Capítulo Dieciséis 28 страница

Con aquella pequeña parrafada, Remigius dejó a los dos muchachos, dio media vuelta y se alejó. Por fin Jack podía correr junto a su madre.

Había necesitado tres semanas, no dos, pero Tom tenía ya la cripta en condiciones de ser utilizada como iglesia temporal y ese día iba a acudir el obispo electo para celebrar en ella el primer oficio divino. Se habían retirado los escombros del claustro y Tom había separado las partes dañadas. Las estructuras del claustro eran sencillas, únicamente galerías cubiertas, y el trabajo había sido fácil. Casi todo el resto de la iglesia no era más que montones de ruinas y algunos de los muros que todavía seguían en pie corrían peligro de derrumbarse. Pero Tom había despejado un camino que conducía desde el claustro, a través de lo que fuera el crucero sur, hasta las escaleras de la cripta.

Tom miró en derredor. La cripta era espaciosa, alrededor de cincuenta pies cuadrados, lo suficientemente grande para los oficios divinos de los monjes. Era una estancia más bien oscura, con pesadas columnas y un techo bajo y abovedado, pero de construcción sólida, lo que le había permitido resistir el fuego; habían llevado una mesa de caballete para que sirviera de altar, y los bancos del refectorio harían las veces de los sitiales para los monjes. Cuando el sacristán puso su sabanilla bordada sobre el altar y los candelabros incrustados con piedras preciosas, tenía un hermoso aspecto.

Al reanudarse los oficios sagrados se redujeron los efectivos laborales de Tom. La mayoría de los monjes volvieron a su vida contemplativa y muchos de los que se ocupaban de tareas agrícolas o administrativas se incorporaron de nuevo a su trabajo. Sin embargo Tom seguiría utilizando como trabajadores a la mitad, más o menos, de los servidores del priorato. El prior Philip se había mostrado inexorable al respecto. Consideraba que tenían demasiados, y si alguno no se mostraba dispuesto a ser trasladado de sus tareas como mozo de cuadra o pinche de cocina, estaba absolutamente decidido a prescindir de él. Algunos se habían ido, pero la mayoría se quedaron.

El priorato ya debía a Tom el salario de tres semanas. A razón de cuatro peniques diarios, que era el salario de un maestro constructor, la deuda ascendía a setenta y dos peniques. A medida que pasaban los días aumentaba la deuda, y cada vez le resultaría más difícil al prior Philip prescindir de Tom. Al cabo de medio año, Tom pediría al prior que empezara a pagarle. Para entonces le debería dos libras y media de plata, que Philip habría de encontrar antes de poder despedir a Tom. La deuda hacía que Tom se sintiera seguro.

Había incluso la posibilidad, aunque apenas se atrevía a pensar en ella, de que ese trabajo le durara el resto de su vida. Después de todo era una iglesia catedral. Y si quienes podrían hacerlo decidían encargar una construcción nueva y prestigiosa, y eran capaces de encontrar dinero con qué pagarla, sería el proyecto de construcción más amplio del reino, que emplearía a docenas de albañiles durante varias décadas.

En realidad eso era esperar demasiado. Hablando con los monjes y aldeanos, Tom se había enterado de que Kingsbridge jamás había sido una catedral importante. Escondida en una tranquila aldea de Wiltshire, por ella había desfilado una serie de obispos con escasas ambiciones y era evidente que había iniciado un lento declive. El priorato era mediocre y con muy escaso peculio. Algunos monasterios atraían la atención de reyes y arzobispos por su pródiga hospitalidad, sus excelentes escuelas, sus grandes bibliotecas, las investigaciones de sus monjes filósofos y la erudición de sus priores y abates.

Pero Kingsbridge carecía de todas esas calificaciones. Lo más probable sería que el prior Philip construyera una pequeña iglesia, sencilla y más bien modesta, y que su construcción no durase más de diez años.

Sin embargo ello le venía a Tom como anillo al dedo.

Se había dado cuenta, antes incluso de que se enfriaran las ruinas ennegrecidas por el fuego, de que esa era su oportunidad para construir su propia catedral.

El prior Philip estaba ya convencido de que Dios había enviado a Tom a Kingsbridge. Este sabía que se había ganado la confianza de Philip por la manera eficiente en que había iniciado el proceso de limpieza y adecuación del priorato para que pudiera reanudar sus actividades. Cuando llegara el momento empezaría a hablar a Philip de los proyectos para una nueva construcción. Si fuera capaz de manejar hábilmente la situación, sería más que posible que Philip le pidiera que hiciese los bocetos. El hecho de que la iglesia nueva fuera más bien modesta ofrecía más probabilidades de que el proyecto pudiera ser confiado a Tom en lugar de a un maestro con una mayor experiencia en la construcción de catedrales. Tom había cifrado sus esperanzas muy altas.

Sonó la campana de la sala capitular. Esa era también la señal de que los trabajadores legos habían de ir a desayunar. Tom salió de la cripta y se encaminó hacia el refectorio. A mitad de camino le abordó Ellen.

Se plantó en actitud agresiva delante de él, como cerrándole el camino, y en sus ojos había una mirada extraña. Martha y Jack la acompañaban. Este tenía un aspecto horrible. Uno de sus ojos estaba cerrado, el lado izquierdo de la cara con heridas e hinchado, y se apoyaba sobre la pierna derecha como si la izquierda no pudiera soportar ningún peso. Tom sintió lástima del chiquillo.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.

—Esto se lo ha hecho Alfred —dijo Ellen.

Tom se lamentó en su fuero interno. Por un instante se sintió avergonzado de Alfred, que era mucho más grande que Jack. Pero tampoco Jack era un ángel. Tal vez hubiera provocado a Alfred. Tom miró en derredor buscando a su hijo y finalmente lo divisó dirigiéndose al refectorio, cubierto de polvo.

—¡Alfred! —gritó—. ¡Ven aquí!

Alfred dio media vuelta, vio el grupo familiar y se acercó despacio, con actitud culpable.

—¿Le has hecho tú esto? —le preguntó Tom.

—Se cayó de un muro —repuso Alfred hosco.

—¿Le empujaste?

—Iba persiguiéndole.

—¿Quién empezó?

—Jack me insultó.

—Le llamé cerdo porque se llevó nuestro pan —dijo Jack hablando con dificultad a causa de los labios hinchados.

—¿Pan? —inquirió Tom—. ¿De dónde sacasteis el pan antes del desayuno?

—Nos lo dio Bernard Baker. Fuimos a buscar leña para él.

—Debiste compartirlo con Alfred —dijo Tom.

—Lo hubiera hecho.

—Entonces ¿por qué saliste corriendo? —dijo Alfred.

—Iba a llevárselo a madre —protestó Jack—. ¡Y entonces Alfred se lo comió todo!

Catorce años criando niños había enseñado a Tom que no había la menor posibilidad de saber quién tenía o no razón en las peleas infantiles.

—Vosotros tres id a desayunar, y como hoy haya más peleas, tú, Alfred acabarás con la cara como Jack y seré yo quien te la ponga así. Largaos.

Los niños se alejaron.

Tom y Ellen les siguieron a paso más lento.

—¿Eso es todo lo que vas a decir? —preguntó Ellen al cabo de un momento.

Tom la miró de reojo. Seguía enfadada, pero él nada podía hacer.

—Los dos son culpables, como siempre —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Cómo puedes decir eso, Tom?

—El uno es tan malo como el otro.

—Alfred les cogió el pan. Jack le llamó cerdo. No es como para derramar sangre.

Tom sacudió la cabeza.

—Los chicos siempre se pelean. Podrías pasar toda la vida buscando culpables en sus trifulcas. Lo mejor es dejar que se las arreglen solos.

—Con eso no basta, Tom —dijo Ellen con tono colérico—. No tienes más que mirar las caras de Jack y de Alfred. Eso no es el resultado de una riña infantil. Es el ataque sañudo de un muchacho, casi un hombre, a un niño.

A Tom le molestó su actitud. Sabía que Alfred no era perfecto, pero tampoco lo era Jack. Tom no quería que Jack se convirtiera en el niño mimado de la familia.

—Alfred no es un hombre. Tiene catorce años. Pero está trabajando. Contribuye al mantenimiento de la familia, y Jack no lo hace. Juega todo el día como un niño. A mi modo de ver eso significa que Jack debería mostrar respeto a Alfred. Como habrás podido darte cuenta, es algo que no hace.

—¡No me importa! —exclamó Ellen encolerizada—. Podrás decir lo que te parezca, pero mi hijo ha resultado muy malherido e incluso pudo ser grave y ¡yo no voy a permitirlo! —Se echó a llorar. En voz más baja, pero todavía furiosa añadió—: Es mi hijo y no puedo soportar verlo así.

Tom se compadeció de ella y se sintió tentado de consolarla, pero temía ceder. Tenía la sensación de que esa conversación iba a convertirse en un punto crucial. Al vivir solo con su madre, Jack siempre había estado demasiado protegido. Tom no quería aceptar que hubiera de amortiguarse los choques normales de la vida cotidiana. Ello sentaría un precedente que crearía infinitas dificultades en los próximos años. Tom sabía bien que en esa ocasión Alfred había ido demasiado lejos, y en su fuero interno estaba decidido a obligar a Alfred a que dejara a Jack en paz. Pero no sería prudente decirlo.

—Los golpes forman parte de la vida —dijo a Ellen—. Jack deberá aprender a recibirlos o a evitarlos. No puedo pasarme la vida protegiéndole.

—¡Puedes protegerle de ese hijo tuyo tan pendenciero!

Tom acusó el golpe. Le dolía que Ellen calificara de pendenciero a Alfred.

—Podría hacerlo, pero no lo haré —dijo enfadado—. Jack debe de aprender a ventilárselas por sí mismo.

—¡Vete al infierno! —exclamó Ellen. Y dando media vuelta se alejó.

Tom entró en el refectorio. La cabaña de madera donde los trabajadores legos comían habitualmente había quedado dañada por el derrumbamiento de la torre del suroeste, de manera que hacían sus comidas en el refectorio, una vez que los monjes terminaban las suyas y se iban. Tom se sentó apartado de todo el mundo con pocas ganas de mostrarse sociable. Un pinche le llevó una jarra de cerveza y algunas rebanadas de pan en un cestillo. Mojó un trozo de pan en la cerveza para ablandarlo y empezó a comer.

Alfred era un muchacho muy desarrollado, con excesiva energía, se dijo Tom con cariño. En el fondo de su corazón, Tom sabía que el muchacho era algo pendenciero, pero con el tiempo se tranquilizaría.

Entretanto, Tom no estaba dispuesto a que sus propios hijos dieran un trato especial a un recién llegado. Ya habían tenido que soportar demasiado. Habían perdido a su madre, se habían visto obligados a patear los caminos, habían estado a punto de morir de hambre. No estaba dispuesto a imponerles nuevas cargas si podía evitarlo. Se merecían alguna indulgencia. Lo que Jack tenía que hacer era mantenerse apartado del camino de Alfred. No se moriría por ello.

Los desacuerdos con Ellen siempre hacían que Tom se sintiera triste. Se habían peleado varias veces, por lo general a causa de los niños, aunque esta había sido su peor disputa hasta el momento. Cuando Ellen tenía aquel gesto duro y hostil, Tom no podía recordar lo que había sido, sólo un poco antes, sentirse apasionadamente enamorado de ella. Le parecía una mujer extraña y furiosa que se había colado de rondón en su tranquila vida.

Con su primera mujer jamás había tenido unas discusiones tan agrias y furiosas. Echando una mirada retrospectiva le parecía que él y Agnes habían estado de acuerdo en todo lo importante, y que cuando en algo no lo estaban, ninguno de los dos se enfadaba. Así era como debía ser entre el hombre y la mujer, y Ellen debería comprender que no podía formar parte de una familia y al mismo tiempo hacer su santa voluntad.

Tom nunca deseaba que Ellen se fuera, ni siquiera cuando le sacaba de quicio, pero aún así frecuentemente pensaba en Agnes con pena. Le había acompañado durante la mayor parte de su vida de adulto y ahora siempre tenía la sensación de que algo le faltaba. Cuando Agnes vivía, jamás se le ocurrió pensar lo afortunado que era de tenerla y tampoco le había mostrado agradecimiento. Pero ahora que estaba muerta la echaba de menos y se sentía avergonzado de no haberle prestado más atención.

Durante los momentos tranquilos de la jornada, cuando había dado instrucciones y todos trabajaban afanosos y él podía dedicarse por entero a una tarea que exigiera habilidad, como la reconstrucción de una pequeña parte del muro en los claustros o reparando una columna en la cripta, a veces mantenía conversaciones imaginarias con Agnes. Sobre todo, le hablaba de Jonathan, su hijo pequeño. Tom veía al niño casi todos los días, cuando le daban de comer en la cocina, recorría los claustros o le acostaban en el dormitorio de los monjes. Parecía perfectamente sano y feliz, y nadie salvo Ellen sabía y ni siquiera sospechaba que Tom sentía un interés especial por él. Tom también hablaba a Agnes, como si estuviera viva, de Alfred y del prior Philip, e incluso de Ellen, explicándole sus sentimientos respecto a ellos, salvo en el caso de Ellen. También le contaba sus planes prácticos para el futuro, su esperanza de que le emplearan en aquel lugar durante años y su sueño de diseñar y construir la nueva catedral. En su mente oía las respuestas y preguntas de Agnes. En ocasiones se mostraba complacida, alentadora, fascinada, suspicaz o desaprobadora. A veces Tom pensaba que tenía razón, otras que estaba equivocada. Si hubiera hablado con alguien de esas conversaciones, hubiera dicho que se estaba comunicando con un espectro y tendría que ver a montones de sacerdotes con agua bendita y exorcismos.

Pero él sabía bien que no había nada de sobrenatural en lo que estaba ocurriendo. Lo único que sucedía era que él la conocía tan bien que podía imaginar lo que sentiría o diría en casi todas las situaciones. Acudía a su mente en los momentos más extraños sin ser solicitada. Cuando pelaba una pera con su cuchillo para la pequeña Martha, Agnes reía burlona ante sus esfuerzos por quitar la piel sin romperla. Siempre que tenía que escribir algo pensaba en ella, porque Agnes le había enseñado todo cuanto había aprendido de su padre, el sacerdote. Y recordaba que le había enseñado a recortar una pluma de ave y a pronunciar caementarius, que era como en latín se decía «albañil». Cuando los domingos se lavaba la cara, solía enjabonarse la barba y recordar cuando eran jóvenes, y Agnes le enseñaba que lavándose la barba mantendría la cara limpia de parásitos y furúnculos. No pasaba un solo día sin que cualquier pequeño incidente la trajera vívidamente a su mente.

Sabía que era afortunado de tener a Ellen. No se le podía dejar de prestar atención. Era única. Había algo anormal en ella y era precisamente ese algo anormal lo que le daba aquel magnetismo. Se sentía agradecido de que le hubiera consolado en su dolor a la mañana siguiente de morir Agnes, pero en ocasiones deseaba haberla encontrado algunos días después de haber enterrado a su mujer, para así haber tenido tiempo de sentirse acongojado a solas. No hubiera guardado un periodo de luto, eso quedaba para señores y monjes, no para la gente corriente, pero hubiera tenido tiempo de acostumbrarse a la ausencia de Agnes antes de empezar a habituarse a vivir con Ellen. Aquellas ideas no se le habían ocurrido en los primeros días, cuando la amenaza de morir de hambre se había combinado con la excitación sexual de Ellen, dando lugar a una especie de júbilo histérico de fin del mundo. Pero desde que había encontrado trabajo y seguridad empezaba a sentir remordimientos. Y a veces le parecía que al pensar de esa manera en Agnes, no sólo la echaba de menos sino que se condolía del paso de su propia juventud. Nunca jamás volvería a ser tan cándido, tan agresivo, tan hambriento o tan fuerte como lo había sido cuando por primera vez se enamoró de Agnes. Terminó de comer el pan y salió del refectorio antes que los demás. Se dirigió a los claustros. Se sentía complacido con el trabajo que llevaba a cabo en ellos. Ahora resultaba difícil imaginar que el cuadrángulo hubiera estado tres semanas antes sepultado bajo una masa de escombros. Lo único que recordaba de la catástrofe eran unas grietas en algunas de las losas del pavimento de las que no había logrado encontrar recambios.

No obstante había muchísimo polvo. Haría que barrieran de nuevo los claustros y los rociaran con agua. Atravesó la iglesia en ruinas. En el crucero septentrional vio una viga ennegrecida en la que habían escrito algo con hollín. Tom lo leyó con parsimonia. Decía: Alfred es un cerdo. Así que era eso lo que había enfurecido a Alfred. Gran parte de la madera del tejado no había quedado convertida en cenizas y por doquier había vigas ennegrecidas como aquella. Tom decidió que reuniría a un grupo de trabajadores para recoger toda aquella madera y llevarla al almacén de leña. Haz que el sitio esté aseado, solía decir Agnes cuando esperaban la visita de alguien importante. Querrás que estén contentos de que esté a cargo de Tom. Sí, querida, pensó Tom, y sonrió mientras se dirigía a su trabajo.

Se divisó al grupo de Waleran Bigod a una milla aproximadamente a través de los campos. Eran tres, cabalgando rápido. El propio Waleran iba a la cabeza, sobre un caballo negro, con su capa negra agitada por el viento. Philip, junto con los funcionarios monásticos más antiguos, les esperaba junto a las cuadras. Philip no estaba seguro del trato que había de dar a Waleran. Era indiscutible que este le había decepcionado al no decirle que el obispo había muerto. Pero cuando al fin se impuso la verdad, Waleran no se mostró en modo alguno abochornado y Philip no supo qué decirle. Y seguía sin saberlo aunque sospechaba que nada se ganaría con lamentos. En cualquier caso, todo aquello había quedado superado por la catástrofe del incendio. Como quiera que fuese, en el futuro Philip se mostraría muy cauteloso con Waleran.

El caballo de Waleran era un semental, nervioso y excitable pese a haber cabalgado durante varias millas. Mantuvo la cabeza baja con fuerza mientras lo dirigían hacia la cuadra. No era necesario que un clérigo se vanagloriara sobre su montura, y la mayoría de los hombres de Dios elegían caballos más tranquilos.

Waleran descabalgó con soltura y dio las riendas a un mozo de cuadra. Philip le saludó ceremonioso. Waleran se volvió y examinó las ruinas. Un panorama tétrico se presentó ante sus ojos.

—Ha sido un devastador incendio, Philip —dijo al fin. Philip quedó algo sorprendido al ver que parecía verdaderamente desolado.

—Obra del diablo, mi señor obispo —dijo Remigius, antes de que Philip pudiera contestar.

—¿Lo ha sido esta vez? —preguntó Waleran—. Según mi experiencia, al diablo suelen ayudarle en tales actividades los monjes que encienden hogueras en la iglesia para templar el helor durante los maitines, o que descuidan velas encendidas en el campanario.

A Philip le divirtió ver a Remigius apabullado, pero no podía dejar pasar las insinuaciones de Waleran.

—He hecho una investigación sobre las posibles causas del incendio —dijo—. Nadie encendió un fuego en la iglesia esa noche. Puedo afirmarlo porque estuve presente esa noche en maitines. Y hace meses que nadie ha subido al tejado.

—Entonces, ¿cómo te lo explicas? ¿Un rayo? —inquirió Waleran con escepticismo.

Philip hizo un gesto negativo.

—No hubo tormenta. Parece que el fuego empezó en los alrededores del crucero. Después del oficio sagrado dejamos una vela encendida sobre el altar como es costumbre. Es posible que se prendiera la sabanilla del altar y una corriente de aire lanzara alguna chispa hacia la madera del techo que es muy vieja y está seca. —Philip se encogió de hombros—. No es una explicación demasiado satisfactoria pero es la única que tenemos.

Waleran asintió.

—Echemos una mirada más de cerca a los daños.

Se encaminaron hacia la iglesia. Los dos acompañantes de Waleran eran un hombre de armas y un sacerdote joven. El hombre de armas se quedó atrás para ocuparse del caballo. El sacerdote acompañó a Waleran, quien se lo presentó a Philip como deán Baldwin.

Mientras cruzaban el césped en dirección a la iglesia, Remigius puso una mano sobre el brazo de Waleran para detenerle.

—Como podéis ver la casa de invitados no ha sufrido daño alguno —dijo.

Todos se detuvieron y se volvieron a mirar. Philip se preguntó irritado qué estaría tramando Remigius. Si la casa de invitados no había resultado dañada, ¿por qué hacer que todos se pararan y la miraran? La mujer del constructor había salido de la cocina y todos la vieron entrar en la casa. Philip miró de reojo a Waleran. Este parecía algo extrañado. Philip recordó aquel momento, en el palacio de obispo, cuando Waleran vio a la mujer del constructor y pareció casi aterrado. ¿Qué pasaba con aquella mujer?

Waleran dirigió una rápida mirada a Remigius, al tiempo que hacía un gesto de asentimiento casi imperceptible.

—¿Quién vive ahí? —preguntó luego volviéndose hacia Philip.

—El maestro constructor con su familia —dijo Philip aún a sabiendas de que Waleran la había reconocido.

Waleran hizo un gesto de aquiescencia y todos reanudaron la marcha. Ahora Philip ya sabía el motivo de que Remigius llamara la atención sobre la casa de invitados, quería asegurarse de que Waleran viera a la mujer. Philip decidió hablar con ella tan pronto como se presentara la oportunidad.

Un grupo de siete u ocho monjes y servidores del priorato levantaban, bajo la atenta mirada de Tom, una viga del tejado medio quemada. Todo el lugar hervía de actividad, pero así y todo tenía un aspecto ordenado. Philip tuvo la sensación de que el ambiente de actividad eficiente le hacía honor aún cuando el responsable fuera Tom.

Tom acudió a saludarles. Dominaba con su estatura a todos ellos.

—Este es Tom, nuestro maestro constructor. Ya ha logrado poner de nuevo en uso los claustros y la cripta. Le estamos muy agradecidos.

—Te recuerdo —dijo Waleran a Tom—. Viniste a verme poco después de Navidad. No tenía trabajo para ti.

—Así es —asintió Tom con su voz honda—, quizás Dios me estuviera reservando para ayudar al prior Philip en sus momentos difíciles.

—Un constructor teólogo —dijo Waleran con tono burlón.

Tom enrojeció ligeramente bajo su capa de polvo. Philip pensó que Waleran tenía mucha sangre fría al hacer burla de un hombre tan grande, incluso siendo Waleran un obispo y Tom tan sólo un albañil.

—¿Cuál es tu siguiente paso aquí? —preguntó Waleran.

—Tenemos que hacer que este sitio sea seguro, demoliendo los muros restantes antes de que se desplomen sobre alguien —contestó Tom con bastante mansedumbre—. Luego limpiaremos el lugar y lo dejaremos despejado para la construcción de la nueva iglesia. Tan pronto como sea posible habremos de encontrar árboles altos para las vigas del nuevo tejado. Cuanto más curada esté la madera, mejor será el tejado.

—Antes de empezar a talar árboles habremos de encontrar el dinero para pagarlos —intervino Philip presuroso.

—Hablaremos de eso más tarde —dijo Waleran con actitud enigmática.

Aquella observación intrigó a Philip. Esperaba que Waleran tuviera un proyecto para obtener el dinero necesario para la construcción de la nueva iglesia. Si el priorato hubiera de confiar en sus propios recursos, no podría empezarse hasta dentro de bastantes años. Ello había traído de cabeza a Philip durante las tres últimas semanas y todavía no había encontrado una solución.

Condujo al grupo hasta los claustros a través del camino que había sido abierto entre los escombros. Una ojeada le bastó a Waleran para comprobar que esa zona había quedado en condiciones de uso. Salieron de allí y atravesaron el césped en dirección a la casa del prior en la esquina sureste del recinto.

Una vez en el interior Waleran se quitó la capa y se sentó, tendiendo sus manos pálidas hacia el fuego. El hermano Milius el cocinero sirvió vino caliente con especias en pequeños boles de madera.

—¿Se te ha ocurrido que Tom Builder pudiera haber provocado el fuego para así tener trabajo? —dijo Waleran a Philip, tomando un sorbo de vino.

—Sí, se me ha ocurrido —repuso Philip—. Pero no creo que lo hiciera. Hubiera tenido que entrar en la iglesia que estaba cerrada a cal y canto.

—Pudo haber entrado durante el día y esconderse.

—Pero entonces no hubiera podido salir cuando hubiera prendido el fuego —sacudió la cabeza. No era esa la verdadera razón de que estuviera seguro de la inocencia de Tom—. En cualquier caso, no le creo capaz de semejante cosa. Es un hombre inteligente, mucho más de lo que pudiera creerse a primera vista, pero no es taimado. Si fuera culpable creo que lo hubiera descubierto por la expresión de su cara cuando le miré de frente y le pregunté cómo pensaba él que había comenzado el fuego.

Ante la sorpresa de Philip Waleran se mostró inmediatamente de acuerdo.

—Creo que tienes razón —dijo—. Como quiera que sea no me lo imagino prendiendo fuego a la iglesia. No es de esa clase de hombres.

—Quizás nunca lleguemos a saber con seguridad cómo empezó el incendio —dijo Philip—. Pero tenemos que afrontar el problema de cómo obtener dinero para la construcción de una nueva iglesia. No sé…

—Sí —asintió Waleran, al tiempo que alzaba una mano para interrumpir a Philip. Se volvió hacia los demás que estaban en la habitación—. He de hablar a solas con el prior Philip. Tenéis que dejarnos solos —dijo.

Philip estaba intrigado. No se imaginaba por qué Waleran habría de hablar con él a solas sobre esa cuestión.

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