Capítulo Dieciséis 40 страница
—Somos los sobrinos de Simón de Huntleigh —dijo Aliena.
—¿De veras? Bueno, lo encontrareis en la casa grande. Retroceded por este camino unas yardas y luego coged por el sendero a través de los campos.
—Gracias.
La aldea se asentaba en el centro de sus campos arados como un cerdo en un lodazal. Había unas veinte viviendas pequeñas arracimadas alrededor de la casa solariega que no era mucho mayor que la morada de un campesino próspero. Al parecer, la tía Edith y el tío Simón no eran muy ricos. Delante de la casa se encontraba un grupo de hombres con dos caballos. Uno de ellos parecía ser el señor.
Llevaba una casaca escarlata. Aliena le miró con mayor detenimiento. Hacía doce o trece años que no veía a su tío Simón, pero le pareció que era él. Lo recordaba como un hombre grande y ahora parecía más pequeño, pero ello se debería sin duda a que Aliena había crecido. Estaba perdiendo pelo y tenía una papada que ella no recordaba. Entonces le oyó decir: Este animal está muy débil, y en seguida reconoció su voz áspera, ligeramente velada.
Empezó a tranquilizarse. En adelante les alimentarían, les vestirían, les cuidarían y protegerían. Ya no más pan bazo y queso curado, ni dormir en los graneros. Ya no volverían a recorrer los caminos con la mano en la daga. Tendría una cama blanda, un traje nuevo y cenaría carne de vaca. Tío Simón se encontró con su mirada.
—Mirad esto —dijo a sus hombres—. Una hermosa muchacha y un joven soldado han venido a visitarnos. —Luego algo más le llamó la atención, y Aliena supo que se había dado cuenta de que no le eran totalmente extraños—. Os conozco, ¿verdad? —dijo.
—Así es, tío Simón. Nos conoces —dijo Aliena.
Se sobresaltó como si algo le hubiera asustado.
—¡Por todos los santos! Esa voz es la de un fantasma.
Aliena no entendió aquello pero luego él se lo explicó. Se acercó a ella y la escudriñó como si estuviera a punto de examinar los dientes a un caballo.
—Tu madre tenía la misma voz —le dijo—, como miel derramándose de una jarra. Y por Dios que también eres tan bella como ella. —Alargó la mano para tocarle la cara y Aliena se puso rápidamente fuera de su alcance—. Pero, como puedo ver, eres tan estirada como tu condenado padre. Supongo que es él quien os ha enviado aquí, ¿no?
Aliena se encrespó. No le gustaba que se refiriera a su padre como «tu condenado padre». Pero si replicaba, él lo consideraría como una nueva prueba de arrogancia. De manera que se mordió la lengua y contestó sumisa:
—Sí, dijo que tía Edith cuidaría de nosotros.
—Bueno, pues estaba equivocado —dijo tío Simón—. Tía Edith está muerta. Y lo que es más, desde que vuestro padre cayó en desgracia he perdido la mitad de mis tierras con las que se ha quedado ese gordo patán de Percy Hamleigh. Aquí los tiempos son duros. Así que ya podéis dar media vuelta y volveros a Winchester. No podéis quedaros conmigo.
Aliena se sentía acongojada. Parecía muy duro.
—¡Pero somos de tu familia! —exclamó.
Tuvo la decencia de mostrarse algo avergonzado, pese a lo cual su respuesta fue áspera.
—No sois familia mía. Eres la sobrina de mi primera mujer. Pero en vida, Edith nunca vio a su hermana por culpa de ese pomposo asno con el que se casó tu madre.
—Trabajaremos —le suplicó Aliena—. Los dos estamos dispuestos a…
—No gastes saliva —le dijo—. No os quiero aquí.
Aliena estaba escandalizada. No admitía discusiones. Estaba claro que de nada serviría discutir con él o suplicarle. Pero eran tantas las decepciones y reveses que había sufrido de ese tipo que sintió más amargura que tristeza. Hacía una semana que una cosa semejante la hubiera hecho llorar. En aquellos momentos sólo tenía ganas de escupirle.
—Recordaré esto cuando Richard sea el conde de nuevo y recuperemos el castillo.
Su tío se echó a reír.
—¿Crees que viviré tanto tiempo?
Aliena decidió no quedarse allí por un momento más, para que la siguiera humillando.
—Vámonos —dijo a Richard—. Ya nos las arreglaremos solos.
Tío Simón había dado ya media vuelta y se ocupaba del caballo. Los hombres que le acompañaban parecían algo incómodos. Aliena y Richard se alejaron.
Una vez que se encontraron fuera del alcance de sus voces, Richard dijo con tono lastimero:
—¿Qué vamos a hacer ahora, Alie?
—Vamos a demostrar a esas gentes inhumanas que somos mejores que ellos —dijo con tono inexorable. Pero no se sentía valiente, tan sólo llena de odio hacia el tío Simón, el padre Ralph, Odo Jailer, los proscritos, el guardabosque y, sobre todo y ante todo, hacia William Hamleigh.
—Menos mal que tenemos algún dinero —dijo Richard.
En efecto. Pero el dinero no duraría siempre.
—No podemos gastarlo —dijo Aliena mientras caminaban por el sendero que conducía al camino principal—. Si nos lo gastamos todo en comida o cosas así, cuando se haya terminado estaremos de nuevo en la miseria. Tenemos que hacer algo con él.
—No veo por qué. Creo que deberíamos comprar un pony.
Aliena se le quedó mirando. ¿Estaba bromeando? Desde luego, no sonreía. Lo único que pasaba era que no comprendía.
—No tenemos posición, título ni tierras —le razonó con paciencia—. El rey no va a ayudarnos. No nos contratarán como braceros… ya lo intentamos en Winchester y nadie quiso admitirnos. Pero hemos de ganarnos la vida como sea y convertirte en un caballero.
—¡Ah! Comprendo —dijo Richard.
Aliena se daba cuenta de que en realidad no comprendía.
—Necesitamos tener alguna ocupación con la que alimentarnos y que nos dé al menos una oportunidad de obtener el dinero suficiente para comprarte un buen caballo.
—¿Quieres decir que deberé convertirme en aprendiz de artesano?
Aliena sacudió negativamente la cabeza.
—Tienes que convertirte en caballero, no en carpintero. ¿Alguna vez hemos conocido a alguien que lleve una vida independiente sin tener alguna habilidad?
—Sí —dijo de repente Richard—. A Meg, en Winchester.
Tenía razón, era comerciante en lana, aunque nunca hubiera sido aprendiza.
—Pero Meg tiene un puesto en el mercado.
Pasaban cerca del campesino pelirrojo que les había indicado las direcciones. Sus cuatro ovejas ya esquiladas pastaban por el campo y él se encontraba haciendo fardos con los vellones, atándolos con cuerdas hechas con juncos. Levantó la cabeza de su trabajo y les saludó con la mano. Eran las gentes como él las que llevaban su lana a las ciudades y se la vendían a los mercaderes. Pero el mercader había de tener un lugar donde desarrollar su negocio…
O tal vez no.
Aliena empezó a concebir una idea.
De repente dio media vuelta.
—¿A dónde vas? —le preguntó Richard.
Pero Aliena estaba demasiado excitada para contestarle.
—¿Cuánto dijiste que te daban por la lana? —preguntó al campesino apoyándose en la valla.
—Un penique por vellón —contestó él.
—Pero tienes que perder todo un día yendo y viniendo de Gloucester.
—Eso es lo malo.
—Imagínate que te compro la lana. Eso te ahorraría el viaje.
—¡Pero nosotros no necesitamos lana, Alie! —exclamó Richard.
—¡Cálmate, Richard! —No quería explicarle en ese momento su idea. Estaba impaciente por ponerla a prueba con el campesino.
—Sería muy de agradecer —dijo el campesino. Pero parecía dubitativo, como si sospechara alguna artimaña.
—Sin embargo, no puedo ofrecerte un penique por vellón.
—¡Ajá! Ya me supuse que habría algún pero.
—Puedo darte dos peniques por cuatro vellones.
—¡Pero si valen un penique cada uno! —protestó vivamente el campesino.
—En Gloucester. Esto es Huntleigh.
El hombre sacudió la cabeza.
—Prefiero recibir cuatro peniques y perder un día en el campo que tener dos peniques y ganar un día.
—Supón que te ofrezco tres peniques por cuatro vellones.
—Pierdo un penique.
—Y te ahorras un día de viaje.
El hombre parecía desconcertado.
—Hasta ahora nunca había oído nada semejante.
—Es como si yo fuera un carretero y tú me pagaras un penique por llevarte la lana al mercado. —A Aliena su lentitud le parecía exasperante—. La cuestión es si un día extra en los campos compensa o no el pago de un penique.
—Depende de lo que haga durante el día —dijo pensativo.
—¿Qué vamos a hacer nosotros con cuatro vellones, Alie? —preguntó Richard.
—Vendérselos a Meg —repuso ella impaciente—. Por un penique cada uno. De esa manera nos ganamos un penique.
—¡Pero tendremos que hacer todo el camino hasta Winchester por un penique!
—No, tonto. Compramos lana a cincuenta campesinos y nos la llevamos toda a Winchester. ¿No lo comprendes? Podemos ganar cincuenta peniques. Así comeremos y ahorraremos dinero para un buen caballo para ti.
Se volvió hacia el campesino. Había desaparecido su alegre sonrisa y se rascaba su pelirroja cabeza. Aliena sentía haberle desconcertado, pero quería que aceptara su oferta. Si lo hacía sabría que le sería posible cumplir el juramento que hiciera a su padre. Pero los campesinos eran testarudos. Sentía ganas de cogerle por el cuello y sacudirle. En su lugar metió la mano dentro de su capa y hurgó en su bolsa.
Habían cambiado los besantes de oro por peniques de plata en la casa del orfebre, en Winchester. Sacó tres peniques y se los enseñó al campesino.
—¿Los ves? —dijo—. Ahora la decisión es tuya. Cógelos o déjalos.
Aquellas monedas de plata ayudaron al campesino a decidirse.
—Hecho —dijo, y cogió el dinero.
Aquella noche utilizó un fardo de vellones a modo de almohada.
El olor a oveja le recordó la casa de Meg.
Al despertarse aquella mañana descubrió que no estaba encinta; parecía que las cosas iban arreglándose.
Cuatro semanas después de Pascua, Aliena y Richard entraron en Winchester con un viejo caballo tirando de un carro de construcción casera en la que llevaban un gran saco que contenía doscientos cuarenta vellones, el número exacto que constituía un saco estándar de lana.
Y fue entonces cuando descubrieron los impuestos.
Anteriormente siempre habían entrado en la ciudad sin atraer la atención, pero en esa ocasión aprendieron por qué las puertas de la ciudad eran estrechas y estaban vigiladas constantemente por funcionarios de Aduanas. Había que pagar un portazgo de un penique por cada carro cargado de mercancías que entraba en Winchester. Afortunadamente aún les quedaban algunos peniques y pudieron pagar, de lo contrario no les hubieran permitido la entrada.
La mayoría de los vellones les habían costado entre medio y tres cuartos de penique cada uno; habían pagado seis chelines por el viejo caballo y el destartalado carro se lo habían dado por añadidura. Casi todo el resto del dinero se lo habían gastado en comida. Pero esa noche tendrían una libra de plata y un caballo con el carro.
El plan de Aliena era volver a salir y comprar otro saco de vellones, repitiendo la operación una y otra vez hasta que todas las ovejas hubieran sido esquiladas. Para finales de verano quería tener el dinero necesario para comprar un caballo fuerte y un nuevo carro.
Se sentía excitada mientras conducía al viejo rocín por las calles en dirección a casa de Meg. Para cuando terminara el día, habría demostrado que era capaz de cuidar de su hermano y de sí misma sin ayuda de nadie. Le hacía sentirse muy madura e independiente, dueña de su propio destino. No había recibido nada del rey, no necesitaba parientes ni malditas ganas de tener un marido.
Estaba ansiosa por ver a Meg, que había sido su inspiración. Meg era por sí misma inspiración. Meg era una de las pocas personas que habían ayudado a Aliena sin tratar de robarle, violarla o explotarla. Aliena tenía un montón de preguntas para hacerle sobre los negocios en general y el comercio de la lana en particular.
Era día de mercado de manera que necesitó algún tiempo para conducir su carro hasta la calle de Meg a través de la atestada ciudad.
Por fin llegaron a su casa. Aliena entró en el vestíbulo; allí se encontraba en pie una mujer a la que nunca había visto antes.
—¡Ah! —exclamó Aliena deteniéndose en seco.
—¿Qué pasa? —preguntó la mujer.
—Soy amiga de Meg.
—Ya no vive aquí —dijo la mujer con tono tajante.
—¡Caramba! —Aliena pensó que no era necesario que se mostrara tan brusca— ¿A dónde se ha trasladado?
—Se ha ido con su marido que abandonó la ciudad desacreditado —dijo la mujer.
Aliena se sintió decepcionada y asustada. Había contado con Meg para que le facilitara la venta de la lana.
—¡Es una noticia terrible!
—Era un comerciante deshonesto y si yo fuera tú, no iría por ahí alardeando de ser amiga de ella. Y ahora vete.
A Aliena le escandalizó el hecho de que alguien pudiera hablar mal de Meg.
—No me importa lo que su marido pueda haber hecho. Meg era una gran mujer y muy superior a los ladrones y rameras que habitan en esta apestosa ciudad —dijo, saliendo de inmediato de la casa antes de que la mujer pudiera pensar siquiera en una réplica.
Su victoria verbal le produjo tan sólo un consuelo momentáneo.
—Malas noticias —dijo a Richard—. Meg se ha ido de la ciudad.
—¿Es un mercader en lanas la persona que ahora vive ahí? —le preguntó su hermano.
—No se lo pregunté. Estaba demasiado ocupada echándole un rapapolvo —en aquellos momentos se sentía como una estúpida.
—¿Qué vamos a hacer, Alie?
—Tenemos que vender esos vellones —dijo con ansiedad—. Más vale que nos vayamos a la plaza del mercado.
Hicieron retroceder al caballo volviendo por donde habían llegado hasta la Calle principal, luego fueron abriéndose paso entre la muchedumbre hasta el mercado que se encontraba entre la Calle principal y la catedral. Aliena conducía el caballo y Richard caminaba detrás del carro, empujándolo cuando el caballo necesitaba ayuda, que era durante casi todo el tiempo. La plaza del mercado era un hervidero de gente, caminando a duras penas por los angostos pasillos entre los puestos, retrasados constantemente en su avance por carros como los de Aliena. Esta se subió encima de su saco de lana y escudriñó en busca de mercaderes en lana. Sólo pudo distinguir uno. Se bajó y condujo el caballo en aquella dirección.
El hombre estaba haciendo buenos negocios. Tenía acordonado un gran espacio con un cobertizo detrás de él. El cobertizo estaba construido con zarzos, unos marcos ligeros de madera rellenados con un entramado de ramitas y cañas, y era evidente que se trataba de una estructura temporal instalada para los días de mercado. El mercader era un hombre atezado, con el brazo izquierdo terminado en un muñón a la altura del codo. En el muñón llevaba sujeto un peine de lana y siempre que se le ofrecía un vellón metía el brazo en la lana, cardaba una porción con el peine y lo palpaba con la mano derecha antes de dar un precio. Luego utilizaba el peine junto con su mano derecha para contar el número de peniques que había acordado pagar. Para compras grandes pesaba los peniques en una balanza.
Aliena fue abriéndose camino a duras penas entre la multitud y se acercó al hombre. En aquel momento un campesino estaba ofreciendo al mercader tres vellones más bien delgados atados con un cinturón de cuero.
—Algo escasos —dijo el mercader—. Tres cuartos de penique cada uno. —Contó dos peniques. Luego cogió una pequeña hacha y descargó un golpe rápido y experto, partiendo un tercer penique en cuatro partes. Entregó al campesino los dos peniques y uno de los cuartos—. Tres veces tres cuartos de penique hacen dos peniques y un cuarto.
El campesino quitó el cinturón a los vellones y se los entregó.
Los siguientes eran dos hombres jóvenes con un saco entero de lana, lleno hasta los bordes. El mercader lo examinó minuciosamente.
—Se trata de un saco entero, pero la calidad es inferior —les dijo—. Os daré una libra.
Aliena se preguntaba cómo podía estar seguro de que el saco estaba lleno. Tal vez lo había aprendido con la práctica. Le observó mientras pesaba una libra de peniques de plata.
Algunos monjes se acercaban con un gran carro lleno hasta arriba de sacos de lana. Aliena decidió hacer su venta antes que los monjes.
Hizo una señal a Richard y este descargó del carro su saco de lana y lo llevó hasta el mostrador.
El mercader examinó la lana.
—Mezcla de calidades —dijo—. Media libra.
—¿Qué? —exclamó Aliena incrédula.
—Ciento veinte peniques —dijo el hombre.
Aliena estaba horrorizada.
—¡Pero si acabas de pagar una libra por un saco!
—Depende de la calidad.
—¿Has pagado una libra por una calidad inferior?
—Media libra —repitió el hombre con terquedad.
Llegaron los monjes y abarrotaron el puesto, pero Aliena no estaba dispuesta a moverse. Su existencia estaba en juego y temía más a la miseria que al mercader.
—Dígame por qué —insistió—. No hay nada malo en la lana, ¿verdad?
—No.
—Entonces dame lo que pagaste a esos dos hombres.
—No.
—¿Por qué no? —dijo casi chillando.
—Porque nadie paga a una muchacha lo que pagaría a un hombre.
Aliena sintió deseos de estrangularle. Le estaba ofreciendo menos de lo que había pagado ella. De aceptar su precio todo el trabajo hubiera sido para nada. Peor todavía, su plan para proveer a la existencia de su hermano y la suya propia se habría desmoronado, y llegado a su fin el breve periodo de independencia y de valerse por sí sola. ¿Y por qué? ¡Porque aquel estúpido no quería pagar lo mismo a una joven que a un hombre!
El jefe de los monjes la estaba mirando. Le sacaba de quicio que la gente se la quedara mirando.
—¡Dejad de mirarme! —le gritó con brusquedad—, ¡Y acabad vuestro negocio con ese campesino descreído!
—Muy bien —dijo con suavidad el monje. Hizo una seña a sus acompañantes que arrastraron hasta allí un saco.
—Coge los diez chelines, Alie —dijo su hermano—. De lo contrario sólo tendremos un saco de lana.
Aliena miraba furiosa al mercader mientras este examinaba la lana de los monjes.
—Calidad mezclada —dijo. Aliena se preguntaba si aquel hombre diría alguna vez «lana de buena calidad»—. Una libra y doce peniques el saco.
¿Por qué habría tenido que irse Meg precisamente en ese momento?, reflexionaba Aliena con amargura. Todo habría ido bien si se hubiera quedado.
—¿Cuantos sacos tenéis? —preguntó el mercader.
—Diez —dijo un monje joven con hábitos de novicio.
—No, once —dijo el que los dirigía. El novicio pareció dispuesto a contradecirlo, pero permaneció callado.
—Eso hace once libras y media de plata más doce peniques.
El mercader empezó a pesar el dinero.
—No cederé —aseguró Aliena a Richard—. Llevaremos la lana a otro sitio… tal vez a Shiring, o a Gloucester.
—¡Tan lejos! ¿Y qué pasará si tampoco la vendemos allí?
Tenía razón. Era posible que en todas partes encontraran el mismo problema. La verdadera dificultad estribaba en que no tenían posición, apoyo ni protección. El mercader no se atrevería a insultar a los monjes, e incluso los campesinos pobres podían crearle problemas si los trataba de manera injusta. Pero el hombre que intentaba estafar a dos niños sin nadie en el mundo para ayudarles no corría peligro alguno.
Los monjes fueron arrastrando los sacos hasta el cobertizo del mercader. Cada vez que colocaban uno, el mercader entregaba a su jefe una libra de plata y doce peniques ya pesados. Una vez entregados todos los sacos aún quedaba sobre el mostrador una bolsa de plata.
—Ahí sólo hay diez sacos —dijo el mercader.
—Ya os dije que sólo había diez —recordó el novicio al monje principal.
—Este es el undécimo —dijo el monje principal, poniendo la mano sobre el saco de Aliena.
Aliena se le quedó mirando asombrada.
El mercader se mostró igualmente sorprendido.
—Le he ofrecido media libra —dijo.
—Se lo he comprado a ella —dijo el monje—. Y te lo vendo a ti. —Hizo una seña a los otros monjes, que arrastraron el saco de Aliena hasta el cobertizo.
El mercader parecía malhumorado, pero entregó la última libra y doce peniques. El monje le entregó el dinero a Aliena.
Aliena estaba pasmada. Todo había ido mal y, de repente, ese desconocido la había salvado… ¡y además después de haberse mostrado brusca con él!
—Gracias por su ayuda, padre —dijo Richard.
—Da gracias a Dios —le contestó el monje.
Aliena no sabía qué decir. Estaba emocionada. Apretó el dinero contra su pecho. ¿Cómo podía agradecérselo? Miró a su salvador. Era un hombre bajo, delgado y de mirada profunda. Sus movimientos eran rápidos y parecía siempre vigilante, como un pequeño pájaro de plumaje deslustrado pero de ojos brillantes. De hecho, tenía los ojos azules. La corona de pelo alrededor de su cabeza afeitada era negra y canosa, pero su rostro era joven. Aliena empezó a darse cuenta de que le resultaba vagamente familiar. ¿Dónde lo había visto antes?
Los pensamientos del monje seguían la misma línea.
—Vosotros no me conocéis pero yo a vosotros sí —les dijo—. Sois los hijos de Bartholomew, el anterior conde de Shiring. Sé que habéis sufrido grandes infortunios y me siento contento de tener ocasión de ayudaros. Siempre que queráis os compraré vuestra lana.
Aliena sentía deseos de besarle. No sólo la había salvado hoy, sino que estaba dispuesto a garantizarles su futuro. Al fin recuperó el habla.
—No sé cómo daros las gracias —dijo—. Bien sabe Dios que necesitamos un protector.
—Bueno. Ahora tenéis dos, Dios y yo —le dijo.
Aliena se sentía profundamente conmovida.
—Habéis salvado mi vida y ni siquiera sé quién sois —dijo.
—Me llamo Philip —dijo él—. Soy el prior de Kingsbridge.
Capítulo Siete
Fue un gran día cuando Tom Builder condujo a los picapedreros a la cantera.
Fueron allí unos días antes de Pascua, quince meses después de que ardiera la vieja catedral. El prior había necesitado todo ese tiempo para reunir el dinero suficiente que le permitiera contratar artesanos.
Tom había encontrado en Salisbury un leñador y un maestro cantero, casi terminado ya el palacio del obispo. Hacía dos semanas que el leñador y sus hombres habían estado trabajando, descubriendo y talando altos pinos y robles en sazón. Concentraban sus esfuerzos en los bosques cercanos al río, aguas arriba desde Kingsbridge, ya que resultaba muy costoso el transporte de materiales por las carreteras zigzagueantes y embarradas, y podía ahorrarse muchísimo dinero haciendo flotar la madera río abajo hasta el emplazamiento en construcción. Se desmochaba toscamente la madera para planchas de andamiaje, dándoles cuidadosamente la forma de plantillas para guiar a los albañiles y los canteros o, en el caso de los árboles más altos, apartándolos para ser utilizados como vigas de tejado. En aquellos momentos estaba llegando a Kingsbridge una madera excelente, a un ritmo constante, y todo cuanto Tom tenía que hacer era pagar a los leñadores todos los sábados por la tarde.
Los canteros habían ido llegando a lo largo de los últimos días. Otto Blackface, el maestro cantero, había llevado consigo a sus dos hijos, ambos canteros, cuatro nietos, todos ellos aprendices, y dos peones, uno primo suyo y el otro, cuñado. Semejante nepotismo era normal y Tom no tenía nada que objetar. Por lo general, un grupo familiar formaba un excelente equipo.
Pero aún no había ningún artesano trabajando en Kingsbridge, en el propio enclave, salvo Tom y el carpintero del priorato. Era una buena idea almacenar algunos materiales. Pero muy pronto, Tom habría de contratar a la gente que constituía el espinazo del equipo constructor, a los albañiles. Eran los hombres que ponían una piedra sobre otra y hacían que los muros se elevaran. Y entonces comenzaría la gran empresa. Tom caminaba como en volandas. Aquello era lo que había esperado y por lo que había trabajado durante diez años.
Decidió que su hijo Alfred sería el primer albañil que contrataría. Tenía dieciséis años y había aprendido los conocimientos básicos de un albañil. Era capaz de cortar piedras cuadradas y de levantar un auténtico muro. Tan pronto como empezara la contratación, Alfred cobraría el salario completo.
Jonathan, el otro hijo de Tom, tenía quince meses y crecía deprisa. Era un niño robusto que se había convertido en el favorito mimado de todo el monasterio. Al principio, Tom se había sentido algo preocupado de que Johnny Eightpence, en cierto modo retrasado, fuera quien se ocupara del bebé, pero Johnny se mostraba tan cuidadoso como cualquier madre y tenía más tiempo para dedicarle que muchas de ellas. Los monjes seguían sin sospechar siquiera que Tom fuera el padre de Jonathan, y era posible que jamás llegaran a saberlo.
Martha, de siete años, había perdido los incisivos y echaba de menos a Jack. Era la que más preocupaba a Tom porque necesitaba una madre.
No eran pocas las mujeres dispuestas a casarse con Tom y a ocuparse de su pequeña hija. Él sabía que no carecía de atractivo y, sin duda, tenía asegurada la vida ahora que el prior Philip había empezado a construir en serio. Había dejado la casa de huéspedes y se había construido en la aldea una bonita casa de dos habitaciones con chimenea. Finalmente, como maestro constructor de todo el proyecto, confiaba en recibir un salario y beneficios que serían la envidia de muchos pequeños nobles rurales. Pero le era imposible imaginarse casado con alguna mujer que no fuese Ellen. Era como un hombre acostumbrado a beber el mejor de los vinos y a quien el vino corriente le sabía a vinagre. En la aldea había una viuda, una mujer bonita y metida en carnes, de rostro sonriente y pecho generoso, con dos hijos bien educados, que había hecho varias empanadas para él, le había besado con vehemencia durante la fiesta de Navidad y estaría dispuesta a casarse tan pronto como él quisiera. Pero Tom sabía que se sentiría infeliz con ella, porque siempre añoraría la excitación de estar casado con la hechicera y apasionada Ellen, siempre desconcertante.