Capítulo Dieciséis 82 страница
—Imposible —repuso con brusquedad el hombre—. Órdenes del amo.
A Aliena le ofendió oír a aquel hombre hablar de esa manera a la joven.
—¡No seas estúpido! —le dijo—. ¡Tu obligación es velar por tu ama!
El guardián la miró sorprendido.
—¿A ti qué te importa? —le replicó en tono grosero.
—Va a estallar una tormenta, idiota —le contestó Aliena con su tono más aristocrático—. No puedes pretender que una dama viaje con este tiempo. Tu amo te azotará por tu estupidez.
Aliena se volvió hacia la condesa Elizabeth. La joven la miraba ansiosa, a todas luces complacida de que alguien plantara cara a ese fanfarrón de su guardián. Empezaba a arreciar la lluvia. Aliena tomó una rápida decisión:
—Venid conmigo —dijo a Elizabeth.
Antes de que el guardián pudiera intervenir, había cogido de la mano a la joven y se había alejado. La condesa Elizabeth la siguió gustosa, sonriendo como una niña a la que sacaran de la escuela. Aliena pensó que acaso el guardián fuera detrás de ella y se llevara a la joven; pero en aquel momento hubo un relámpago y la lluvia se convirtió en un aguacero. Aliena echó a correr arrastrando consigo a Elizabeth y, después de cruzar el cementerio, llegaron ante una casa de madera que se alzaba junto a la iglesia.
La puerta se hallaba abierta. Entraron corriendo. Aliena había supuesto que era la casa del párroco y había acertado. Un hombre de aspecto malhumorado vistiendo una sotana negra y con una pequeña cruz colgada del cuello con una cadena, se puso en pie al entrar ellas.
Aliena sabía que la obligación de hospitalidad representaba un pesado fardo para muchos párrocos, y de modo muy especial en aquellos tiempos de hambruna.
—Mis acompañantes y yo necesitamos refugio —dijo anticipándose a una posible resistencia.
—Sois bienvenidos —contestó el párroco entre dientes.
Era una casa de dos habitaciones con un cobertizo contiguo para los animales. Aquello no estaba muy limpio a pesar de que a los animales se les mantenía afuera. Sobre la mesa había un barrilete de vino.
Al tomar asiento, un perrillo les ladró agresivo.
Elizabeth apretó el brazo a Aliena.
—Muchísimas gracias —dijo con los ojos humedecidos por la gratitud—. Ranulf me hubiera hecho seguir adelante, nunca me escucha.
—No tiene importancia —le contestó Aliena—. Esos hombres grandes y fuertes son todos unos cobardes.
Observó a Elizabeth y se dio cuenta de que la pobre muchacha poseía un gran parecido con ella. Ya tenía bastante con ser la mujer de William; pero ser su segunda elección debía ser un auténtico infierno en la tierra.
—Soy Elizabeth de Shiring. ¿Quién sois vos? —dijo Elizabeth.
—Me llamo Aliena. Soy de Kingsbridge.
Contuvo el aliento preguntándose si Elizabeth reconocería el nombre y se daría cuenta de que era la mujer que rechazó a William Hamleigh. Pero era demasiado joven para recordar aquel escándalo.
—Es un nombre poco corriente —fue cuanto dijo.
Del cuarto trasero salió una mujer desaliñada de rostro vulgar y gruesos brazos desnudos, en actitud desafiante, que les ofreció un vaso de vino. Aliena supuso que se trataba de la mujer del párroco. Él diría que era su ama de llaves, ya que en teoría el matrimonio estaba prohibido entre los curas. Las mujeres de los sacerdotes provocaban dificultades sin fin. Era cruel obligar al hombre a que la echara y por lo general resultaba afrentoso para la Iglesia. Aunque la mayoría de la gente decía que los sacerdotes debían mantenerse castos, solían adoptar una actitud condescendiente en ciertos casos, porque se conocía a la mujer. De manera que la Iglesia seguía haciéndose la sorda ante relaciones como aquella. Puedes estar agradecida, mujer, se dijo Aliena; tú al menos vives con tu hombre.
El hombre de armas y el carretero entraron con el pelo chorreando. El guardián, Ranulf, se plantó delante de Elizabeth.
—No podemos detenernos aquí —dijo.
Ante la sorpresa de Aliena, Elizabeth se sometió de inmediato.
—Muy bien —dijo poniéndose en pie.
—Sentaos —dijo Aliena, haciéndola tomar de nuevo asiento, y poniéndose en pie delante del guardián, agitó el dedo delante de su cara—. Si escucho otra palabra tuya pediré ayuda a los aldeanos para que vengan a rescatar a la condesa de Shiring. Ellos saben cómo tratar a tu señora a pesar de que tú lo ignoras.
Vio a Ranulf sopesando los pros y los contras. De llegar a un enfrentamiento, era capaz de habérselas con Elizabeth y Aliena, y también con el carretero y el párroco. Pero si se le unían algunos aldeanos se encontraría con dificultades.
—Tal vez la condesa prefiera seguir camino —dijo mirando agresivo a Elizabeth.
La joven parecía aterrorizada.
—Bien, señoría. Ranulf ruega humildemente que le exprese su voluntad —dijo Aliena.
Elizabeth se quedó mirándola.
—Sólo tenéis que decirle lo que queréis —dijo Aliena con tono alentador—. Su deber es cumplir vuestras órdenes.
La actitud de Aliena infundió valor a Elizabeth.
—Descansaremos aquí. Ve y ocúpate de los caballos, Ranulf —dijo después de respirar hondo.
El hombre asintió con un gruñido y salió.
Elizabeth contempló atónita cómo se alejaba.
—Va a mear de firme —anunció el carretero.
El sacerdote frunció el ceño ante aquella vulgaridad.
—Estoy seguro de que lloverá como de costumbre —dijo con tono estirado.
Aliena no pudo evitar echarse a reír, y Elizabeth la imitó.
Tuvo la impresión de que la joven no reía a menudo.
El ruido de la lluvia se convirtió en sonoro tamborileo. Aliena miró a través de la puerta abierta. La iglesia sólo estaba a unas cuantas yardas pero la lluvia impedía verla.
—¿Has puesto a buen recaudo la carreta? —preguntó Aliena al carretero.
El hombre asintió.
—Con los animales. No quiero que mi hilo quede apelmazado.
Ranulf entró de nuevo completamente empapado.
Hubo un relámpago seguido del prolongado retumbar del trueno.
—Esto no hará mucho bien a las cosechas —comentó el párroco con acento lúgubre.
Tiene razón, se dijo Aliena. Lo que necesitaban eran tres semanas de benéfico sol.
Se produjo otro relámpago seguido de otro trueno más largo todavía, y una ráfaga de viento sacudió la casa de madera. A Aliena le cayó en la cabeza agua fría y, al mirar hacia arriba, vio una gotera en el tejado de barda. Apartó de allí su asiento. La lluvia entraba también por la puerta; pero nadie parecía tener interés en cerrarla. Le gustaba mirar la tormenta y, al parecer, a los otros les pasaba igual.
Contempló a Elizabeth. La joven estaba blanca como la pared.
La rodeó con un brazo. Temblaba, a pesar de que no hacía frío.
La apretó contra sí.
—Estoy asustada —musitó Elizabeth.
—No es más que una tormenta —la tranquilizó.
Afuera se había puesto muy oscuro. Aliena pensó que ya debía ser hora de la cena y entonces cayó en la cuenta de que todavía no había almorzado. Sólo era mediodía. Se levantó y se acercó a la puerta. El cielo tenía un color gris oscuro. No recordaba haber visto jamás un tiempo semejante en verano. El viento soplaba con fuerza. Un relámpago iluminó varios objetos arrastrados por delante de la puerta. Una manta, un pequeño arbusto, un escudillo de madera, un barrilillo vacío.
Entró de nuevo con el ceño fruncido y se sentó otra vez. Empezaba a sentirse algo preocupada. La casa volvió a temblar. La viga central que sostenía el caballete del tejado estaba vibrando. Esta es una de las casas mejor construidas de la aldea, se dijo, si se encuentra tan poco firme, es posible que alguna de las viviendas más pobres esté a punto de derrumbarse. Miró al cura.
—Si esto empeora tal vez hayamos de reunir a los aldeanos y que se refugien en la iglesia —suspiró.
—No estoy dispuesto a salir con este diluvio —manifestó el sacerdote con una breve carcajada.
Aliena se quedó mirándolo con incredulidad.
—Es vuestro rebaño —le dijo—. Sois su pastor.
El cura la miró a su vez con insolencia.
—Yo debo rendir cuentas al obispo de Kingsbridge, no a vos; y no voy a hacer el tonto sólo porque vos me lo digáis.
—Al menos poned los bueyes a buen recaudo —sugirió Aliena.
Las posesiones más valiosas en una aldea como aquella eran las yuntas de ocho bueyes que arrastraban el arado. Los campesinos no podían cultivar la tierra sin esos animales. Y como ningún agricultor podía permitirse la posesión de una yunta de arar, eran propiedad de la comunidad. Parecía evidente que el cura había de tener en gran estima la yunta, ya que su prosperidad también dependía de ella.
—No tenemos yunta de arar —contestó.
Aliena se mostró confundida.
—¿Por qué?
—Hubimos de vender cuatro de ellas para pagar el arriendo. Luego, matamos a las restantes para comer carne en invierno.
Eso explicaba aquellos campos a medio arar, se dijo Aliena. Sólo habían podido cultivar los terrenos más ligeros utilizando caballos o mano de obra para arrastrar el arado. Tal cosa la enfureció. Era estúpido al tiempo que inhumano por parte de William obligar a aquellas gentes a vender sus yuntas, porque eso significaba que también este año encontrarían dificultades para pagarle el arriendo, aunque el tiempo hubiese sido bueno. Experimentó deseos de coger a William por el cuello y retorcérselo.
Otra fuerte ráfaga de viento hizo estremecerse la casa de madera.
De repente, pareció deslizarse un lado del tejado. Luego, se alzó varias pulgadas desprendiéndose del muro y, a través de aquella rendija, Aliena pudo ver el cielo negro y un relámpago en zigzag. Se levantó de un salto al tiempo que la ráfaga se calmaba y el tejado de barda se desplomó de nuevo sobre sus soportes. Ahora aquello empezaba a ponerse peligroso. Siguió en pie y gritó al sacerdote por encima del estruendo provocado por el tiempo.
—¡Id al menos a abrir la puerta de la iglesia!
El cura se mostró resentido pero hizo lo que se le decía. Cogió una llave de la cómoda, se cubrió con una capa, salió y desapareció bajo la lluvia. Aliena empezó a organizar a los demás.
—Lleva mi carreta y los bueyes a la iglesia, carretero. Y tú, Ranulf, lleva los caballos. Venid conmigo, Elizabeth.
Se pusieron las capas y salieron. Resultaba difícil caminar en línea recta a causa del viento, y hubieron de cogerse de la mano para mantener el equilibrio. Se abrieron camino a través del cementerio. La lluvia se había convertido en granizo y sobre las lápidas rebotaban grandes piedras de hielo. En una esquina del camposanto Aliena vio un manzano tan desnudo como en invierno. El ventarrón había despojado sus ramas de hojas y frutos. Este otoño no habrá muchas manzanas en el Condado, se dijo.
Un momento después habían llegado a la iglesia y entrado en ella. La repentina quietud fue como si se quedaran sordos. El viento todavía seguía aullando y la lluvia repicando sobre el tejado. También se oía el estruendo de los truenos cada pocos minutos; pero todo ello lejano. Algunos de los aldeanos se encontraban ya allí con sus capas empapadas. Habían llevado consigo sus bienes, las gallinas metidas en sacos, los cerdos atados y las vacas con cabezales. La iglesia se hallaba a oscuras; pero la escena era iluminada sin cesar por los relámpagos. Al cabo de unos momentos el carretero introdujo allí la carreta de Aliena. Le seguía Ranulf con los caballos.
—Hagamos que coloquen a los animales en la parte oeste y que la gente se instale en la zona este, antes de que la iglesia empiece a tener aspecto de un establo —propuso Aliena al cura.
Al parecer todo el mundo había aceptado ya que Aliena se hiciera cargo de la situación, por lo que el párroco asintió con la cabeza. Los dos se pusieron en acción, el cura dirigiéndose a los hombres y Aliena a las mujeres. La gente fue separándose poco a poco de los animales. Las mujeres condujeron a los niños al pequeño presbiterio y los hombres ataron el ganado a las columnas de la nave. Los caballos estaban asustados, girando los ojos y haciendo corvetas. Las vacas se tumbaron. Los aldeanos empezaron a formar grupos familiares y a pasarse unos a otros comida y bebida. Habían ido allí preparados para una larga estancia.
Era tal la violencia de la tormenta, que Aliena pensó que tenía que pasar pronto. Por el contrario, todavía empeoró. Se acercó a una ventana. Naturalmente no tenían cristal, sino que estaban cubiertas por un hermoso lino translúcido que en aquellos momentos colgaba desgarrado del marco de la ventana. Aliena se alzó hasta el alféizar para mirar hacia fuera. Todo cuanto pudo ver fue lluvia. El viento arreció, ululando alrededor de los muros. Aliena empezó a preguntarse si, incluso allí, estarían seguros. Recorrió discretamente el edificio.
Había pasado suficiente tiempo con Jack para conocer las diferencias entre las buenas y las malas obras de albañilería, y se sintió aliviada al comprobar que el trabajo en piedra había sido hecho con minuciosidad y limpieza. No había grietas. El templo estaba construido con bloques de piedra cortada, no de mampostería, y parecía sólido como una montaña.
El ama de llaves del párroco encendió una vela. Entonces descubrió Aliena que estaba cayendo la noche. El día había sido tan tenebroso que la diferencia era pequeña. Los niños se cansaron de correr arriba y abajo por las naves y se acurrucaron bien envueltos en sus capas para dormir. Las gallinas metieron la cabeza debajo del ala. Elizabeth y Aliena se sentaron juntas en el suelo con la espalda contra el muro.
Aliena estaba muerta de curiosidad por aquella infeliz joven que había aceptado el papel de mujer de William, ese papel que ella misma había rechazado hacía diecisiete años.
—Conocí a William cuando era muy joven. ¿Cómo es ahora? —dijo incapaz de contenerse por más tiempo.
—Lo aborrezco —aseguró Elizabeth con tono apasionado.
Aliena sintió una profunda lástima por ella.
—¿Cómo le conocisteis? —quiso saber Elizabeth.
Aliena tuvo la impresión de que se había dejado llevar por sus impulsos.
—A decir verdad, cuando tenía más o menos vuestra edad se pensó en que me casara con él.
—¡No! ¿Y por qué no lo hicisteis?
—Le rechacé y mi padre me respaldó. Pero se organizó un espantoso alboroto. Fui la causa de que se derramara mucha sangre. Pero ahora todo pertenece ya al pasado.
—¿Le rechazasteis? —Elizabeth se mostraba excitada—. Sois muy valiente. Quisiera ser como vos. —De nuevo parecía alicaída—. Pero yo no soy capaz de imponerme ni siquiera a los sirvientes.
—Estad segura de que podéis hacerlo —la alentó Aliena.
—Pero ¿cómo? No me hacen ni caso porque sólo tengo catorce años.
Aliena reflexionó acerca de la cuestión. Luego, contestó:
—Para empezar, deberéis convertiros en la mensajera de los deseos de vuestro marido. Por la mañana, preguntadle qué le gustaría comer ese día, a quién querría ver, qué caballo le apetece montar o cualquier otra cosa que se os ocurra. Luego id al cocinero, al mayordomo del salón y al mozo de cuadras y dadles las órdenes del conde. Vuestro marido os estará agradecido y furioso con cualquiera que os ignore. De esa manera, la gente se acostumbrará a hacer lo que vos digáis. Luego, tomad buena nota de quiénes os ayudan gustosos y quiénes se muestran más reacios, y aseguraos de que los peores trabajos los hagan los que han mostrado mala voluntad. Entonces, la gente empezará a darse cuenta de que resulta conveniente dar gusto a la condesa. También os querrán mucho más que a William que, a fin de cuentas, no es muy amable. Finalmente llegaréis a ser una fuerza por derecho propio. La mayoría de las condesas lo son.
—Lo presentáis como si fuera muy fácil —dijo Elizabeth pensativa.
—No, no es fácil, pero podéis hacerlo si tenéis paciencia y no os desalentáis con demasiada facilidad.
—Creo que puedo —respondió la joven con decisión—. De veras creo que puedo.
Al final se durmieron. De cuando en cuando, el viento volvía a aullar y despertaba a Aliena. Miró en derredor suyo a la luz de la temblorosa llama de la vela. Vio que la mayoría de los adultos hacían lo que ellas, permanecían sentados erguidos, dormitando y luego despertándose de repente.
Debía ser alrededor de la medianoche cuando Aliena se despertó sobresaltada dándose cuenta de que esa vez debía de haber dormido una hora o más. Casi todo el mundo estaba sumido en un profundo sueño. Cambió de posición, se tumbó boca arriba y se arrebujó en la capa. La tormenta no había amainado, pero la gente estaba tan necesitada de descanso que olvidó su inquietud. El ruido de la lluvia contra los muros de la iglesia era semejante a olas rompiendo en la playa. Pero, en lugar de mantenerla despierta, ahora ya la arrullaba y le ayudaba a dormir.
Una vez más se despertó sobresaltada. Se preguntó qué sería lo que la habría perturbado. Escuchó atenta. Silencio. La tormenta se había calmado. Por las ventanas entraba una débil luz grisácea. Todos los aldeanos estaban profundamente dormidos.
Aliena se levantó. Sus movimientos hicieron abrir los ojos a Elizabeth.
Ambas habían tenido la misma idea. Se dirigieron a la puerta, la abrieron y salieron de la iglesia.
La lluvia había cesado y el viento no era más que una brisa.
Todavía no había salido el sol; no obstante, el cielo era de un gris perla. Aliena y Elizabeth miraron en derredor suyo, bajo la luz clara y aguanosa.
La aldea había desaparecido.
Aparte de la iglesia, no había quedado una sola edificación en pie.
Toda la zona aparecía llana como la palma de la mano. Algunas pesadas vigas descansaban contra el costado de la iglesia. Aparte de eso, sólo las piedras hincadas en el suelo, desperdigadas en aquel mar de barro, mostraban dónde habían estado las casas. En las lindes de lo que fue la aldea, todavía permanecían en pie cinco o seis árboles grandes, robles y castaños, aunque todos ellos parecían haber perdido varias ramas. No había quedado un solo árbol joven. Aturdidas ante aquella total devastación, Aliena y Elizabeth caminaron por lo que fue la calle. El suelo se hallaba cubierto de astillas y de pájaros muertos. Llegaron al primero de los trigales. Parecía como si un enorme rebaño de ganado hubiera pasado por allí por la noche. Las espigas, que ya estaban madurando, habían sido aplastadas, rotas, arrancadas de raíz y arrastradas por las aguas. La tierra aparecía abatida e inundada.
Aliena quedó horrorizada.
—¡Dios mío! —musitó—. ¿Y ahora qué comerá la gente?
Recorrieron los campos. Los daños eran los mismos en todas las partes. Subieron a una colina baja y desde la cima recorrieron con la mirada los campos circundantes. Allá donde miraban no veían más que cosechas perdidas, ovejas muertas, árboles derribados, praderas inundadas y casas hundidas. La destrucción era aterradora y Aliena se sintió embargada por una terrible sensación de tragedia. Se dijo que parecía como si la mano de Dios hubiera descendido sobre Inglaterra y hubiera golpeado su suelo destruyendo cuanto el hombre había construido, salvo las iglesias.
La devastación había conmovido también a Elizabeth.
—Es terrible —murmuró—. No puedo creerlo. No ha quedado nada.
Aliena asintió con gesto de consternación.
—Nada —repitió como un eco—. Este año no habrá cosechas.
—¿Y qué hará la gente?
—No lo sé. —Aliena añadió con una mezcla de compasión y miedo—: Se prepara un condenado invierno.
Una mañana, cuatro semanas después de la gran tormenta, Martha pidió a Jack más dinero. Este quedó sorprendido. Ya le daba seis peniques semanales para la casa y sabía que Aliena le entregaba igual cantidad. Con esa suma había de alimentar a cuatro adultos y dos niños y comprar leña y junquillos para dos casas. Pero había muchas familias numerosas en Kingsbridge que sólo disponían de seis peniques semanales para cubrir todas las necesidades, comida, ropas y también el alquiler. Preguntó a Martha por qué necesitaba más.
Martha se mostró incómoda.
—Todos los precios han subido. El panadero pide un penique por una hogaza de cuatro libras y…
—¡Un penique! ¡Por una hogaza de cuatro libras! —Jack se hallaba escandalizado—. Deberíamos construirnos un horno y cocer nuestro propio pan.
—Bueno, a veces hago pan de sartén.
—Eso es verdad.
Jack recordó que durante la última semana habían tomado dos o tres veces pan cocido en la sartén.
—Pero el precio de la harina también ha subido, así que no ahorramos mucho —explicó Martha.
—Deberíamos comprar trigo y molerlo nosotros.
—No está permitido. Lo establecido es que utilicemos el molino del priorato. De cualquier forma, el trigo es caro también.
—Claro.
Jack comprendió que se estaba comportando de una manera estúpida. El pan era caro porque la harina era cara, y la harina era cara porque el trigo era caro, y el trigo era caro porque la tormenta destruyó la cosecha. No había que darle más vueltas. Notó que Martha parecía apesadumbrada. Siempre se inquietaba sobremanera cuando creía haberle disgustado. Sonrió para demostrarle que no tenía de qué preocuparse, al tiempo que le daba unas palmaditas en el hombro.
—No es culpa tuya —la animó.
—Parecías tan enfadado.
—Pero no contigo.
Se sentía culpable. Estaba convencido de que Martha sería capaz de cortarse la mano derecha antes que engañarle. En realidad, no comprendía por qué era tan adicta a él. Si fuera amor, se dijo, desde luego que a estas alturas ya estaría harta, porque ella y el mundo entero sabían que Aliena era el amor de su vida. En cierta ocasión había considerado la conveniencia de hacerle que se fuera, obligarle a salir de su enclaustramiento y su entrega. De esa manera, tal vez se enamorara de un hombre que le conviniera. Pero en el fondo de su corazón sabía que aquello no resultaría y que sólo lograría hacerla desesperadamente desdichada. De manera que dejó que todo siguiera como estaba. Echó mano al interior de su túnica para sacar su bolsa y cogió tres peniques de plata.
—Más vale que dispongas de doce peniques a la semana y veas si puedes arreglarte con eso —le dijo.
Parecía mucho. Su paga era tan sólo de veinticuatro peniques semanales, aunque tenía también otros gajes, como velas, ropas y botas.
Se echó al coleto el resto del pichel de cerveza y salió. Hacía un frío desusado para principios de otoño. El tiempo seguía siendo extraño. Recorrió con paso vivo la calle y entró en el recinto del priorato. Todavía no había salido el sol, y allí se encontraban tan sólo un puñado de artesanos. Recorrió la nave observando los cimientos. Casi estaban completos. Habían tenido suerte, ya que el trabajo con la argamasa, probablemente habría de suspenderse pronto ese año a causa del tiempo frío.
Levantó la vista hacia los nuevos cruceros. El placer que sentía por su propia creación estaba ensombrecido por las grietas. Habían reaparecido al día siguiente de la gran tormenta. Se hallaba decepcionadísimo. Claro que había sido una tormenta espantosa. Pero él había diseñado su iglesia para que sobreviviera a centenares de tormentas así. Movió la cabeza, perplejo y subió por las escaleras de la torreta hasta la galería. Deseaba poder hablar con alguien que hubiera construido una iglesia semejante. En Inglaterra nadie lo había hecho, e incluso en Francia nunca habían alcanzado semejante altura. Siguiendo un impulso, no se dirigió a su zona de dibujo sino que continuó subiendo las escaleras hasta el tejado. Ya habían quedado colocadas todas las planchas y observó que el fastigio que había estado bloqueando la corriente de agua de lluvia disponía ya de un amplio canalón que corría a través de su base. Corría viento allá arriba y cada vez que se acercaba al borde trataba de encontrar algo donde sujetarse, ya que no sería el primer constructor que se caía de un tejado y se mataba, impelido por una ráfaga de viento, el cual siempre soplaba más fuerte en todo lo alto que en el suelo. De hecho el viento siempre parecía aumentar de manera desproporcionada conforme uno subía…
Permaneció allí con la mirada perdida en el espacio. El viento aumentaba de manera desproporcionada a medida que uno subía. Esa era la respuesta a su rompecabezas. No era el peso de su bóveda el causante de las grietas, sino la altura. Estaba seguro de haber construido la iglesia lo bastante fuerte para soportar el peso. Sin embargo, no había contado con el viento. Esos altísimos muros estaban siendo azotados de manera constante y, dada su gran elevación, eso era suficiente para producir grietas. De pie en el tejado sintiendo toda su fuerza podía imaginar fácilmente el efecto que estaba teniendo sobre la estructura estrictamente equilibrada que había debajo de él. Conocía tan bien la edificación que casi podía sentir la tensión, como si los muros formaran parte de su cuerpo.
El viento daba de costado contra la iglesia, como estaba dando contra él. Y, puesto que la iglesia no podía combarse, aparecían las grietas.
Estaba segurísimo de haber encontrado la causa. ¿Pero qué había de hacer al respecto? Necesitaba reforzar el trifolio para que pudiera aguantar el viento. ¿Cómo? Si construyera contrafuertes macizos en la parte superior de los muros, quedaría destruido el deslumbrador efecto de ligereza y gracia que con tanto éxito había logrado. No obstante, si fuera eso lo que se necesitaba para mantener el edificio en pie, tendría que hacerlo.