Capítulo Dieciséis 87 страница
Era indudable que tenía que matar a Richard. La cuestión consistía en cómo encontrarlo. Estuvo cavilando sobre el problema durante todo el camino hasta el castillo. Y, cuando llegó, lo único que había sacado en limpio era que, probablemente, la clave la tenía el obispo Waleran.
Entraron en el castillo de Waleran como un desfile cómico en una feria: el conde a lomos de una jaca cansina y sus caballeros conduciendo carros. William rugió órdenes perentorias a los hombres del obispo. Envió a uno de ellos en busca de un enfermero para Hugh y Louis, y a otro a que buscara a un sacerdote para rezar por el alma de Guillaume. Gervase y Walter fueron a la cocina a buscar cerveza y William entró en la torre del homenaje. Fue recibido por Waleran en sus habitaciones privadas. William aborrecía tener que pedir algo a Waleran. Pero necesitaba de su ayuda para localizar a Richard. El obispo estaba revisando una relación de cuentas, una lista interminable de números. Levantó la vista y vio la furia reflejada en el rostro de William.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con aquel tono levemente divertido que siempre sacaba de quicio a William, el cual rechinó los dientes.
—He descubierto quién es el que organiza y dirige a esos malditos proscritos.
Waleran enarcó una ceja.
—Es Richard de Kingsbridge.
—Ah. —Waleran asintió comprensivo—. Claro. Tiene sentido.
—Significa peligro —dijo furioso William, que detestaba que Waleran se mostrara frío y reflexivo respecto a las cosas—. Le llaman «el legítimo conde» —apuntó con un dedo hacia Waleran—. Ciertamente vos no querréis que este Condado vuelva a esa familia. Os odian y son amigos del prior Philip, vuestro viejo enemigo.
—Está bien, cálmate —respondió Waleran con tono condescendiente—. Sin duda alguna, estás en lo cierto. No puedo permitir que Richard de Kingsbridge recupere el Condado.
William se sentó. Empezaba a dolerle todo el cuerpo. Últimamente sufría las secuelas de la lucha como jamás las había sufrido. Sus músculos se hallaban tensos, y sus manos doloridas y heridas por los ataques o las caídas. Sólo tengo treinta y siete años, se dijo. ¿Empieza la vejez a esa edad?
—Tengo que matar a Richard. Una vez que haya desaparecido, los proscritos serán de nuevo una chusma inofensiva.
—Estoy de acuerdo.
—Matarlo será fácil. El problema está en encontrarlo. Pero en ello podéis ayudarme vos.
Waleran se frotó con el pulgar la afilada nariz.
—No sé cómo.
—Escuchad. Si están organizados tienen que encontrarse en alguna parte.
—No sé qué quieres decir. Están en los bosques.
—En circunstancias comunes, no se puede encontrar proscritos en el bosque. La mayoría de ellos no pasan dos noches seguidas en el mismo lugar. Hacen un fuego en cualquier parte y duermen en los árboles. Pero, si alguien quiere organizar a semejante gente, tiene que reunirlos a todos en un punto. Hay que tener una guarida permanente.
—Así que hemos de descubrir dónde está la guarida de Richard.
—Exacto.
—¿Y cómo te propones hacerlo?
—Ahí es donde entráis vos.
Waleran parecía escéptico.
—Apuesto a que la mitad de la gente de Kingsbridge sabe dónde está —dijo William.
—Pero no nos lo dirán. En Kingsbridge todos nos odian a ti y a mí.
—No todos —dijo William—. No exactamente todos.
A Sally la Navidad le parecía maravillosa, pues la comida especial de Navidad era casi toda dulce: bizcochos de jengibre, pan de trigo, huevos y miel, licor de pera, que la hacía reír. Y ese embutido que hervía durante horas y luego era horneado, y cuyo relleno sabía a gloria. Ese año había menos cosas debido a la carestía. Pero Sally disfrutaba igualmente.
Le gustaba decorar la casa con acebo y colgar el muérdago del beso.
Que la besaran le hacía reír todavía más que el vino de pera. El primer hombre que atravesaba el umbral llevaba la suerte siempre que su pelo fuera negro. El padre de Sally tenía que quedarse en casa toda la mañana de Navidad porque su pelo rojo llevaría consigo la mala suerte.
A Sally le encantaba la representación de la Natividad en la iglesia. Le gustaba ver a los monjes vestidos como reyes orientales y de ángeles y pastores. Se reía como una loca cuando todos los falsos ídolos caían derribados con la llegada de la Sagrada Familia a Egipto. Pero lo mejor de todo era el obispo adolescente. El tercer día de Navidad los monjes vestían al más joven de los novicios con la indumentaria de obispo, y todo el mundo tenía que obedecerle.
La mayoría de las gentes de la ciudad esperaban en el recinto del priorato a que saliera el obispo adolescente. La costumbre era que diera órdenes a los ciudadanos de más edad y dignidad para que realizaran tareas bajas, como ir a coger leña o limpiar las cochiqueras. También se daba aires exagerados, haciendo gracias e insultando a quienes tenían autoridad. El año anterior hizo que el sacristán desplumara una gallina. El resultado fue hilarante, ya que este no tenía la menor idea de cómo se hacía y había plumas por doquier.
Con gran solemnidad, apareció un muchacho de unos doce años, de sonrisa traviesa, vistiendo un ropón de seda púrpura y llevando un báculo de madera. Venía a hombros de dos monjes y llevaba tras de sí al resto del monasterio. Todo el mundo aplaudió y lanzó vítores. Lo primero que hizo fue señalar al prior Philip.
—¡Tú, muchacho! ¡Ve al establo y almohaza al asno!
Hubo un estallido de risas. Todo el mundo sabía que el viejo asno tenía un genio de todos los demonios y que jamás se le había cepillado.
—Sí, mi señor obispo —dijo el prior Philip, y con una mueca sonriente, se encaminó a realizar su tarea.
—¡Adelante! —ordenó el obispo adolescente.
La procesión salió fuera del recinto del priorato, con los ciudadanos a la zaga. Algunas gentes se ocultaban y echaban el cerrojo a sus puertas por temor a que los eligieran para hacer algún trabajo desagradable. Pero entonces se perdían la diversión. Allí se encontraba toda la familia de Sally. Sus padres, su hermano Tommy, la tía Martha e incluso el tío Richard que había regresado inesperadamente a casa la noche anterior.
El obispo adolescente los condujo primero a la cervecería, visita que era tradicional. Pidió cerveza gratis para él y para todos los novicios. El cervecero se la dio de buena gana.
Sally se encontró sentada en un banco junto al hermano Remigius, uno de los monjes más viejos. Era un hombre alto, poco cordial, y la niña nunca había hablado con él. Pero en ese momento le sonreía.
—Es agradable que tu tío Richard haya vuelto a casa por la Navidad —le dijo.
—Me ha dado un gatito de madera que él mismo ha hecho con su cuchillo —le explicó Sally.
—Eso está muy bien. ¿Crees que se quedará mucho tiempo?
La niña se quedó pensativa.
—No lo sé.
—Espero que tendrá que marcharse pronto.
—Sí. Ahora vive en el bosque.
—¿Sabes tú dónde?
—Sí. En un lugar que se llama Sally's Quarry. ¡Tiene el mismo nombre que yo! —comentó riendo.
—Es verdad —dijo el hermano Remigius—. Muy interesante.
—Y ahora, Andrew, el sacristán y el hermano Remigius harán la colada de la viuda Poll —decidió el obispo adolescente una vez hubieron bebido.
Sally aplaudió riendo a carcajadas. La viuda Poll, una mujer gorda y de cara congestionada, era lavandera. A aquellos perezosos monjes les fastidiaría lavar las malolientes camisas y calcetines que las gentes se cambiaban cada seis meses.
El gentío abandonó la cervecería y llevaron en procesión al obispillo hasta la casa de una sola habitación de la viuda Poll, allá abajo, junto al muelle. A ella le dio un ataque de risa y se puso todavía más colorada cuando le comunicaron quién iba a hacer su colada.
Andrew y Remigius llevaron un pesado cesto de ropa sucia desde la casa hasta la orilla del río. Andrew abrió el cesto y Remigius, con una expresión de asco supremo sacó la primera pieza.
—¡Cuidado con esa, hermano Remigius! ¡Es mi camisa! —gritó con descaro una joven.
Remigius enrojeció y todo el mundo se echó a reír.
Los dos monjes hicieron de tripas corazón y empezaron a lavar la ropa en las aguas del río, con los ciudadanos dándoles consejos y aliento. Sally se dio cuenta de que Andrew estaba hasta las mismísimas narices, en cambio Remigius tenía una extraña expresión de contento.
Una bola enorme de hierro colgaba de un andamio sujeta por una cadena. Recordaba el dogal del verdugo balanceándose en el extremo de una horca. También había una cuerda atada a la bola. Esa cuerda pasaba por una garrucha sobre la estaca superior del andamio y pendía hasta el suelo donde dos jornaleros la sujetaban. Cuando estos tiraron de ella, la bola subió y retrocedió hasta tocar la garrucha, y la cadena quedó horizontal a lo largo del andamio.
Se encontraba mirando la mayoría de la población de Shiring.
Los hombres soltaron la cuerda. La bola de hierro cayó y osciló y se estrelló contra el muro de la iglesia. Sonó un golpe terrorífico, el muro se estremeció y William sintió el impacto en el suelo, bajo sus pies. Pensó que hubiera sido formidable tener a Richard sujeto a aquel muro precisamente en el lugar contra el que se había estrellado la bola. Habría quedado aplastado como una mosca.
Los jornaleros tiraron de nuevo de la cuerda. William se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento al detenerse la bola de hierro arriba, al final del trayecto. Los hombres la soltaron; se balanceó y esa vez sí que hizo un agujero en el muro de piedra. Todos aplaudieron.
Era un mecanismo ingenioso.
William estaba contento de ver que el trabajo avanzaba en el enclave donde construiría la nueva iglesia. Pero ese día su mente estaba ocupada por cuestiones más urgentes. Con la mirada, buscó en derredor al obispo Waleran. Lo localizó al fin. Se hallaba hablando con Alfred Builder.
—¿Está ya aquí el hombre? —preguntó William al obispo llevándoselo aparte.
—Es posible —repuso Waleran—. Ven a mi casa.
Atravesaron la plaza del mercado.
—¿Has traído tus tropas? —preguntó Waleran.
—Claro. Doscientos hombres. Están esperando en los bosques, justo a la salida de la ciudad.
Entraron en la casa. Hasta William llegó el olor a jamón cocido.
Se le hizo la boca agua, pese al gran apremio. En aquellos momentos, la mayoría de la gente estaría administrando con enorme tiento sus víveres; pero en Waleran parecía cuestión de principios no permitir que la carestía cambiara su modo de vida. Al obispo, aunque nunca comía demasiado, le gustaba que todo el mundo supiera que era demasiado rico y poderoso para que pudieran afectarle unas simples cosechas.
La vivienda de Waleran era una casa urbana clásica de fachada estrecha, con un salón en la parte delantera, una cocina detrás y un patio en la parte trasera, en el que había un pozo negro, una colmena y una cochiquera. William se tranquilizó al ver a un monje esperando en el salón.
—Buenos días, hermano Remigius —le saludó Waleran.
—Buenos días, mi señor obispo. Buenos días, Lord William —dijo Remigius.
William miró ansioso al monje. Era un hombre nervioso, de rostro arrogante y saltones ojos azules. Su cara le resultaba vagamente familiar, una entre tantas cabezas tonsuradas en los oficios sagrados de Kingsbridge. Durante años, William había estado oyendo hablar de él como un espía de Waleran en el territorio del prior Philip, pero era la primera vez que hablaba con el hombre.
—¿Tenéis alguna información para mí? —le preguntó.
—Es posible —respondió Remigius.
Waleran se quitó la capa bordeada de piel y se acercó al fuego para calentarse las manos. Un sirviente les llevó vino de bayas de saúco caliente en cubiletes de plata. William cogió uno y lo bebió esperando impaciente que el sirviente se retirara.
Waleran saboreó el vino mientras dirigía a Remigius una mirada inquisitiva.
—¿Qué excusa has dado para abandonar el priorato? —le preguntó Waleran una vez el sirviente hubo salido.
—Ninguna —contestó Remigius.
Waleran enarcó una ceja.
—No voy a regresar —aseguró Remigius desafiante.
—¿Cómo es eso?
Remigius aspiró hondo.
—Estás construyendo aquí una catedral.
—No es más que una iglesia.
—Va a ser muy grande. Planeas que acabe siendo una iglesia catedral.
—Supongamos por un momento que estés en lo cierto —dijo Waleran tras una breve vacilación.
—La catedral habrá de estar gobernada por un capítulo, ya sea de monjes o de canónigos.
—¿Y qué?
—Quiero ser el prior.
William se dijo que eso tenía lógica.
—Y estabas tan seguro de llegar a serlo que abandonaste Kingsbridge sin el permiso de Philip y sin excusa alguna —comentó Waleran con tono agrio.
Remigius pareció incómodo. William simpatizaba con él. Aquel talante desdeñoso que con tanta frecuencia adoptaba Waleran era suficiente para molestar a cualquiera.
—Espero no haberme mostrado confiado en exceso —dijo Remigius.
—Es de presumir que podrás conducirnos hasta Richard.
—Sí.
—¡Hombre listo! ¿Dónde está? —interrumpió William excitado.
Remigius se mantuvo en silencio y miró a Waleran.
—¡Vamos, Waleran! ¡Dadle el cargo, por Dios bendito! —intercedió William.
Waleran seguía mostrándose vacilante. William sabía que no soportaba que lo coaccionara nadie.
—Muy bien, serás prior —aceptó por último Waleran.
—Y ahora, ¿dónde está Richard?
Remigius seguía con la mirada clavada en el obispo.
—¿A partir de hoy mismo?
—A partir de hoy mismo.
Entonces Remigius se volvió hacia William.
—Un monasterio no es tan sólo una iglesia y un dormitorio. Necesita tierras, granjas, iglesias que paguen diezmos…
—Decidme dónde está Richard y, para empezar, os daré cinco aldeas con sus iglesias parroquiales —le aseguró William.
—La fundación necesitará la correspondiente carta de privilegio.
—No temas. La tendrás —le aseguró Waleran.
—Vamos, hombre de Dios. Tengo un ejército esperando a las afueras de la ciudad. ¿Dónde se halla la guarida de Richard?
—En un lugar llamado Sally's Quarry, cerca del camino de Winchester.
—¡Lo conozco! —William hubo de contenerse para no lanzar un alarido de triunfo—. Es una cantera abandonada. Ya no va nadie por allí.
—La recuerdo —declaró a su vez Waleran—. Hace años que no se trabaja en ella. Es una excelente guarida. Nunca sabrías que existe a menos que dieras con ella.
—Pero también es una trampa —exclamó William con feroz regocijo—. Los tres muros que la forman son prácticamente impenetrables. Nadie escapará. Y además no cogeré prisioneros —su excitación subió de tono al imaginarse la escena—. Haré una auténtica carnicería. Será como matar pollos en un gallinero.
Los dos hombres de Dios lo miraban de forma extraña.
—¿Acaso os asalta algún pequeño escrúpulo, hermano Remigius? —preguntó William desdeñoso—. ¿Os revuelve el estómago la idea de una matanza, mi señor obispo? —Sabía, por la expresión de sus caras, que había dado en el clavo con los dos. Esos hombres religiosos eran grandes maquinadores, pero cuando se trataba de derramamiento de sangre tenían que seguir confiando en los hombres de acción—. Sé que estaréis rezando por mí —dijo sarcástico.
Y en seguida se puso en marcha.
Tenía el caballo atado fuera. Era un soberbio garañón negro que había sustituido, aunque no igualado, al caballo de batalla que Richard le robó. Lo montó y salió cabalgando de la ciudad. Contuvo su excitación e intentó pensar con frialdad en las posibles tácticas. Se preguntó cuántos proscritos habría en Sally's Quarry. En cada una de sus incursiones hicieron acto de presencia más de cien hombres. Serían al menos doscientos, tal vez incluso quinientos. Era posible, incluso, que superaran los efectivos de William. De manera que habría de aprovechar al máximo sus ventajas. Una de ellas era la sorpresa. Otra, las armas. La mayoría de los proscritos tenían garrotes, martillos y, en el mejor de los casos, hachas. Por supuesto, ninguna armadura. Pero la ventaja más importante era que los hombres de William iban a caballo. Los proscritos tenían pocos caballos y no era probable que muchos de ellos estuvieran cabalgando en el preciso momento en que eran atacados. Para darse un mayor margen, decidió enviar a algunos arqueros por las laderas laterales de la colina para disparar durante unos momentos hacia la cantera antes del asalto definitivo.
Lo principal de todo era evitar que escapara un solo proscrito. Al menos hasta que estuviera seguro de que Richard había muerto o había sido capturado. Decidió situar a un puñado de hombres de confianza en la retaguardia antes del ataque definitivo y atrapar a cuantos proscritos astutos intentaran zafarse.
Walter seguía esperando con los caballeros y hombres de armas en el mismo lugar donde William los dejó un par de horas antes. Se mostraban ansiosos y su moral era alta, ya que daban por descontada una fácil victoria. Poco después iban al trote por el camino de Winchester.
Walter cabalgaba junto a William en el más absoluto silencio. Una de las mejores cualidades de Walter era su habilidad para mantenerse callado. William se había dado cuenta de que la mayoría de la gente le hablaba sin cesar, incluso cuando no tenían nada que decir, tal vez por el propio nerviosismo. Walter respetaba a William, pero no se mostraba nervioso ante él. Hacía demasiado tiempo que estaban juntos.
William se sentía embargado por una mezcla familiar de expectación anhelante y temor mortal. Luchar era lo único en el mundo que hacía bien, y cada vez arriesgaba su vida. Pero la incursión aquella era especial. En esta ocasión tenía la oportunidad de destruir al hombre que durante quince años había sido una espina clavada en su carne.
Al cabo de unas millas se desviaron del camino de Winchester.
Tomaron por un sendero apenas visible, hasta el punto de que William lo hubiera pasado por alto de no haber estado buscándolo. Una vez dentro de él, podía seguirlo observando la vegetación. Había una franja de cuatro o cinco yardas de ancho sin árboles desarrollados. Envió a los arqueros por delante y, para darles tiempo, redujo durante unos momentos la marcha del resto de sus hombres. Era un día de enero claro, y los árboles sin hojas apenas reducían la fría luz del sol. Hacía ya muchos años que William no había estado en la cantera y no sabía a qué distancia podía encontrarse. Sin embargo, cuando se hallaban a una milla más o menos del camino, empezó a descubrir indicios de que el sendero estaba siendo utilizado. Vegetación pisoteada, pimpollos rotos y el barro removido. Experimentó una gran satisfacción al ver confirmado el informe de Remigius.
Se sentía tan tenso como la cuerda de un arco. Los indicios se hicieron cada vez más patentes. Hierba muy aplastada, cagajones de caballos, desperdicios humanos. A aquella distancia, dentro del bosque, los proscritos no se habían molestado en ocultar su presencia. Ya no cabía la menor duda. Se encontraban allí. La batalla se hallaba a punto de comenzar.
La guarida debía de estar ya muy cerca. William aguzó el oído. En cualquier momento sus arqueros empezarían el ataque y se escucharían gritos y maldiciones, chillidos de dolor y el relincho de caballos aterrados.
El sendero los condujo hasta un gran calvero y William vio, a un par de centenares de yardas, la entrada a la Sally's Quarry. No se oía ruido alguno. Algo andaba mal. Sus arqueros no disparaban. William sintió un escalofrío de aprensión. ¿Qué había pasado? ¿Era posible que sus arqueros hubieran caído en una emboscada y que los centinelas los hubieran dejado fuera de combate sin hacer ruido? No a todos, eso seguro.
Pero no había tiempo de cábalas. Se encontraba casi encima de los proscritos. Espoleó su caballo y lo lanzó al galope. Sus hombres le siguieron y se lanzaron con gran estruendo hacia la guarida. El temor de William se había desvanecido ante el júbilo de la carga. El camino hasta la guarida era como una pequeña garganta tortuosa, de modo que el interior no podía verse al acercarse. Miró hacia arriba y vio a algunos de sus arqueros en la cima del farallón, mirando hacia abajo. ¿Por qué no disparaban? Tuvo una premonición de desastre y habría dado media vuelta, a no ser porque ya no podían detener a los caballos lanzados a la carga. Con la espada en la mano derecha, sujetando las riendas con la izquierda, el escudo colgándole del cuello, galopó hasta la cantera abandonada.
Allí no había nadie.
El desencanto le sacudió como un golpe físico. Estaba a punto de romper a llorar. Todos los indicios lo habían avalado. Estaba tan seguro. Sentía la frustración en las entrañas, como un dolor. Al ir los caballos reduciendo la marcha, William pudo comprobar que, de hecho, había sido la guarida de los proscritos hasta hacía poco. Se veían cobertizos construidos con ramas y cañas, restos de fuegos para cocinar y también estercoleros. En una esquina de la zona, se habían clavado algunas estacas para utilizarlo como corral para los caballos. William pudo ver acá y allá restos de ocupación humana. Huesos de pollo, sacos vacíos, un zapato viejo, una olla rota. Incluso una de las hogueras parecía humear todavía. Renació en él la esperanza. Tal vez acabaran de irse y todavía pudiera alcanzarlos. Fue entonces cuando descubrió una única figura en cuclillas junto al fuego. La figura se puso en pie. Era una mujer.
—Bien, bien, William Hamleigh —dijo ella—. Demasiado tarde, como de costumbre.
—¡Vaca insolente! Te arrancaré la lengua por eso —vociferó William.
—No me tocarás —repuso ella con calma—. He maldecido a mejores hombres que tú.
Se llevó tres dedos a la cara, como una bruja. Los caballeros retrocedieron y William se santiguó a fin de protegerse. La mujer lo miró sin temor alguno con un par de extraños ojos dorados:
—¿No me reconoces, William? —le preguntó—. En una ocasión intentaste comprarme por una libra. —Se echó a reír—. Fuiste afortunado al no lograrlo.
William recordó aquellos ojos. Era la viuda de Tom Builder, la madre de Jack Jackson, la bruja que vivía en el bosque. Se sentía desde luego muy satisfecho de no haberla comprado. Y ansiaba alejarse de ella lo más deprisa posible, pero antes tenía que interrogarla.
—Muy bien, bruja —le dijo—. ¿Estaba aquí Richard Kingsbridge?
—Hasta hace dos días.
—¿Y puedes decirme a dónde se fue?
—Sí, claro que puedo —contestó ella—. Él y sus proscritos se han ido a luchar por Henry.
—¿Henry? —repitió William como un eco. Tenía la horrible sensación de saber a qué Henry se refería—. ¿El hijo de Maud?
—Sí.
William se quedó helado. Era posible que el joven y enérgico duque de Normandía tuviera éxito donde su madre había fracasado y, si en esta ocasión Stephen era derrotado, William podía caer con él.
—¿Qué ha pasado? —indagó con tono apremiante—. ¿Qué ha hecho Henry?
—Ha cruzado las aguas con treinta y seis barcos y ha desembarcado en Wareham. Según dicen, ha traído con él un ejército de tres mil hombres. Nos han invadido.
La ciudad de Winchester se hallaba atestada. La situación era tensa y peligrosa. Allí se encontraban los dos ejércitos. Las fuerzas del rey Stephen estaban guarecidas en el castillo. Los rebeldes del duque Henry, incluidos Richard y sus proscritos, se encontraban acampados fuera de las murallas de la ciudad en Saint Gile's Hill, lugar donde se celebraba la feria anual. A los soldados de ambas partes les estaba vedado entrar en la población; pero muchos de ellos, desafiando la prohibición, pasaban las noches en las cervecerías, los reñideros de gallos y los burdeles, donde se emborrachaban, abusaban de las mujeres, luchaban y se mataban entre sí durante partidas de dados y Nine-Men's Morris.
El rey había perdido todo espíritu combativo en el verano, cuando murió su hijo mayor. En aquellos momentos, Stephen moraba en el castillo real, y el duque Henry se alojaba en el palacio del obispo. Sus representantes, el arzobispo Theobald de Canterbury, en nombre del rey, y el viejo desfacedor de poderíos, el obispo Henry de Winchester por parte del duque Henry, estaban celebrando conversaciones de paz. Cada mañana, el arzobispo Theobald y el obispo Henry se reunían en el palacio episcopal. A mediodía, el duque Henry solía atravesar las calles de Winchester con sus lugartenientes, incluido Richard, para ir a almorzar al castillo.
La primera vez que Aliena vio al duque Henry no pudo creer que fuera el hombre que gobernaba un imperio tan grande como Inglaterra. Tendría unos veinte años y su rostro estaba atezado y lleno de pecas como el de un campesino. Vestía una sencilla túnica oscura sin bordado alguno y llevaba muy corto el pelo rojizo. Ofrecía el aspecto del laborioso hijo de un hacendado próspero. Sin embargo, percibió, al cabo de un tiempo, que tenía una especie de magnetismo de poder. Era de baja estatura y musculoso, con hombros anchos y una gran cabeza. Pero la impresión de gran fuerza física quedaba compensada por unos ojos grises penetrantes y observadores. La gente que le rodeaba jamás se acercaba a él demasiado, sino que lo trataba con una familiaridad cautelosa, como si temieran que fuese a montar en cólera en cualquier momento.
Aliena pensaba que, en el castillo, los comensales debían sufrir una desagradable tensión al tener a los jefes de ambos ejércitos comiendo juntos. Se preguntaba cómo soportaría Richard sentarse a la misma mesa con el conde William. Ella le habría amenazado con el cuchillo de trinchar en lugar de pasarle el venado asado. Por su parte, sólo veía a William desde cierta distancia y en breves ocasiones. Parecía inquieto y malhumorado, lo cual constituía una buena señal.