuelta y empezaron a defenderse al ser atacados por detrás. Era evidente que el ejército atacante había penetrado en el recinto superior y que en aquellos momentos subían los escalones y atacaban la torre del homenaje.
—¡Deteneos! —vociferó una voz potente.
Los hombres de ambos bandos adoptaron posiciones defensivas y la lucha se detuvo.
—Bartholomew de Shiring, ¿os rendís? —gritó la misma voz.
Tom vio al conde volverse y mirar a través de la puerta. Los caballeros se hicieron a un lado para quedar fuera de su línea de visión.
—Hamleigh —murmuró en tono bajo e incrédulo. Luego, levantando la voz, dijo:
—¿Dejaréis marchar a mi familia y a mis servidores sin hacerles daño?
—Sí.
—¿Lo juráis?
—Lo juro por la Cruz si os rendís.
—Me rindo.
Del exterior llegó un gran vítor.
Tom dio media vuelta. Martha atravesó corriendo el salón hasta llegar junto a él, que la cogió en brazos. Luego abrazó a Ellen.
—Estamos salvados —dijo Ellen con los ojos llenos de lágrimas—. Todos nosotros… nos hemos salvado.
—Sí, estamos a salvo pero de nuevo en la miseria —dijo Tom con amargura.
De súbito, William dejó de dar vítores. Era el hijo de Lord Percy y no era digno de él gritar y vociferar como los hombres de armas. Su rostro adoptó una expresión de satisfacción altiva.
Habían ganado. Llevó adelante el plan no sin algunos contratiempos, pero había dado resultado y el ataque había resultado un gran éxito gracias a su trabajo previo. Había perdido la cuenta de los hombres que había matado y herido, y sin embargo él estaba indemne. Algo le llamó la atención: tenía mucha sangre en la cara para no haber sufrido herida alguna. Se la limpió pero volvió a caerle. Debía ser la suya. Se llevó la mano a la cara y luego a la cabeza. Había perdido algo de pelo y le dolió al tocarse el cuero cabelludo. Le dolía terriblemente. No había llevado casco porque hubiera resultado sospechoso. Empezó a dolerle ahora que ya sabía que estaba herido. No le importó. Una herida era señal de valor.
Su padre subió los escalones y se enfrentó con el conde Bartholomew en el umbral de la puerta. Bartholomew sostenía su espada presentando la empuñadura en actitud de rendición. Percy la cogió y sus hombres volvieron a lanzar vítores.
—¿Por qué habéis hecho esto? —oyó que decía Bartholomew a padre, cuando se hubo apagado el ruido.
—Habéis conspirado contra el rey —contestó padre.
Bartholomew estaba asombrado de que padre supiera eso y en su rostro se reveló el sobresalto. William contuvo el aliento preguntándose si Bartholomew, con la desesperación de la derrota, admitiría la conspiración delante de toda aquella gente. Sin embargo recuperó su compostura y se irguió cuan alto era.