Capítulo Dieciséis 1 страница

Los pilares de la Tierra

EPUB r1.2

Horus 30.12.13

Título original: The Pillars of the Earth

Ken Follett, 1989

Traducción: Rosalía Vázquez

Editor digital: Horus

Corrección de erratas: Asolbap, Andaluso, Raksha

ePub base r1.0

Nota de Ken Follett

Cierto día de 1973 o de 1974 viajé a Peterborough, en la Anglia Oriental, a fin de hacer un reportaje para el Evening News de Londres, en el que a la sazón trabajaba, y mientras esperaba el tren que me llevaría de nuevo a Londres me fui a dar una vuelta por la catedral. Aquella visita dio origen a una obsesión.

En 1976 hice el esbozo de una novela sobre la construcción de una catedral. Escribí unas siete mil palabras y lo dejé. Hice otro esbozo para una historia mucho más sencilla sobre un espía alemán en la Inglaterra en guerra, y ello decidió mi destino durante una década.

Sin embargo persistía la idea de la catedral, y entre historia e historia de espías solía acudir a alguna de las soñolientas catedrales de las ciudades de Inglaterra, y me pasaba un par de días deambulando por la iglesia, intentando descifrar los secretos grabados en sus piedras. Una catedral rebosa de historias si uno sabe dónde buscar.

Caminé por las calles de la Winchester moderna, perfilando en mi imaginación el castillo, los palacios y la Casa Real de la Moneda donde hoy se alzan supermercados y aparcamientos de coches. Cogí un tren hacia el Norte y permanecí en pie en las almenas del castillo de Lincoln, bajo la nieve de febrero, soportando el mismo viento glacial que debieron aguantar los centinelas medievales. Fui a la catedral de Wells y estudié los dibujos del maestro albañil garabateados en la tracería hasta la galería en un rincón donde ahora se almacenan bancos rotos de iglesia. Volé a París para contemplar la iglesia abadía de St. Denis, la primera iglesia gótica del mundo, que fue inaugurada en presencia del rey Luis VII de Francia. Y pude mirar las bóvedas de piedra que él mirara, y ver brillar el sol a través de los mismos vitrales.

LOS PILARES DE LA TIERRA es una historia humana de amor y odio, de ambición y codicia, de lujuria, maldad y venganza. Pero tiene lugar en un mundo marcadamente distinto del actual. Las pasiones de las gentes son las mismas, aunque no sus condiciones. Encontré fascinantes las diferencias y similitudes, y pienso que también lo serán para los lectores.

Una introducción a
«Los Pilares de la Tierra»

Nada ocurre tal como se planea.

La novela Los Pilares de la Tierra sorprendió a mucha gente, incluido yo mismo. Se me conocía como autor de thrillers. En el mundo editorial, cuando uno alcanza el éxito con un libro, lo inteligente es escribir algo en la misma línea una vez al año durante el resto de la vida. Los payasos no deberían tratar de interpretar el papel de Hamlet y las estrellas del pop no deberían componer sinfonías. Y yo no debería haber puesto en peligro mi reputación escribiendo un libro impropio de mí y en exceso ambicioso.

Además, no creo en Dios. No soy lo que suele entenderse por una «persona espiritual». Según mi agente, mi mayor problema como escritor es que no soy un espíritu atormentado. Lo último que cabía esperar de mí era una historia sobre la construcción de una iglesia.

Así pues, era poco probable que escribiese un libro como Pilares, y de hecho estuve a punto de no hacerlo. Lo empecé, lo dejé y no volví a mirarlo hasta pasados diez años.

Ocurrió de este modo.

Cuando era niño, toda mi familia pertenecía a un grupo religioso puritano llamado los Hermanos de Plymouth. Para nosotros, una iglesia era una escueta sala con hileras de sillas en torno a una mesa central. Estaban prohibidos los cuadros, las estatuas y cualquier otra forma de ornamentación. La secta tampoco veía con buenos ojos las visitas de los miembros a iglesias de la competencia. Por tanto, crecí sin saber apenas nada de la gran riqueza arquitectónica de las iglesias europeas.

Comencé a escribir novelas hacia los veinticinco años, siendo reportero del Evening News de Londres. Me di cuenta por aquel entonces de que nunca había prestado mucha atención al paisaje urbano que me rodeaba y carecía de vocabulario para describir los edificios donde se desarrollaban las aventuras de mis personajes. De modo que compré A History of European Architecture, de Nikolaus Pevsner. Tras la lectura de ese libro empecé a ver de otra manera los edificios en general y las iglesias en particular. Pevsner escribía con verdadero fervor cuando hacía referencia a las catedrales góticas. La invención del arco ojival, afirmaba, fue un singular acontecimiento en la historia, resolviendo un problema técnico —cómo construir iglesias más altas— mediante una solución que era a la vez de una belleza sublime.

Poco después de leer el libro de Pevsner, mi periódico me envió a la ciudad de Peterborough, en East Anglia. No recuerdo ya qué noticia debía cubrir, pero nunca olvidaré lo que hice una vez transmitido el artículo. Tenía que esperar aproximadamente una hora para tomar el tren de regreso a Londres y, recordando las fascinantes y apasionadas descripciones de Pevsner sobre la arquitectura medieval, fui a visitar la catedral de Peterborough.

Fue uno de esos momentos reveladores.

La fachada occidental de la catedral de Peterborough cuenta con tres enormes arcos góticos semejantes a puertas para gigantes. El interior es más antiguo que la fachada, y una serie de arcos de medio punto en majestuosa procesión delimita la nave lateral. Como todas las grandes iglesias, es a la vez tranquila y hermosa. Pero yo percibí algo más que eso. Gracias al libro de Pevsner, intuí el esfuerzo que había requerido aquella obra. Conocía los esfuerzos de la humanidad por construir iglesias cada vez más altas y bellas. Comprendía el lugar de aquel edificio en la historia, mi historia.

La catedral de Peterborough me embelesó.

A partir de ese momento visitar catedrales se convirtió en uno de mis pasatiempos. Cada tantos meses viajaba a alguna ciudad antigua de Inglaterra, me alojaba en un hotel y estudiaba la iglesia. Así conocí las catedrales de Canterbury, Salisbury, Winchester, Gloucester y Lincoln, cada una de ellas una pieza única, cada una poseedora de una apasionante historia que contar. La mayoría de la gente dedica una o dos horas a una catedral; yo, en cambio, prefiero emplear un par de días.

Las propias piedras revelan la historia de su construcción: interrupciones e inicios, daños y reconstrucciones, ampliaciones en épocas de prosperidad, y homenajes en forma de vidriera a los hombres ricos que por lo general pagaban las facturas. La situación de la iglesia en el pueblo cuenta otra historia. La catedral de Lincoln se halla justo frente al castillo: los poderes religioso y militar cara a cara. En torno a la de Winchester se extiende una ordenada cuadrícula de calles, trazada por un obispo medieval con ínfulas de urbanista. La de Salisbury fue trasladada en el siglo XIII de un emplazamiento defensivo en lo alto de una colina —donde se ven aún las ruinas de la vieja catedral— a un despejado llano en señal de que había llegado una paz permanente.

Pero una duda me asaltaba sin cesar: ¿Por qué se construyeron esas iglesias?

Hay respuestas sencillas —para glorificar a Dios, para satisfacer la vanidad de los obispos, etc.—, pero a mí no me bastaban. Los constructores carecían de la maquinaria adecuada, desconocían el cálculo de estructuras, y eran pobres: el príncipe más rico vivía peor que, pongamos por caso, un recluso en una cárcel moderna. Aun así, lograron erigir los edificios más hermosos jamás creados y los construyeron tan bien que cientos de años después todavía siguen en pie para que nosotros los estudiemos y admiremos.

Empecé a leer acerca de estas iglesias, pero los libros me resultaban poco convincentes. Encontraba mucha palabrería estética sobre las fachadas pero casi nada respecto a la parte viva de las construcciones. Finalmente descubrí The Cathedral Builders de Jean Gimpel. Gimpel, la oveja negra de una familia francesa de marchantes, se impacientaba tanto como yo al leer sobre la «eficacia» estética de un triforio. Su libro hablaba de la gente real que vivía en míseras casuchas y levantó sin embargo esos fabulosos edificios. Gimpel examinó los libros de cuentas de los monasterios y se interesó en la identidad de los constructores y su remuneración. Fue el primero en advertir, por ejemplo, que una minoría digna de mención eran mujeres. La Iglesia medieval era sexista, pero también las mujeres contribuyeron a la construcción de las catedrales.

Gracias a otra obra de Gimpel, The Medieval Machine, supe que la Edad Media fue una época de rápida innovación tecnológica durante la cual se aprovechó la energía de los molinos de agua para diversos usos industriales. No tardé en sentir interés por la vida medieval en general. Y empecé a forjarme una idea de los motivos que impulsaron a las gentes de la Edad Media a ver la construcción de catedrales como algo lógico y normal.

La explicación no resulta sencilla. Es en cierto modo como tratar de entender por qué el hombre del siglo XX destina tan grandes sumas de dinero a explorar el espacio exterior. En ambos casos interviene toda una red de influencias: curiosidad científica, intereses comerciales, rivalidades políticas y las aspiraciones espirituales de una humanidad atada a este mundo. Y tuve la impresión de que existía una sola manera de trazar el esquema de esa red: escribir una novela.

En algún momento de 1976 escribí las líneas generales y unos cuatro capítulos de la novela. Se la envié a mi agente, Al Zuckerman, que me contestó en una carta: «Has creado un tapiz. Lo que necesitas es una serie de melodramas enlazados».

Volviendo la vista atrás, comprendo que a la edad de veintisiete años no era capaz de escribir una novela de esas características. Era como si un aprendiz de acuarelista proyectase un óleo de grandes proporciones. Para tratar el tema como merecía, el libro debía ser muy extenso, abarcar un período de varias décadas y dar vida al complejo marco de la Europa medieval. Por entonces yo escribía libros mucho menos ambiciosos, y así y todo no dominaba aún el oficio.

Abandoné el libro sobre la catedral y se me ocurrió otra idea, un thriller acerca de un espía alemán en territorio inglés durante la guerra. Afortunadamente ese proyecto sí estaba a mi alcance, y con el título La isla de las tormentas se convirtió en mi primer best seller.

En la década siguiente escribí thrillers, pero continué visitando catedrales, y la idea de la novela sobre una catedral nunca llegó a desvanecerse por completo. La resucité en enero de 1986, después de terminar mi sexto thriller, El valle de los leones.

Mis editores se pusieron nerviosos. Querían otra historia de espías. Mis amigos albergaban también sus temores. No soy la clase de autor capaz de eludir un fracaso amparándome en que el libro era bueno pero los lectores no habían estado a la altura. Escribo para entretener, y ello me complace. Un fracaso me hundiría. Nadie trató de disuadirme, pero muchos expresaron sus reservas.

Sin embargo no deseaba escribir un libro «difícil». Escribiría una historia de aventuras con pintorescos personajes que fuesen ambiciosos, perversos, atractivos, heroicos e inteligentes. Quería lectores corrientes tan fascinados como yo por el aspecto romántico de las catedrales medievales.

Por entonces ya había desarrollado el método de trabajo que sigo usando hoy día. Empiezo con un esquema del argumento que incluye lo que ocurrirá en cada capítulo y mínimos esbozos de los personajes. Pero ese libro no era como los demás. El principio no me dio problemas, pero a medida que el argumento avanzaba década a década y los personajes pasaban de la juventud a la madurez encontraba mayores dificultades para inventar nuevos giros e incidentes en sus vidas. Descubrí que un libro extenso representa un desafío mucho mayor que tres cortos.

El héroe de la historia tenía que ser un religioso o algo parecido. Eso no me resultaba fácil. Me costaría interesarme en un personaje preocupado exclusivamente por la otra vida (como les costaría también a muchos lectores). A fin de que el prior Philip despertase más simpatía, lo doté de una fe muy práctica y realista, un interés por las almas de la gente aquí en la tierra y no sólo en el cielo.

La sexualidad de Philip era otro problema. Teóricamente, todos los monjes y sacerdotes eran célibes en la Edad Media. El recurso obvio habría sido mostrar a un hombre debatiéndose en una terrible lucha con su lujuria. Pero no conseguí entusiasmarme con ese tema. Me formé en los años sesenta, y me inclino siempre del lado de quienes afrontan la tentación cayendo en ella. Finalmente lo presenté como una de esas escasas personas para quienes el sexo no tiene gran importancia. Es el único de mis personajes que sobrelleva el celibato con alegría.

Me puse en contacto con Jean Gimpel, que me había servido de inspiración una década atrás, y para mi asombro descubrí que vivía no sólo en Londres sino en mi misma calle. Contraté sus servicios como asesor, y nos convertimos en amigos y contrincantes en tenis de mesa hasta su muerte.

En marzo del año siguiente, 1987, llevaba dos años trabajando en la novela y tenía sólo un esquema incompleto y unos cuantos capítulos. No podía dedicar el resto de mi vida a ese libro. Pero ¿qué debía hacer? Podía dejarlo y escribir otro thriller. O podía trabajar con más ahínco. Por aquellas fechas escribía de lunes a viernes y me ocupaba de la correspondencia los sábados por la mañana. A partir de enero de 1988 empecé a escribir de lunes a sábado y contestaba las cartas el domingo. Mi rendimiento aumentó de manera espectacular, en parte por el día extra, pero sobre todo por la intensidad con que trabajaba. El problema del final del libro, que no había esbozado, se resolvió mediante una repentina inspiración cuando se me ocurrió involucrar a los personajes principales en el famoso asesinato de Thomas Becket.

Si no recuerdo mal, terminé el primer borrador a mediados de aquel año. Una mezcla de entusiasmo e impaciencia me impulsó a trabajar aún con mayor denuedo en la revisión, y comencé a trabajar los siete días de la semana. Descuidé por completo la correspondencia, pero concluí el libro en marzo de 1989, tres años y tres meses después del inicio.

Estaba agotado pero contento. Tenía la sensación de haber escrito algo especial, no un simple best seller más sino quizá una gran novela popular.

Poca gente se mostró de acuerdo.

Mi editorial norteamericana para tapa dura, William Morrow & Co., imprimió aproximadamente el mismo número de ejemplares que de El valle de los leones, y cuando vendieron igual cantidad, se dieron por satisfechos. Mis editores londinenses demostraron mayor interés, y Pilares se vendió mejor que mis anteriores libros. Pero entre los editores de todo el mundo la reacción inicial fue un suspiro de alivio ante el hecho de que Follett hubiese concluido su disparatado proyecto y salido indemne. El libro no ganó premio alguno, ni llegó siquiera a ser finalista. Unos cuantos críticos lo elogiaron encarecidamente, pero la mayoría mostró sólo indiferencia. Se convirtió en número uno en ventas en Italia, donde los lectores tienen siempre una actitud favorable conmigo. La edición en rústica ocupó la primera posición en las listas de ventas británicas durante una semana.

Empecé a pensar que me había equivocado. Quizá el libro era sólo una lectura amena como tantas otras, bueno pero no extraordinario.

Hubo no obstante una persona que creyó fervientemente que se trataba de un libro especial. Mi editor alemán, Walter Fritzsche, de Gustav Lübbe Verlag, soñaba desde hacía tiempo con publicar una novela sobre la construcción de una catedral. Incluso había comentado la idea a algunos de sus autores alemanes, sin llegar a ningún resultado. Así que se entusiasmó con lo que estaba escribiendo, y cuando por fin recibió el manuscrito, tuvo la sensación de que sus esperanzas se habían cumplido.

Hasta ese momento mi obra había gozado de moderado éxito en Alemania. (Los villanos de mis libros eran a menudo alemanes, así que no podía quejarme). El entusiasmo de Fritzsche fue tal que pensó que Pilares cambiaría esa tendencia, convirtiéndome en el escritor más popular de Alemania.

Ni siquiera yo le creí.

Sin embargo Fritzsche tenía razón.

Lübbe realizó una excelente edición del libro. Contrató a un joven artista, Achim Kiel, para la portada, pero él insistió en realizar el diseño de todo el libro, tratándolo como un objeto, y Lübbe tuvo el valor de aceptar su propuesta. Kiel cobraba unos honorarios considerables, pero logró transmitir al comprador la sensación de Fritzsche de que el libro era algo especial. (Kiel siguió encargándose de mis ediciones alemanas durante años, creando una imagen que Lübbe utilizó después repetidas veces).

Advertí el primer indicio de que los lectores veían el libro como algo especial cuando Lübbe preparó un anuncio para celebrar los 100 000 ejemplares vendidos. Hasta entonces nunca había alcanzado semejante cifra de ventas con un libro en tapa dura más que en Estados Unidos (que tiene una población cinco veces mayor que Alemania).

Al cabo de dos años Pilares comenzó a aparecer en las listas de best sellers de más larga duración, habiendo entrado unas ochenta veces en la lista alemana de libros más vendidos. Con el paso del tiempo se integró a la lista de manera permanente. (Hasta el día de hoy ha aparecido más de trescientas veces en la lista semanal).

Un día me dediqué a comprobar la hoja de liquidación de los derechos del libro enviada por New American Library, editorial responsable de mis ediciones en rústica para Estados Unidos. Dichas hojas están concebidas para evitar que el autor sepa qué ocurre realmente con su libro, pero después de perseverar durante décadas he aprendido a interpretarlas. Y descubrí que Pilares vendía alrededor de 50 000 ejemplares semestralmente. La isla de las tormentas, en cambio, vendía unos 25 000 ejemplares, como la mayoría de mis otros libros.

Comprobé las ventas en el Reino Unido y vi que se mantenía la misma proporción: Pilares vendía más o menos el doble.

Empecé a advertir que Pilares se mencionaba más que cualquier otro libro en las cartas de mis admiradores. Firmando ejemplares en las librerías, me encontré con que era cada vez mayor el número de lectores que consideraban Pilares su novela preferida. Mucha gente me pidió que escribiese una segunda parte. (Lo haré, algún día). Algunos afirmaban que era el mejor libro que habían leído, un halago que no había recibido por ningún otro título. Una agencia de viajes inglesa se dirigió a mí para plantearme la creación de una festividad de los «Pilares de la Tierra». Empezaba a parecer un libro de culto.

Finalmente comprendía qué ocurría. Era uno de esos libros en que actúa el boca a boca. En el mundo editorial es sabido que la mejor publicidad es aquella que no puede comprarse: la recomendación personal de un lector a otro. Ese era el motivo de las ventas de Pilares. Tú lo has conseguido, querido lector. Editores, agentes, críticos y aquellos que otorgan los premios literarios pasaron por alto en general este libro, pero no vosotros. Vosotros os disteis cuenta de que era distinto y especial, y vosotros lo comunicasteis a vuestros amigos, y al final corrió la voz.

Y así ocurrió. Parecía el libro menos adecuado; yo parecía el autor menos adecuado, y estuve a punto de no escribirlo. Sin embargo es mi mejor libro, y vosotros lo habéis honrado con vuestra lectura.

Os lo agradezco.

KEN FOLLETT

Stevenage, Hertforshire

enero 1999

En la noche del 25 de noviembre de 1120, el «Navío Blanco» zarpó rumbo a Inglaterra y se hundió en Barfleur con todos cuantos viajaban a bordo salvo uno… El navío era lo más moderno en transportes marítimos e iba dotado de todos los adelantos conocidos por los armadores de la época… La notoriedad de aquel naufragio se debía al gran número de personalidades que se encontraban a bordo. Además del hijo y heredero del rey, viajaban también dos bastardos reales, varios condes y barones y gran parte de la Corte… Su trascendencia histórica fue la de dejar a Henry sin heredero directo y su resultado final el de una lucha por la sucesión y el periodo de anarquía que siguió a la muerte de Henry.

A. L. POOLE. Desde el Libro Domesday [1] a la Carta Magna

Prólogo - 1123

Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.

Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela de las covachuelas, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura y sus huellas fueron las primeras en macular su perfecta superficie. Se encaminaron a través de las arracimadas chozas de madera y a lo largo de las calles de barro helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde la horca permanecía a la espera.

Los muchachos aborrecían cuanto sus mayores tenían en estima.

Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de risa a la vista de un lisiado y, de encontrarse con un animal herido, lo mataban a pedradas. Alardeaban de heridas y mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración especial ante una mutilación. Un chico al que le faltara un dedo podía llegar a ser un rey.

Amaban la violencia, podían recorrer millas para presenciar derramamientos de sangre y jamás se perdían un ahorcamiento.

Uno de los muchachos orinó en la tarima de la horca. Otro subió los escalones, se llevó los dedos a la garganta, se dejó caer y contrajo el rostro parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los otros lanzaron voces de admiración, y dos perros aparecieron en la plaza del mercado, ladrando y corriendo. Uno de los muchachos más pequeños empezó a devorar una manzana, y uno de los mayores le dio un puñetazo en la nariz y se la quitó. El más pequeño se desahogó lanzando una piedra contra uno de los perros, que se alejó aullando.

Luego, como no había nada más que hacer, se sentaron sobre el pavimento seco del pórtico de la gran iglesia a la espera de que sucediera algo.

Detrás de las persianas de las sólidas casas de madera y piedra que se alzaban alrededor de la plaza, oscilaba la luz de las velas en los hogares de artesanos y mercaderes prósperos, mientras las fregonas y los aprendices encendían el fuego, calentaban agua y preparaban las gachas de avena. El día cambió de la negra oscuridad a una luz grisácea. La gente del pueblo empezó a salir de los bajos portales, envueltos en gruesos abrigos de lana tosca, acercándose temblorosos de frío hasta el río para coger agua.

Pronto un grupo de hombres jóvenes, mozos de caballos, braceros y aprendices irrumpieron en la plaza del mercado. Desalojaron a bofetadas y puntapiés a los chiquillos del pórtico de la iglesia recostándose luego en los arcos de piedra esculpida, rascándose, escupiendo en el suelo y comentando con afectada seguridad la muerte por ahorcamiento. Si tiene suerte, afirmaba uno, el cuello se lo rompe tan pronto como cae, una muerte rápida y sin dolor. Pero de no ser así se queda ahí colgado, se pone amoratado, con la boca abierta, y se agita como un pez fuera del agua hasta quedar estrangulado. Otro aseguró que morir así podía durar el tiempo que le cuesta a un hombre recorrer una milla, y un tercero dijo que aún podía ser peor. Él había presenciado un ahorcamiento de un hombre en que el cuello se le había alargado treinta centímetros para cuando murió.

Las mujeres viejas formaban un grupo en el lado opuesto del mercado, lo más lejos posible de los jóvenes, que eran capaces de gritar comentarios vulgares a sus abuelas. Las ancianas siempre se levantaban temprano, aunque ya no tuvieran bebés ni niños de quienes preocuparse. Y eran las primeras en encender el fuego y en barrer el hogar. Su líder reconocida, la fornida viuda Brewster, se unió a ellas haciendo rodar un barril de cerveza con la misma facilidad con que un niño hace rodar un aro. Antes de que diera tiempo a quitar la tapa se congregó un pequeño grupo de clientes esperando con sus jarras.

El alguacil del sheriff [2] abrió la puerta principal para dar paso a los campesinos que vivían en los alrededores, en las casas adosadas a los muros de la ciudad. Algunos llevaban huevos, leche y mantequilla fresca para vender, otros acudían a comprar cerveza o pan y había quienes permanecían en pie en la plaza, esperando a que tuviese lugar el ahorcamiento.

De vez en cuando la gente ladeaba la cabeza como gorriones cautelosos y echaban una ojeada al castillo que se alzaba en la cima de la colma que dominaba el pueblo. Veían subir de forma constante el humo de la cocina y el ocasional destello de una antorcha por detrás de las ventanas estrechas como flechas de la despensa de piedra. Y de repente, más o menos en el momento en que el sol apareció por detrás de las densas nubes grises, se abrieron las pesadas puertas de madera y salió un pequeño grupo. El sheriff iba en cabeza montando un hermoso corcel negro seguido por un carro tirado por bueyes en el que iba el prisionero maniatado.

Detrás del carro cabalgaban tres hombres y, aunque a aquella distancia no podían distinguirse sus rostros, su indumentaria delataba un caballero, un sacerdote y un monje. Dos hombres de armas cerraban la procesión.

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