Capítulo Dieciséis 61 страница

Ahora ya sólo quedaban dos perros. Ambos se ponían veloces al alcance del oso y se retiraban con la misma rapidez, repitiéndolo varias veces, hasta que las arremetidas del oso fueron perdiendo fuerza. Entonces los perros empezaron a moverse en círculos a su alrededor, cada vez con mayor rapidez. El oso se movía a un lado y a otro intentando no perder de vista a ninguno de ellos. Agotado y sangrando con profusión, apenas podía tenerse en pie. Los perros siguieron girando a su alrededor en círculos cada vez más cerrados. La tierra bajo las poderosas patas del oso se había transformado en barro enrojecido debido a toda aquella sangre. Cualquiera que fuese el resultado, aquello llegaba a su fin. Por último, los dos perros atacaron a la vez. Uno se lanzó a la garganta y el otro al vientre del oso. Con un último y desesperado zarpazo el oso desgarró al perro que se aferraba a su garganta. Brotó un espantoso surtidor de sangre. El gentío lanzó un aullido de aprobación. En un principio, Tom pensó que el perro había matado al oso, pero había sido al revés, la sangre era del perro que en ese momento caía al suelo con la garganta abierta. Siguió brotándole la sangre por un momento y luego se cortó. Había muerto. Pero, entretanto, el último perro había desgarrado el vientre del oso y empezaba a salírsele las entrañas. Cargó débilmente contra el perro. Este evadió con facilidad el golpe y atacó de nuevo, arrancando los intestinos al oso, que vaciló y pareció a punto de caer. El rugido de la gente fue in crescendo. Las entrañas del oso esparcían un repulsivo olor. El animal hizo acopio de fuerzas y atacó de nuevo al perro. El golpe dio en el blanco y el perro saltó de costado, brotándole la sangre de una herida en el lomo. Se trataba, no obstante, de una herida superficial, y el perro sabía que el oso estaba acabado, así que volvió al ataque mordiéndole las entrañas hasta que el inmenso animal cerró los ojos y se desplomó muerto en el suelo.

El guardián se adelantó y cogió por el collar al perro victorioso. El carnicero de Kingsbridge y su aprendiz salieron de entre la multitud y empezaron a despedazar al oso para obtener su carne. Tom supuso que había acordado un precio con el guardián por anticipado. Los apostadores que habían ganado pedían que se les pagara. Todo el mundo quería dar palmadas al perro victorioso. Tom buscó a Jonathan. Había desaparecido.

Durante todo el espectáculo, el niño permaneció a un par de yardas de él. ¿Cómo se las había arreglado para desaparecer? Debió de ser cuando el espectáculo había llegado a su punto culminante, concentrando toda la atención de Tom. Ahora estaba furioso consigo mismo. Buscó entre la gente. Tom pasaba una cabeza a casi todo el mundo, y Jonathan resultaba fácil de localizar con su hábito en miniatura y su cabeza rapada. Pero no se le veía por parte alguna.

En realidad, el niño no corría verdadero peligro dentro del recinto del priorato; pero podía toparse con cosas que el prior Philip preferiría que no viera, como por ejemplo a las prostitutas dando satisfacción a sus clientes contra el muro. Mientras miraba en derredor, Tom alzó la vista hacia el andamiaje instalado a gran altura en la catedral y allí descubrió horrorizando una pequeña figura con hábito monacal. Por un instante le embargó el pánico. Hubiera querido gritarle: ¡No te muevas! ¡Te caerás! Pero sus palabras se hubieran perdido entre el barullo de la feria. Se abrió paso a trompicones en dirección a la catedral. Jonathan corría a lo largo del andamio concentrado en un juego imaginario, sin darse cuenta del peligro que corría de resbalar y caer desde ochenta pies de altura, lo que representaba matarse.

Tom sintió la garganta oprimida por el terror.

El andamio no se apoyaba en el suelo sino en pesadas vigas encajadas en agujeros hechos a tal propósito en lo alto de los muros. Aquellos maderos sobresalían seis pies más o menos. Sobre ellos, en posición horizontal, se habían colocado y atado maderas macizas y, encima de ellas a su vez, caballetes hechos con vástagos flexibles y junquillos tejidos. Al andamiaje se llegaba habitualmente por las escaleras de piedra en espiral construidas en los gruesos muros. Pero ese día las escaleras estaban cerradas. ¿Cómo podía pues haber subido Jonathan? Tampoco había escalas. Él se había ocupado de eso, y Jack lo había comprobado, para mayor seguridad. El niño debía de haber ascendido por el extremo escalonado del muro sin terminar. El paso se había interceptado con madera para que nadie pudiera acceder al interior; pero Jonathan debió de haber trepado por los bloques. El niño rebosaba seguridad en sí mismo. Pero, de todas maneras, solía caerse al menos una vez al día.

Tom llegó al pie del muro y miró temeroso hacia arriba. Jonathan jugaba feliz a ochenta pies de altura. Sintió que se le helaba la sangre.

—¡Jonathan! —gritó a pleno pulmón.

Las gentes que había por allí se sobresaltaron y miraron hacia arriba para ver a quién gritaba. Al descubrir al niño en el andamiaje, le señalaron a sus amigos. En seguida se formó un pequeño grupo.

Jonathan no había oído a Tom.

—¡Jonathan! ¡Jonathan! —volvió a gritar Tom haciendo bocina con las manos.

Esa vez el niño le oyó. Miró hacia abajo, vio a Tom y agitó la mano.

—¡Baja! —le gritó Tom.

Jonathan estaba a punto de obedecerle pero cambió de idea al mirar el muro sobre el que tendría que andar y el empinado tramo de escalones que habría de bajar.

—¡No puedo! —gritó a su vez, y su aguda voz planeó hasta la gente que estaba abajo.

Tom comprendió que habría de subir para cogerlo.

—No te muevas de donde estás hasta que yo llegue —voceó.

Apartó los bloques de madera de los primeros peldaños y subió al muro.

En la parte inferior, tenía cuatro pies de ancho; pero a medida que se elevaba iba estrechándose. Tom ascendía sin precipitación. Se sintió tentado de apresurarse; pero se forzó a mantener la calma. Al mirar hacia arriba, vio a Jonathan sentado en el borde del andamio balanceando sus piernecillas en el profundo vacío. En lo alto del todo, el muro sólo tenía dos pies de ancho. Aun así, había espacio suficiente para caminar, siempre que se tuvieran nervios de hierro. Y Tom los tenía. Avanzó a lo largo del muro, saltó al andamio y cogió a Jonathan en brazos. Sintió un profundo alivio.

—Eres un chico muy bobo —le dijo pero su voz rebosaba cariño y Jonathan lo abrazó con fuerza.

Al cabo de un momento, Tom miró hacia abajo. Divisó un sinfín de caras mirando hacia arriba. Había unas cien personas o más siguiendo sus evoluciones. Debían creer que se trataba de otro espectáculo como el del oso.

—Muy bien, ahora vamos a bajar —dijo Tom a Jonathan; lo dejó sobre el muro y dijo—: Andando. Yo iré detrás de ti, así que no te preocupes.

Jonathan no estaba en modo alguno convencido.

—Tengo miedo —dijo.

Alargó los brazos para que Tom le cogiera y, al vacilar este, rompió a llorar.

—Muy bien, yo te llevaré —asintió Tom.

No estaba muy satisfecho, pero Jonathan se encontraba ya demasiado nervioso para hacerle andar a aquella altura.

Tom subió al muro, se arrodilló junto a Jonathan, lo cogió en brazos y se puso de nuevo en pie.

Jonathan se aferró a él con fuerza. Tom comenzó a andar. Como llevaba al niño en brazos no podía ver las piedras que tenía bajo los pies. Y eso no había manera de evitarlo. Con el alma en vilo avanzó cauteloso a lo largo del muro, calculando con cuidado cada paso. No temía por él; pero, con el niño en los brazos, se sentía aterrado. Por último alcanzó el primer peldaño. Allí, la anchura no era mayor pero, como quiera que fuese, parecía menos peligroso al tener que bajar los escalones. Empezó a descender aliviado. A cada peldaño que bajaba iba recuperando la calma. Cuando llegó al nivel de la galería, donde el muro se ensanchaba hasta tres pies, se detuvo para recuperar el aliento. Miró más allá del recinto del priorato hacia Kingsbridge, hacia los campos, pasada la ciudad. Y entonces vio algo que le extrañó. En el camino que llevaba a Kingsbridge, a una media milla de distancia, más o menos, observó una gran nube de polvo. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que era una gran tropa de hombres a caballo que se acercaban a la ciudad a buen trote. Intentó descubrir en la lejanía de quiénes se trataba. En un principio pensó que seguramente sería un mercader muy rico o un grupo de mercaderes con un gran séquito. Pero había demasiados y, de todas formas, no parecían tener el aspecto de gentes del comercio. Trató de averiguar qué había en ellos que hiciera pensar que eran otra cosa que mercaderes. Al acercarse más, apreció que algunos de ellos montaban caballos de guerra, la mayoría llevaban cascos e iban armados hasta los dientes.

De repente sintió temor.

—¡Jesucristo! ¿Quiénes son esas gentes? —exclamó en voz alta.

—No digas «Cristo» —le reprendió Jonathan.

Quienesquiera que fuesen anunciaban dificultades.

Tom bajó rápido los escalones. El gentío le vitoreó cuando al fin saltó al suelo. Hizo caso omiso. ¿Dónde estaban Ellen y sus hijos?

Miró en derredor pero no pudo verlos.

Jonathan forcejeaba por soltarse. Tom lo sujetó con fuerza. Como en aquel momento tenía a su hijo más pequeño, lo primero que necesitaba hacer era ponerlo a salvo en alguna parte. Ya se ocuparía luego de encontrar a los otros. Se abrió paso entre la muchedumbre hasta la puerta que conducía a los claustros. Estaba cerrada por dentro para proteger la intimidad del monasterio durante la feria.

—¡Abrid! ¡Abrid! —gritó Tom al tiempo que golpeaba la puerta.

Nada.

Tom no estaba siquiera seguro de que hubiere alguien en los claustros. No disponía de tiempo para andar con adivinanzas. Retrocedió dejó a Jonathan en el suelo levantó su inmenso pie derecho calzado con una gran bota y dio un puntapié en la puerta. Se astilló la madera alrededor de la cerradura. Dio otro puntapié con más fuerza. La puerta se abrió de repente. Al otro lado, apareció un monje ya de edad con aspecto asombrado. Tom alzó a Jonathan y lo metió en el interior.

—Retenedlo aquí —dijo al viejo monje—. Va a haber jaleo.

El monje asintió sin decir palabra y cogió a Jonathan de la mano.

Tom cerró la puerta.

Ahora tenía que encontrar al resto de su familia entre una multitud de mil personas o más.

Se asustó ante la casi imposibilidad de la tarea. No veía una sola cara familiar. Se subió a un barril de cervezas vacío para dominar más. Era mediodía y la feria se encontraba en pleno auge. La muchedumbre avanzaba por los pasillos entre los puestos como un río lento, y había remansos alrededor de los vendedores de comida y bebida, al hacer cola la gente para comprar. Tom escudriñaba entre las gentes pero no lograba ver a nadie de su familia. Ya desesperaba. Miró por encima de los tejados de las casas. Los jinetes ya casi se encontraban ante el puente, y ahora cabalgaban al galope. Todos ellos eran hombres de armas y llevaban teas. Tom estaba horrorizado. Habría una carnicería.

De repente, vio a Jack junto a él, mirándolo con expresión divertida.

—¿Qué haces subido a un barril? —le preguntó.

—Va a haber jaleo —dijo Tom con tono apremiante—. ¿Dónde está tu madre?

—En el puesto de Aliena. ¿Qué clase de jaleo?

—De los peores. ¿Dónde están Alfred y Martha?

—Martha está con madre. Alfred se encuentra en la riña de gallos. ¿De qué se trata?

—Mira tú mismo.

Tom echó una mano a Jack para ayudarle a subir. Quedó en posición precaria al borde del barril frente a Tom. Los cascos de los jinetes resonaban ya en el puente, entrando en la aldea.

—¡Cristo Jesús! ¿Quiénes son? —exclamó Jack.

Tom buscó con la mirada al jefe, un hombre corpulento montando un caballo de guerra. Lo reconoció al punto por el pelo amarillo y la pesada figura.

—Es William Hamleigh —dijo.

Al llegar los jinetes a la altura de las casas, acercaron sus teas a los tejados prendiendo fuego a la barda.

—¡Están incendiando la ciudad! —gritó Jack.

—Va a ser peor de lo que pensaba —dijo Tom—. Baja ya.

Ambos saltaron al suelo.

—Iré a buscar a madre y a Martha.

—Llévalas a los claustros —le indicó Tom con tono apremiante—, será el único lugar seguro. Si los monjes te ponen reparos, mándalos a la mierda.

—¿Y si aherrojan la puerta?

—Acabo de romper el cerrojo. ¡Date prisa! Yo iré a buscar a Alfred. ¡En marcha!

Jack emprendió rápido la marcha. Tom se dirigió hacia el reñidero de gallos, abriéndose paso a codazos. Varios hombres protestaron por sus modales pero no les hizo caso y ellos, por su parte, callaron al darse cuenta de su tamaño y de su impasible expresión de determinación. No tardó mucho en que el aire arrastrara hasta el recinto del priorato el olor de las casas quemadas. Tom lo olió y se dio cuenta de que una o dos personas olfateaban el aire con curiosidad. Sólo le quedaban unos momentos antes de que se produjera el pánico.

El reñidero de gallos estaba cerca de la puerta del priorato. A su alrededor se arremolinaba una muchedumbre ruidosa. Tom se abrió paso a empujones en busca de Alfred. En el centro de aquel gentío había en el suelo un agujero poco profundo, de unos cuantos pies. Y dentro de ese agujero, dos gallos se estaban desgarrando mutuamente con picos y acerados espolones. Por doquier se veían plumas y sangre. Alfred se encontraba cerca de la primera línea, mirando sin perder detalle, gritando a todo pulmón, animando a uno o a otro de los infelices animales. Tom forcejeó a través de aquella masa de gente para llegar hasta él y lo cogió por el hombro.

—¡Ven! —le gritó.

—¡He apostado seis peniques por el negro! —gritó a su vez Alfred.

—Tenemos que salir de aquí —se impuso Tom; en aquel momento llegó una vaharada de humo hasta el reñidero—. ¿Es que no hueles el fuego?

Un par de espectadores oyeron la palabra «fuego» y se quedaron mirando con curiosidad a Tom. Las ráfagas de viento siguieron llevándoles el olor, y todos lo notaron. Alfred también lo percibió.

—¿De dónde es? —preguntó Alfred.

—La ciudad está ardiendo.

De repente todo el mundo quería irse. Los hombres de dispersaron en todas las direcciones a empujones y codazos. En el reñidero, el gallo negro mató al marrón, pero nadie prestaba ya atención. Alfred inició la marcha en la dirección equivocada. Tom lo agarró.

—Iremos a los claustros —dijo—. Es el único sitio seguro.

El humo empezó a llegar a oleadas y el miedo se propagó entre la multitud. Todo el mundo estaba agitado, pero nadie sabía qué hacer. Tom vio, por encima de las cabezas, a la gente forcejear para salir por la puerta del priorato, pero esta era estrecha y, por otra parte, no estaban más seguros fuera del recinto que dentro de él. Sin embargo hubo más personas a las que se les ocurrió la idea. Tom y Alfred se encontraron en medio de la multitud que tomaba, frenética, la dirección contraria. Pero, de súbito, la corriente cambió y todo el mundo tomó la misma dirección que ellos. Tom miró alrededor para averiguar el motivo de aquel cambio, y vio entrar en el recinto al primero de los jinetes.

Y entonces fue cuando estalló el tumulto.

Los jinetes ofrecían un aspecto aterrador. Sus enormes caballos, tan asustados como aquel gentío, embestían, retrocedían y cargaban, pisoteando a quienes estaban a derecha, a izquierda y en el centro. Los jinetes, armados y con cascos, derribaban a golpes de tea o cachiporra a hombres, mujeres y niños, prendiendo fuego a los puestos, a las ropas y al pelo de las gentes. Todo el mundo chillaba. Más jinetes entraron por la puerta, y más gente fue cayendo ante los impetuosos caballos.

—Tú vete a los claustros…, yo iré a asegurarme de que los demás están a salvo. ¡Corre! —gritó Tom al oído de Alfred al tiempo que le daba un empujón.

Alfred salió disparado.

Tom se dirigió hacia el puesto de Aliena. Casi de inmediato, tropezó con alguien y cayó al suelo. Maldiciendo, se puso de rodillas pero antes de que pudiera levantarse vio precipitarse sobre él un caballo de guerra. El animal tenía las orejas arrugadas y los ollares dilatados, y Tom vio el blanco de sus aterrados ojos. Por encima de la cabeza del caballo, divisó el carnoso rostro de William Hamleigh, contorsionado por una mueca de odio y triunfo. De pronto pensó que sería maravilloso tener una vez más en sus brazos a Ellen. En aquel preciso instante, un poderoso casco le golpeó en el centro mismo de la frente, sintió un espantoso y aterrador dolor en el cráneo, que pareció explotarle, y el mundo entero se sumió en las tinieblas.

La primera vez que Aliena percibió el olor a humo se dijo que debía de proceder del lugar donde estaban sirviendo el almuerzo.

Tres compradores flamencos se hallaban sentados a la mesa, instalada al aire libre delante del puesto de Aliena. Eran unos hombres corpulentos, de barba negra que hablaban inglés con un fuerte acento alemán y vestían trajes de un hermoso tejido. Todo iba bien. Aliena estaba a punto de cerrar la venta y había decidido servir el almuerzo primero para dar tiempo de inquietarse a los compradores. Sin embargo, se sentiría profundamente satisfecha cuando aquella gran fortuna en lana pasara a manos de otros. Puso delante de ellos la fuente con las chuletas de cerdo asadas con miel, y se quedó mirándolos con ojo crítico. La carne estaba en su punto, con el reborde de grasa crujiente y de un dorado oscuro. Escanció más vino. Uno de los compradores olfateó el aire y luego todos miraron alrededor con inquietud. De repente, Aliena sintió miedo. El fuego era la pesadilla de los mercaderes de lana. Miró a Ellen y a Martha, que estaba ayudándola a servir el almuerzo.

—¿No oléis a humo? —les preguntó.

Antes de que pudieran contestar apareció Jack. Aliena todavía no se había acostumbrado a verlo vistiendo el hábito de monje y con la cabeza afeitada. Su querido rostro mostraba una expresión agitada. De pronto, sintió deseos de abrazarlo y de borrar aquel ceño de su frente, pero se apartó de inmediato al recordar el modo en que se había dejado atraer por él en el viejo molino, hacía ya meses. Todavía enrojecía de vergüenza cada vez que recordaba el incidente.

—Hay jaleo —gritó Jack en tono apremiante—. Tenemos que refugiarnos todos en los claustros.

Aliena se quedó mirándolo.

—¿Qué pasa? ¿Hay fuego?

—Es el conde William y sus hombres —repuso Jack.

Aliena se quedó helada. William. Otra vez.

—Han incendiado la ciudad. Tom y Alfred van a los claustros. Haced el favor de venir conmigo —añadió Jack.

Ellen, que llevaba una escudilla con verdura, la dejó sin ceremonia alguna sobre la mesa, delante de un comprador flamenco, alarmado.

—Muy bien —dijo cogiendo a Martha por el brazo—. En marcha.

Aliena miró con auténtico pánico hacia su almacén. Allí había lana virgen por valor de centenares de libras, y tenía que protegerla del fuego. Pero ¿cómo? Se volvió hacia Jack, expectante. Los compradores abandonaron presurosos la mesa.

—Id vosotros. Yo tengo que cuidar de mi puesto —dijo Aliena a Jack.

—Vamos, Jack —lo apremió Ellen.

—Dentro de un momento —contestó él, volviéndose de nuevo hacia Aliena.

Esta vio vacilar a Ellen. A todas luces se debatía entre poner a salvo a Martha y esperar a Jack.

—¡Jack! ¡Jack! —dijo de nuevo.

Jack se volvió hacia ella.

—¡Llévate a Martha, madre!

—Muy bien —repuso Ellen—. Pero, por favor, date prisa.

Ellen y Martha se fueron.

—La ciudad está en llamas. Los claustros son el único lugar seguro, pues están construidos en piedra. Ven conmigo, deprisa —le imploró Jack a Aliena.

Aliena oyó gritos de horror procedentes de la puerta del priorato. Ahora ya el humo lo invadía todo. Miró alrededor intentando averiguar qué estaba ocurriendo. El miedo le había puesto un nudo en el estómago. Todo aquello por lo que había trabajado durante seis años estaba dentro del almacén.

—¡Aliena! Ven a los claustros…, allí estaremos a salvo —repitió Jack.

—¡No puedo! —gritó ella—. ¡Ahí está mi lana!

—¡Al infierno con tu lana!

—¡Es todo cuanto tengo!

—¡De nada te servirá si estás muerta!

—Para ti es fácil decirlo, pero me he pasado todos estos años luchando para alcanzar esta posición…

—¡Aliena! ¡Por favor!

De repente, la gente que se encontraba en torno al puesto empezó a lanzar alaridos, aterrorizada. Los jinetes habían invadido el recinto del priorato y cargaban contra la multitud sin importarles quiénes caían, pegando fuego a los puestos. La muchedumbre, espantada, corría aplastándose los unos a los otros en sus desesperados intentos por apartarse del camino de los veloces cascos y de las teas. Se apretaba contra la endeble valla de madera que formaba el frente del puesto de Aliena, el cual se desplomó de inmediato. La gente invadió el espacio abierto que había delante del almacén, derribando la mesa con sus fuentes de comida y las copas de vino. Jack y Aliena se vieron obligados a retroceder. Dos jinetes cargaron contra el puesto, uno de ellos blandiendo una cachiporra; el otro, agitando una tea. Jack se puso delante de Aliena para protegerla. La cachiporra se dirigió hacia la cabeza de Aliena, pero Jack puso sobre ella un brazo protector, de manera que detuvo el golpe con la muñeca. Al levantar Aliena los ojos, vio la cara del segundo jinete.

Era William Hamleigh.

Aliena soltó un grito de desesperación.

Él la miró fijamente por un instante, con la tea encendida en la mano y una expresión de triunfo en los ojos. Luego, espoleó su caballo y se lanzó hacia el almacén de ella.

—¡No! —chilló Aliena.

Forcejeó empujando y golpeando a cuantos la rodeaban, incluido Jack. Al fin quedó libre y se precipitó hacia el almacén. William se encontraba inclinado sobre la silla, acercando la tea a un montón de sacos de lana.

—¡No! —volvió a gritar Aliena. Se arrojó sobre él e intentó derribarlo del caballo. William la arrojó al suelo de un manotazo. Volvió a acercar la tea a los sacos de lana. El fuego prendió con un poderoso bramido. De repente, Jack estaba allí apartando del paso a Aliena. William volvió grupas al caballo y salió rápidamente del almacén. Aliena se puso en pie de un salto, cogió un saco vacío e intentó apagar las llamas.

—¡Morirás, Aliena! —le gritó Jack.

El calor empezaba a hacerse insoportable. Aliena cogió un saco de lana que todavía no había sido alcanzado por el fuego e intentó ponerlo a buen recaudo. De repente, oyó un fragor al tiempo qué sentía un calor intenso en la cara. Se dio cuenta, aterrada, de que su pelo estaba ardiendo. Un instante después, Jack se precipitó hacia ella, le rodeó la cabeza con los brazos y la apretó con fuerza contra su cuerpo. Ambos cayeron al suelo. Él la mantuvo apretada contra sí por un momento y luego aflojó el brazo. Aliena percibió el olor del pelo chamuscado, pero ya no le ardía. Advirtió que Jack tenía la cara quemada y que las cejas le habían desaparecido. Él la cogió por un tobillo y la arrastró fuera del almacén. Luego, siguió arrastrándola pese a la resistencia que oponía, hasta que se encontraron en un lugar seguro.

La zona que rodeaba su puesto había quedado vacía. Jack la soltó. Aliena intentó levantarse, pero él volvió a agarrarla y se lo impidió. Aliena siguió forcejeando mientras observaba con ojos desorbitados el fuego que estaba consumiendo todos sus años de trabajo y preocupaciones, toda su riqueza y seguridad, hasta que ya no le quedaron energías para impedir que Jack la retuviese. Entonces permaneció allí, caída en el suelo, y empezó a gemir.

Philip se encontraba en la cripta, debajo de la cocina del priorato, contando dinero con Cuthbert, cuando oyó el ruido. Se miraron frunciendo el entrecejo y luego se pusieron de pie para averiguar qué ocurría. Al cruzar el umbral se encontraron con un auténtico tumulto. La gente corría en todas las direcciones, forcejeando y dándose codazos y empujones, pisoteándose los unos a los otros. Los hombres y las mujeres gritaban, y los niños lloraban. El aire estaba lleno de un humo denso. Todo el mundo parecía querer salir del recinto del priorato. Aparte de la puerta principal, la única posibilidad de abandonarlo era a través del portillo entre los edificios de la cocina y el molino. Allí no había muro, aunque sí un profundo badén que llevaba agua desde el estanque del molino hasta la cervecería. Philip quería advertir a la gente de que tuviera cuidado con el badén, pero nadie escuchaba a nadie.

La causa de aquel tumulto era, a todas luces, un incendio. Y además, importante. La atmósfera se hallaba por completo enrarecida a causa del humo procedente de él. A Philip le embargó el miedo. Con toda aquella gente aglomerada, la mortandad podía ser aterradora.

Ante todo tenía que averiguar qué estaba pasando. Subió por los escalones que conducían a la puerta de la cocina para ver mejor. Lo que contempló le hizo sentir un espanto atroz.

Toda la ciudad de Kingsbridge era pasto de las llamas.

De su garganta brotó un grito de horror y desesperación.

¿Cómo podía haber ocurrido aquello?

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