Capítulo Dieciséis 85 страница
—Proscritos —dijo.
—¿Cuantos? —musitó Aliena.
—Muchos. No pude verlos todos.
—¿Adónde van?
—A Kingsbridge —alzó una mano—. Escucha.
Aliena ladeó la cabeza. En la lejanía podía escuchar la campana del priorato de Kingsbridge tañendo rápida e incesantemente, advirtiendo del peligro. Casi se le paró el corazón.
—¡Los niños, Jack!
—Si atravesamos Muddy Bottom y vadeamos el río por el bosque de castaños, creo que llegaremos antes que los proscritos.
—¡Vámonos entonces! ¡Deprisa!
Jack la cogió por el brazo para hacerla callar y escuchó un momento. En el bosque siempre había oído cosas que ella no podía oír.
Se debía sin duda a haber vivido en él. Aliena esperó.
—Creo que ya se han ido todos —dijo finalmente Jack.
Salieron de la cañada. Al cabo de unos momentos llegaron al camino. No se veía a nadie. Lo cruzaron y cortaron a través de los bosques, siguiendo por un sendero apenas visible. Aliena había dejado a Tommy y a Sally con Martha jugando a Nine Men's Morris, delante de un alegre fuego. No estaba del todo segura del peligro que corrían, pero sí aterrada de que pudiera ocurrir algo antes de poder reunirse con sus hijos. Corrían cuando les era posible. Para desesperación de Aliena, el terreno era casi siempre demasiado abrupto y lo más que podía hacer era un trote corto mientras que Jack daba largas zancadas. Aquella ruta era mucho más dura que el camino, por lo que habitualmente no la utilizaban. Sin embargo, era muchísimo más rápida.
Descendieron por la empinada ladera que conducía a Muddy Bottom. A veces, forasteros incautos resultaban muertos en aquella ciénaga; pero no había peligro para quienes sabían cómo había que atravesarla. A pesar de todo, el cieno anegado parecía agarrar los pies de Aliena, obligándola a ir más despacio, manteniéndola alejada de Tommy y Sally. En la parte más alejada de Muddy Bottom, había un vado en el río. El agua fría alcanzó las rodillas de Aliena, limpiándole los pies del barro.
A partir de allí, el camino era recto. Las campanadas de alarma sonaban cada vez más fuertes a medida que se acercaban a la ciudad.
Cualquiera que fuese el peligro que amenazara por parte de los proscritos, al menos estaba advertida, se dijo Aliena intentando conservar el ánimo. Al salir ella y Jack del bosque, en la pradera que atravesaba el río desde Kingsbridge, veinte o treinta jovenzuelos que habían estado jugando a la pelota en una aldea cercana llegaron al mismo tiempo que ellos, dando voces broncas y sudando a pesar del frío.
Pasaron por el puente corriendo. La puerta ya estaba cerrada.
Pero las gentes que se encontraban en las almenas los habían visto y reconocido y, al acercarse, se abrió una pequeña poterna. Jack tomó la delantera e hizo que los muchachos les dejaran pasar a él y a Aliena. Bajaron la cabeza y entraron por el postigo. Aliena se sentía muy aliviada de haber llegado a la ciudad antes que los proscritos. Jadeantes por el esfuerzo, caminaron presurosos por la calle mayor. Las gentes de la ciudad tomaban posiciones en las murallas con venablos, arcos y montones de piedras para arrojar. Se estaba reuniendo a los niños para llevarlos al priorato. Aliena pensó que Martha debía de estar ya allí con Tommy y Sally. Jack y ella se encaminaron directamente al enclave del priorato.
En el patio de la cocina, Aliena vio, atónita, a Ellen, la madre de Jack, tan delgada y morena como siempre, a sus cuarenta años, pero con canas en su largo pelo y arrugas alrededor de aquellos ojos. Hablaba animadamente con Richard. El prior Philip se encontraba a cierta distancia de ellos haciendo entrar a los niños en la sala capitular.
Parecía no haber visto a Ellen.
Allí cerca, en pie, estaba Martha con Tommy y Sally. Aliena lanzó un suspiro de alivio y abrazó con fuerza a los dos niños.
—¡Madre! ¿Por qué estás aquí? —le preguntó Jack.
—Vine para advertiros de que una banda de proscritos se dirigía hacia aquí con el propósito de atacar la ciudad.
—Los vimos en el bosque —corroboró Jack.
Richard aguzó el oído.
—¿Los visteis? ¿Cuántos hombres eran?
—No estoy seguro pero me parecieron muchos. Al menos un centenar, tal vez más.
—¿Qué armas llevaban?
—Cachiporras. Cuchillos. Una o dos hachas. Pero, sobre todo, cachiporras.
—¿En qué dirección iban?
—Hacia la parte norte.
—Gracias. Voy a echar un vistazo desde las murallas.
—Lleva a los niños a la sala capitular, Martha —dijo Aliena. Luego, se dispuso a seguir a Richard al igual que Jack y Ellen.
—¿Qué pasa? —preguntaban sin cesar las gentes a Richard, mientras recorrían presurosos las calles.
—Proscritos —solía contestar lacónico sin reducir el paso.
En ocasiones como aquella, Richard no tiene rival, pensó Aliena. Dile que salga a ganarse el pan de cada día y verás que es incapaz. Pero, en una emergencia militar, se muestra frío, con la cabeza serena y por completo eficaz.
Llegaron a la muralla septentrional de la ciudad y subieron por la escala hasta el parapeto. Había montones de piedras para arrojar contra los atacantes, colocadas a intervalos regulares. Ciudadanos con arcos y flechas estaban tomando ya posiciones en las almenas. Hacía ya algún tiempo que Richard había convencido a la comunidad de la ciudad para que una vez al año hicieran ejercicios militares. En un principio, la idea había hallado gran resistencia; pero, por último, se había convertido en un ritual como el de la representación estival y todo el mundo disfrutaba con ello. En aquellos momentos se hacían palpables los beneficios reales al reaccionar los ciudadanos con rapidez y confianza ante el toque de alarma.
Aliena, temerosa, intentaba penetrar con la mirada en el bosque a través de los campos. No veía nada.
—Debéis haber llegado muy por delante de ellos —dijo Richard.
—¿Por qué vienen aquí?
—Por los almacenes del priorato —contestó Ellen—. Es el único lugar en muchas millas a la redonda donde hay algo de comida.
—Claro.
Los proscritos eran gente hambrienta, desposeída de sus tierras por William, sin otra manera de sobrevivir que el robo. En las aldeas indefensas, poco o nada había para robar. Los campesinos no andaban mucho mejor que ellos. Tan sólo había comida en cantidad en los graneros de los terratenientes.
Mientras Aliena pensaba en ello los vio.
Aparecieron en la linde del bosque como ratas huyendo de un almiar en llamas. Invadieron todo el campo en dirección a la ciudad, veinte, treinta, cincuenta, un centenar de ellos. Un pequeño ejército. Probablemente habían confiado en coger a la ciudad desprevenida y entrar por las puertas. Pero, al oír la campana dando la alarma, comprendieron que se les habían anticipado. Sin embargo, siguieron adelante con la desesperación del hambriento. Algunos arqueros lanzaron unas flechas antes de tiempo.
—¡Esperad! ¡No malgastéis vuestras saetas! —les advirtió Richard a voz en grito.
La última vez que Kingsbridge fue atacada, Tommy tenía dieciocho meses y Aliena estaba encinta de Sally. Entonces se había refugiado en el priorato con la gente mayor y los niños. En esta ocasión, se quedaría en las almenas y ayudaría a combatir el peligro. La mayoría de las demás mujeres pensaban lo mismo. Había en las murallas casi tantas mujeres como hombres.
Como quiera que fuese y a medida que se acercaban los proscritos, Aliena se sentía atormentada. Estaba cerca del priorato. No obstante, era posible que los atacantes lograran entrar a través de alguna pequeña abertura y llegar allí antes que ella. O también podían herirla durante la lucha y dejarla incapacitada para proteger a sus hijos. También estaban Jack y Ellen. Si los tres murieran, sólo quedaría Martha para cuidar de Tommy y de Sally. Aliena vacilaba sin llegar a decidirse.
Los proscritos estaban ya casi ante las murallas. Fueron recibidos por una rociada de flechas y esa vez Richard no dijo a los arqueros que esperaran. Los asaltantes quedaron diezmados. No tenían armadura que los protegiera. Y tampoco organización. Nadie planeaba el ataque. Era como una estampida de animales, lanzándose de cabeza contra un muro. Y, cuando llegaban ante él, no sabían qué hacer. Desde las murallas almenadas los ciudadanos les bombardeaban con piedras. Varios proscritos atacaron la puerta norte con garrotes. Aliena, que conocía el grosor de aquella puerta de roble con refuerzos de hierro, sabía que pasaría toda la noche antes de que pudieran derribarla. Mientras tanto, Alf Butcher, el carnicero, y Arthur Saddler, el talabartero, se esforzaban por subir a la muralla un caldero de agua hirviendo procedente de la cocina de alguno de ellos, para derramarlo sobre la puerta.
Debajo directamente de Aliena, un grupo de proscritos empezó a formar una pirámide humana. Jack y Richard se dedicaron de inmediato a arrojarles piedras. Aliena, pensando en sus hijos, hizo lo mismo y al punto se le unió Ellen. Durante un rato, los desesperados proscritos lograron esquivar aquella lluvia de pedruscos. Pero cuando uno de ellos resultó alcanzado en la cabeza, la pirámide se vino abajo y renunciaron a sus esfuerzos.
Un momento después, llegaron chillidos de dolor desde la puerta norte al caer el agua hirviendo sobre las cabezas de los hombres que la estaban atacando.
Entonces, algunos de los proscritos se dieron cuenta de que sus camaradas muertos o heridos eran presa fácil y se dedicaron a desnudarlos. Empezaron a pelearse con aquellos que no estaban gravemente heridos. Entre los saqueadores rivales, hubo refriegas para disputarse las posesiones de los muertos. Aliena se dijo que aquello era una carnicería, una repugnante y degradante carnicería. Las gentes de la ciudad dejaron de lanzar piedras al fracasar el ataque y los asaltantes lucharon entre sí como perros por un hueso.
Aliena se volvió hacia Richard.
—Están demasiado desorganizados para constituir una verdadera amenaza.
Richard asintió.
—Con alguna ayuda, podrían llegar a ser realmente peligrosos porque están desesperados. Pero ahora no tienen quien los dirija.
A Aliena se le ocurrió una idea.
—Un ejército a la espera de un jefe —dijo.
Richard no captó la idea pero a Aliena la excitó muchísimo.
Richard era un buen jefe sin ejército. Los proscritos eran un ejército sin jefe. Y el condado se estaba desmoronando.
Algunos ciudadanos seguían arrojando piedras y disparando flechas, contra los proscritos. Cayeron unos cuantos carroñeros más. Aquel fue el golpe definitivo e iniciaron la retirada, semejantes a una jauría vencida, con el rabo entre las patas volviendo la mirada, desolados, por encima del hombro. Y entonces, alguien abrió la puerta norte y un numeroso grupo de jóvenes se lanzaron a la carga, blandiendo espadas y hachas. Los proscritos emprendieron la huida, pero a algunos les dieron alcance y los mataron cruelmente.
—Debiste haber impedido que esos muchachos los persiguieran —dijo Ellen a Richard, al tiempo que se volvía, desazonada.
—Los jóvenes necesitan ver algo de sangre después de una lucha como esta —repuso él—. Además, cuantos más matemos ahora, menor será el número con los que habremos de enfrentarnos la próxima vez.
Aliena se dijo que era el punto de vista de un soldado. En la época en que ella misma vio amenazada su vida día tras día, era posible que se hubiera comportado como aquellos jóvenes y perseguido a los proscritos para darles muerte. Ahora, lo que quería era que desapareciesen las causas de la proscripción, no los propios proscritos. Además, se le había ocurrido una manera de utilizarlos.
Richard encargó a alguien que tocaran la campana del priorato anunciando que el peligro había pasado, y dio instrucciones para que por la noche se estableciera una vigilancia doble con guardias patrullando, aparte de los centinelas.
Aliena fue al priorato a recoger a Martha y a los niños. Todos ellos se reunieron de nuevo en casa de Jack.
Aliena se sentía muy complacida de hallarse todos juntos. Ella, Jack y los niños, el hermano de Aliena, la madre de Jack y Martha. Era como cualquier otra familia corriente. Casi llegó a olvidarse de que su padre murió en una mazmorra, que ella estaba legalmente casada con el hermanastro de Jack, que Ellen era una proscrita y que…
Sacudió la cabeza. Inútil pretender que eran una familia normal.
Jack sacó del barril una jarra de cerveza y la escanció en grandes copas. Todos se sentían nerviosos y excitados después del peligro. Ellen encendió el fuego y Martha echó rodajas de nabo en una olla, a fin de hacer una sopa para la cena. Tiempos atrás, en una ocasión como esa, habrían asado medio cochino.
—Este tipo de cosas van a repetirse antes de que acabe el invierno —pronosticó Richard bebiendo un largo trago de cerveza y limpiándose luego la boca con la manga.
—Deberían atacar las despensas del conde William, no las del prior Philip. William es quien ha convertido en mendigos a la mayoría de esas gentes —dijo Jack.
—A menos que mejoren sus tácticas, no tendrían más éxito con William del que han tenido con nosotros. Son como una manada de perros.
—Necesitan un jefe —dijo Aliena.
—¡Pide a Dios que no lo tengan nunca! Entonces serían verdaderamente peligrosos —dijo Jack.
—Un jefe podría inducirles a atacar las propiedades de William, no las nuestras —alegó Aliena.
—No alcanzo a entenderte —dijo Jack—. ¿Haría eso un jefe?
—Lo haría si fuese Richard.
Se produjo el más absoluto silencio.
Aquella idea había ido cobrando cuerpo en la mente de Aliena, y ahora ya estaba convencida de que daría resultado. Así lograrían cumplir su juramento. Richard podría destruir a William y recuperar el Condado, en el cual quedaría restaurada la paz y la prosperidad. Cuanto más pensaba en ello mayor era su excitación.
—En la banda de hoy había más de cien hombres. —Se volvió hacia Ellen—. ¿Cuántos más hay en el bosque?
—Una infinidad —contestó—. Cientos de ellos. Miles.
Aliena, inclinándose sobre la mesa de la cocina, clavó los ojos en los de Richard.
—Conviértete en su jefe —dijo con energía—. Organízalos. Enséñales a luchar. Concibe planes de ataque. Y luego, lánzalos a la acción contra William.
Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba incitándole a que pusiera su vida en peligro y se sintió turbada. Tal vez le mataran en lugar de recuperar el Condado.
Pero a Richard no le atormentaban tales preocupaciones.
—Por Dios que es posible que tengas razón, Aliena —exclamó—. Podría tener un ejército propio y lanzarlo contra William.
Aliena vio cómo se le enrojecía el rostro por el odio largamente alimentado, y de nuevo se fijó en la cicatriz de la oreja izquierda, a la que le faltaba el lóbulo. Apartó de su mente el vil recuerdo que amenazaba con salir de nuevo a la superficie. A Richard empezaba a apasionarle la idea.
—Podría hacer incursiones entre los rebaños de William —dijo con fruición—. Robar sus ovejas, cazar sus venados, invadir sus graneros y saquear sus molinos. ¡Dios mío! ¡Cómo podría hacer sufrir a esa sanguijuela si tuviera un ejército!
Aliena se dijo que siempre había sido un soldado. Era su destino. A pesar de los temores por la seguridad de su hermano, se sentía excitada ante la perspectiva de que este pudiera tener otra oportunidad de cumplir ese destino.
Pero Richard había tropezado con un obstáculo.
—Sin embargo, no sé cómo encontrar a los proscritos —dijo—. Siempre andan ocultándose.
—Eso puedo decírtelo yo —le dijo Ellen—. Desviándose del camino de Winchester, hay un sendero prácticamente invadido por la vegetación que conduce hasta una cantera abandonada. Ahí es donde tienen su guarida. Solían llamarle la cantera de Sally.
—¡Pero si yo no tengo una cantera! —exclamó Sally, que ya contaba siete años.
Todo el mundo se echó a reír.
Luego reinó de nuevo el silencio.
Richard se mostraba exultante y decidido.
—Muy bien —dijo con tono sombrío—. La cantera de Sally.
—Habíamos estado trabajando duro toda la mañana arrancando un macizo tocón, arriba en la colina —dijo Philip—. Cuando regresamos, mi hermano Francis estaba en pie ahí, en el corral de las cabras, contigo en brazos. Tenías solamente un día.
Jonathan se mostraba grave. Era un momento solemne para él.
Philip contempló St-John-in-the-Forest. Ahora ya no se veía mucho bosque. Con el paso de los años los monjes habían despejado muchos acres y el monasterio estaba rodeado de campos de cultivo. Había más edificios de piedra, una sala capitular, un refectorio y un dormitorio, además de un buen número de graneros y lecherías de madera más pequeños. Apenas se reconocía el lugar que había sido hacía diecisiete años. También la gente era distinta. Varios de aquellos jóvenes monjes ocupaban cargos de responsabilidad en Kingsbridge. William Beauvis, que creó dificultades hacía tantos años al lanzar cera caliente de la vela a la calva del maestro de novicios, era ahora el prior. Algunos se habían ido. Aquel camorrista, Peter de Wareham, estaba en Canterbury trabajando para el arcediano joven y ambicioso, de nombre Thomas Becket.
—Me pregunto cómo serían —dijo Jonathan—. Me refiero a mis padres.
A Philip le dio pena por un instante. Él había perdido a sus padres; pero fue cuando ya tenía seis años, y podía recordarlos a los dos muy bien. Su madre, tranquila y amorosa, su padre, alto y de barba muy negra y, al menos para Philip, valeroso y fuerte, Jonathan no había conocido siquiera eso. Todo cuanto sabía de sus padres era que no lo habían querido.
—Sin embargo, podemos adivinar muchas cosas sobre ellos —dijo Philip.
—¿De veras? —preguntó Jonathan ávido—. ¿Qué cosas?
—Ante todo que eran pobres —respondió Philip—. La gente acaudalada no tiene motivo para abandonar a sus hijos. Que no tenían amigos. Los amigos saben cuándo se espera un bebé y hacen preguntas si el niño desaparece. Que estaban desesperados. Sólo gentes desesperadas pueden soportar la pérdida de un hijo.
Los rasgos de Jonathan estaban rígidos por las lágrimas no vertidas. A Philip le hubiera gustado llorar por él, por ese muchacho que, al decir de todo el mundo, era tan semejante a él. Deseaba haber podido proporcionarle un poco de consuelo, decirle algo cálido y alentador sobre sus padres. ¿Pero cómo pretender que querían al chiquillo cuando le dejaron para que muriera?
—¿Por qué Dios hace esas cosas? —preguntó Jonathan.
Philip vio entonces su oportunidad.
—Una vez que se empieza a hacer esas preguntas se acaba en la confusión. Pero, en este caso, creo que la respuesta está clara. Dios te quería para él.
—¿De veras lo creéis?
—¿No te lo dije nunca antes? Siempre lo he creído. Así se lo expresé aquí mismo a los monjes el día que te encontramos. Les hice ver que Dios te había enviado aquí con algún designio suyo y que era nuestro deber criarte al servicio de Dios para que pudieras llevar a buen término la tarea que Él te había asignado.
—Me pregunto si mi madre sabrá eso.
—Lo sabrá si está con los ángeles.
—¿Cuál creéis vos que puede ser mi tarea?
—Dios necesita monjes que sean escritores, iluminadores, músicos y granjeros. Necesita hombres que desempeñen trabajos de responsabilidad como cillerero, prior y obispo. Necesita hombres que sepan comerciar con lana, curar a los enfermos, enseñar a los escolares y construir iglesias.
—Resulta difícil imaginar que tenga un papel específico para mí.
—No creo que se hubiera molestado tanto contigo si no lo tuviera —contestó Philip con una sonrisa—. Sin embargo, podría no ser un papel grandioso o importante en términos mundanos. Puede que quiera que te conviertas en uno de esos monjes tranquilos, en un hombre humilde que consagra su vida a la plegaria y a la contemplación.
Jonathan pareció desencantado.
—Supongo que es posible.
Philip se echó a reír.
—Pero no lo creo. Dios no haría un cuchillo con papel ni una camisa de dama con cuero de zapato. Tú no estás hecho para una vida de quietud y Dios lo sabe. Yo diría que quiere que luches por Él, no que cantes para Él.
—De veras lo espero.
—Pero, en este preciso momento, creo que lo que quiere es que vayas a ver al hermano Leo y averigües cuántos quesos tiene para la despensa de Kingsbridge.
—Muy bien.
—Iré a la sala capitular para hablar con mi hermano. Y recuerda, si cualquiera de los monjes te habla de Francis, di lo menos que puedas.
—No diré nada.
—En marcha, pues.
Jonathan atravesó con paso vivo el patio. Se había esfumado su talante solemne y, antes siquiera de llegar a la lechería, había recuperado su dinamismo habitual. Philip siguió observándolo hasta que lo vio desaparecer en el edificio. Yo era igual que él aunque tal vez no tan inteligente, se dijo.
Tomó la dirección opuesta, hacia la sala capitular. Francis había enviado un mensajero a Philip pidiéndole que se reuniese con él de la forma más discreta posible. Por lo que se refería a los monjes de Kingsbridge, Philip estaba haciendo una visita rutinaria a una de las células. Allí, naturalmente, la entrevista no podía ocultarse a los monjes, pero estaban tan aislados que no tenían a quién contárselo. Tan sólo el prior de la célula acudía alguna vez a Kingsbridge, y Philip le había hecho jurar el secreto.
Francis y él habían llegado esa misma mañana y, aunque no trataron de convencer a nadie de que la reunión era fortuita, sí aseguraron que la habían organizado por el simple gusto de verse. Ambos habían asistido a misa mayor y luego almorzaron con los monjes. En esos momentos, era la única oportunidad de hablar a solas.
Francis estaba esperando en la sala capitular, sentado en un banco de piedra adosado a la pared. Philip casi nunca veía su propia imagen, ya que en un monasterio no hay espejos. Calculó su propio envejecimiento por los cambios sufridos por su hermano, que sólo tenía dos años menos. Francis, a los cuarenta y dos años, tenía algunas hebras de plata en su pelo negro y abundantes arrugas alrededor de sus ojos azules y brillantes. Su cuello y su cintura habían aumentado desde que Philip lo vio por última vez. Yo debo tener el pelo más gris y, en cambio, menos grasa, se dijo Philip. Pero me pregunto quién tendría más arrugas resultantes de las preocupaciones.
Se sentó junto a su hermano y quedó con la mirada perdida a través de la vacía sala octogonal.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó Francis.
—De nuevo imperan los bárbaros —respondió Philip—. El priorato se está quedando sin dinero, casi tenemos parada la construcción de la catedral. Kingsbridge se halla en declive, medio Condado se muere de inanición, y no es seguro viajar.
Francis asintió.
—La misma historia se repite por toda Inglaterra.
—Tal vez los bárbaros imperen siempre —murmuró Philip con tono lúgubre—. Acaso la codicia supere siempre a la prudencia en los consejos de los poderosos. Es posible que el miedo domine siempre sobre la compasión en la mente de un hombre con una espada en la mano.
—Por lo común no eres tan pesimista.
—Hace unas semanas nos atacaron los proscritos. Fue un intento lastimoso. Tan pronto como unos cuantos hubieron muerto a manos de los ciudadanos, empezaron a luchar entre sí. Pero, cuando ya se retiraban, a los pobres infelices los persiguieron algunos jóvenes de nuestra ciudad e hicieron una carnicería entre los que pudieron alcanzar. Fue nauseabundo.
—Es difícil de entender —comentó Francis moviendo la cabeza.
—Yo creo entenderlo. Estaban asustados y sólo podían alejar el miedo vertiendo la sangre de la gente que lo había provocado. Eso mismo lo vi yo en los ojos de los hombres que mataron a nuestros padres. Mataban porque estaban asustados. ¿Pero qué es lo que podría acabar con ese miedo?
—La paz, la justicia, la prosperidad. Cosas difíciles de lograr —respondió Francis con un suspiro.
Philip asintió.
—Bien. ¿Qué traes entre manos?
—Estoy trabajando para el hijo de la emperatriz Maud. Se llama Henry.
Philip ya había oído hablar de aquel Henry.
—¿Qué tal es?
—Es un joven inteligente y decidido. Su padre ha muerto, así que es conde de Anjou. Y también duque de Normandía, por ser el nieto mayor del viejo Henry, que era rey de Inglaterra y duque de Normandía. Y está casado con Eleanor de Aquitania. Por lo tanto, es también duque de Aquitania.
—Gobierna sobre un territorio superior al del rey de Francia.
—En efecto.
—¿Y cómo es él?
—Educado, muy trabajador, rápido en las decisiones, inquieto, con una voluntad férrea. Tiene un temperamento terrible.
—Yo quisiera tener a veces un temperamento terrible —confesó Philip—. Hace que la gente se ande con cuidado. Como todo el mundo sabe que me muestro siempre razonable, nunca se me obedece con la misma celeridad que a un prior dispuesto a explotar en cualquier momento.
Francis se echó a reír.
—Sigue siendo tú mismo —le aconsejó, y luego recobró la seriedad—. Henry me ha hecho comprender la importancia de la personalidad del rey. No tienes más que fijarte en Stephen. Su discernimiento es poco firme, se muestra decidido durante unos momentos para luego ceder; es valiente hasta la temeridad y se pasa la vida perdonando a sus enemigos. Las gentes que le traicionan corren escasos riesgos, porque saben que pueden contar con su clemencia. En consecuencia, ha luchado sin éxito durante dieciocho años por gobernar un país que, cuando él lo recibió, era un reino unido. Henry tiene ya más control sobre su colección de duques y condes, que antes eran independientes, del que jamás haya tenido aquí Stephen.