Capítulo Dieciséis 17 страница

Sin embargo, mientras estaba con Aliena, esta no dio el menor indicio de la que iba a organizar más tarde. Había dicho, en tono más bien tranquilo: Creo que no estamos hechos el uno para el otro, pero él había considerado aquello como una muestra de encantadora modestia por parte de ella y le había asegurado que sí, que estaba hecha para él. No pensó ni por un momento que, tan pronto como él hubo salido de la casa, Aliena irrumpiría en la cámara en la que se encontraba su padre para anunciarle que no se casaría con William, que nada podría persuadirla, que preferiría entrar en un convento y que aunque la arrastraran encadenada hasta el altar no pronunciaría los votos. La muy zorra, se decía William, la muy zorra. Pero no conseguía acumular todo el veneno que escupía madre cuando hablaba de Aliena. No quería despellejar viva a Aliena. Quería montar su ardiente cuerpo y besarle la boca.

El oficio divino de la Epifanía terminó con el anuncio del fallecimiento del obispo. William esperaba que aquellas noticias superaran finalmente la sensación de la ruptura del matrimonio. Los monjes salieron en procesión y hubo un murmullo sordo de conversaciones nerviosas, mientras los fieles se dirigían hacia la salida. Muchos de ellos tenían lazos materiales y espirituales con el obispo, en su calidad de arrendatarios, subarrendatarios o empleados en sus tierras, y todo el mundo estaba interesado en la persona que le sucedería y si el sucesor introduciría algún cambio. La muerte de un gran señor siempre era peligrosa para quienes se encontraban bajo su férula.

Mientras William seguía a sus padres a lo largo de la nave quedó sorprendido al ver que el arcediano Waleran se dirigía hacia ellos. Avanzaba enérgico a través de los fieles como un enorme perro negro entre un rebaño de vacas. Y precisamente como vacas le miraba nerviosa la gente por encima del hombro y se apartaba uno o dos pasos de su camino. Waleran ignoró a los campesinos, aunque intercambiaba unas palabras con cada miembro de la pequeña nobleza. Al llegar junto a los Hamleigh, saludó al padre de William, hizo caso omiso de este y dirigió su atención a madre.

—Una verdadera lástima lo del matrimonio —dijo.

William enrojeció. ¿Creería aquel estúpido que se estaba mostrando cortés con su conmiseración?

Madre no se sintió más inclinada que William a hablar del tema.

—Yo no soy de las que guardan rencor —dijo mintiendo descaradamente.

Waleran pasó por alto sus palabras.

—He oído algo sobre el conde Bartholomew que quizás le interese —dijo. Bajó aún más el tono de la voz para que nadie pudiera escuchar sus palabras—. Parece que el conde no renegará de sus promesas al fallecido rey.

—Bartholomew siempre fue un estirado hipócrita —contestó el padre.

Waleran pareció molesto. Quería que le escucharan, no que hicieran comentarios.

—Bartholomew y el conde Robert de Gloucester no acatarán al rey Stephen, que como sabéis es el elegido de la Iglesia y los barones.

William se preguntaba por qué un arcediano estaría contando a un señor las disputas habituales entre barones. Al parecer su padre pensaba lo mismo.

—Pero no hay nada que los condes puedan hacer —dijo.

Madre compartía la impaciencia de Waleran ante los comentarios que intercalaba el padre.

—Escucha —le siseó.

—Lo que he oído es que están planeando organizar una rebelión y hacer reina a Maud —dijo Waleran.

William no podía creer lo que oía. ¿Podía el arcediano haber hecho en realidad aquella temeraria afirmación con una voz tranquila y segura, precisamente en la nave de la catedral de Kingsbridge? Podrían ahorcar a un hombre por ella, fuera falsa o verdadera.

Padre también se mostró sobresaltado, pero madre reflexionó pensativa.

—Robert de Gloucester es hermano del padre de Maud… Tiene lógica.

William se preguntó cómo podría mostrarse tan práctica con semejante noticia escandalosa. Pero era muy lista y casi siempre tenía razón en todo.

—Cualquiera que pusiera fuera de combate al conde Bartholomew y detuviera la rebelión antes de que comenzara se ganaría la gratitud eterna del rey Stephen y de la Santa Madre Iglesia —dijo Waleran.

—¿De veras? —dijo padre aturdido, mientras madre asentía como si estuviera al tanto de todo aquello.

—A Bartholomew le esperan de regreso en su casa mañana. —Waleran levantó los ojos y captó la mirada de alguien. Volvió a mirar a madre y dijo—: pensé que, de todos, los más interesados seríais vos.

Luego se alejó para saludar a otros.

William se le quedó mirando. ¿Era aquello todo lo que en realidad iba a decir?

Los padres de William reanudaron la marcha y él les siguió afuera atravesando la gran puerta de arcada. Durante las últimas cinco semanas William había oído hablar mucho sobre quién sería rey, pero la cuestión pareció haber quedado zanjada al ser coronado Stephen en la abadía de Westminster tres días antes de Navidad. Ahora, si Waleran estaba en lo cierto, la cuestión se planteaba de nuevo. ¿Pero por qué Waleran había mostrado tanto interés en decírselo a los Hamleigh?

Atravesaron el prado hasta las cuadras. Tan pronto como hubieron dejado atrás al gentío reunido en el pórtico de la iglesia, y cuando nadie podía oírles, padre se mostró excitado.

—¡Vaya un golpe de suerte! Precisamente al hombre que insultó a la familia se le acusa de alta traición.

William no comprendía en qué consistía aquel golpe de suerte, pero era evidente que madre sí, porque hizo una señal de asentimiento.

—Podemos arrestarle a punta de espada y colgarle del árbol más próximo —siguió diciendo el padre. No había pensado en aquello, pero entonces lo vio como un fogonazo. Si Bartholomew era un traidor estaba justificado matarle.

—Ahora podemos vengarnos —intervino excitado—. ¡Y en vez de que nos castiguen recibiremos por ello una recompensa del rey!

—Podrían llevar de nuevo la cabeza bien alta y…

—Sois unos estúpidos —dijo madre con repentina virulencia—. Unos idiotas ciegos y sin dos dedos de seso. Así que colgaríais a Bartholomew del árbol más próximo. ¿Habré de deciros lo que ocurriría entonces?

Ninguno de los dos dijo palabra. Cuando estaba de aquel humor era preferible no contestar a sus preguntas.

—Robert de Gloucester negaría que hubiese conspiración alguna. Luego abrazaría al rey Stephen y le juraría lealtad. Y ahí acabaría todo salvo que a vosotros dos os colgarían por asesinos.

William se estremeció. Le aterraba la idea de que le colgaran; tenía pesadillas. No obstante, comprendía que madre tenía razón. El rey podía creer, o simular que creía, que nadie podía ser lo bastante temerario para rebelarse contra él, y no dudaría en sacrificar dos vidas para darle visos de credibilidad.

—Tienes razón —dijo padre—. Lo ataremos como a un cerdo para la matanza y se lo llevaremos vivo al rey a Winchester, lo denunciaremos allí mismo y reclamaremos nuestra recompensa.

—¿Por qué no te detienes a pensar? —dijo madre desdeñosa. Estaba muy tensa y William pudo darse cuenta de que se encontraba tan nerviosa por todo aquello como padre, pero de distinta manera—. ¿Querría el arcediano Waleran llevar un traidor atado ante el rey? —preguntó—. ¿Querría una recompensa para él? ¿Es que no sabéis que lo que codicia con todo su corazón es el obispado de Kingsbridge? ¿Por qué te ha concedido el privilegio de hacer el arresto? ¿Por qué se ha esforzado por encontrarse con nosotros en la iglesia, como por casualidad, en vez de venir a vernos directamente a Hamleigh? ¿Por qué nuestra conversación ha sido tan corta e indirecta?

Hizo una pausa retórica como esperando una respuesta, pero tanto William como padre sabían bien que en realidad no la quería.

William recordó que se suponía que a los sacerdotes no les gustaba el derramamiento de sangre y consideró la posibilidad de que quizás fuera ese el motivo de que Waleran no quisiera verse implicado en la detención de Bartholomew. Aunque recapacitando mejor se dio cuenta de que Waleran no tenía semejantes escrúpulos.

—Yo os diré por qué —siguió diciendo madre—. Porque no está seguro de que Bartholomew sea un traidor. Su información no es del todo fidedigna. No sé de dónde ha podido sacarla; tal vez escuchó una conversación entre borrachos, o interceptó un mensaje ambiguo. Incluso ha podido hablar con un espía de dudosa credibilidad. En cualquier caso no está dispuesto a arriesgar el cuello. No está dispuesto a acusar abiertamente de traición al conde Bartholomew, por si acaso la acusación resultara ser falsa y entonces el propio Waleran sería acusado de calumniador. Quiere que otro corra el riesgo y haga el trabajo sucio para él. Y cuando todo hubiera terminado, si ha sido probada la traición, daría un paso adelante y se adjudicaría su parte del mérito. Pero si resultara que Bartholomew es inocente, Waleran jamás admitiría haber dicho lo que nos ha dicho hoy.

Parecía muy claro, tal como ella lo presentaba. De no ser por madre, William y su padre habrían caído inexorablemente en la trampa que les había tendido Waleran. Habrían actuado de agentes de Waleran con la mejor voluntad, y corrido los riesgos por él. El juicio político de madre era verdaderamente sagaz.

—¿Quieres decir que debemos olvidarnos sencillamente de eso? —preguntó padre.

—Desde luego que no. —Los ojos de madre centellearon—. Todavía existe una posibilidad de destruir a la gente que nos ha humillado. —Un palafrenero tenía su caballo preparado. Le cogió las riendas y le indicó que se alejara, pero no montó inmediatamente. Permaneció en pie junto al caballo, palmeándole el cuello en actitud reflexiva, y habló en voz queda—. Necesitamos una prueba de la conspiración para que nadie pueda negarla cuando hayamos presentado nuestra acusación. Tendremos que lograr esa prueba con el mayor sigilo, sin descubrir a nadie lo que estamos buscando. Luego, cuando la tengamos, podremos arrestar al conde Bartholomew y conducirlo ante el rey. Enfrentado a la prueba, Bartholomew confesará y suplicará clemencia. Entonces nosotros pediremos nuestra recompensa.

—Y negaremos que Waleran nos ha ayudado —añadió padre.

Madre sacudió negativamente la cabeza.

—Déjale que tenga su parte de gloria y su recompensa. Entonces estará en deuda con nosotros. Eso puede favorecernos mucho.

—Pero ¿cómo buscaremos la prueba de la conspiración? —preguntó ansioso padre.

—Habremos de encontrar una manera de acercarnos a los alrededores del castillo de Bartholomew. —Madre frunció el ceño—. No será fácil. Nadie creería que fuéramos a hacerle una visita. Todos saben que aborrecemos a Bartholomew.

A William se le ocurrió una idea.

—Yo puedo ir —dijo.

Sus padres mostraron cierto sobresalto.

—Supongo que despertarías menos sospechas que tu padre. Pero ¿con qué pretexto? —dijo madre.

William ya había pensado en ello.

—Puedo ir a ver a Aliena —dijo, y el pulso se le aceleró sólo de pensarlo—. Puedo suplicarle que recapacite sobre su decisión. Después de todo, en realidad no me conoce. Me juzgó mal cuando nos vimos. Puedo ser un buen marido para ella. Tal vez sólo necesite que le corteje con más intensidad —sonrió con una sonrisa cínica para que no se dieran cuenta de que sentía cada una de sus palabras.

—Una excusa perfectamente creíble —dijo madre. Miró fijamente a William—. Me pregunto si, después de todo, el muchacho puede tener algo del cerebro de su madre.

Por primera vez en meses, William se sentía optimista al ponerse en camino al día siguiente de la Epifanía en dirección al castillo del conde. Era una mañana clara y fría. El viento del norte le azotaba las orejas y la nieve escarchada crujía bajo los cascos de su caballo de batalla. Llevaba una capa gris de un estupendo tejido de Flandes ribeteada de piel de conejo sobre una túnica escarlata.

Le acompañaba su palafrenero Walter. Cuando William tenía doce años, el viejo Walter se convirtió en su tutor de armas y le había enseñado a cabalgar, a cazar, esgrima y lucha. Ahora Walter era su palafrenero, compañero y guardia personal. Era tan alto como William, aunque más ancho; un tipo realmente formidable. Era nueve o diez años mayor que William, lo bastante joven para beber y perseguir a las muchachas, aunque de edad suficiente para mantener al muchacho fuera de líos cuando era necesario. Era el mejor amigo de William.

William sentía una extraña excitación ante la perspectiva de ver otra vez a Aliena, aún sabiendo que se arriesgaba a un nuevo rechazo y humillación. Aquel atisbo fugaz en la catedral de Kingsbridge cuando por un instante se encontró con sus extraordinarios ojos oscuros, había reanimado el deseo que sentía por ella. Esperaba ansioso hablar con ella, estar cerca de ella, ver la cascada de sus bucles agitarse mientras hablaba, observar su cuerpo debajo del vestido.

Al propio tiempo, la oportunidad de vengarse había agudizado su odio. Estaba tenso e inquieto ante la idea de que ahora podría borrar la humillación sufrida por él y su familia.

Hubiera querido tener una idea más clara de lo que tenía que buscar. Estaba bastante seguro de que descubriría si la historia de Waleran era cierta, porque con toda seguridad habría señales de preparativos para la guerra en el castillo, agrupamiento de caballos, limpieza de armas, almacenamiento de alimentos, aún cuando, como era natural, aquellos preparativos parecerían tener otro fin, por ejemplo, el de una expedición, para engañar a cualquier posible observador casual. Pero convencerse de la existencia de una conspiración no era lo mismo que encontrar pruebas. A William no se le ocurría nada que pudiera considerarse como prueba. Pensaba tener los ojos bien abiertos y esperar a que la ocasión se presentara por sí sola. No obstante, se trataba de un plan realmente flojo y le atormentaba la persistente preocupación de que quizás la oportunidad se le escapara de las manos.

A medida que se acercaba empezó a ponerse nervioso. Se preguntaba si le negarían la entrada en el castillo, y por un momento le dominó el pánico hasta que comprendió que era sumamente improbable. El castillo era un lugar público y si el conde tomaba la decisión de cerrarlo a la pequeña nobleza local, sería tanto como proclamar que se fraguaba la traición.

El conde Bartholomew vivía a unas millas de la ciudad de Shiring. El castillo de Shiring estaba ocupado por el sheriff del condado, de manera que el conde tenía un castillo propio fuera de la ciudad. El pequeño pueblo que había crecido alrededor de las murallas del castillo era conocido como Earlcastle. William ya había estado antes allí, pero en esos momentos lo contemplaba a través de los ojos de un atacante.

Había un foso profundo y ancho con la forma del número ocho, con el círculo superior más pequeño que el inferior. La tierra que había sido excavada para hacer el foso estaba amontonada en el interior de los círculos formando terraplenes. Al pie del ocho un puente atravesaba el foso y en el muro de tierra había una brecha dando paso al círculo inferior. Era la única entrada.

No había forma de alcanzar el círculo superior salvo atravesando el inferior y cruzando otro puente sobre el foso que dividía los dos círculos. El círculo superior era el sanctasanctórum.

Mientras William y Walter cabalgaban por los campos abiertos que rodeaban el castillo pudieron ver idas y venidas continuas. Dos hombres de armas atravesaron el puente en caballos veloces yéndose en distintas direcciones. Y un grupo de cuatro jinetes precedió a William por el puente cuando entró con Walter.

William observó que la última sección del puente podía retraerse en el macizo recinto de piedra que formaba la entrada al castillo. Alrededor de toda la muralla de piedra y a intervalos se alzaban atalayas también de piedra, de tal manera que todos los sectores del perímetro quedaban cubiertos por arqueros de la defensa. Tomar ese castillo mediante ataque frontal sería una operación larga y sangrienta, y los Hamleigh no podían reunir un número suficiente de hombres para asegurarse del éxito. Esa fue la conclusión pesimista de William. Naturalmente, ese día el castillo estaba abierto para el comercio.

William dio su nombre al centinela de la entrada y fue admitido sin más requisitos. En el interior del círculo inferior, protegidos del mundo exterior por las murallas de tierra, se alzaban los edificios domésticos habituales: cuadras, cocinas, talleres, un retrete y una capilla. Reinaba un ambiente bullicioso. Los palafreneros, los escuderos, los sirvientes y las doncellas, todos se movían con diligencia y hablaban ruidosamente, saludándose unos a otros y gastando bromas.

Para una mente que no fuera recelosa, todo aquel bullicio y las idas y venidas quizás sólo fueran la reacción normal ante el regreso del señor, pero a William le pareció que allí había algo más.

Dejó a Walter en las cuadras con los caballos y se dirigió al extremo más alejado del recinto donde, exactamente enfrente de la garita del centinela, había un puente sobre el foso que conducía al círculo superior. Una vez que lo hubo cruzado le interceptó otro centinela en otra garita. En esa ocasión le preguntó qué le llevaba allí.

—He venido a ver a Lady Aliena —dijo William.

El centinela no le conocía pero le miró de arriba abajo, observando su hermosa capa y túnica roja, y le tomó por lo que parecía, un esperanzado pretendiente.

—Encontrará a la joven Lady en el salón grande —le dijo con una sonrisa.

En el centro del círculo superior había un edificio de piedra cuadrado de tres pisos y gruesos muros. Era la torre del homenaje. Como de costumbre la planta baja era un almacén. El gran salón estaba sobre el almacén y se podía llegar a él por una escalera de madera exterior que podía ser retirada dentro del edificio. En el piso superior estaría el dormitorio del conde. Aquel sería su último baluarte cuando los Hamleigh acudieran a apresarle.

Todo el trazado presentaba una formidable serie de obstáculos para el atacante. Naturalmente, ese era el quid. Pero ahora que William estaba intentando descubrir la forma de superar los obstáculos, vio con extraordinaria claridad la función de los diferentes elementos del esquema. Incluso si los visitantes llegaran a alcanzar el círculo inferior, aún tendrían que atravesar otro puente y otra garita de centinela y luego asaltar la recia torre del homenaje. Como quiera que fuese habían de alcanzar el piso superior, posiblemente construyendo ellos mismos una escalera, e incluso allí habría de nuevo lucha, con toda probabilidad, para subir las escaleras desde el salón hasta el dormitorio del conde. La única manera de tomar ese castillo era con todo sigilo. Así lo comprendió William e intentó descubrir la forma de introducirse clandestinamente.

Subió las escaleras y entró en el salón. Estaba lleno de gente, pero el conde no se encontraba allí. En el rincón más alejado, a mano izquierda, podía verse la escalera que conducía a su dormitorio y a unos quince o veinte caballeros y hombres de armas sentados al pie de ella hablando en voz baja. Eso no era corriente. Los caballeros y los hombres de armas constituían clases sociales distintas. Los caballeros eran terratenientes que vivían de sus rentas en tanto que los hombres de armas recibían su soldada al día. Los dos grupos se transformaban en camaradas sólo cuando soplaban vientos de guerra. William reconoció a alguno de ellos. Allí estaba Gilbert Catface, un viejo luchador de temperamento violento con una barba descuidada y largas patillas, que aunque había pasado ya los cuarenta seguía manteniéndose vigoroso. Ralph de Lyme, que se gastaba más en trajes que en una novia y que ese día llevaba una capa azul forrada de seda roja. Jack Fitz Guillaume, que ya era caballero aunque apenas tuviera unos años más que William. Y algunos otros cuyos rostros le eran vagamente familiares. Hizo un saludo con la cabeza pero le prestaron escasa atención. Aunque era bien conocido, también era demasiado joven para ser importante.

Se volvió y recorrió con la mirada el salón hasta el extremo opuesto. Y al instante descubrió a Aliena. Su aspecto era totalmente distinto al del día anterior. Entonces iba vestida para asistir a la catedral, con seda preciosa, lana y lino, con sortijas, cintas y botas de punta afilada. En aquel momento llevaba la túnica corta de una campesina o de una niña, e iba descalza. Estaba sentada en un banco estudiando un tablero de juego con fichas de diferentes colores. Mientras William la observaba se subió la túnica y cruzó las piernas, descubriendo las rodillas al tiempo que arrugaba, preocupada, la nariz. El día anterior su aspecto era enormemente sofisticado; hoy era una chiquilla vulnerable y William la encontró más deseable todavía. De repente, se sintió avergonzado de que aquella niña hubiera sido capaz de causarle tanta angustia y ardía en deseos de encontrar una forma de demostrarle que podía dominarla. Era una sensación casi semejante a la de la lujuria. Estaba jugando con un muchacho tres años menor que ella, que mantenía una actitud inquieta e impaciente. Era evidente que no le gustaba el juego. William pudo darse cuenta de un parecido familiar entre los dos jugadores. En realidad, el muchacho era igual que Aliena, tal como William la recordaba en su infancia, con la misma nariz respingona y el pelo corto. Debía tratarse de Richard, su hermano pequeño y heredero del condado.

William se acercó más. Richard le echó una mirada rápida y volvió luego su atención al tablero. Aliena se mostraba concentrada. El tablero de madera pintada tenía la forma de una cruz y estaba dividido en cuadros de distintos colores. Las fichas parecían de marfil, blancas y negras. El juego era, sin duda, una variante del chaquete, o las tablas reales, y probablemente se trataba de un regalo que el padre de Aliena les había traído de Normandía. William estaba más interesado en Aliena. Cuando se inclinaba sobre el tablero el escote de su túnica se ahuecaba y podía ver el nacimiento de sus pechos. Eran grandes, como él se los había imaginado. Se le quedó la boca seca.

Richard movió una ficha sobre el tablero.

—No. No puedes hacer eso —dijo Aliena.

—¿Por qué no? —preguntó el muchacho con enojo.

—Porque va contra las reglas, estúpido.

—No me gustan las reglas —replicó Richard con petulancia.

—¡Tienes que obedecer las reglas! —afirmó Aliena encolerizada.

—¿Por qué?

—Hazlo y ya está. ¡Eso es todo!

—Bueno, pues no lo hago —dijo Richard tirando de un manotazo el tablero, haciendo volar las fichas por los aires; rápida como el rayo, Aliena le dio un bofetón.

El chico lanzó un grito, con el orgullo y la cara heridos.

—Eres… —vaciló un instante—. ¡Eres un jodido demonio! —gritó.

Dio media vuelta y echó a correr pero a los pocos pasos colisionó como una catapulta contra William.

William le cogió por un brazo y lo levantó en alto.

—Procura que el sacerdote no te oiga llamar semejantes cosas a tu hermana —le dijo.

Richard se revolvía y chillaba.

—Me haces daño… ¡Suéltame!

William le retuvo todavía un momento. Richard dejó de revolverse y se echó a llorar. William le dejó en el suelo y el chiquillo se alejó corriendo hecho un mar de lágrimas.

Aliena miraba a William, olvidando el juego, con gesto extrañado que le hacía arrugar la nariz.

—¿Qué haces aquí? —dijo. Hablaba en voz baja y tranquila, como una persona de más edad.

William se sentó en el banco sintiéndose complacido por la manera autoritaria con que había tratado a Richard.

—He venido a verte —dijo.

—¿Por qué? —La expresión de ella se hizo cautelosa.

William se acomodó de forma que pudiera vigilar la escalera. Vio entrar en el salón a un hombre de unos cuarenta años, vestido como un servidor de alto rango, con una túnica corta de excelente tejido.

Hizo una seña a alguien y de inmediato un caballero y un hombre de armas se dirigieron juntos a la escalera.

—Quiero hablar contigo. —William volvió de nuevo la mirada a Aliena.

—¿Sobre qué?

—Sobre tú y yo.

Por encima del hombro vio que se acercaba a ellos el servidor. Había algo afeminado en la manera de andar de aquel hombre. En la mano llevaba un pan de azúcar, de un color marrón indefinido y en forma de cono. En la otra, una raíz retorcida que parecía jengibre. El hombre era sin lugar a dudas el mayordomo de la casa y había ido al depósito de especias, una alacena cerrada con llave en el dormitorio del conde, para retirar la provisión diaria de ingredientes preciosos, que en aquel momento se disponía a llevar al cocinero. Azúcar, tal vez para endulzar la tarta de manzanas silvestres, y el jengibre para aromatizar las lampreas.

Aliena siguió la mirada de William.

—Hola, Matthew.

El mayordomo le sonrió y partió un trozo de azúcar para ella.

William tuvo la impresión de que Matthew sentía un gran afecto y devoción por Aliena. Algo en la actitud de ella debió hacerle comprender que estaba incómoda, porque su sonrisa se transformó en un gesto preocupado.

—¿Va todo bien? —preguntó con voz tranquila.

—Sí, gracias.

Matthew miró a William y pareció sorprendido.

—El joven William Hamleigh, ¿no?

William se sintió inquieto al verse reconocido, aunque fuera inevitable.

—¡Guárdate tu azúcar para los niños! —dijo, aún cuando no se lo hubieran ofrecido—. A mí no me gusta.

—Muy bien, señor. —Matthew decía con la mirada que no había llegado a donde estaba creando dificultades a los hijos de la pequeña nobleza. Se volvió hacia Aliena—. Tu padre ha traído una seda maravillosamente suave… Luego te la enseñaré.

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