Capítulo Dieciséis 47 страница

—¿Qué es eso? —preguntó a Arthur señalándola.

—No lo he visto hasta ahora, señor —repuso este nervioso.

William pensó que mentía.

—Es un molino de agua, ¿verdad?

Arthur se encogió de hombros pero su indiferencia resultó poco convincente.

—No imagino qué otra cosa puede ser ahí junto al arroyo.

¿Cómo podía mostrarse tan insolente cuando acababa de ver a un campesino apaleado casi hasta la muerte por orden suya?

—¿Pueden mis siervos construir molinos sin mi permiso? —preguntó casi al borde de la desesperación.

—No, señor.

—¿Y sabes por qué está prohibido?

—Para que tengan que llevar su grano a los molinos del señor y pagarle por la molienda.

—Y el señor obtendrá beneficios.

—Sí, señor. —Arthur habló con el tono condescendiente de quien explica a un niño algo elemental—. Pero si pagan una multa por construir el molino, el señor se beneficiará igualmente.

A William su tono le pareció exasperante.

—No, no se beneficiará lo mismo. La multa nunca alcanzaría a lo que de otra manera habrían de pagar los campesinos. Por eso les gusta construir molinos. Y, también por eso, mi padre jamás lo permitió.

Sin dar tiempo a que Arthur pudiera contestarle, espoleó su caballo y se dirigió al molino. Sus caballeros le siguieron llevando a la zaga a los aldeanos en desordenado grupo.

William desmontó. No cabía la menor duda de lo que era aquella construcción. Una gran rueda giraba a impulsos de la rápida corriente del arroyo. La rueda hacía girar un astil que atravesaba el muro lateral del molino. Era una construcción de madera sólida, hecha para que durara. Quien la había construido esperaba a todas luces ser libre para utilizarla durante años.

El molinero se encontraba en pie, junto a la puerta abierta, con una pretendida expresión de ofendida inocencia. En la habitación, detrás de él, había sacos de grano amontonados de forma ordenada. William desmontó. El molinero se inclinó ante él con un ademán cortés. Pero ¿no había acaso en su mirada un atisbo de desdén? Una vez más, William tuvo la penosa sensación de que aquella gente creía que él era un don nadie y que su incapacidad para imponerles su voluntad le hacía sentirse impotente. Le embargaban la indignación y la frustración. Gritó furioso al molinero.

—¿Qué te hizo pensar que podrías salirte con la tuya? ¿Imaginas que soy tan estúpido? ¿Es eso? ¿Es eso lo que crees?

Y le dio al hombre un puñetazo en la cara.

El molinero lanzó un exagerado grito de dolor y cayó al suelo de manera premeditada.

William, pasando por encima de él, entró en el molino. El astil de la rueda exterior se hallaba conectado, con una serie de ruedas dentadas de madera, al astil de la muela en el piso de arriba. El grano molido caía a través de una tolva a la era a ras del suelo. El segundo piso, que tenía que soportar el peso de la muela, estaba sostenido por cuatro robustos maderos, cogidos sin duda del bosque de William sin su permiso. Si se cortaran esos maderos, toda la construcción se vendría abajo.

William volvió a salir. Hugh Axe (Hacha) llevaba sujeta a su montura el arma de la que había tomado el nombre.

—Dame tu hacha de combate —dijo William.

Hugh se la entregó.

William entró de nuevo y empezó a golpear los maderos de apoyo en el piso superior.

Le producía una satisfacción inmensa sentir los golpes del hacha contra la edificación que con tanto cuidado habían construido los campesinos en su intento de birlarle sus ingresos por molienda. Ahora ya no se ríen de mí, se dijo con bestial regocijo. Walter entró a su vez y se quedó mirando. William hizo una profunda hendidura en uno de los apoyos y luego cortó un segundo hasta la mitad. La plataforma superior, que soportaba el enorme peso de la muela, empezó a oscilar.

—Trae una cuerda —ordenó William.

Walter salió a buscarla.

William atacó los otros dos maderos y ahondó todo lo que se atrevió. La estructura estaba a punto para derrumbarse. Walter regresó con una cuerda. William la ató a uno de los maderos y luego sacó el otro extremo y lo amarró al cuello de su caballo de guerra.

Los campesinos observaban todos aquellos manejos en hosco silencio.

—¿Dónde está el molinero? —preguntó William una vez asegurada la cuerda.

El molinero se acercó manteniendo el aire de quien recibe un trato injusto.

—Átalo y mételo dentro, Gervase —dijo William.

El molinero intentó echar a correr; pero Gervase le puso la zancadilla, se sentó luego sobre él y le ató con correas las manos y los pies. Luego, los dos caballeros le agarraron. El molinero empezó a forcejear y a suplicar clemencia.

—No podéis hacer eso. Es asesinato. Ni siquiera un señor puede ir asesinando a la gente —protestó uno de los aldeanos adelantándose entre los reunidos allí.

—Si vuelves a abrir la boca te meteré adentro con él —le amenazó William apuntándole con un dedo tembloroso.

Por un instante, el hombre pareció desafiante. Luego lo pensó mejor y dio media vuelta.

Los caballeros salieron del molino. William hizo avanzar a su caballo hasta que la cuerda quedó tensa. Después le dio una palmada en la grupa, tensándola aún más.

El molinero empezó a gritar dentro de la casa. Eran alaridos que helaban la sangre. Eran las voces de un hombre poseído por un terror mortal, de un hombre que sabía que en cuestión de minutos iba a quedar aplastado hasta morir.

El caballo agitó la cabeza intentando aflojar la cuerda que le rodeaba el cuello. William le gritó y le asestó un puntapié en las ancas para que hiciera fuerza.

—¡Vosotros, tirad de la cuerda! —voces a sus hombres.

Los cuatro caballeros agarraron la cuerda tensa y unieron sus esfuerzos a los del caballo. Se alzaron en protesta las voces de los aldeanos; pero estaban demasiado aterrados para intervenir. Arthur se encontraba apartado de todos ellos, con aspecto de sentirse mal.

Los gritos del molinero se hicieron más agudos. William se imaginaba el terror ciego que debía embargar al hombre mientras esperaba su espantosa muerte. Se decía que ninguno de aquellos campesinos olvidaría jamás el castigo de los Hamleigh.

El madero crujió con fuerza. Se oyó un fuerte chasquido al romperse. El caballo saltó hacia delante y los caballeros soltaron la cuerda. Empezó a desplomarse una esquina del tejado. Las mujeres comenzaron a lanzar fuertes gemidos. Las paredes de madera del molino se estremecieron. Arreciaron los gritos del molinero. Hubo un potente estruendo al ceder el piso superior. Los chillidos enmudecieron de repente y el suelo tembló al caer la muela sobre la era. Las paredes se astillaron, el tejado se derrumbó y, al cabo de un instante, el molino se había convertido en un montón de leña con un muerto debajo.

William empezó a sentirse mejor.

Algunos aldeanos corrieron junto a las ruinas y empezaron a apartar maderas frenéticamente. Si esperaban encontrar al molinero con vida iban a tener una gran decepción. Su cuerpo tendría un aspecto horripilante. Tanto mejor.

William miró en torno suyo y vio a la muchacha de mejillas coloradas como las del bebé que llevaba en brazos, en pie detrás del gentío, como si intentase pasar inadvertida. Recordó al hombre de la barba negra, seguramente su padre, que tan interesado se mostró en que no fuera vista. Decidió que descubriría el misterio antes de abandonar la aldea. Se encontró con la mirada de ella y le hizo una seña para que se acercara. La muchacha miró hacia atrás con la esperanza de que estuviera llamando a otro.

—Tú —le dijo William—. Ven aquí.

El hombre de la barba negra la vio y gruñó exasperado.

—¿Quién es tu marido, zagala?

—No tiene ma… —empezó a decir el padre.

Sin embargo llegó demasiado tarde, porque la muchacha ya había contestado.

—Edmund.

—Así que estás casada. Pero ¿quién es tu padre?

—Yo lo soy —respondió el hombre de la barba—. Theobald.

William se volvió hacia Arthur.

—¿Es Theobald hombre libre?

—Es un siervo, señor.

—Y cuando la hija de un siervo se casa, ¿no tiene derecho el señor, como su propietario, a gozar de ella la noche de la boda?

Arthur se mostró escandalizado.

—¡Señor! Esa costumbre primitiva no se ha puesto en práctica en esta parte del mundo desde donde alcanza la memoria.

—Una gran verdad —reconoció William—. En su lugar, el padre paga una multa. ¿Cuánto pagó Theobald?

—Aún no la ha pagado, señor; pero…

—¡No la has pagado! Y la zagala tiene ya un hijo gordinflón de mejillas coloradas.

—Nunca tuvimos el dinero, señor. Ella estaba encinta de Edmund y querían casarse. Pero ahora podemos pagar porque hemos recogido la cosecha —dijo Theobald.

William sonrió a la muchacha.

—Déjame ver al niño.

Ella lo miró temerosa.

—Vamos. Dámelo.

La muchacha tenía miedo pero le resultaba imposible decidirse a entregarle al crío. William se le acercó más y le quitó con delicadeza el chiquillo. La moza lo miró con ojos aterrorizados pero no se resistió. El bebé empezó a gritar. William lo sostuvo por un instante. Luego, lo agarró por los tobillos con una mano y con movimiento rápido lo lanzó al aire, todo lo que le fue posible. La muchacha lanzó un alarido semejante al de un fantasma agorero anunciando la muerte, siguiendo con la mirada la trayectoria hacia arriba del pequeñín. El padre corrió con los brazos extendidos, intentando recogerlo cuando cayera.

Mientras la muchacha miraba hacia arriba gritando, William la agarró por el traje y se lo rasgó. Tenía un cuerpo juvenil, redondeado y sonrosado.

El padre logró recoger al bebé, poniéndolo a salvo. La joven intentó echar a correr. Pero William la alcanzó y la tiró al suelo.

El padre entregó el niño a una mujer y se volvió a mirar a William.

—Como no pude ejercer mi derecho de pernada en la noche de bodas, y tampoco me ha sido pagada la multa, ahora me cobraré lo que se me debe —dijo William.

El padre se precipitó hacia él. William desenvainó su espada. El padre se detuvo. William miró a la zagala, caída en el suelo, intentando cubrir su desnudez con las manos. El miedo de ella le excitaba.

—Y, cuando haya terminado, también la disfrutarán mis caballeros —dijo con sonrisa satisfecha.

En tres años, Kingsbridge había cambiado hasta el punto de estar irreconocible.

William no había estado allí desde Pentecostés, cuando Philip y su ejército de voluntarios frustraron los planes de Waleran Bigod. Había entonces cuarenta o cincuenta casas de madera que rodeaban como un enjambre la puerta del priorato y se desperdigaban por el sendero cenagoso que conducía, ladera abajo, hasta el puente. Sin embargo, en esos momentos, al acercarse a la aldea, vio a través de los campos ondulantes, que había al menos tres veces más de casas. Formaban una franja parda a lo largo del muro de piedra gris del priorato y cubrían por completo el espacio entre este y el río. Algunas de aquellas casas parecían grandes. En el interior del recinto del priorato, había nuevos edificios de piedra y los muros de la iglesia daban la impresión de estar alzándose con rapidez. Junto al río, había dos nuevos muelles. Kingsbridge se estaba convirtiendo en una ciudad.

El aspecto de aquel lugar le confirmaba la sospecha que venía albergando desde que regresó de la guerra. Durante su recorrido cobrando rentas atrasadas y aterrorizando a los siervos desobedientes, había estado oyendo hablar de Kingsbridge. Los jóvenes desposeídos de tierras iban allí a trabajar; familias pudientes enviaban a sus hijos a la escuela del priorato; los pequeños propietarios vendían sus huevos y sus quesos a los hombres que trabajaban en la construcción.

Y todo aquel que podía, acudía allí en las fiestas de guardar a pesar de que no hubiera catedral. El de hoy era un día sagrado, el de la Sanmiguelada, que ese año caía en domingo. En aquella mañana tibia, de principios de otoño, el tiempo era bueno para viajar, de manera que habría un buen gentío. William esperaba averiguar qué era lo que les impulsaba a acudir a Kingsbridge.

Con él cabalgaban sus cinco hombres. Habían llevado a cabo un trabajo de primera en las aldeas. Las noticias del recorrido de William se habían propagado con extraordinaria rapidez y, a los pocos días, la gente sabía a qué atenerse. Ante la próxima llegada de William solían enviar a sus hijos y a las mujeres jóvenes a ocultarse en el bosque. William gozaba infundiendo pavor en los corazones de las gentes. De esa manera los mantenía en su lugar. ¡Ahora ya sabían bien quién estaba al mando!

Cuando el grupo se acercaba a Kingsbridge, puso su caballo al trote y los demás le imitaron. Llegar veloces siempre resultaba más impresionante. Las gentes se retiraban apretándose en los linderos del camino, o se lanzaban hacia los campos para apartarse de los grandes caballos, cuyos cascos resonaban estruendosos por el puente de madera, dando sus jinetes de lado al funcionario que se encontraba en la garita para el cobro del portazgo. Pero se vieron obligados a reducir de pronto la marcha al encontrar la angosta calle bloqueada ante ellos por una carreta cargada de barriles de cal, tirada por dos poderosos bueyes de movimientos lentos.

William miró en derredor mientras seguían al carro en su ascenso por la ladera de la colina. Casas nuevas, construidas de forma apresurada, llenaban los espacios existentes entre las antiguas. Pudo ver una pollería, una cervecería, una herrería y una zapatería. Existía un inconfundible ambiente de prosperidad. William sintió envidia. Sin embargo no había mucha gente por la calle. Tal vez estuvieran todos arriba, en el priorato. Con sus caballeros a la zaga siguió a la carreta de bueyes a través de las puertas del priorato. No era la clase de entrada que a él le gustaba hacer, y sintió un atisbo de inquietud ante la posibilidad de que la gente se diera cuenta y se riera de él.

Pero, por fortuna, nadie miró.

En claro contraste con la ciudad desierta al otro lado de los muros, en el recinto del priorato reinaba la más afanosa actividad. William detuvo su caballo y miró alrededor intentando captarlo todo. Había tanta gente y tanto trasiego de un lado a otro que, en un principio, le pareció algo desconcertante. Luego, el panorama se dividió en tres secciones.

En la zona más cercana a él, en el extremo oeste del recinto del priorato, había un mercado. Los puestos formaban hileras perfectas de norte a sur, y varios centenares de personas circulaban por los pasillos comprando comida y bebida, sombreros y zapatos, cuchillos, cinturones, patitos, cachorros, ollas, pendientes, lana, hilos, cuerda y otros muchos artículos de primera necesidad, y también superfluos.

Era evidente que el mercado florecía y que todos los peniques, medios peniques y cuartos de penique que cambiaban de manos debían sumar una gran cantidad de dinero. No era de extrañar, se dijo William con amargura, que en Shiring el mercado estuviera de capa caída cuando allí, en Kingsbridge, había una alternativa floreciente. Las rentas que pagaban los propietarios de puestos, los portazgos por suministros y los impuestos sobre las ventas que debería ingresar la tesorería del conde de Shiring iban a parar a los cofres del priorato de Kingsbridge.

Pero un mercado necesitaba de una licencia del rey, y William estaba seguro de que el prior Philip no la tenía. Probablemente pensaría solicitarla tan pronto como le pescaran, al igual que el molinero de Northbrook. Por desgracia, no le resultaría tan fácil a William dar una lección a Philip.

Más allá del mercado, había una zona de tranquilidad. Adyacente a los claustros, donde sin duda estuvo la crujía de la vieja iglesia, había un altar debajo de un dosel. Un monje de pelo blanco se encontraba en pie delante de él leyendo un libro. En el extremo más alejado del altar, unos monjes, formando filas perfectas, cantaban himnos; pero, a aquella distancia, la música quedaba ahogada por los ruidos procedentes de la plaza del mercado. Era una pequeña congregación.

Aquello debían ser nonas, un oficio sagrado reservado a los monjes, se dijo William. Como era natural, todo trabajo y toda actividad quedarían suspendidas, en el mercado, durante el principal servicio sagrado de la Sanmiguelada.

En el área más alejada del recinto del priorato, se estaba construyendo el extremo oriental de la catedral. En eso era en lo que el prior Philip estaba gastando lo que arañaba del mercado, se dijo con acritud William. Los muros tenían diez o doce metros de altura, y era ya posible ver la silueta de las ventanas y la línea de la arcada. Las intricadas estructuras, de aspecto ligero, del andamiaje de madera, colgaban de forma precaria del trabajo en piedra, semejantes a nidos de gaviotas sobre un risco cortado a pico. Por todo el recinto pululaban trabajadores. William pensó que había algo extraño en su aspecto. Al cabo de un momento se dio cuenta de que se trataba del colorido de sus trajes. Desde luego, aquellos no eran los peones habituales. Los trabajadores que cobraban tendrían ese día festivo.

Aquellas gentes eran voluntarios.

No había esperado que hubiera tantos. Centenares de hombres y mujeres acarreaban piedras, cortaban madera y hacían rodar barricas. También subían carros llenos de arena, desde el río. Todos ellos trabajando sin cobrar un céntimo, sólo para obtener el perdón de sus pecados.

El astuto prior había imaginado un hábil plan, pensó William con envidia. La gente que acudiera a trabajar en la catedral gastaría dinero en el mercado. La gente que acudiera al mercado dedicaría algunas horas a la catedral, por sus pecados. Una mano lava a la otra.

Cabalgó atravesando el cementerio, hasta llegar al enclave de la construcción, curioso por verla más de cerca.

Los ocho pilares macizos de la arcada desfilaban a cada lado en cuatro parejas opuestas. Desde lejos, William había pensado que podía ver los arcos redondeados uniendo un pilar con el otro; pero, en ese momento, se dio cuenta de que los arcos no habían sido construidos todavía. Lo que había visto era la cimbra en madera, a la que habían dado la forma que esto iba a tener, y sobre la que descansarían las piedras mientras se construían los arcos y la argamasa se endurecía. La cimbra no descansaba sobre el suelo, sino que se apoyaba en los moldes de proyectura de los capiteles en la parte superior de los pilares.

Los muros exteriores de los pasillos iban alzándose paralelos a la arcada, con espacios regulares para las ventanas. Entre hueco y hueco, se proyectaba un contrafuerte desde el muro. Mirando a través de los extremos abiertos de los muros sin terminar, William pudo ver que no eran de piedra maciza, sino muros dobles con un espacio entre sí. Al parecer la cavidad se rellenaba con escombros y argamasa.

El andamiaje estaba hecho con recias estacas unidas con caballetes de vástagos flexibles y juncos tejidos colocados a través de las estacas. William observó que en todo ello debían haber gastado cuantioso dinero.

Cabalgó alrededor del exterior del presbiterio, seguido de sus caballeros. Contra los muros, había cabañas colgadizas de madera, y viviendas para los artesanos. La mayoría de ellas estaban en aquellos momentos cerradas a cal y canto, porque ese día no había albañiles colocando piedras ni carpinteros haciendo cimbras. Sin embargo, los artesanos supervisores, el maestro albañil y el maestro carpintero, se encontraban dando instrucciones a los peones voluntarios, y les decían dónde tenían que almacenar la piedra, la madera, la arena y la cal que estaban acarreando desde las orillas del río.

William cabalgó alrededor del extremo este de la iglesia hasta el lado sur, donde su camino se vio bloqueado por los edificios monásticos. Entonces dio media vuelta, maravillado por la astucia del prior Philip, que tenía a sus maestros artesanos ocupados en domingo y a más trabajadores laborando sin paga.

Mientras reflexionaba acerca de lo que iba viendo, le pareció clarísimo que el prior Philip era responsable en gran medida del declive en la buena fortuna del Condado de Shiring. Las granjas estaban perdiendo a sus hombres jóvenes en favor de la construcción; y Shiring, la joya del Condado, estaba siendo eclipsada por la nueva ciudad de Kingsbridge, en rápido crecimiento. Los residentes en ella pagaban rentas a Philip, no a William, y la gente que compraba y vendía mercancías en su mercado proporcionaba ingresos al priorato y se los quitaba al Condado. Philip tenía la madera, las granjas ovinas y la cantera que un día fueron fuentes de riqueza para el conde.

William, acompañado de sus hombres, cabalgó de nuevo a través del recinto, hasta el mercado. Decidió echarle un vistazo más de cerca. Hizo entrar al caballo entre los vendedores. Marchaba muy despacio. La gente no se apartaba temerosa para abrirle paso. Cuando el caballo les empujaba, miraban a William con irritación o fastidio, más que con temor, y se apartaban del camino cuando les parecía bien, en actitud un tanto condescendiente. Allí no aterraba a nadie. Aquello le puso nervioso. Si la gente no se asustaba, era imposible predecir lo que podía hacer.

Recorrió una hilera y volvió por la siguiente, siempre con sus caballeros a la zaga. Le contrariaban los parsimoniosos movimientos del gentío. Habría ido más rápido andando; pero estaba seguro de que, en ese caso, aquellas gentes insubordinadas de Kingsbridge hubieran sido lo bastante insolentes como para darle empellones.

Se encontraba a mitad del recorrido en el pasillo de regreso cuando vio a Aliena.

Tiró bruscamente de las riendas y se quedó mirándola pasmado.

Ya no era aquella joven delgada, tensa y asustada, calzando zuecos que había visto allí mismo, en Pentecostés, hacía ya tres años. Su cara, enflaquecida entonces por la tensión, estaba de nuevo más llena y tenía un aspecto feliz y saludable. Los ojos oscuros le brillaban alegres, y los bucles danzaban alrededor de su rostro cuando movía la cabeza.

Estaba tan hermosa que la cabeza de William era un torbellino de deseo.

Vestía un traje escarlata, con ricos bordados y, en sus expresivas manos, centelleaban sortijas. La acompañaba una mujer de más edad, que permanecía en pie algo separada de ella, como una sirviente.

Mucho dinero, había dicho madre. Así era como Richard había podido convertirse en escudero y unirse al ejército del rey Stephen, equipado con hermosas armas. Maldita sea. Era una joven en la miseria, sin dinero ni poder…, ¿cómo lo había logrado? Se encontraba ante un puesto que vendía agujas de hueso, hilo de seda, dedales de madera y otros artículos para coser, discutiendo alegremente sobre los artículos con el judío de baja estatura y pelo oscuro que los vendía. Su actitud era firme, y se mostraba tranquila y segura de sí misma. Había recuperado las maneras que tuvo como hija del conde.

Parecía mucho mayor. Bueno, es que lo era. William tenía veinticuatro; así que ella debía andar ahora por los veintiuno. Pero representaba más edad aún. Ya no quedaba en ella nada de la niña que él había conocido. Era una mujer.

Aliena levantó la vista y se tropezó con su mirada.

La última vez que eso ocurrió, Aliena, ruborizada de vergüenza, había huido. En esta ocasión, siguió a pie firme sin apartar la vista. William intentó esbozar una sonrisa de complicidad. El rostro de ella expresó un desprecio abrumador.

William sintió que enrojecía. Seguía tan altanera como siempre, y se mofaba de él como lo hizo cinco años atrás. La había humillado y desflorado. Pero ya no se mostraba aterrada por su presencia. Quería hablarle y decirle que podía hacerle lo que ya le había hecho una vez. Pero no estaba dispuesto a gritárselo por encima de las cabezas de la multitud. La impávida mirada de ella le hacía sentirse empequeñecido. Intentó un gesto de desprecio; pero no le fue posible. Se daba cuenta de que estaba haciendo una estúpida mueca. Lleno de una profunda conturbación, dio media vuelta y espoleó a su caballo; pero aún así el gentío le obligó a aminorar la marcha, y la destructiva mirada de Aliena le abrasaba la nuca mientras iba alejándose de ella palmo a palmo.

Cuando al fin logró salir de la plaza del mercado, se encontró frente a frente con el prior Philip.

El pequeño galés se encontraba allí plantado, con los brazos en jarra y el pecho abombado en actitud agresiva. William vio que no estaba tan delgado como tiempo atrás y que el poco pelo que le quedaba se le estaba volviendo prematuramente gris. Tampoco parecía ya demasiado joven para su cargo. En esos momentos sus ojos azules brillaban por la ira.

—Lord William —le llamó en tono desafiante.

William logró apartar de su mente el pensamiento de Aliena y recordó que tenía una acusación que formular contra Philip.

—Me alegro de encontraros, prior.

—Y yo a vos —dijo furioso Philip, a pesar de que fruncía el ceño un poco dubitativo.

—Estáis levantando aquí un mercado —dijo William en tono reprobador.

—¿Y qué?

—No creo que el rey Stephen haya dado licencia para establecer un mercado en Kingsbridge. Ni tampoco ningún otro rey, que yo sepa.

—¿Cómo os atrevéis? —explotó Philip.

—Yo o cualquiera…

—¡Vos! —gritó Philip ahogando su voz—. ¿Cómo os atrevéis a venir aquí y hablar de una licencia…, vos que durante todo el mes pasado habéis recorrido este Condado provocando incendios, cometiendo robos, violaciones y al menos un asesinato?

—Eso no tiene nada que ver con…

—¡Cómo es posible que os atreváis a venir a un monasterio y hablar de licencias! —gritó Philip.

Dio un paso adelante señalando con dedo acusador a William, cuyo caballo le esquivó nervioso. La voz de Philip era más penetrante que la de William, a quien le resultaba imposible decir palabra; empezó a formarse un gentío de monjes, trabajadores voluntarios y clientes del mercado para seguir el altercado. Philip se mostraba imparable.

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