Capítulo Dieciséis 33 страница
Waleran estaba construyendo un castillo, pero allí no había trabajadores ni se veían herramientas ni almacenamientos de piedras o madera. Se había hecho mucho en poco tiempo. Y de repente habían suspendido los trabajos. Era evidente que Waleran se había quedado sin dinero.
—Supongo que no habrá duda de que es el obispo quien está construyendo este castillo —dijo Philip a William.
—¿A quién iba a permitir Waleran Bigod que construyera un castillo cerca de su palacio? —repuso William.
Philip se sintió dolido y humillado. La cuestión era de una claridad meridiana. El obispo Waleran quería el condado de Shiring, con su cantera y su madera para construir su propio castillo, no una catedral. Philip era tan sólo un instrumento, el incendio de la catedral de Kingsbridge una excusa oportuna. Su papel consistía en avivar la devoción del rey para que concediera el condado a Waleran.
Philip se vio a sí mismo tal como Waleran y Henry debían verle. Ingenuo, sumiso, sonriente y conforme mientras se le conducía al matadero. Le habían juzgado a la perfección. Había confiado en ellos, había delegado en ellos, incluso había soportado con una sonrisa sus desaires porque creía que le estaban ayudando, cuando en realidad le estaban engañando.
Se sentía escandalizado ante la falta de escrúpulos de Waleran. Recordaba la mirada de tristeza de Waleran mientras contemplaba la catedral en ruinas. Philip había avistado por un instante en Waleran una devoción hondamente arraigada. Waleran debía pensar que al servicio de la Iglesia los fines piadosos justifican los medios deshonestos. Philip jamás lo creyó así. «Nunca haría a Waleran lo que este está intentando hacerme a mí», se dijo.
Jamás se había considerado crédulo. Se preguntaba en qué residía su error. Y pensó que había permitido que le deslumbraran el obispo Henry y sus ropajes de seda, la magnificencia de Winchester y su catedral, los montones de plata en la casa de la moneda, las cantidades de carne en las carnicerías y, sobre todo, la idea de ver al rey. Había olvidado que Dios ve a través de los ropajes de seda en el corazón pecador, que la única riqueza que vale la pena es la de obtener el tesoro del cielo y que incluso el rey ha de arrodillarse en la iglesia. Al experimentar la sensación de que todos los demás eran mucho más poderosos y sofisticados que él había perdido de vista sus propios valores, dejado en suspenso sus facultades críticas y depositado su confianza en sus superiores. Su recompensa había sido el engaño.
Echó una última mirada al castillo en construcción batido por la lluvia y luego hizo dar vueltas a su caballo y se alejó sintiéndose herido. William le siguió.
—¿Qué dice ahora de eso, monje? —se mofó William. Philip no contestó.
Recordaba que había ayudado a que Waleran llegara a ser obispo.
Quieres que te designe prior de Kingsbridge y yo quiero que me hagas obispo, le había dicho Waleran.
Claro que Waleran no había revelado que el obispo había muerto ya, de manera que la promesa parecía algo insustancial. Y parecía que Philip estaba obligado a hacer esa promesa para asegurarse la elección como prior. Pero todo ello eran excusas. La realidad era que debía haber dejado la elección de prior y del obispo en manos de Dios.
No había tomado esa piadosa decisión y recibía el castigo al tener que contender ahora con el obispo Waleran.
Cuando pensaba hasta qué punto le habían desairado, manipulado y engañado, se sentía furioso. Se dijo con amargura que la obediencia era una virtud monástica, pero fuera de los claustros tenía sus inconvenientes; el mundo del poder y de la riqueza urgía a que un hombre fuera exigente, receloso e insistente.
—Esos obispos embusteros le han hecho quedar como un tonto ¿no es así? —dijo William.
Philip frenó a su caballo. Temblando de ira apuntó con un dedo acusador a William.
—Cierra la boca, muchacho. Estás hablando de obispos santos de Dios. Si dices una sola palabra más te prometo que arderás en los infiernos.
William se quedó lívido de terror.
Philip aguijó a su caballo. La actitud burlona de Hamleigh le hizo recordar que los Hamleigh tenían un motivo ulterior al llevarle a ver el castillo de Waleran. Querían provocar el enfrentamiento entre Philip y Waleran para asegurarse de que el tan disputado condado no fuera a manos del prior y tampoco del obispo, sino a las de Percy. Bueno, Philip no estaba dispuesto a que ellos también lo manipularan. Había acabado con las manipulaciones. En adelante él sería quien practicara el juego.
Todo eso estaba muy bien, pero ¿qué podía hacerse? Si Philip se enfrentaba a Waleran, Percy sería el beneficiario de las tierras, y si Philip no hacía nada sería Waleran quien se las llevara.
¿Qué era lo que el rey quería? Quería ayudar a construir la nueva catedral. Era un gesto realmente regio y beneficiaría a su alma en la otra vida. Pero también necesitaba recompensar la lealtad de Percy. Y aunque resultara bastante extraño, no parecía tener demasiado interés en dar satisfacción a los hombres más poderosos, los dos obispos. A Philip se le ocurrió que quizás la solución del dilema que resolviera el problema del rey fuera la de satisfacer a ambos, a él y a Percy Hamleigh.
Bueno, esa era una idea.
Y le satisfizo. Una alianza entre él y los Hamleigh era lo último que alguien pudiera imaginar, y tal vez por eso mismo pudiera dar resultado. Los obispos estarían completamente ajenos a ello, por lo que les cogería del todo desprevenidos.
Sería un estupendo trastrocamiento.
Pero ¿sería capaz de negociar un trato con los codiciosos Hamleigh? Percy quería las ricas tierras de cultivo de Wiltshire, el título de conde y el poder y prestigio de un cuerpo de caballeros bajo su mando. Philip también quería las ricas tierras de cultivo, no así el título de conde ni a los caballeros. Estaba más interesado en la cantera y en el bosque.
En la mente de Philip empezaba a tomar forma una especie de compromiso; empezó a pensar que todavía no estaba todo perdido.
Resultaría reconfortante ganar ahora después de todo lo ocurrido.
Con creciente excitación empezó a considerar la forma de abordar a los Hamleigh. Estaba decidido a no desempeñar el papel de suplicante. Tenía que formular su proposición de forma que pareciera irresistible.
Para cuando llegaron a Winchester la capa de Philip estaba empapada y su caballo irritable, pero pensaba que tenía la respuesta.
—Vamos a ver a tu madre —dijo a William al pasar por debajo del arco de la Puerta Oeste.
William se mostró sorprendido.
—Pensaba que quería ir a ver inmediatamente al obispo Waleran.
Sin duda eso era lo que Regan había dicho a William que cabía esperar.
—No te molestes en decirme lo que piensas —le dijo Philip con tono tajante—. Llévame junto a tu madre.
Se sentía dispuesto a un enfrentamiento con Lady Regan. Se había mantenido pasivo demasiado tiempo.
William dio la vuelta en dirección sur y condujo a Philip a una casa en la calle Gold, entre el castillo y la catedral. Era una gran morada con muros de piedra hasta la altura de la cintura de un hombre y estructura de madera en la parte superior. En el interior había un vestíbulo de entrada al que daban varios departamentos. Probablemente los Hamleigh se alojarían allí. Muchos ciudadanos de Winchester alquilaban habitaciones a personas que acompañaban a la corte regia. Si Percy obtuviera el título de conde tendrían una casa en la ciudad.
William hizo entrar a Philip en una habitación delantera con una gran cama y una chimenea. Regan estaba sentada junto al fuego y Percy en pie, a su lado. Regan miró a Philip con expresión sorprendida, pero se dominó rápidamente.
—Bueno, monje ¿tenía yo razón? —dijo.
—Te has equivocado de medio a medio, necia mujer —dijo Philip con dureza.
Regan enmudeció, sobresaltada ante el tono enfadado de Philip.
Este se sintió satisfecho al poder administrarle un poco de su propia medicina. Siguió hablando con el mismo tono.
—Pensaste que podrías provocar un enfrentamiento entre Waleran y yo. ¿Imaginaste por un momento que yo pudiera descubrir lo que planeabas? Eres una taimada arpía, aunque no la única persona en el mundo capaz de pensar.
Por la expresión de ella, Philip pudo darse cuenta de que comprendía que su plan no había dado resultado y que pensaba furiosamente qué podía hacer. Siguió presionándola mientras la veía desconcertada.
—Has fracasado, Regan. Ahora tienes dos opciones. Una, la de mantenerte a la expectativa y esperar a que ocurra lo mejor, cifrando vuestras esperanzas en la decisión del rey. Vuestra suerte depende de su talante mañana por la mañana.
Hizo una pausa.
—¿Y la otra opción? —preguntó ella reacia.
—La otra es que hagamos un trato, tú y yo. Nos dividimos el condado sin dejar nada a Waleran. Acudimos ante el rey en privado y le decimos que hemos llegado a un acuerdo. Y obtenemos la bendición real antes de que los obispos puedan formular objeciones. —Philip se sentó en un banco simulando indiferencia—. Es vuestra mejor oportunidad. En realidad no tenéis elección. —Clavó la mirada en el fuego, no queriendo que Regan se diese cuenta de lo tenso que se sentía; pensó que aquella idea había de atraerles. Era la certeza de obtener algo contra la posibilidad de no lograr nada. Pero eran codiciosos… Quizás prefiriesen arriesgar el todo por el todo.
Percy fue el primero en hablar.
—¿Dividir el condado? ¿Cómo?
Philip observó con alivio que al fin se mostraban interesados.
—Voy a proponer una división tan generosa que estaríais locos si la rechazaseis —le dijo Philip. Se volvió hacia Regan—. Os estoy ofreciendo la mejor parte.
Le miraron a la espera de que siguiera hablando, pero Philip permaneció callado.
—¿Qué queréis decir con lo de la mejor mitad?
—¿Qué es más valioso? ¿La tierra cultivable o el bosque?
—Ciertamente la tierra cultivable.
—Entonces vos la tendréis y yo el bosque.
Regan entornó los ojos.
—De esa forma tendréis madera para vuestra catedral.
—Acertasteis.
—¿Y qué hay de los pastos?
—¿Qué preferís… los pastos de ganado o aquellos en los que pacen las ovejas?
—Los primeros.
—Entonces yo me quedaré con las granjas de la colina y sus ovejas. ¿Qué preferiríais, los ingresos de los mercados o la cantera?
—Los ingresos de los merc… —empezó a decir Percy.
—Supongamos que queremos la cantera —le interrumpió Regan.
Philip comprendió que se había dado cuenta de su propósito. Quería la piedra de la cantera para su catedral. Él sabía que Regan no la quería. Los mercados dejaban más dinero con menos esfuerzos.
—Sin embargo no la querréis ¿verdad? —dijo con firmeza.
—No. Nos quedaremos con los mercados —dijo Regan sacudiendo la cabeza.
Percy intentó aparentar nerviosismo como si le estuvieran esquilmando.
—Necesito el bosque para cazar —dijo—. Un conde ha de ir de caza de vez en cuando.
—Podréis cazar en él —dijo Philip presuroso—. Yo sólo quiero la madera.
—Es razonable —dijo Regan. Su conformidad había sido tan rápida que a Philip le asaltó la inquietud. ¿Habría dejado de lado algo importante sin darse cuenta? ¿O acaso fuera sencillamente que Regan se sentía impaciente por prescindir de detalles de poca monta? Antes de que pudiera seguir reflexionando, Regan continuó hablando—. Supongamos que al revisar las escrituras y cartas de privilegio de la vieja tesorería del conde Bartholomew encontramos que hay algunas tierras que nosotros creemos que deberían ser nuestras y vos pensáis que os corresponden.
El hecho de que se detuviera a discutir semejantes detalles animó a Philip a pensar que iba a aceptar su proposición.
—Habremos de ponernos de acuerdo sobre alguien que arbitre. ¿Qué os parece el obispo Henry? —dijo con frialdad Philip intentando disimular su excitación.
—¿Un sacerdote? —dijo ella con su habitual desdén—. ¿Se mostraría objetivo? No. ¿Qué me decís del sheriff de Wiltshire?
Philip pensó que no sería más objetivo que el obispo, pero no se le ocurría nada capaz de satisfacer a ambas partes, así que hizo su último observación.
—De acuerdo…, a condición de que si entramos en disputa sobre su decisión tengamos el derecho de apelar al rey.
Esa sería suficiente salvaguardia.
—De acuerdo —dijo Regan. Luego, mirando de soslayo a su marido agregó—: Si es del agrado de mi marido.
—Sí, sí —dijo Percy.
Philip sabía que estaba rozando el triunfo.
—Si estamos de acuerdo sobre la propuesta en su conjunto entonces… —empezó a decir respirando hondo.
—Esperad un momento —le interrumpió Regan—. No estamos de acuerdo.
—Pero si os he dado cuanto queríais.
—Aún podemos obtener todo el condado, no una parte.
—Y también es posible que no recibáis nada en absoluto.
Regan vaciló.
—¿Cómo os proponéis llevar esto adelante si llegamos a un acuerdo?
Philip había pensado en ello. Miró a Percy.
—¿Te será posible ver al rey esta noche?
—Si tengo un buen motivo… sí —dijo Percy, aunque parecía inquieto.
—Ve a verle y dile que hemos llegado a un acuerdo. Pídele que lo anuncie como su decisión mañana por la mañana. Asegúrale que tanto tú como yo estamos satisfechos con dicho acuerdo.
—¿Y qué me decís si pregunta si los obispos se muestran también de acuerdo?
—Dile que no ha habido tiempo de consultarles. Recuérdale que es el prior, no el obispo, quien ha de construir la catedral. Dale a entender que si yo quedo satisfecho los obispos deben de estarlo también.
—Pero ¿qué pasará si los obispos presentan quejas al anunciarse el trato?
—¿Cómo podrían hacerlo? —dijo Philip—. Su pretensión es que solicitan el condado tan sólo con el fin de financiar la construcción de la catedral. No es concebible que Waleran proteste alegando que de esa manera ya no podrá desviar fondos para otros fines.
Regan emitió una especie de cacareo. Le gustaba la astucia de Philip.
—Es un buen plan —dijo.
—Hay una condición —advirtió Philip mirándola de frente—. El rey tiene que anunciar que mi parte está destinada al priorato. Si no deja esa especificación bien clara, le pediré que lo haga. Si dice cualquier otra cosa, la diócesis, el sacristán, el arzobispo, cualquiera otra cosa, rechazaré de plano el trato. No quiero que haya duda alguna sobre ello.
—Comprendo —dijo Regan algo malhumorada.
Su irritación hizo sospechar a Philip que estaba barajando con la idea de presentar al rey una versión ligeramente diferente al acuerdo. Estaba satisfecho de haber dejado bien claro ese punto. Se levantó para irse, pero quería sellar aquel pacto de alguna forma.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo con una levísima inflexión interrogante en la voz—. Tenemos un pacto solemne.
Miró a ambos.
—Tenemos un pacto —repitió Percy, al tiempo que Regan asentía ligeramente.
Philip empezó a latirle el corazón más aprisa.
—Bueno —dijo tajante—. Os veré mañana por la mañana en el castillo.
Mantuvo el rostro impávido mientras abandonaba la habitación, pero al salir a la calle, ya a oscuras, se permitió dar rienda suelta a su satisfacción con una amplia y triunfante sonrisa.
Después de cenar, Philip se sumió en un sueño inquieto y turbulento. Se levantó a medianoche para maitines y luego permaneció despierto en su colchón de paja preguntándose qué pasaría al día siguiente.
A su juicio el rey Stephen debería sancionar la propuesta ya que resolvía su problema. Le proporcionaba un conde y una catedral. De lo que no estaba tan seguro era de que Waleran aceptara su derrota, pese a lo que él había asegurado a lady Regan. Era posible que encontrara una excusa para oponerse. Si su línea de pensamiento fuera lo bastante rápida, podía protestar de que semejante trato no aportaría el dinero necesario para la impresionante catedral que él quería, prestigiosa y ricamente decorada. Podrían persuadir al rey para que reflexionara de nuevo.
Poco antes del amanecer, a Philip se le ocurrió un nuevo peligro: la posibilidad de que Regan le traicionara. Podía hacer un trato con Waleran. ¿Y si hubiera ofrecido al obispo el mismo trato? Waleran podría disponer de la piedra y de la madera que necesitaba para su castillo. Tal posibilidad le mantuvo inquieto en el lecho. Deseaba haber podido ir en persona a ver al rey, pero este probablemente no le hubiera recibido y además Waleran hubiera podido enterarse y mostrarse suspicaz. No, no le era posible tomar ninguna precaución para protegerse contra el riesgo de la traición. Ahora lo único que le cabía hacer era rezar.
Y así lo hizo hasta apuntar el día.
Desayunó con los monjes. Descubrió que el pan blanco no llenaba el estómago como el pan bazo, pero de todas maneras aquella mañana no le era posible comer mucho. Fue temprano al castillo aún sabiendo que el rey no recibía gente a aquella hora. Entró en el salón vestíbulo y se sentó a esperar en uno de los bancos tallados en la piedra.
El salón iba llenándose lentamente de solicitantes y cortesanos. Algunos de ellos iban lujosamente vestidos con túnicas amarillas, azules y rosas, y lujosas orlas de piel en sus capas. Philip recordó que el famoso Libro Domesday se guardaba en alguna parte del castillo. Probablemente se encontraría en el salón de arriba donde el rey había recibido a Philip y a los dos obispos. Philip no lo había visto, pero estaba demasiado nervioso para darse cuenta de nada. El tesoro real también estaba allí, pero era de suponer que se encontraría en el piso más alto, en una bóveda, en el dormitorio del rey. Una vez más Philip se sintió en cierto modo deslumbrado por cuanto le rodeaba, pero decidió que no le intimidaría por más tiempo. Toda aquella gente con sus hermosos atavíos, caballeros y lores, mercaderes y obispos, no eran más que hombres. La mayoría de ellos apenas sabían escribir sus nombres. Además se encontraban allí para obtener algo para sí mientras que él, Philip, estaba allí en nombre de Dios. Su misión y su descolorido hábito marrón le situaban por encima de todos aquellos solicitantes, no por debajo de ellos.
Aquel pensamiento le dio valor.
Cuando apareció un sacerdote en lo alto de la escalera que conducía al piso superior, le produjo una cierta tensión. Todo el mundo esperaba que aquello significase que el rey iba a recibir. El sacerdote intercambió algunas palabras en voz baja con uno de los guardias armados. Luego subió de nuevo las escaleras. El guardia seleccionó a un caballero entre toda aquella multitud. Este dejó su espada a los guardias y subió las escaleras.
Philip pensó en la vida tan extraña que debían llevar los clérigos del rey. Claro que el rey había de tener clérigos junto a él, no sólo para decir misa sino también para llevar a cabo toda la lectura y escritura requeridos por el gobierno del reino. No había nadie que pudiera hacerlo salvo los clérigos. Aquellos pocos legos que habían aprendido a leer y a escribir no podían hacerlo con la rapidez suficiente. Pero no había demasiada santidad en la vida de los clérigos del rey. El propio hermano de Philip, Francis, había elegido esa vida y trabajaba para Robert de Gloucester. Si es que vuelvo a verle alguna vez, se dijo Philip, tengo que preguntarle cómo es su vida.
Poco después de que el primer solicitante subiera las escaleras aparecieron los Hamleigh.
Philip resistió el impulso de acercarse a ellos de inmediato. No quería que la gente supiera que estaban en connivencia. Todavía no. Los miró con atención, estudiando sus expresiones e intentando leer sus pensamientos. Llegó a la conclusión de que William parecía esperanzado, Percy ansioso y Regan tensa como la cuerda de un arco. Al cabo de unos momentos, Philip se puso en pie y atravesó el salón con el aire más indiferente que le fue posible adoptar. Les saludó con cortesía.
—¿Le has visto? —preguntó a Percy.
—Sí.
—¿Y qué?
—Dijo que lo pensaría durante la noche.
—Pero ¿por qué? —inquirió Philip. Estaba decepcionado y contrariado—. ¿Qué hay que pensar?
—Preguntádselo a él —dijo Percy encogiéndose de hombros.
Philip estaba exasperado.
—Bueno, ¿qué actitud tenía? ¿Parecía complacido o qué?
—Me parece que le ha gustado la idea de verse liberado de su dilema, pero que se siente suspicaz por el hecho de que todo parezca demasiado fácil.
Era una suposición sensata, pero aún así Philip estaba fastidiado de que el rey Stephen no hubiera cogido al vuelo esa oportunidad.
—Será mejor que no sigamos hablando —dijo al cabo de un momento—. No nos interesa que los obispos piensen que estamos conspirando contra ellos, al menos hasta que el rey anuncie su decisión.
Saludó cortésmente con una inclinación de cabeza y se alejó.
Volvió a su asiento de piedra. Intentó pasar el tiempo pensando en lo que haría si su plan daba resultado. ¿Podría empezar pronto la nueva catedral? Dependería sobre todo de lo deprisa que pudiera sacar algún dinero de sus nuevas propiedades. Debía de haber un buen número de ovejas; tendría vellón para vender en verano. Podían alquilarse algunas de las granjas de la colina y la mayoría de los alquileres se pagaban inmediatamente después de la cosecha. Para otoño tal vez hubiera dinero suficiente para contratar a un leñador y a un maestro cantero para empezar a almacenar madera y piedra. Al mismo tiempo, los trabajadores podrían empezar a excavar para los cimientos bajo la vigilancia de Tom Builder. Podrían estar preparados para empezar a trabajar con la piedra en algún momento del año siguiente.
Era un hermoso sueño.
Los cortesanos subían y bajaban las escaleras con alarmante rapidez. Aquel día el rey Stephen despachaba deprisa. Philip empezó a preocuparse de que el rey pudiera terminar su trabajo del día e irse de caza antes de que llegaran los obispos.
Al fin llegaron. Philip se puso en pie lentamente mientras ellos entraban. Waleran parecía tenso, pero Henry tan sólo aburrido. Para este era una cuestión de poca importancia. Debía prestar su apoyo a un colega obispo, aún cuando el resultado no le afectara lo más mínimo. En cambio para Waleran ese resultado era crucial para su plan de construir un castillo, y ese castillo era tan sólo un peldaño en el progresivo ascenso de Waleran por la escala del poder.
Philip no estaba seguro de cómo tratarlos. Habían intentado ponerle una trampa y le hubiera gustado reprochárselo amargamente, decirles que había descubierto su traición. Pero con ello sólo lograría ponerles en guardia de que algo se tramaba, y Philip quería que no recelaran nada para que el compromiso recibiera la aprobación del rey antes de que pudieran reponerse de la sorpresa. De manera que ocultó sus sentimientos y saludó con cortesía. No hubiera debido preocuparse, ya que los obispos le ignoraron totalmente.
No pasó mucho tiempo antes de que los guardias les convocaran. Henry y Waleran subieron las escaleras abriendo la marcha seguidos por Philip. Los Hamleigh la cerraban. Philip tenía el corazón encogido.
El rey Stephen se encontraba de pie frente al fuego que ardía en la chimenea. En esa ocasión tenía un aire más enérgico y serio. Era un buen presagio, ya que se mostraría impaciente con cualquier objeción de circunstancias por parte de los obispos. El obispo Henry se acercó a su hermano y se quedó de pie junto a él, mientras los demás permanecían en fila en el centro de la habitación. Philip sintió dolor en las manos y entonces se dio cuenta de que tenía clavadas las uñas en las palmas. Aflojó los dedos.
El rey habló al obispo Henry en voz baja, de modo que nadie pudiera oírle. Henry frunció el ceño y dijo algo igualmente inaudible. Hablaron durante unos momentos y luego Stephen alzó una mano haciendo callar a su hermano. Miró a Philip.
Philip recordó que el rey le había hablado con amabilidad la última vez que estuvo allí, bromeando con su nerviosismo y diciendo que le gustaba que un monje vistiera como tal.
Sin embargo en esa ocasión no hubo conversación intrascendente. El rey tosió y empezó a hablar.
—A partir de hoy, mi leal súbdito Percy Hamleigh ostentará el título de Conde de Shiring.
Philip vio de soslayo que Waleran daba un paso hacia delante como dispuesto a protestar. Pero el obispo Henry le detuvo con un ademán rápido y severo.
El rey prosiguió.
—De las posesiones del antiguo conde, Percy recibirá el castillo, toda la tierra arrendada a los caballeros, además de todas las otras tierras de cultivo y todos los pastos de hierba.
Philip apenas podía contener su excitación. Parecía que el rey hubiera aceptado el trato. Echó otra mirada furtiva a Waleran, cuyo rostro era la viva imagen de la frustración.
Percy se arrodilló delante del rey y alargó las manos juntas en actitud de oración. El rey puso sus manos sobre las de Percy.
—Te hago a ti, Percy, Conde de Shiring, para que poseas y disfrutes las tierras y rentas antes señaladas.
—Juro por cuánto hay de sagrado ser vuestro vasallo leal y luchar por vos contra cualquier otro.
Stephen soltó las manos de Percy y este se puso en pie.
Stephen se volvió hacia los demás.
—El resto de las tierras cultivables pertenecientes al anterior conde, se las entrego —hizo una pausa mirando alternativamente a Philip y a Waleran—, se las entregó al priorato de Kingsbridge para la construcción de la nueva catedral.