Capítulo Dieciséis 22 страница
—Defenderé mi honor delante del rey, no aquí —dijo.
Padre hizo un ademán de aquiescencia.
—Como queráis. Decid a vuestros hombres que entreguen las armas y que abandonen el castillo.
El conde murmuró una orden a sus caballeros y uno a uno fueron acercándose a padre y dejando caer al suelo sus espadas, delante de él. William disfrutaba viendo todo aquello. Ahí están todos ellos, humillados ante mi padre, se dijo con orgullo.
—Reunid los caballos sueltos y metedlos en la cuadra. Haz que algunos hombres lo recorran todo y desarmen a los muertos y a los heridos —estaba diciendo padre a uno de sus caballeros.
Las armas y los caballos de los vencidos pertenecían naturalmente a los vencedores. Los caballeros de Bartholomew habían de dispersarse a pie y desarmados. Los hombres de Hamleigh vaciarían también los almacenes del castillo. Se cargarían las mercancías en los caballos confiscados y serían conducidos a Hamleigh, la aldea que daba su nombre a la familia. Padre llamó a otro de sus caballeros.
—Reúne a los sirvientes de cocina y que hagan la comida. El resto de ellos que se vayan —le dijo.
Después de la batalla, los hombres estaban hambrientos. Se celebraría una fiesta por la victoria. Comerían y beberían los mejores manjares y vinos del Conde Bartholomew antes de que el ejército victorioso volviera a casa.
Un momento después los caballeros que rodeaban a padre y a Bartholomew se dividieron para dejar paso a madre.
Parecía muy pequeña entre todos aquellos fornidos luchadores, pero cuando se retiró el chal que le cubría la cara, aquellos que no la habían visto antes retrocedían sobresaltados, como siempre hacía la gente ante su rostro desfigurado. Miró a padre.
—Un gran triunfo —dijo con tono satisfecho.
William hubiera querido decir: Y debido a un excelente trabajo previo ¿no crees, madre?
Sin embargo se mordió la lengua. Pero su padre habló por él.
—Ha sido William quien nos ha despejado la entrada.
Madre se volvió hacia él y William esperó ansioso que le felicitara.
—¿De veras? —dijo.
—Sí —afirmó padre—. El muchacho ha hecho un buen trabajo.
Madre hizo un ademán de aquiescencia.
—Tal vez lo haya hecho —dijo.
William se sintió reconfortado por el elogio y sonrió de manera estúpida.
Madre miró al conde Bartholomew.
—El conde debería inclinarse ante mí —dijo.
—No —repuso tajante el conde.
—Traed a la hija —dijo madre.
William miró en derredor. Por un momento se había olvidado de Aliena. Escudriñó entre los sirvientes y los niños, descubriéndola al instante, en pie junto a Matthew, el mayordomo afeminado de la casa.
William se acercó a ella, la agarró del brazo y la llevó junto a su madre. Matthew les siguió.
—Cortadle las orejas —dijo madre.
Aliena lanzó un grito.
William sintió una extraña excitación en los lomos.
El rostro de Bartholomew adquirió un tono ceniciento.
—Prometisteis que no le haríais daño alguno si me rendía —dijo el conde—. Lo jurasteis.
—Y nuestra protección será tan completa como vuestra rendición —aseguró madre.
William se dijo que aquello era muy inteligente. Pese a todo, Bartholomew mantenía una actitud desafiante. William se preguntaba quién sería el elegido para cortar las orejas a Aliena. Tal vez madre le diera a él aquella tarea. La idea le resultaba excitante, en extremo.
—Arrodillaos —dijo madre a Bartholomew.
Bartholomew dobló con lentitud una rodilla e inclinó la cabeza.
William se sintió ligeramente decepcionado.
Madre alzó su voz.
—¡Mirad esto! —gritó a todos los reunidos—. No olvidéis jamás la suerte de un hombre que insulta a los Hamleigh.
Miró desafiante en derredor y el corazón de William latió con fuerza de orgullo.
Madre dio media vuelta y de nuevo ocupó su puesto padre.
—Lleváoslo a su dormitorio. Y vigiladle bien —dijo.
Bartholomew se puso en pie.
—Llévate también a la muchacha —dijo padre a William.
William agarró con fuerza el brazo de Aliena. Le gustaba tocarla. Iba a llevarla arriba, al dormitorio. Y nadie sabía lo que podía ocurrir. Si le dejaban solo con Aliena, podría hacer con ella lo que quisiera. Podría desgarrarle la ropa y contemplar su desnudez, podía…
—Permitid que Matthew Steward venga con nosotros para cuidar de mi hija.
Padre miró a Matthew.
—Parece bastante inofensivo —dijo con una mueca—. Está bien.
William miró la cara de Aliena. Seguía pálida, pero asustada estaba aún más bella. Era excitante verla en situación tan vulnerable.
Ansiaba aplastar su cuerpo perfecto debajo del suyo y ver el miedo en su rostro mientras la obligaba a separar los muslos.
—Todavía quiero casarme contigo —dijo en un impulso acercando la cara a la de ella y en voz queda.
Aliena se apartó de él.
—¿Casarnos? —dijo con desdén en voz alta—. ¡Preferiría morir a casarme contigo, sapo repugnante!
Todos los caballeros sonrieron y algunos de los sirvientes rieron con disimulo. William sintió que le ardía la cara por el bochorno. De repente, madre avanzó un paso y abofeteó a Aliena. Bartholomew hizo un ademán para defender a su hija pero los caballeros le sujetaron.
—Cállate —dijo madre a Aliena—. Ya no eres una dama elegante…, eres la hija de un traidor y pronto estarás en la miseria y muerta de hambre. Ya no eres digna de mi hijo. Apártate de mi vista y no digas una sola palabra más.
Aliena dio media vuelta. William le soltó el brazo y la joven siguió a su padre. Mientras la veía irse, William se dio cuenta de que el sabor dulce de la venganza se le había vuelto amargo en la boca. Jack pensaba que era una verdadera heroína, exactamente como una princesa de un poema. La contemplaba deslumbrado mientras subía las escaleras con la cabeza muy alta. En todo el salón reinó el silencio hasta que ella hubo desaparecido de la vista. Cuando se fue era como si una lámpara se hubiera apagado. Jack se quedó mirando el lugar donde ella había estado.
—¿Quién es el cocinero? —dijo uno de los caballeros acercándose.
El cocinero se sentía demasiado receloso para darse a conocer, pero alguien le señaló.
—Vas a hacer la comida —le dijo el caballero—. Coge a tus ayudantes y vete a la cocina. —El cocinero eligió media docena de personas entre todo aquel gentío. El caballero dijo levantando la voz—: Los demás… desapareced. Iros del castillo. Salid rápidamente y no intentéis llevaros nada que no sea vuestro. Todos tenemos las espadas ensangrentadas y poco importará algo más. ¡En marcha!
Todos atravesaron precipitadamente la puerta. La madre de Jack le tenía cogida la mano y Tom llevaba a Martha de la suya. Alfred les seguía. Todos llevaban sus capas y ninguno tenía propiedades salvo sus ropas y el cuchillo de comer. Con el resto de la gente bajaron los escalones, atravesaron el puente y el recinto inferior así como la casa de guardia, y pasando por encima de las puertas derribadas abandonaron el castillo sin detenerse. Una vez que hubieron salido del puente al campo, por el lado más alejado del foso, la tensión estalló como la cuerda rota de un arco, y todos empezaron a hablar sobre su penosa experiencia con voces excitadas y fuertes. Jack les escuchaba distraído mientras caminaba. Todo el mundo recordaba lo valientes que habían sido. Él no se consideraba valiente… sencillamente había huido.
La única valiente había sido Aliena. Cuando llegó a la torre del homenaje y descubrió que en vez de ser un lugar de refugio era una trampa, se había hecho cargo de los sirvientes y de los niños, diciéndoles que se sentaran y se estuvieran quietos, manteniéndose apartados de los hombres que luchaban, imprecando a los caballeros de los Hamleigh cuando se mostraban rudos con sus prisioneros o levantaban sus espadas contra mujeres y hombres desarmados, comportándose como si fuera absolutamente invulnerable.
Su madre le enredó el pelo.
—¿En qué piensas?
—Me preguntaba qué le ocurrirá a la princesa.
Ellen sabía a qué se refería.
—A Lady Aliena.
—Es como una princesa de un poema viviendo en un castillo. Pero los caballeros no son tan virtuosos como dicen los poemas.
—Eso es verdad —admitió su madre ceñuda.
—¿Qué le pasará?
Ellen sacudió la cabeza.
—En verdad que no lo sé.
—Su madre murió.
—Entonces pasará momentos muy duros.
—Eso pensaba. —Jack hizo una pausa—. Se rio de mí porque no estaba enterado de lo de los padres. Pero de todas maneras me gusta.
Ellen le pasó el brazo por la espalda.
—Siento no haberte hablado de los padres.
Jack le acarició la mano aceptando su disculpa. Siguieron andando en silencio. De vez en cuando una familia abandonaba el camino y se dirigía a campo traviesa a casa de parientes o amigos donde podrían pedir algo de desayuno y pensar en lo que habían de hacer.
La mayor parte de la gente permaneció junta hasta alcanzar la encrucijada. A partir de allí se fue separando, unos fueron hacia el Norte, otros hacia el Sur y algunos siguieron camino recto en dirección al pueblo mercado de Shiring. Ellen se separó de Jack y puso una mano sobre el brazo de Tom, haciéndole detenerse.
—¿Adónde iremos? —le preguntó.
Tom pareció levemente sorprendido ante aquella pregunta; se hubiera esperado que todos les siguieran adonde quiera ir sin hacer preguntas. Jack se había dado cuenta de que su madre provocaba a menudo aquella mirada de sorpresa en Tom. Tal vez la mujer anterior había sido un tipo de persona diferente a ella.
—Vamos al priorato de Kingsbridge —dijo Tom.
—¿Kingsbridge? —Ellen pareció sobresaltada. Jack se preguntó a qué se debería. Tom no se dio cuenta.
—Ayer noche oí decir que había un nuevo prior —siguió diciendo—. Un hombre nuevo suele querer hacer algunas reparaciones o cambios en la iglesia.
—¿Ha muerto el viejo prior?
—Sí.
Por algún motivo aquella noticia tranquilizó a su madre. Jack se dijo que debió haber conocido al viejo prior y no le gustaba. Tom se dio cuenta finalmente del tono preocupado de su voz.
—¿Pasa algo malo con Kingsbridge? —le preguntó.
—He estado allí. Está a más de un día de viaje.
Jack sabía que no era la duración del viaje lo que preocupaba a su madre. Pero no Tom.
—Podemos estar allí mañana hacia el mediodía —dijo.
—Muy bien.
Siguieron caminando.
Algo más tarde, Jack empezó a sentir dolor de vientre. Durante un rato pensó qué sería. En el castillo no le habían hecho daño alguno y Alfred hacía dos días que no le daba puñetazos. Por último se dio cuenta de lo que era.
Volvía a tener hambre.
Capítulo Cuatro
La catedral de Kingsbridge no era una grata visión. Se trataba de una estructura baja, achaparrada y maciza con gruesos muros y minúsculas ventanas. Fue construida mucho antes de la época de Tom, cuando los constructores todavía no habían aprendido la importancia de la proporción. Los de la generación de Tom sabían que un muro recto, bien aplomado, era más fuerte que otro más grueso, y que en los muros podían abrirse cuantas ventanas se quisiera, siempre que el arco de la ventana fuera un semicírculo perfecto.
Desde cierta distancia la iglesia parecía ladeada y al acercarse Tom comprendió por qué. Una de las torres gemelas en el extremo Oeste se había derrumbado. Se sintió encantado. El nuevo prior querría levantarla de nuevo, con toda seguridad. La esperanza le hizo apretar el paso. Haber sido contratado como lo fue en Earlcastle, y ver luego cómo a su nuevo patrón le derrotaban durante una batalla y era además capturado, había sido verdaderamente descorazonador. Tenía la sensación de que no soportaría otra decepción como aquella.
Miró a Ellen. Temía que cualquier día llegara a la conclusión de que él no encontraría trabajo antes de que todos se murieran de hambre, que le dejaría. Ellen le sonrió y luego frunció de nuevo el ceño al mirar la amenazadora mole de la catedral. Tom había notado que ella se encontraba incómoda entre monjes y sacerdotes. Se preguntó si no se sentiría culpable de que ellos dos no estuvieran realmente casados a los ojos de la Iglesia.
El recinto del priorato bullía de actividad. Tom había visto monasterios somnolientos y monasterios activos. Pero Kingsbridge era excepcional; parecía como si hubiesen empezado la limpieza de primavera tres meses antes. Fuera de la cuadra, dos monjes se ocupaban de almohazar caballos y un tercero limpiaba guarniciones, mientras que unos novicios limpiaban los pesebres. Otros monjes estaban barriendo la casa de los invitados que estaba contigua a la caballeriza, y fuera esperaba una carreta llena de paja dispuesta para ser extendida sobre el suelo limpio.
Pero nadie trabajaba en la torre derruida. Tom estudió el montón de piedras que era cuanto quedaba de ella. El derrumbamiento debió de producirse algunos años atrás porque los bordes rotos de las piedras habían sido desgastados por la lluvia y las heladas. La argamasa desmenuzada había sido arrastrada por el agua y el montón de mampostería se había hundido una o dos pulgadas en la tierra blanda.
Era asombroso que la hubieran dejado sin reparar durante tanto tiempo ya que se suponía que las iglesias catedrales eran prestigiosas. El viejo prior debía ser un perezoso o un incompetente. Tal vez ambas cosas. Probablemente Tom habría llegado en el preciso momento en que los monjes estaban planeando reconstruirla. Ya era hora de que le visitara la suerte.
—Nadie me reconoce —dijo Ellen.
—¿Cuándo estuviste aquí? —le preguntó Tom.
—Hace trece años.
—No es de extrañar que te hayan olvidado.
Al pasar por la fachada oeste de la iglesia, Tom abrió una de las grandes puertas de madera y miró al interior. La nave estaba oscura y lóbrega con gruesas columnas y un vetusto techo de madera. Pero varios monjes estaban enjalbegando las paredes con unas brochas de mango largo y otros barrían el suelo de tierra batida. Sin duda el nuevo prior tenía el propósito de poner en condiciones toda la iglesia. Era un signo esperanzador. Tom cerró la puerta.
Más allá de la iglesia, en el patio de la cocina, un grupo de novicios se encontraban de pie alrededor de una artesa con agua sucia, rascando el hollín y la grasa acumulada en las ollas y utensilios de cocina con piedras rasposas. Tenían los nudillos enrojecidos y ásperos por la continua inmersión en el agua helada. Al ver a Ellen, soltaron risitas y apartaron la vista.
Tom preguntó a un novicio vergonzoso dónde podría encontrar al intendente. Hubiera sido de rigor que preguntara por el sacristán ya que el mantenimiento de la catedral era responsabilidad suya. Pero, como clase, los intendentes eran más asequibles. En cualquier caso al final sería el prior quien tomaría la decisión. El novicio le indicó la planta baja de uno de los edificios que se alzaban alrededor del patio. Tom entró por una puerta que estaba abierta seguido de Ellen y de los niños. Una vez en el interior todos se detuvieron, escudriñando en la penumbra.
Tom se dio cuenta inmediatamente de que ese edificio era más nuevo y estaba construido con mayor fortaleza que la iglesia. Se respiraba un ambiente seco y no había olor a podredumbre. De hecho, la mezcla de aromas de los alimentos almacenados le producían dolorosos calambres en el estómago ya que hacía dos días que no había comido. Al acostumbrársele los ojos a la oscuridad pudo ver que la planta tenía un buen suelo de losas, pilares cortos y gruesos y el techo abovedado en túnel. Un instante después descubrió a un hombre alto y calvo con un mechón de pelo blanco, echando cucharadas de sal de un barril a un tarro.
—¿Sois el intendente? —preguntó Tom, pero el hombre alzó una mano pidiendo silencio, y entonces Tom se dio cuenta de que estaba contando. Todos esperaron en silencio a que terminara.
—Dos veintenas y diecinueve. Tres veintenas —dijo finalmente, y dejó la cuchara.
—Soy Tom, maestro constructor, y me gustaría reparar su torre del Noroeste —dijo Tom.
—Soy Cuthbert, el intendente. Me llaman Whitehead (Cabeza blanca) y me gustaría que se reparara —contestó el hombre—. Pero habremos de preguntárselo al prior Philip. Habrás oído decir que tenemos un nuevo prior.
—Sí. —Tom pensó que Cuthbert era un monje cordial, con mucho mundo y trato fácil. Se sentiría feliz charlando—. Y el nuevo prior parece decidido a mejorar el aspecto del monasterio.
Cuthbert asintió.
—Pero a lo que no está dispuesto es a pagar por ello. Ya te habrás dado cuenta de que los monjes están haciendo todo el trabajo. No contratará ningún trabajador, dice que el priorato tiene ya demasiados servidores.
Aquellas eran malas noticias.
—¿Qué piensan los monjes de ello? —preguntó Tom con tiento.
Cuthbert se echó a reír, arrugando todavía más su ya arrugado rostro.
—Eres un hombre con tacto, Tom Builder. Estás pensando que no ves con frecuencia a los monjes trabajando tan duro. Bueno, el nuevo prior no obliga a nadie. Pero interpreta la regla de san Benito de tal forma que quienes hacen trabajos físicos pueden comer carne roja y beber vino, en tanto que los que se limiten a estudiar y a orar tienen que vivir con pescado en salazón y cerveza floja; también puedo darte una justificación teórica en extremo minuciosa pero el resultado es que tiene un gran número de voluntarios para el trabajo duro, especialmente entre los jóvenes.
Cuthbert no parecía desaprobador, tan sólo confundido.
—Pero los monjes no pueden construir muros de piedra por muy bien que coman.
Mientras hablaba, oyó el llanto de un niño. Aquel sonido le llegó al corazón. Al instante se dio cuenta de la extraña circunstancia de que hubiera un bebé en un monasterio.
—Preguntaremos al prior —estaba diciendo Cuthbert, pero Tom apenas le escuchaba; parecía el llanto de un niño muy pequeño, apenas de una o dos semanas, e iba acercándose. Tom se encontró con la mirada de Ellen, que también parecía sobresaltada. Luego se vio una sombra en la puerta. Tom tenía un nudo en la garganta. Entró un monje con un bebé en los brazos. Tom le miró a la cara. Era su hijo.
Tom tragó saliva. El niño tenía la cara congestionada, los puños apretados y la boca abierta mostrando sus encías desdentadas. Su llanto no era de dolor o enfermedad, tan sólo estaba exigiendo comida, era la protesta saludable y ansiosa de un bebé normal, y a Tom se le quitó un peso de encima, respirando aliviado al ver que su hijo estaba bien. El monje que lo llevaba era un muchacho de aspecto alegre, de unos veinte años, con el pelo alborotado y una amplia sonrisa más bien bobalicona. A diferencia de la mayoría de los monjes, permaneció imperturbable ante la presencia de una mujer. Sonrió a todo el mundo, dirigiéndose luego a Cuthbert.
—Jonathan necesita más leche.
Tom ansiaba coger en los brazos al niño. Intentó mantener el rostro impávido para no revelar sus emociones. Miró de soslayo a los niños. Todo cuanto ellos sabían era que el niño abandonado lo había recogido un sacerdote que iba de viaje. Ni siquiera sabían si lo había llevado consigo al pequeño monasterio del bosque. En aquellos momentos sus rostros sólo revelaban una ligera curiosidad. No habían relacionado a ese bebé con el que ellos habían dejado atrás.
Cuthbert cogió un cazo y una pequeña jarra y la llenó con la leche que había en un balde.
—¿Puedo coger al bebé? —dijo Ellen al monje joven.
Extendió los brazos y el monje le entregó al niño. Tom la envidió. Anhelaba apretar contra su corazón al pequeño y cálido bulto. Ellen acunó al bebé, que quedó callado por un momento.
—Johnny Eightpence es una buena niñera pero no tiene el toque de la mujer —dijo Cuthbert levantando la mirada.
Ellen sonrió al muchacho.
—¿Por qué te llaman Johnny Eightpence?
Cuthbert contestó por él.
—Porque sólo es ocho peniques del chelín —dijo llevándole la mano a la sien para indicar que era bobalicón—. Pero parece comprender mejor las necesidades de las pobres y pequeñas criaturas mejor que nosotros, los listos. Estoy seguro de que todo ello responde a los amplios fines de Dios —dijo expresándose de forma vaga.
Ellen se había ido acercando a Tom y en aquel momento le alargó el niño. Le había leído los pensamientos. Tom la miró con una profunda gratitud y cogió a la pequeña criatura en sus brazos; podía sentir los latidos del corazón del niño a través de la manta en la que estaba envuelto. El material era excelente. Por un instante se preguntó en su fuero interno de dónde habrían sacado los monjes una lana tan suave. Apretó al niño contra su pecho y lo meció. Su técnica no era tan buena como la de Ellen y el niño empezó a llorar de nuevo, pero a Tom no le importó. Aquel grito fuerte e insistente era música celestial para sus oídos porque ello significaba que el niño que él había abandonado gozaba de buena salud y estaba fuerte. Por duro que fuera, tenía la sensación de que había tomado la decisión acertada al dejar al niño en el monasterio.
—¿Dónde duerme? —preguntó Ellen a Johnny.
Esta vez contestó el propio Johnny.
—Tiene una cuna en el dormitorio con todos nosotros.
—Debe despertaros a todos por la noche.
—De todas maneras nos levantamos a medianoche para maitines —dijo Johnny.
—Claro. Olvidaba que los monjes duermen de noche tan poco como las madres.
Cuthbert alargó la jarra de leche a Johnny y este cogió el bebé a Tom con un experimentado movimiento de brazo. Tom no estaba preparado para renunciar al bebé, pero a los ojos de los monjes él no tenía el más mínimo derecho, así que lo dejó ir. Al cabo de un momento, Johnny se fue con el bebé y Tom hubo de dominar su impulso de ir y decir: Espera, detente, es mi hijo, devuélvemelo. Ellen permanecía junto a él y le apretó el brazo con un discreto gesto de afecto.
Tom se dio cuenta de que ahora tenía un motivo más para la esperanza. Si lograba encontrar trabajo allí podría ver siempre a Jonathan, y casi sería como si nunca le hubiera abandonado; parecía demasiado bueno para ser verdad y ni siquiera se atrevía a desearlo. Cuthbert miró perspicaz a Martha y Jack, que habían quedado deslumbrados al ver la jarra de cremosa leche que Johnny se había llevado.
—¿Se tomarían los niños un poco de leche? —preguntó.
—Si, por favor, padre. ¡Claro que se la tomarían! —contestó Tom. Él también se la tomaría.
Cuthbert vertió leche en dos boles de madera y se los dio a Martha y a Jack. Ambos los apuraron rápidamente, dejando unos grandes círculos blancos alrededor de la boca.
—¿Un poco más? —les ofreció Cuthbert.
—Sí, por favor —respondieron al unísono.
Tom miró a Ellen convencido de que debía sentirse como él, profundamente agradecida de ver que los pequeños al final se alimentaban.
—¿De dónde venís? —preguntó Cuthbert como al azar, mientras llenaba de nuevo los boles.
—De Earlcastle, cerca de Shiring —dijo Tom—. Salimos ayer por la mañana.
—¿Habéis comido desde entonces?
—No —repuso Tom lacónico.
Sabía que la pregunta era un gesto amable por parte de Cuthbert, pero le molestaba tener que admitir que había sido incapaz de dar de comer a sus hijos.
—Entonces tomad unas manzanas para matar el gusanillo antes de la cena —dijo Cuthbert, señalando un barril que había cerca de la puerta.
Alfred, Ellen y Tom se acercaron al barril mientras Martha y Jack bebían su segundo bol de leche. Alfred intentó coger cuantas manzanas abarcaba con sus brazos, pero Tom se las quitó de un papirotazo de las manos.
—Coge dos o tres —le advirtió en voz baja. Él cogió tres.
Tom comió con gusto sus manzanas y sintió algo más tranquilo su estómago, pero no pudo evitar preguntarse a qué hora servirían la cena. Y recordó contento que los monjes solían cenar antes de que oscureciera para así ahorrar velas.
Cuthbert miraba fijamente a Ellen.
—¿Te conozco? —dijo finalmente.
—No lo creo —contestó Ellen, que parecía incómoda.
—Me resultas familiar —dijo inseguro.
—He vivido cerca de aquí cuando era pequeña —dijo Ellen.
—Eso será —dijo Cuthbert—. Por eso tengo la sensación de que pareces mayor de lo que debieras.
—Debe de tener una memoria muy buena.
La miró con el entrecejo fruncido.
—No muy buena —dijo—. Estoy seguro de que hay algo más… Poco importa. ¿Por qué dejasteis Earlcastle?
—Ayer con el alba lo atacaron y lo tomaron —repuso Tom—. El conde Bartholomew está acusado de traición.
Cuthbert quedó escandalizado.
—¡Que los santos nos protejan! —exclamó, y de repente pareció una vieja solterona atacada por un macho—. ¡Traición!
Se oyeron unos pasos afuera. Al volverse Tom vio que entraba otro monje.
—Este es nuestro nuevo prior —anunció Cuthbert.
Tom reconoció al prior. Era Philip. El monje que se encontraron de camino al palacio del obispo, el que les había dado aquel delicioso queso. Ahora todo encajaba. El nuevo prior de Kingsbridge era el antiguo prior de la pequeña celda en el bosque y cuando se trasladó a Kingsbridge, había llevado consigo a Jonathan. A Tom le latió el corazón con optimismo. Philip era un hombre bondadoso y parecía que Tom le inspiraba confianza y simpatía. Seguramente le daría un trabajo.