Capítulo Dieciséis 34 страница

Philip contuvo un grito de alegría… ¡había ganado! Pero no pudo evitar sonreír gozoso al rey. Miró a Waleran. Este se mostraba conmocionado hasta el tuétano. No pretendía en modo alguno mostrarse ecuánime. Tenía la boca abierta, los ojos desorbitados y miraba al rey con franca incredulidad. Luego volvió la mirada a Philip. Waleran sabía fuera como fuese que había fracasado y que Philip era el beneficiario de su fracaso. Pero lo que no podía imaginar era cómo había sucedido.

—El priorato de Kingsbridge disfrutará también del derecho a sacar piedra de la cantera del conde y madera de su bosque, sin limitación alguna, para la construcción de la nueva catedral —dijo el rey.

A Philip se le quedó seca la garganta. ¡Ese no era el trato! Se había acordado que tanto la cantera como el bosque pertenecerían al priorato y que Percy sólo tendría derecho a cazar. En definitiva, Regan había alterado las condiciones del trato. Según las nuevas estipulaciones, Percy tendría la propiedad, y el priorato tan sólo el derecho a sacar la piedra y la madera. Philip disponía tan sólo de unos segundos para decidir si debía rechazar todo el trato.

—En caso de desacuerdo entre ambas partes —siguió diciendo el rey— el sheriff de Shiring decidirá, pero las partes tienen el derecho de apelar a mí en última instancia. —Philip reflexionaba. Regan se ha comportado de forma deleznable, pero ¿qué diferencia hay? El trato sigue proporcionándome casi todo cuanto quería. Y entonces el rey añadió—: Creo que este acuerdo ha sido ya aprobado por las dos partes aquí presentes.

Ya no quedaba tiempo.

Waleran abrió la boca para negar que hubiera aprobado el compromiso, pero Philip se le adelantó.

—Sí, mi señor —dijo Percy.

El obispo Henry y el obispo Waleran volvieron al unísono la cabeza en dirección a Philip y se le quedaron mirando. Sus expresiones revelaban el más absoluto asombro al comprender que Philip, el joven prior que ni siquiera estaba al tanto para acudir con un hábito limpio a la corte del rey, había negociado un trato con él a sus espaldas. Al cabo de un momento la expresión de Henry se distendió divertida, como alguien que hubiere sucumbido en el tablero ante un niño de mente ágil. Pero la mirada de Waleran se tornó malévola. Philip podía leer en la mente de Waleran. Se estaba dando cuenta de que había cometido un error garrafal al subestimar a su oponente y se sentía humillado. En cuanto a Philip, aquel momento le compensaba por todo. La traición, la humillación, los desaires. Levantó la mandíbula, arriesgándose a cometer pecado de orgullo, y dirigió a Waleran una mirada con la que le decía: Habrás de poner más ahínco cuando trates de engañar a Philip de Gwynedd.

—Informaremos de mi decisión al anterior conde, Bartholomew —dijo el rey.

Philip supuso que Bartholomew se encontraría en una mazmorra, en alguna parte dentro del recinto de ese castillo. Recordó a aquellos niños viviendo con su servidor en el castillo en ruinas y se sintió en cierto modo culpable mientras se preguntaba qué sería ahora de ellos.

El rey dio permiso a todos para que se retiraran, salvo al obispo Henry. Philip atravesó la habitación como flotando en el aire. Llegó junto a la escalera al mismo tiempo que Waleran y se detuvo para que este pasara primero. Waleran le dirigió una furiosa mirada. Cuando habló su voz era como bilis y, pese al júbilo que sentía Philip, las palabras de Waleran le dejaron helado hasta el tuétano. Aquella máscara de odio abrió la boca y Waleran dijo entre dientes:

—Juro por todo cuanto hay de sagrado que jamás construirás tu iglesia.

Luego se echó al hombro las vestiduras negras y bajó las escaleras.

Philip comprendió que se había hecho un enemigo de por vida.

William Hamleigh apenas podía contener su excitación al aparecer Earlcastle ante sus ojos.

Era la tarde del día siguiente al que el rey había tomado su decisión. William y Walter habían cabalgado durante la mayor parte de dos días, pero William no estaba cansado. Se sentía con el corazón henchido y un nudo en la garganta. Estaba a punto de volver a ver a Aliena.

En una ocasión pensó casarse con ella porque era la hija de un conde, pero Aliena le había rechazado por tres veces. Se estremeció al recordar su desdén. Le había hecho sentirse como un don nadie, como un labriego. Se había comportado como si los Hamleigh no fueran dignos de consideración. Pero las cosas habían cambiado. Ahora era la familia de ella la que no era digna de consideración. Él era hijo de un conde y ella no era nada. No tenía título, ni posición, ni tierras, ni riquezas. Él, William, iba a tomar posesión del castillo y la iba a arrojar de él, y entonces tampoco tendría hogar. Casi parecía demasiado hermoso para ser verdad.

Aminoró la marcha de su caballo al acercarse al castillo. No quería que Aliena fuera advertida de su llegada. Quería causarle una sorpresa repentina, horrible y devastadora.

El conde Percy y la condesa Regan habían regresado a su vieja casa solariega en Hamleigh para preparar el traslado al castillo del tesoro, los mejores caballos y los sirvientes de la casa. William había de ocuparse de contratar a gentes de la zona para limpiar el castillo, encender los fuegos y hacer aquel lugar habitable.

Unas nubes bajas, de un gris acerado, se acumulaban en el cielo, tan cercanas que casi parecían rozar las almenas. Seguro que esa noche llovería. Eso le parecía insuperable. Arrojaría a Aliena del castillo bajo la lluvia.

Él y Walter desmontaron llevando a los caballos de la brida por el puente levadizo de madera. La última vez que estuve aquí me apoderé de la plaza, pensaba William orgulloso. La hierba empezaba ya a crecer en el recinto inferior. Ataron a los caballos y los dejaron que pastaran. William dio a su caballo de guerra un puñado de grano. Dejaron sus monturas en la capilla de piedra, ya que no había cuadras. Los caballos bufaban y pataleaban, pero soplaba un fuerte viento que apagaba los sonidos. William y Walter cruzaron el segundo puente hasta el recinto superior.

No había señales de vida. De repente a William se le ocurrió que quizá Aliena se hubiera ido. De ser así, menuda decepción. Él y Walter habrían de pasar una noche espantosa, hambrientos en un castillo frío y sucio. Subieron los peldaños exteriores hasta la puerta del salón vestíbulo.

Empujó la puerta. El inmenso salón estaba vacío y a oscuras y olía como si no lo hubieran utilizado durante meses. Como había esperado, estaban viviendo en el piso alto. William caminó silencioso atravesando el vestíbulo hasta las escaleras. Los juncos secos crujían bajo sus pies. Walter le seguía pisándole los talones.

Subieron las escaleras. No podían oír nada. Los gruesos muros de piedra de la torre del homenaje ahogaban todo sonido. William se detuvo a medio camino y se llevó un dedo a los labios. Salía luz por debajo de la puerta que había al final de las escaleras. Allí había alguien.

Terminaron de subir y se detuvieron ante la puerta. Desde dentro les llegó el sonido de una risa juvenil. William sonrió feliz. Encontró la manecilla, la hizo girar suavemente y luego abrió la puerta de un puntapié. La risa se convirtió en un chillido de terror.

Ante sus ojos apareció una bonita escena. Aliena y su hermano pequeño, Richard, se encontraban sentados a una mesa pequeña cerca del fuego, con un tablero delante de ellos, practicando algún tipo de juego, y Matthew, el mayordomo, estaba en pie detrás de ella, mirando por encima de su hombro. El rostro de Aliena estaba sonrosado por los destellos del fuego y sus bucles oscuros brillaban con reflejos caoba. Llevaba una tenue túnica de hilo. Tenía la vista levantada hacia William, sus labios rojos abiertos por la sorpresa. William la miraba disfrutando de su terror y sin decir palabra. Al cabo de un momento Aliena se recuperó y se puso en pie.

—¿Qué quieres?

William había ensayado esa escena muchas veces en su imaginación. Entró lentamente en la habitación, se acercó al fuego y se calentó las manos.

—Vivo aquí. ¿Qué quieres tú? —dijo finalmente.

Aliena miró por primera vez a William y luego a Walter. Estaba asustada y confusa, aunque su tono era desafiante.

—Este castillo pertenece al conde de Shiring. Di lo que hayas de decir y vete.

William sonrió triunfante.

—El conde de Shiring es mi padre —dijo. El mayordomo emitió un gruñido como si se lo hubiera estado temiendo. Aliena parecía desconcertada. William continuó hablando—: Ayer el rey hizo conde a mi padre en Winchester. Ahora el castillo nos pertenece. Yo soy el dueño hasta que llegue mi padre. —Chasqueó los dedos al mayordomo—. Y tengo hambre, así que traedme pan, carne y vino.

El mayordomo vaciló por un instante. Miró preocupado a Aliena. Temía dejarla pero no tenía elección. Se dirigió a la puerta.

Aliena dio un paso hacia la puerta como dispuesta a seguirle.

—Quédate aquí —le ordenó William.

Walter permanecía en pie entre la puerta y ella.

—No tienes ningún derecho a darme órdenes —dijo Aliena con un atisbo de su antigua arrogancia.

—Quédate, mi señora. No les enfurezcas. Volveré en seguida —dijo Matthew con voz atemorizada.

Aliena le miró con el entrecejo fruncido, pero permaneció donde estaba. Matthew salió de la habitación.

William se sentó en la silla de Aliena. Ella se acercó a su hermano. William les observaba. Eran muy parecidos, pero toda la fuerza estaba en el rostro de la joven. Richard era un adolescente alto y desmañado, al que aún no había empezado a crecerle la barba. William saboreaba la sensación de tenerlos en su poder.

—¿Qué edad tienes, Richard? —le preguntó.

—Catorce años —dijo el muchacho con hosquedad.

—¿Has matado alguna vez a un hombre?

—No —contestó y añadió con un leve intento de bravuconería—: Todavía no.

También tú sufrirás, pequeño y pomposo estúpido, se dijo William. Volvió su atención a Aliena.

—Y tú, ¿qué edad tienes?

En un principio pareció como si Aliena no fuera a hablarle, pero luego cambió de idea; quizás recordando lo que Matthew le acabara de decir: no les enfurezcas.

—Diecisiete años —dijo.

—Caramba, caramba. Toda la familia sabe contar —dijo William—. ¿Eres virgen, Aliena?

—Pues claro —dijo ella sulfurada.

De repente William alargó la mano y le cogió un pecho. Colmaba su manaza. Apretó. Lo sentía firme aunque elástico. Aliena retrocedió de un salto y se desprendió de su mano.

Richard se lanzó hacia delante, aunque demasiado tarde, y apartó de un empujón el brazo de William. Nada pudo satisfacer más a William. Se levantó con rapidez de la silla y descargó un fuerte puñetazo en la cara de Richard. Como ya había imaginado Richard era débil; dio un grito y se llevó las manos a la cara.

—¡Dejadle en paz! —le gritó Aliena.

William la miró sorprendido; parecía más preocupada por su hermano que por ella misma. Valía la pena recordarlo.

Matthew volvió con una bandeja de madera en la que había una hogaza de pan, un trozo de jamón y una jarra de vino. Palideció al ver a Richard tapándose la cara con sus manos. Dejando la bandeja sobre la mesa se acercó al muchacho. Apartó con delicadeza las manos del muchacho, y le miró el rostro. Ya tenía el ojo amoratado e hinchado.

—Os dije que no les enfurecierais —musitó, aunque pareció aliviado de que la cosa no fuera peor.

William se sintió decepcionado. Había esperado que el mayordomo se enfureciera. Matthew amenazaba con ser un aguafiestas.

A William se le hizo la boca agua a la vista de la comida. Acercó una silla a la mesa, sacó su cuchillo de comer, y cortó una loncha gruesa de jamón. Walter tomó asiento frente a él.

—Trae algunas copas y escancia el vino —dijo William con la boca llena de pan y jamón. Matthew se dispuso a hacerlo—. Tú no, ella —dijo William. Aliena vaciló. Matthew la miró ansioso e hizo un gesto de aquiescencia. Aliena se acercó a la mesa y cogió la jarra.

Al inclinarse, William metió la mano por el orillo de su túnica deslizando rápidamente los dedos por la pierna de Aliena. Con las yemas de los dedos palpó unas esbeltas pantorrillas con un suave vello, luego los músculos detrás de la rodilla y finalmente, la suave piel de la parte inferior de los muslos. Fue entonces cuando Aliena se apartó de un salto y dando media vuelta arrojó la pesada jarra de vino contra su cabeza.

William evitó el golpe con la mano izquierda y la abofeteó con la derecha. Concentró toda su fuerza en la bofetada; sintió un agradable dolor en la mano. Aliena lanzó un chillido. Por el rabillo del ojo, William vio moverse a Richard. Era lo que estaba esperando. Apartó de un empujón a Aliena, que cayó al suelo de golpe. Richard se lanzó sobre William como un ciervo cargando contra el cazador. William evitó el primer golpe y luego le dio un puñetazo en el estómago. Al inclinarse el muchacho William le golpeó repetidas veces en los ojos y la nariz. Era excitante, pero no tanto como golpear a Aliena. Segundos después Richard tenía la cara cubierta de sangre.

De repente Walter lanzó un grito de alerta y se puso en pie mirando por encima del hombro de William. Este dio media vuelta y vio a Matthew abalanzarse hacia él enarbolando un cuchillo, dispuesto a atacar. Aquello cogió a William por sorpresa. No se esperaba valentía en un mayordomo afeminado. Walter no podía alcanzarle a tiempo de evitar el golpe. Todo cuanto William podía hacer era mantener en alto los dos brazos para protegerse y por un horrible instante pensó que le iban a matar en su momento de triunfo. Un atacante más fuerte hubiera apartado de un golpe los brazos de William, pero Matthew era de constitución débil, debilitada además por la vida en el interior, y el cuchillo no llegó a alcanzar del todo el cuello de William. Se sintió de repente aliviado pero todavía no estaba del todo a salvo. Matthew alzó el brazo para asestar un nuevo golpe. William retrocedió un paso e intentó sacar su espada. Y entonces Walter dio vuelta a la mesa con una larga y afilada daga en la mano, y apuñaló a Matthew por la espalda.

En el rostro de Matthew se dibujó una expresión de terror. William vio aparecer en el pecho de Matthew la punta de la daga de Walter, rasgándole la túnica. A Matthew se le cayó el cuchillo de la mano, rebotando sobre las planchas de madera del suelo. Intentó aspirar, jadeando, pero de su garganta salió un gorgoteo, y parecía incapaz de respirar. Se encogió, empezó a brotar la sangre por la boca, cerró los ojos y se desplomó. Mientras el cuerpo caía al suelo, Walter retiró su larga daga. Por un instante brotó de la herida un chorro de sangre, pero casi al instante quedó reducido a un hilo.

Todos se quedaron mirando el cuerpo caído en el suelo. Walter, William, Aliena y Richard. William se sentía excitado ante lo cerca que había estado de la muerte. Alargando el brazo agarró el cuello de la túnica de Aliena. Tenía la sensación de que podía hacer cualquier cosa. El lino era suave al tacto y hermoso, un tejido costoso. Dio un fuerte tirón. La túnica se rasgó. Siguió tirando hasta rasgarla hasta abajo. En la mano se le quedó una tira de un pie de ancho. Aliena lanzó un grito. Luego intentó unir los dos bordes de delante, aunque sin lograrlo. A William se le quedó la garganta seca. La repentina vulnerabilidad de ella le resultaba excitante, mucho más que en las ocasiones en las que la había visto lavándose, porque en aquel momento Aliena sabía que la estaba mirando, se sentía avergonzada y esa misma vergüenza le excitaba aún más. Aliena se cubría los pechos con un brazo y con el otro el triángulo. William soltó el trozo de tela y la agarró por el pelo. La atrajo violentamente hacia él, haciéndole dar media vuelta, y le rasgó el resto de la túnica por detrás.

Aliena tenía unos delicados hombros blancos, y unas caderas sorprendentemente llenas. La apretó contra él frotando sus caderas contra las nalgas de ella. Bajó la cabeza y la mordió con fuerza el cuello hasta que sintió el sabor de la sangre y ella volvió a gritar. Vio que Richard se movía.

—Sujeta al chico —dijo a Walter.

Walter agarró a Richard y lo mantuvo inmóvil con fuerza férrea.

Sujetó a Aliena fuertemente contra él con un brazo y exploró con la otra mano su cuerpo. Palpó sus pechos, sopesándolos y estrujándolos, pellizcando sus pequeños pezones. Luego, pasándole la mano por el estómago, llegó al triángulo de vello entre las piernas, frondoso y rizado como el pelo de la cabeza. Tanteó toscamente con los dedos. Aliena empezó a llorar. Su verga estaba rígida, a punto de estallar.

Se apartó de ella y la empujó hacia atrás sobre su pierna extendida. Aliena cayó de espaldas con estrépito. Se quedó sin aliento y luchó por respirar.

William no había planeado aquello y tampoco estaba del todo seguro de cómo había ocurrido, pero ahora ya nada en el mundo era capaz de detenerle.

Se levantó la túnica y enseñó a Aliena su verga. Pareció quedarse horrorizada, probablemente nunca había visto una tan rígida. Era de veras virgen. Tanto mejor.

—Trae al muchacho aquí —dijo William a Walter—. Quiero que lo vea todo.

Por alguna razón la idea de hacerlo delante de Richard le parecía enormemente excitante.

Walter empujó a Richard hacia delante, obligándole a ponerse de rodillas.

William se arrodilló en el suelo tratando de separar las piernas de Aliena. Ella empezó a forcejear. William se dejó caer sobre ella, intentando someterla por la fuerza, pero Aliena seguía resistiéndose y no podía penetrarla. William estaba irritado, aquello iba a estropearlo todo. Se incorporó sobre un codo y la golpeó en la cara con el puño. Ella gritó y la mejilla empezó a adquirir un tono rojo intenso, pero tan pronto como intentó penetrarla empezó de nuevo a resistirse.

Walter hubiera podido inmovilizarla, pero estaba sujetando al chico. De repente a William se le ocurrió una idea.

—Córtale la oreja al chico, Walter.

Aliena se quedó inmóvil.

—¡No! —gritó con voz sorda—. Dejadle en paz, no le hagáis más daño.

—Entonces abre las piernas —dijo William.

Aliena se le quedó mirando con los ojos desorbitados por el horror ante la espantosa decisión a que la obligaban. William estaba disfrutando con su angustia. Walter, practicando el juego a la perfección, sacó su cuchillo y lo aplicó a la oreja derecha de Richard. Vaciló, y luego con un movimiento casi tierno le cortó al muchacho el lóbulo de la oreja.

Richard se puso a gritar. La sangre brotó de la pequeña herida. El trocito de carne cayó sobre el pecho palpitante de Aliena.

—¡Quietos! —chilló—. Muy bien, lo haré.

Abrió las piernas.

William se escupió en la mano, luego frotó las palmas entre las piernas de ella. Le metió los dedos. Aliena gritó de dolor. Aquello le excitó todavía más. Luego se bajó sobre ella, que permanecía inmóvil, tensa, con los ojos cerrados. Tenía el cuerpo resbaladizo por el sudor del forcejeo, pero empezó a tiritar. William ajustó su posición, luego se detuvo disfrutando con la expectación y el terror de ella. Miró a los otros. Richard les miraba horrorizado, Walter con expresión salaz.

—Ya te llegará el turno, Walter —dijo William.

Aliena gimió, perdida toda esperanza.

De repente, William la penetró groseramente, empujando con toda la fuerza y tan hondo como pudo. Sintió la resistencia del himen de ella, una auténtica virgen, y volvió a empujar brutalmente. Le dolió, pero a ella todavía más. Aliena gritó. Empujó una vez más, todavía con más fuerza y lo sintió romperse. Aliena se quedó lívida, con la cabeza caída a un lado y se desmayó. Y entonces, por fin, William, con un esfuerzo supremo introdujo su semilla dentro de ella, riendo sin cesar de triunfo y placer, hasta quedar completamente exhausto.

La tormenta continuó durante casi toda la noche, y finalmente se detuvo hacia la madrugada. El repentino silencio despertó a Tom Builder. Mientras yacía en la oscuridad escuchando junto a él la pesada respiración de Alfred y la más tranquila de Martha a su otro lado, calculó que posiblemente sería una mañana clara, lo que significaba que podía ver la salida del sol por vez primera en dos o tres semanas de cielo cubierto. Lo había estado esperando.

Se levantó y abrió la puerta. Todavía estaba oscuro, había mucho tiempo. Dio a su hijo con el pie.

—¡Alfred! ¡Despierta! Vamos a ver salir el sol.

Alfred se incorporó gruñendo. Martha dio media vuelta sin despertarse. Tom se acercó a la mesa y quitó la tapadera a una vasija de barro. Sacó la mitad de una hogaza y cortó dos gruesas rebanadas, una para Alfred y la otra para él. Se sentaron en el banco y tomaron el desayuno. Había una jarra de cerveza. Tom bebió un largo trago y se la pasó a Alfred. Agnes les hubiera hecho usar tazas, y también Ellen, pero ya no había mujer en la casa. Cuando Alfred hubo bebido salieron de la casa.

El cielo fue pasando del negro al gris mientras atravesaban el recinto del priorato. Tom tenía pensado ir a casa del prior y despertar a Philip. Sin embargo los pensamientos de este habían seguido la misma línea y ya se encontraba en las ruinas de la catedral, envuelto en una gruesa capa, arrodillado en el suelo mojado y diciendo sus oraciones.

Su tarea consistía en establecer una línea exacta este-oeste que formaría el eje alrededor del que habría de construirse la nueva catedral.

Tom lo había preparado todo hacía ya algún tiempo. En el extremo oriental había plantado en el suelo un hierro largo y delgado con un pequeño hueco en el extremo superior semejante al ojo de una aguja. El hierro era casi tan alto como Tom, de tal manera que su «ojo» quedaba a la altura de los ojos de Tom. Este lo había afirmado en su sitio con una mezcla de escombros y argamasa para que no se moviera accidentalmente. Esa mañana plantaría otro hierro semejante, exactamente al oeste del primero, en el extremo opuesto del emplazamiento.

—Mezcla algo de argamasa, Alfred —dijo.

Alfred se alejó en busca de arena y cal. Tom se dirigió al cobertizo de sus herramientas, cerca del claustro, y cogió un pequeño mazo y otro hierro. Luego se encaminó al extremo occidental del emplazamiento y permaneció en pie esperando a que saliera el sol. Philip se reunió con él una vez terminados sus rezos, mientras Alfred mezclaba en un esparavel, la arena y la cal con agua.

El cielo iba iluminándose. Los tres hombres se pusieron tensos. Los tres tenían la mirada fija en el muro oriental del recinto del priorato. Al final, el disco rojo del sol surgió por detrás del extremo superior del muro.

Tom fue cambiando de posición hasta poder ver la circunferencia del sol a través del pequeño agujero en el hierro hincado en tierra, al otro extremo. Luego, mientras Philip empezaba a rezar en voz alta en latín, Tom colocó el segundo hierro delante de él de manera que le impidiera ver el sol. Seguidamente lo fue bajando con firmeza hacia el suelo, hundió en la tierra mojada su extremo puntiagudo, y manteniéndolo siempre con toda exactitud entre su ojo y el sol, cogió el mazo que colgaba de su cinturón y golpeó con todo cuidado al hierro hundiéndolo en la tierra hasta que su «ojo» se encontró a nivel de los suyos. Ahora, si hubiera llevado a cabo la tarea con absoluto rigor, el sol debería brillar a través de los ojos de los dos hierros.

Cerrando un ojo miró a través del hierro que tenía más cerca al del otro extremo. Vio que el sol seguía brillando a través de los ojos de los dos hierros. Así pues se encontraban en la línea perfecta este-oeste. Esa línea daría la orientación de la nueva catedral.

Se lo explicó a Philip y luego se apartó dejando que el propio prior mirara a través de los ojos de los hierros para comprobarlo.

—Perfecto —dijo Philip.

—Lo es —asintió Tom.

—¿Sabes qué día es hoy? —le preguntó Philip.

—Viernes.

—También es el aniversario del martirio de san Adolphus. Dios nos ha enviado una salida de sol para que podamos orientar la iglesia en el día de nuestro patrón. ¿No es acaso una buena señal?

Tom sonrió. De acuerdo con su experiencia era más importante un buen trabajo de especialista que los buenos presagios. Pero estaba contento con Philip.

—Sí, desde luego. Es una señal muy buena —dijo.

Capítulo Seis

Aliena estaba decidida a no pensar en aquello.

Pasó toda la noche sentada en el frío suelo de piedra de la capilla, con la espalda contra el muro y la mirada fija en la oscuridad. Al principio no podía pensar en otra cosa que en la infernal escena por la que había tenido que pasar, pero el dolor se fue aliviando algo de forma gradual y fue capaz de concentrar la mente en los ruidos de la tormenta, la lluvia cayendo sobre el tejado de la capilla y el viento aullando alrededor de las murallas del castillo desierto.

Al principio había quedado desnuda. Después de que los dos hombres hubieron… Cuando hubieron terminado habían vuelto a la mesa, dejándola caída en el suelo y a Richard sangrando junto a ella.

Los hombres habían comenzado a comer y a beber como si se hubieran olvidado de ella y luego ella y Richard probaron suerte y huyeron de la habitación. Para entonces había estallado la tormenta y hubieron de atravesar el puente bajo una lluvia torrencial para poder refugiarse en la capilla. Richard había vuelto casi de inmediato a la torre del homenaje. Entró en la habitación donde se encontraban los hombres, cogiendo su capa y la de Aliena del clavo que había junto a la puerta, y luego salió corriendo antes de que William y su caballerizo tuvieran tiempo de reaccionar.

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