Capítulo Dieciséis 6 страница
No, sería más prudente sorprender al ladrón cuando estuviera solo.
El hombre no podía pasar la noche en la ciudad, ya que no tenía vivienda en ella y no podía alojarse en parte alguna al no poder acreditar su respetabilidad. Por lo tanto tendría que irse antes de que se cerraran las puertas de la ciudad al anochecer.
Y sólo había dos puertas.
—Probablemente se irá por el mismo camino que ha llegado —dijo Tom a Agnes—. Esperaré afuera de la puerta del Este. Deja que Alfred vigile la del Oeste. Tú quédate en la ciudad y observa lo que hace el ladrón. Lleva contigo a Martha pero no dejes que él la vea. Si necesitas enviarnos un mensaje a mí o a Alfred hazlo a través de Martha.
—De acuerdo —dijo Agnes lacónica.
—¿Y qué he de hacer si viene por mi lado? —preguntó Alfred.
Parecía excitado.
—Nada. —El tono de Tom era tajante—. Observa el camino que toma y luego espera. Martha vendrá a avisarme y los dos nos ocuparemos de él. —Alfred parecía decepcionado y Tom le dijo—: Haz lo que te digo. No quiero perder a mi hijo como he perdido a mi cerdo.
Alfred asintió reacio.
—Separémonos antes de que nos vea juntos conspirando. Vamos.
Tom se apartó rápidamente de ellos, sin mirar atrás. Confiaba en que Agnes seguiría al pie de la letra el plan. Se dirigió presuroso hacia la puerta del Este saliendo en la ciudad, atravesando el desvencijado puente de madera en el que aquella misma mañana había empujado su carreta con la yunta de bueyes. Delante de él tenía el camino a Winchester, todo recto, como una larga alfombra que fuera desenrollándose a través de colinas y valles. A su izquierda, el Portway, el río por el que Tom y seguramente también el ladrón había ido a Salisbury, daba vuelta a una colina y desaparecía. Tenía la certeza de que el ladrón tomaría el camino de Portway.
Tom bajó la colina y atravesó el enjambre de casas en la encrucijada volviéndose luego en dirección al Portway. Tenía que ocultarse.
Siguió andando a lo largo del camino en busca del escondrijo adecuado. Recorrió doscientas yardas sin encontrar nada. Al mirar hacia atrás se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Ya no distinguía las caras de la gente en los cruces, por lo que no podría saber si aparecía el hombre sin labios y tomaba el camino de Winchester.
Escudriñó de nuevo el panorama. A ambos lados de la carretera había zanjas que hubieran proporcionado un buen escondrijo con tiempo seco pero ese día estaban llenas de agua. Del otro lado de las zanjas el terreno ascendía formando un montecillo. En los pastos de la parte sur de la carretera algunas vacas pastaban los rastrojos. Tom vio a una vaca tumbada en el borde elevado del campo, de cara al camino y oculta en parte por el montecillo. Con un suspiro volvió sobre sus pasos. Atravesó de un salto la zanja y dio un puntapié a la vaca, que se levantó y se fue. Tom se tumbó en el trecho seco y cálido que el animal había dejado. Se echó la capucha sobre la cara y se dispuso a esperar, lamentando no haber sido un poco previsor y haber comprado algo de pan antes de salir de la ciudad.
Sentía ansiedad y algo de temor. El proscrito era un hombre más pequeño, pero se movía con rapidez y era resabiado, como lo demostró al golpear a Martha y robar el cerdo. Tom se sentía algo atemorizado ante la posibilidad de que le hirieran, pero mucho más preocupado ante la idea de no poder recuperar el dinero.
Esperaba que Agnes y Martha se encontraran bien. Él sabía que Agnes sabía cuidar de sí misma. Y además si el proscrito llegaba a descubrirla, ¿qué podía hacer? Tan sólo mantenerse alerta.
Desde donde estaba, Tom podía ver las torres de la catedral. Le hubiera gustado tener un momento para ver el interior. Sentía curiosidad respecto al tratamiento de los pilares de la arcada. Estos solían ser pilares gruesos, cada uno de ellos coronado por arcos. Dos arcos en dirección Norte y Sur para conectar con los pilares vecinos en la arcada. Y uno hacia el Este o el Oeste a través de la nave lateral. El resultado era feo, ya que no parecía del todo correcto que un arco emergiera de la parte superior de una columna redonda. Cuando Tom construyera su catedral, cada piso sería un grupo de fustes con un arco emergiendo de la parte superior de cada uno de ellos. Una ordenación lógica y elegante.
Empezó a visualizar la decoración de los arcos. Las formas geométricas eran las más comunes… No se necesitaba demasiada habilidad para esculpir zigzags y losanges, pero a Tom le gustaba el follaje y un toque de naturaleza que contribuían a suavizar la dura regularidad de las piedras.
Su mente estuvo ocupada por aquella catedral imaginaria hasta media tarde, cuando avistó la figura leve y la cabeza rubia de Martha que llegaba corriendo por el puente y entre las casas. Al llegar al cruce vaciló un instante y luego enfiló por el buen camino. Tom la observaba caminar hacia él, viéndola fruncir el entrecejo al tratar de adivinar dónde podría estar. Al llegar la niña a su altura, Tom la llamó en voz queda.
—Martha.
La niña lanzó un pequeño grito, luego le vio y corrió hacia él saltando la zanja.
—Mamá te envía esto —dijo sacando algo de debajo de la capa.
Era una empanada de carne caliente.
—¡Vive el cielo que tu madre es una buena mujer! —exclamó Tom, dándole un bocado descomunal. Era carne de buey y cebolla y le supo a gloria.
Martha se puso en cuclillas sobre la hierba junto a Tom.
—Esto es lo que le ha pasado al hombre que robó nuestro cerdo. —Arrugando la naricilla se concentró para recordar lo que le habían indicado que dijera. Estaba tan bonita que Tom casi se quedó sin aliento—. Salió de la pollería y se reunió con una dama con la cara pintada y se fue a casa de ella. Nosotras esperamos fuera.
Mientras el proscrito se gastaba nuestro dinero con una…, pensó Tom con amargura.
—Sigue.
—No estuvo mucho tiempo en casa de la dama y cuando salió se fue a una cervecería. Ahora está allí. No bebe mucho pero juega a los dados.
—Espero que gane —dijo Tom con tono adusto—. Sigue.
—Eso es todo.
—¿Tienes hambre?
—He comido un bollo.
—¿Le has contado a Alfred todo esto?
—Todavía no. Tengo que hacerlo ahora.
—Dile que se ande con ojo.
—Que se ande con ojo —repitió la niña—. ¿Debo decirle eso antes o después de que le cuente lo del hombre que robó nuestro cerdo?
En definitiva poco importaba.
—Después —dijo Tom, ya que Martha quería una respuesta firme. Sonrió a su hija—. Eres una chica muy lista. Ya puedes irte.
—Me gusta este juego —aseguró ella. Agitó la mano, brincando con sus piernecitas de niña al saltar melindrosa la zanja y volver corriendo a la ciudad. Tom la siguió con la mirada con una mezcla de cariño y enfado. Él y Agnes habían trabajado encarnizadamente para ganar dinero y poder alimentar a sus hijos, y estaba dispuesto incluso a matar para recuperar lo que les habían robado.
Quizás también el proscrito estuviera dispuesto a matar. Los proscritos estaban fuera de la ley, como su propio nombre indicaba. Vivían en un ambiente de violencia desatada. Esa no debía ser la primera vez que Faramond Openmouth tropezaba con una de sus víctimas. Era peligroso, desde luego.
La luz del día comenzó a desvanecerse con sorprendente rapidez como a veces ocurría en las lluviosas tardes otoñales. Tom empezó a preocuparse por si sería capaz de reconocer al ladrón bajo aquella lluvia. A medida que anochecía empezaba a disminuir la circulación de entrada y salida de la ciudad, ya que la mayoría de los visitantes se habían ido con tiempo para llegar a sus aldeas al anochecer. Las luces de velas y linternas empezaron a parpadear en las casas más altas de la ciudad y en los chamizos de los barrios pobres. Tom empezó a cavilar con pesimismo en si después de todo el ladrón no se quedaría en la ciudad toda la noche. Quizás tuviera en ella amigos deshonestos como él que le acogerían incluso a sabiendas de que era un proscrito. Tal vez…
Y entonces Tom divisó a un hombre con la boca tapada por una bufanda.
Avanzaba por el puente de madera junto a otros dos hombres. Tom pensó de pronto que era posible que los dos cómplices de ladrón, el calvo y el hombre del sombrero verde, hubieran acudido con él a Salisbury. No había visto a ninguno de los dos en la ciudad pero podían haberse separado durante un tiempo, reuniéndose de nuevo para el camino de vuelta. Tom masculló un juramento ya que no creía que pudiera encararse a tres hombres. Pero el grupo se separó a medida que se acercaban y Tom se sintió aliviado al darse cuenta de que después de todo no iban juntos. Los dos primeros eran padre e hijo, dos campesinos morenos, de ojos muy juntos y narices aguileñas. Cogieron el camino del Portway seguidos por el hombre de la bufanda.
A medida que el ladrón se acercaba, se fijó en sus andares. Parecía que estaba sobrio. Era una lástima.
Al mirar de nuevo hacia la ciudad vio a una mujer y una niña que salían del puente. Eran Agnes y Martha. Se sintió consternado. Ni había imaginado que estuvieran presentes cuando se enfrentara con el ladrón. Pero cayó en la cuenta de que no les había dicho que no estuvieran.
Se puso tenso cuando todos ellos avanzaron por el camino en su dirección. Tom era tan grande que la mayoría de la gente se retiraría en caso de enfrentamiento, pero los proscritos estaban desesperados y era imposible predecir lo que podía ocurrir durante una pelea.
Los dos campesinos siguieron camino, ligeramente alegres, hablando de caballos. Tom descolgó de su cinturón el martillo de cabeza de hierro y lo agarró con la mano derecha. Odiaba a los ladrones que no trabajaban y que les quitaban el pan a las buenas gentes. No tendría remordimiento alguno en sacudir a aquel con el martillo.
El ladrón pareció que aminoraba el paso al acercarse, como si presintiera un peligro. Tom esperó hasta que estuvo a cuatro o cinco yardas de distancia, demasiado cerca para retroceder corriendo y demasiado lejos para echar a correr hacia delante. Entonces Tom dio la vuelta al promontorio, saltó la acequia y se plantó en el camino.
—¿Qué es esto? —dijo el hombre nervioso, parándose de repente y mirándole.
No me ha reconocido, pensó Tom.
—Ayer me robaste mi cerdo y hoy se lo has vendido a un carnicero —le dijo.
—Yo nunca…
—No lo niegues —dijo Tom—. Dame el dinero que te han pagado por él y no te haré daño.
Por un instante creyó que el ladrón se lo iba a dar, pero se sintió decepcionado al ver que el hombre vacilaba. Entonces el ladrón se dio media vuelta y echó a correr, tropezando directamente con Agnes.
No corría lo suficientemente aprisa como para derribarla, y además era una mujer a la que no resultaba fácil derribar, así que los dos se tambalearon de un lado a otro durante un momento como dos torpes marionetas. El hombre se dio cuenta entonces de que ella le estaba impidiendo el paso deliberadamente y la empujó a un lado.
Agnes alargó la pierna al pasar el ladrón junto a ella, metiendo el pie entre las rodillas de él, y ambos cayeron al suelo.
Tom echó a correr hacia ella con el corazón en la boca. El ladrón se estaba poniendo en pie con una rodilla sobre la espalda de ella.
Tom le agarró por el cuello y le apartó violentamente de Agnes. Le arrastró hasta la linde del camino antes de que pudiera recuperar el equilibrio, y le arrojó a la acequia.
Agnes se puso en pie. Martha corrió hacia ella.
—¿Estás bien? —preguntó Tom rápidamente.
—Sí —le contestó Agnes.
Los dos campesinos se habían detenido, y contemplaban la escena preguntándose qué estaría pasando. El ladrón estaba de rodillas en la acequia.
—¡Un proscrito! —les gritó Agnes para desanimarles a intervenir—. Nos ha robado el cerdo.
Los campesinos no contestaron pero se quedaron a ver en qué terminaba todo.
—Dame mi dinero y te dejaré marchar —dijo Tom al ladrón.
Pero el hombre salió de la zanja, rápido como una rata, con un cuchillo en la mano, y se lanzó a la garganta de Tom. Agnes lanzó un chillido.
Él esquivó la acometida. El cuchillo centelleó frente a su cara y sintió un agudo dolor en la mandíbula.
Retrocediendo, blandió su martillo al tiempo que el cuchillo volvió a centellear. El ladrón retrocedió de un salto y tanto el cuchillo como el martillo cortaron aire húmedo de la noche sin conectar entre sí.
Por un instante ambos hombres se mantuvieron quietos, frente a frente y jadeantes. A Tom le dolía la mejilla. Se dio cuenta de que las fuerzas estaban equiparadas, porque aunque él era más alto y fuerte, el ladrón tenía un cuchillo que era un arma más mortal que el martillo de un albañil. Se sintió invadido por un frío temor al darse cuenta de que podía estar a punto de morir. De repente tuvo la impresión de que no podía respirar.
Por el rabillo del ojo observó un movimiento repentino. También lo captó el ladrón, que lanzó una rápida mirada a Agnes y ladeó la cabeza para esquivar la piedra lanzada por la mano de ella.
Tom reaccionó con la rapidez de un hombre que teme por su vida y descargó el martillo sobre la cabeza inclinada del ladrón. Le dio en el preciso momento en que el hombre volvía a mirarle.
La cabeza de hierro le golpeó en la frente, justo en el nacimiento del pelo. Fue un golpe apresurado, no asestado con toda la inmensa fuerza de que era capaz Tom. El ladrón se tambaleó, aunque sin llegar a caer.
Tom volvió a golpearle, esa vez con más fuerza. Tuvo tiempo de levantar el martillo sobre su cabeza y orientarlo bien mientras el ladrón, aturdido, intentaba fijar la mirada. Tom pensó en Martha mientras descargaba el martillo.
Golpeó con toda su fuerza y el ladrón cayó al suelo como un muñeco abandonado.
Tom estaba demasiado tenso para sentirse aliviado. Se arrodilló junto al ladrón y empezó a registrarle.
—¿Dónde tiene la bolsa? ¡Dónde tiene la bolsa, maldición! —Resultaba difícil mover aquel cuerpo inerte. Finalmente Tom logró ponerlo boca arriba y le abrió la capa. Una gran bolsa de cuero colgaba de su cinturón. Tom la abrió. Dentro había otra bolsa de lana suave cerrada con un cordel. Tom la sacó. No pesaba—. ¡Vacía! Debe de tener otra —exclamó.
Sacó la capa de debajo del hombre y la palpó cuidadosamente. No tenía bolsillos disimulados ni nada por el estilo. Le quitó las botas; dentro no había nada. Sacó del cinturón su cuchillo de comer y rajó las suelas. Nada.
Introdujo impaciente su cuchillo por el cuello de la túnica de lana, rasgándola hasta el orillo. No llevaba oculto ningún cinturón con dinero.
El hombre yacía en medio del enfangado camino, desnudo salvo por sus medias. Los dos campesinos miraban a Tom como si pensaran que estaba loco.
—¡No tiene ni un penique! —dijo Tom furioso a Agnes.
—Debe de haber perdido todo a los dados —dijo esta con amargura.
—Espero que arda en las llamas del infierno —dijo Tom.
Agnes se arrodilló y puso la mano sobre el pecho del ladrón.
—Ahí es donde está ahora —dijo—. Lo has matado.
Para Navidad se morirían de hambre.
El invierno llegó pronto y fue tan frío, duro e implacable como el cincel de hierro de un cantero. En los árboles todavía quedaban manzanas cuando las primeras escarchas espolvorearon los campos. La gente decía que era una ola de frío, pensando que duraría poco, pero no fue así. En las aldeas que habían dejado para algo más adelante la labranza de otoño, rompieron sus arados en la tierra dura como la roca. Los campesinos se apresuraron a matar a los cerdos y a salarlos para el invierno, y los señores sacrificaron su ganado porque los pastos invernales no soportarían el mismo número de animales que en verano. Pero las interminables heladas secaron la hierba, y algunos de los animales que quedaban también murieron. Los lobos llegaron a estar desesperadamente famélicos y con la oscuridad entraban en las aldeas para robar gallinas escuálidas y niños desnutridos.
En los lugares de construcción en todo el país, tan pronto como llegaron las primeras heladas, se apresuraron a cubrir los muros y paredes construidos durante aquel verano con paja y estiércol a fin de aislarlos del frío más fuerte, ya que la argamasa no se había secado completamente y si se helaba podría agrietarse. Hasta la primavera no volverían a trabajar con argamasa. Algunos albañiles habían sido contratados tan sólo para el verano y regresaron a sus respectivas aldeas, donde eran más conocidos como hombres habilidosos que como albañiles, y solían pasar el verano haciendo arados, sillas de montar, guarniciones, carretas, palas, puertas y cualquier otra cosa que requiriera una mano hábil con el martillo, el escoplo y la sierra. Los demás albañiles se trasladaban a los alojamientos colgadizos del recinto; mientras duraba la luz del día se dedicaban a cortar piedras con formas intrincadas. Pero como las heladas fueron tempranas, el trabajo avanzaba demasiado deprisa. Y como los campesinos tenían hambre, los obispos, alcaldes y señores tenían menos dinero del esperado para trabajar en la construcción. Y por ello, a medida que avanzaba el invierno, fueron despedidos algunos albañiles.
Tom y su familia peregrinaron de Salisbury a Shaftesbury, y de allí a Sherborne, Wells, Bath, Bristol, Gloucester, Oxford, Wallingford y Windsor. Por todas partes ardía el fuego en el interior de las viviendas, en el patio de las iglesias y entre los muros del castillo resonaba la canción del hierro sobre la piedra, y los maestros constructores hacían pequeños modelos exactos de arcos y bóvedas con sus hábiles manos enfundadas en mitones. Algunos maestros se mostraron impacientes, bruscos o descorteses. Otros miraban tristemente a los hijos de Tom, delgados a más no poder, y a la mujer encinta, hablándole con amabilidad y sentimiento. Pero en labios de todos estaba la misma respuesta: no, aquí no hay trabajo para ti.
Siempre que podían recurrían a la hospitalidad de los monasterios, donde los viajeros podían hacer una especie de comida y encontrar un sitio para dormir. Pero la regla era estricta, sólo por una noche. Al madurar las zarzamoras en las espesas zarzas, Tom y su familia vivieron de ellas como los pájaros. Agnes solía encender en el bosque un fuego debajo de la olla de hierro y cocer gachas de avena. Pero aún así la mayor parte del tiempo se veían obligados a comprar pan a los panaderos o arenques en escabeche a los pescaderos, o a comer en las cervecerías y pollerías, que le resultaba más caro que prepararse ellos mismos la comida. Y por ello el dinero se iba esfumando de forma inexorable.
Martha, que no era de naturaleza delgada, había enflaquecido de manera inverosímil. Alfred seguía creciendo como una hierba en tierra poco profunda y se estaba haciendo larguirucho. Agnes comía poco, pero el bebé que llevaba en el vientre se hacía más y más comilón y Tom se daba cuenta de que a su mujer le atormentaba el hambre. A veces le ordenaba que comiera más, y entonces incluso su voluntad de hierro se doblegaba ante la autoridad de su marido y del hijo que aún no había nacido. Pese a ello no adquiría peso ni se ponía sonrosada como le había ocurrido durante otros embarazos. Por el contrario, tenía un aspecto macilento a pesar de su voluminoso vientre, parecido al de un niño hambriento en tiempos de extrema carestía.
Desde que salieron de Salisbury habían caminado las tres cuartas partes de un gran círculo y al final del año estaban de nuevo en el inmenso bosque que se extendía desde Windsor a Southampton. Se dirigían a Winchester. Tom había vendido todas sus herramientas de albañil y, salvo algunos peniques, se habían gastado todo el dinero.
Tan pronto como encontrara trabajo tendría que pedir prestadas herramientas o bien dinero para comprarlas. Si no encontraba trabajo en Winchester no sabría qué hacer. En su pueblo natal tenía hermanos, pero estaba en el norte a varias semanas de viaje y la familia moriría de inanición antes de llegar allí. Agnes era hija única y sus padres habían muerto.
Mediado el invierno no había trabajo agrícola. Tal vez Agnes pudiera obtener algunos peniques como criada en alguna casa rica de Winchester. Lo que sí era seguro era que no podía seguir por mucho más tiempo recorriendo penosamente los caminos ya que pronto daría a luz.
Pero hasta Winchester aún les quedaban tres días de camino y en ese momento tenían hambre. Las zarzamoras se habían acabado, no había monasterio alguno a la vista y Agnes no tenía avena para cocerla en la olla que llevaba sujeta a la espalda. La noche anterior habían cambiado un cuchillo por una hogaza de pan de centeno, cuatro boles de caldo sin carne y un lugar para dormir junto al fuego en la cabaña de un campesino. Desde entonces no habían visto una sola aldea. Pero hacia la última hora de la tarde Tom vio subir humo de entre los árboles y descubrieron la cabaña de un solitario guarda forestal del Rey. Les dio un saco de nabos a cambio del hacha pequeña de Tom.
Desde entonces tan sólo habían caminado tres millas cuando Agnes dijo que estaba demasiado cansada para seguir. Tom se quedó sorprendido. Durante todos los años que habían vivido juntos jamás la había oído decir que estuviera demasiado cansada para hacer cualquier cosa.
Agnes se sentó al abrigo de un inmenso castaño de Indias junto al camino. Tom hizo un hoyo poco hondo para el fuego, utilizando una banqueta de pala de madera, una de las pocas herramientas que le habían quedado, ya que nadie quiso comprársela. Los niños recogieron ramitas y Tom encendió el fuego, cogiendo luego la olla y, yendo en busca de un arroyo, volvió con ella llena de agua helada y la colocó al borde del fuego. Agnes cortó a rebanadas algunos nabos.
Martha fue recogiendo las castañas caídas del árbol y Agnes le enseñó a pelarlas y a machacar la blanda pulpa hasta obtener una harina tosca que serviría para espesar la sopa de nabos. Tom envió a Alfred a por más leña, mientras él cogió un palo y se dedicó a hurgar entre las hojas secas que cubrían el suelo del bosque con la esperanza de encontrar un erizo hibernando o una ardilla para echarla al caldo. No hubo suerte.
Se sentó junto a Agnes mientras caía la noche y se iba haciendo la sopa.
—¿Nos queda algo de sal? —le preguntó.
Su mujer negó con la cabeza.
—Hace ya semanas que estás comiendo las gachas sin sal —le dijo—, ¿te habías dado cuenta?
—A veces el hambre es la mejor especia.
—Pues de esa tenemos mucha —de repente Tom se sentía terriblemente cansado; sentía el peso abrumador de las constantes decepciones sufridas durante los últimos cuatro meses y ya no podía mostrarse valiente por más tiempo.
—¿Qué es lo que ha ido mal, Agnes? —preguntó con voz quejumbrosa.
—Todo —dijo ella—. El invierno pasado no tuviste trabajo. En primavera encontraste, pero luego la hija del conde canceló la boda. Lord William canceló la casa. Entonces decidimos quedarnos y trabajar en la recolección. Fue una equivocación.
—Desde luego, me hubiera resultado más fácil encontrar un trabajo en la construcción durante el verano que en otoño.
—Además el invierno llegó pronto. Y a pesar de todo hubiéramos estado bien de no habernos robado el cerdo.
Tom asintió con gesto fatigado.
—Mi único consuelo es saber que el ladrón estará sufriendo todos los tormentos del infierno.
—Así lo espero.
—¿Es que lo dudas?
—Los religiosos no saben tanto como pretenden. Recuerda que mi padre era uno de ellos.
Tom lo recordaba muy bien. Un muro de la iglesia parroquial del padre de Agnes se había desmoronado sin posibilidad de arreglo y habían contratado a Tom para reconstruirlo. A los sacerdotes no se les permitía casarse, pero aquel tenía un ama de llaves y esta tenía una hija. En la aldea era un secreto a voces que el padre de esa hija era el sacerdote. Agnes no era hermosa ni siquiera entonces, pero su cutis tenía todo el brillo de la juventud y rebosaba energía. Solía hablar con Tom mientras este trabajaba, y en ocasiones el viento ceñía el vestido a su cuerpo hasta el punto de que Tom podía ver sus curvas, incluso su ombligo casi como si hubiera estado desnuda. Una noche ella apareció en la pequeña cabaña donde Tom dormía y le puso una mano en la boca para indicarle que no hablara. Luego se quitó el vestido para que él pudiera verla desnuda a la luz de la luna. Entones, Tom abrazó su cuerpo joven y vigoroso e hicieron el amor.
—Los dos éramos vírgenes —dijo, en voz alta.
Agnes sabía en qué pensaba. Sonrió. Luego su rostro se ensombreció de nuevo.
—Parece tan lejano —dijo.
—¿Podemos comer ya? —preguntó Martha.
El olor de la sopa activaba los jugos gástricos de Tom. Hundió el bol en la olla hirviente y sacó unos trozos de nabo con algo de caldo.
Utilizó la punta afilada de su cuchillo para comprobar si estaba cocido el nabo; aún le faltaba algo, pero decidió no hacerles esperar más. Llenó un bol para cada niño y luego llevó uno a Agnes.
Parecía agotada y pensativa. Sopló la sopa para enfriarla y luego se llevó el bol a los labios.
Los niños vaciaron rápidamente los suyos y pidieron más. Tom apartó la olla del fuego utilizando el borde de su capa para no quemarse los dedos, y vació la sopa que quedaba en los boles de los niños.
—¿Y tú? —le preguntó Agnes cuando volvió junto a ella.
—Ya comeré mañana —dijo él.
La mujer parecía demasiado cansada para discutir.
Tom y Alfred alimentaron la hoguera y recogieron leña suficiente para toda la noche. Luego, envolviéndose en las capas, se tumbaron sobre las hojas para dormir.