Capítulo Dieciséis 58 страница
—Un fuelle también va de arriba abajo.
—Claro, claro. Pero yo nunca vi esa herrería. Sólo he oído hablar de ella.
Jack intentó formarse una idea de la maquinaria de un molino. La fuerza del agua hacía girar la rueda. El astil de esta estaba conectado con otra rueda dentro del molino. La rueda interior se hallaba colocada en sentido vertical, de tal forma que sus dientes se encajaban en los dientes de otra rueda horizontal. Esta última era la que hacía girar la piedra molar.
—Una rueda en pie puede poner en marcha a otra tumbada —musitó Jack pensando en voz alta.
Martha se echó a reír.
—¡No te esfuerces, Jack! —le dijo—. Si los molinos pudieran abatanar lienzos, ya se les habría ocurrido a las gentes listas.
Jack no le hizo caso.
—Los bates de abatanar podrían fijarse al astil de la rueda del molino —continuó—. El lienzo podría colocarse plano donde los bates cayeran.
—Sí; pero los bates golpearían sólo una vez, y luego se quedarían atascados, con lo que la rueda se pararía. Ya te lo he dicho… Las ruedas giran y giran pero los bates van de arriba abajo —alegó Tom.
—Tiene que haber una manera —insistió Jack con tozudez.
—No la hay —afirmó Tom perentorio con el tono de voz que adoptaba para cerrar el tema de una conversación.
—Sin embargo apuesto a que la hay —farfulló rebelde Jack.
Tom hizo como que no le había oído.
Al domingo siguiente, Jack desapareció.
Fue a la iglesia por la mañana, almorzó en casa como de costumbre pero, a la hora de cenar, no se presentó. Aliena estaba en su cocina haciendo un espeso caldo con jamón y berza cuando llegó Ellen en busca de Jack.
—No lo he visto desde misa —informó la joven.
—Desapareció después de almorzar —explicó Ellen—. Supuse que estaba contigo.
Aliena se sintió algo incómoda de que Ellen hubiera dado por sentada aquella suposición.
—¿Estás preocupada?
—Una madre siempre lo está —contestó Ellen.
—¿Se ha peleado con Alfred? —preguntó Aliena nerviosa.
—Esa misma pregunta he hecho yo. Alfred dice que no. —Ellen suspiró—. Espero que no le haya pasado nada malo. Ya ha hecho estas cosas antes, y me atrevería a decir que volverá a hacerlas. Nunca le enseñé a amoldarse a horas regulares.
Aquella noche, más tarde, a punto ya de acostarse, Aliena fue a casa de Tom para saber si Jack había aparecido. Le dijeron que no. Se acostó preocupada. Richard estaba en Winchester, de manera que se encontraba sola. No hacía más que pensar que Jack pudo haberse caído al río y ahogarse, o cualquier otra cosa por el estilo. Para Ellen sería terrible. Jack era su único hijo auténtico. A Aliena se le llenaron los ojos de lágrimas al imaginarse el dolor de Ellen si perdiera a Jack.
Esto es estúpido, se dijo; estoy llorando por la pena de alguien causada por algo que no ha ocurrido. Se dominó e intentó pensar en otra cosa. El exceso de lienzo era su gran problema. En circunstancias normales podía pasarse media noche preocupándose por el negocio; pero esa noche sus pensamientos volvían sin cesar a Jack. ¿Y si se hubiera roto una pierna y se encontrara inmovilizado en el bosque? Al final, la venció un sueño inquieto. Se despertó con las primeras luces sintiéndose todavía cansada. Se echó su gruesa capa sobre el camisón, se puso las botas forradas de piel, y salió en busca de Jack.
No estaba en el jardín que había detrás de la cervecería, donde solían quedarse dormidos los hombres, evitando congelarse gracias al calor del fétido estercolero. Bajó hasta el puente, caminando temerosa por la orilla del río hasta un recodo donde se arrojaban los desperdicios. Una familia de patos se encontraba picoteando entre los restos de madera, de zapatos desechados, de cuchillos enmohecidos y de huesos de carne putrefactos que se acumulaban en la playa.
Gracias a Dios tampoco estaba allí Jack.
Subió de nuevo hasta la colina y entró en el recinto del priorato, donde los constructores de la catedral comenzaban una nueva jornada de trabajo.
Encontró a Tom en su cobertizo.
—¿Ha vuelto Jack? —preguntó esperanzada.
—Todavía no —repuso Tom al tiempo que meneaba la cabeza.
Cuando Aliena se iba, llegó el maestro carpintero con aspecto preocupado.
—Han desaparecido todos nuestros martillos —informó Tom.
—Es extraño —comentó este—. Yo he estado buscando un martillo y no he encontrado ninguno.
—¿Dónde están los cabezales de los albañiles? —preguntó Alfred asomando la cabeza por la puerta.
Tom se rascó la cabeza.
—Parece como si hubieran volado cuantos martillos tenemos, —dijo perplejo; luego, cambió de expresión y añadió—: Apuesto a que Jack está detrás de todo esto.
Claro, se dijo Aliena. Martillos. El abatanado. El molino.
Sin decir palabra de lo que pensaba, salió del cobertizo de Tom y, atravesando presurosa el recinto del priorato, dejó atrás la cocina y se encaminó hacia el extremo suroeste donde un canal, desviado del río, ponía en movimiento los dos molinos, el viejo y el recién construido.
Tal y como sospechaba, la rueda del molino viejo estaba girando.
Entró.
En el primer momento, lo que vio la dejó confusa y asustada. Había una hilera de martillos sujetos a una viga horizontal. Levantaban sus cabezas, al parecer por propio impulso, semejantes a caballos en busca del pesebre. Luego, caían de nuevo, todos juntos, golpeando de manera simultánea con un estruendo tremendo que casi la dejó sin aliento. Lanzó un grito sobresaltada. Los martillos alzaron sus cabezas, como si la hubieran oído gritar, y luego golpearon de nuevo. Estaban batiendo cierta cantidad de lienzo flojo sumergida en una o dos pulgadas de agua contenida en un balde de madera semejante a los que utilizaban en la construcción para mezclar la argamasa. Entonces, se dio cuenta de que los martillos estaban abatanando el tejido y dejó de sentirse asustada, aún cuando le seguían pareciendo terriblemente vivos. Pero ¿cómo lo había hecho? Observó que la viga a la que se encontraban sujetos los martillos estaba paralela al astil de la rueda del molino. Una tabla sujeta a él daba vueltas y más vueltas al tiempo que este giraba. Al llegar la tabla, tropezaba con los mangos de los martillos haciéndolos bajar, de modo que las cabezas se levantaban. Al seguir girando la tabla, dejaba en libertad los mangos. Entonces las cabezas caían, descargándose sobre el lienzo que se hallaba en la artesa. Era exactamente lo que Jack había dicho durante aquella conversación. Un molino podía abatanar el lienzo.
Aliena oyó su voz.
—Hay que lastrar los martillos para que caigan con más fuerza.
Al volverse, vio a Jack con aspecto cansado aunque triunfante.
—Creo que he resuelto tu problema —le dijo sonriendo con timidez.
—Me siento tan contenta de que te encuentres bien… ¡Estábamos preocupados por ti! —dijo Aliena.
Sin pensarlo, le echó los brazos al cuello y lo besó. Fue un beso muy breve, poco más que un roce; pero entonces, al separarse sus labios, los brazos de Jack le rodearon la cintura, sujetando su cuerpo suavemente aunque con firmeza contra el suyo, y Aliena se encontró mirándole a los ojos. En lo único que podía pensar era en lo feliz que se sentía que él estuviera vivo y sin haber sufrido daño alguno. Le dio un apretón afectuoso. Y, de súbito, Aliena tuvo conciencia de su propia piel. Podía sentir la aspereza de su camisón de lino, y el cuero suave de sus botas y el cosquilleo en los pezones al apretarse contra el pecho de él.
—¿Estabas preocupada por mí? —preguntó Jack asombrado.
—¡Pues claro! Apenas he dormido.
Aliena sonreía feliz pero Jack tenía un aspecto terriblemente solemne y, al cabo de un momento, el talante de él se impuso al suyo y se sintió extrañamente conmovida. Podía oír los latidos de su corazón y empezó a respirar más deprisa. Detrás de ella, los martillos golpeaban al unísono sacudiendo la estructura de madera del molino con cada golpe concertado, y Aliena parecía sentir las vibraciones en lo más profundo de su ser.
—Estoy muy bien —dijo Jack—. Todo está bien.
—Me siento tan contenta… —repitió Aliena y su voz era un susurro.
Le vio bajar los párpados e inclinar su cara sobre la de ella, y luego sintió los labios de Jack contra los suyos. Fue un beso dulce. Tenía los labios llenos y una barba suave de adolescente. Aliena cerró los ojos para concentrarse en aquella sensación. La boca de Jack se movía sobre la suya y le pareció algo natural abrir los labios. De repente, su propia boca se hizo sumamente sensitiva hasta el punto de poder sentir el tacto más ligero, el más leve movimiento. La punta de la lengua de Jack le acariciaba el interior de su labio superior. Aliena se sentía tan abrumada de felicidad que experimentaba ganas de llorar. Apretó su cuerpo contra el de él, aplastando sus suaves senos contra el duro pecho, sintiendo los huesos de sus caderas incrustados en su propio vientre. Ya no era tan sólo que sintiera alivio porque Jack estuviera a salvo y alegría de tenerlo allí. Ahora era una nueva sensación. Su presencia física la embargaba de una emoción estática que la hacía sentirse un poco mareada. Abrazada a su cuerpo, necesitaba tocarlo más, sentir aún más su presencia, tenerle todavía más cerca. Le acarició la espalda. Quería sentir su piel; pero la ropa le hizo sentirse defraudada. Sin pensarlo, metió la lengua entre los labios de Jack. El joven emitió un leve ruido animal desde el fondo de la garganta, como un gemido ahogado de placer.
La puerta del molino se abrió de golpe. Aliena se apartó rápida de Jack. De repente, se sintió sobresaltada como si hubiera estado profundamente dormida y alguien le hubiera dado una bofetada para despertarla. Se sentía horrorizada de lo que habían estado haciendo, besándose y frotándose uno contra otro. ¡Como una puta y un borracho en una cervecería! Retrocedió mirando a su alrededor, sintiéndose mortificada por su turbación. El intruso era Alfred. Aquello le hizo sentirse aún peor. Hacía tres meses que Alfred le pidió que se casara con él y ella lo rechazó con altivez. Y ahora la había visto comportándose como una perra en celo. Daba la impresión de cierta hipocresía. Se sonrojó de vergüenza. Alfred la estaba mirando y su expresión era una mezcla de lascivia y desprecio, que le traía a la memoria la imagen vívida de William Hamleigh. Estaba disgustada con ella misma por dar a Alfred motivo para menospreciarla, y furiosa con Jack por la parte que había desempeñado en todo aquello.
Dio la espalda a Alfred y miró a Jack. Al encontrarse sus ojos este pareció sobresaltado. Aliena se dio cuenta de que su rostro delataba la ira que sentía, pero no podía evitarlo. La expresión de Jack, de aturdida felicidad, se convirtió en confusión y dolor. En circunstancias normales aquello la habría ablandado; pero, en aquellos momentos estaba fuera de sí. Lo aborrecía por lo que le había hecho hacer a ella. Rápida como un rayo, lo abofeteó. Él permaneció inmóvil; pero en su mirada se reflejó la agonía que estaba sufriendo. Se le enrojeció la mejilla golpeada. Aliena no podía soportar el dolor que había en sus ojos. Se obligó a apartar la vista.
No resistía seguir allí. Corrió hacia la puerta acompañada del incesante golpeteo de los martillos repercutiendo en sus oídos. Alfred se apartó rápido para dejarla pasar, en actitud casi asustada. Aliena pasó como un rayo junto a él y salió. Tom Builder estaba a punto de entrar junto con un reducido grupo de trabajadores de la construcción. Todo el mundo se dirigía al molino para saber lo que estaba pasando. Aliena cruzó presurosa junto a ellos sin decir palabras. Algunos de ellos la miraron con curiosidad haciéndola arder de vergüenza; pero todos estaban más interesados en los martillazos que se oían salir del molino. La mente lógica de Aliena le recordaba que Jack había resuelto el problema del abatanado de su lienzo; pero la idea de que se había pasado toda la noche haciendo algo por ella era motivo de que se sintiese todavía peor. Pasó corriendo por delante de las cuadras, y también por la puerta del priorato, y a lo largo de la calle, con las botas resbalando y chapoteando por el fango, hasta llegar a su casa.
Al entrar, se encontró allí a Richard. Se hallaba sentado a la mesa de la cocina, con una hogaza de pan y un jarro de cerveza.
—El rey Stephen se ha puesto en marcha —dijo—. La guerra ha empezado de nuevo. Necesito otro caballo.
Durante los tres meses siguientes. Aliena apenas cruzó dos palabras con Jack. El mozo se sentía destrozado. Ella le había besado como si lo quisiera, de eso no cabía la menor duda. Cuando la joven salió del molino, estaba seguro de que pronto volverían a besarse de la misma manera. Deambulaba como envuelto en una bruma erótica, pensando: ¡Aliena me quiere! ¡Aliena me quiere! Le había acariciado la espalda y metido la lengua en su boca, había apretado sus senos contra él. Cuando empezó a evitarle, Jack pensó que tan sólo se sentía incómoda. Después de aquel beso, era imposible que pretendiera no quererle. Esperó paciente a que superara su timidez. Con la ayuda del carpintero del priorato, había hecho un mecanismo de abatanar, más fuerte y permanente, para el molino viejo. Y Aliena pudo abatanar su lienzo. Le dio las gracias en tono sincero; pero su voz era fría y evitaba su mirada.
Cuando hubieron transcurrido, no sólo unos días, sino varias semanas en esa tesitura, se vio obligado a admitir que algo iba muy mal. Se sintió embargado por la desilusión y pensó que el dolor iba a ahogarlo. Estaba perplejo. Sentía el deseo desesperado de tener más años, y más experiencia con las mujeres, a fin de ser capaz de saber si Aliena era normal o si tenía un carácter peculiar; si esa actitud sería temporal o permanente y si debía ignorarlo o encararse a ella. Como se sentía inseguro y también aterrado ante la posibilidad de que pudiera decir algo que estropeara más las cosas, optó por no hacer nada. Entonces empezó a apoderarse de él un sentimiento constante de rechazo y se sintió inútil, estúpido e impotente. Pensaba en lo loco que había sido al imaginar que la mujer más deseable e inalcanzable del Condado hubiera podido enamorarse de él, tan sólo un muchacho. La había divertido por un tiempo con sus historias y sus bromas; pero en cuanto la besó como un hombre se había alejado por completo. ¡Qué bobo fue esperando otra cosa!
Al cabo de una o dos semanas de decirse lo estúpido que había sido, empezó a sentirse furioso. En el trabajo estaba irritable, y la gente empezaba a mostrarse cautelosa con él. Se comportaba de manera desagradable con su hermanastra, Martha, la cual se sentía casi tan dolida con él como él lo estaba con Aliena. Un domingo por la tarde se gastó el salario apostando en las peleas de gallos.
Toda su pasión la consumía en el trabajo. Esculpía modillones, las piedras que se proyectaban y que parecían sostener arcos o fustes que no llegaban del todo al suelo. En estos modillones se esculpían con frecuencia hojas; pero una alternativa tradicional era la de esculpir a un hombre que pareciera sostener un arco con las manos o lo tuviese apoyado sobre la espalda. Jack alteró un poco el modelo habitual. El resultado fue una figura humana extrañamente contorsionada, con expresión de dolor, como si estuviera condenado a una agonía eterna mientras sostenía el peso inmenso de la piedra. Jack sabía que era algo genial, nadie más podía esculpir una figura que diera la impresión de que sufría. Cuando Tom la vio, movió indeciso la cabeza sin saber si maravillarse ante la expresividad de la figura o desaprobar su escasa ortodoxia. A Philip le atrajo de inmediato. A Jack, por su parte, le importaba poco lo que pensaran. Tenía la absoluta convicción de que si a alguien no le gustaba era porque estaba ciego.
Cierto domingo de cuaresma, cuando todo el mundo estaba de mal humor porque hacía tres semanas que no se comía carne, Alfred acudió al trabajo con expresión triunfante. El día anterior había estado en Shiring. Jack ignoraba lo que podía haber hecho allí; pero, a todas luces, se sentía muy satisfecho.
Durante el descanso de media mañana, cuando Enid Brewster abrió un barril de cerveza en medio del presbiterio para vendérsela a los constructores, Alfred mostró un penique.
—Eh, Jack Tomson, tráeme algo de cerveza —dijo.
Va a decir algo sobre mi padre, pensó Jack. Y no hizo caso de Alfred. Uno de los carpinteros, un hombre ya mayor llamado Peter, le advirtió.
—Más te valdrá hacer lo que te dicen, aprendiz.
Se suponía que un aprendiz había de obedecer siempre a cualquier maestro artesano.
—No soy hijo de Tom —dijo Jack—. Tom es mi padrastro, y Alfred lo sabe.
—Sin embargo haz lo que te dice —repitió Peter en tono razonador.
Jack cogió reacio el dinero de Alfred y se puso en la cola.
—El nombre de mi padre era Jack Shareburg —dijo en voz alta—. Todos podéis llamarme Jack Jackson si queréis diferenciarnos a Jack Blacksmith y a mí.
—Jack Bastard será más propio —dijo Alfred.
—¿Os habéis preguntado alguna vez por qué Alfred nunca se ata los cordones de las botas?
Los presentes miraron los pies de Alfred. Y así era. Sus botas pesadas y embarradas, que habrían de estar atadas hasta arriba con los cordones, estaban descuidadamente abiertas. Jack explicó:
—Es para poder verse antes los dedos por si tiene que contar más allá de diez.
Los artesanos sonrieron y los aprendices rieron divertidos. Jack entregó a Enid el penique de Alfred y cogió un cántaro de cerveza. Se lo llevó a Alfred presentándoselo con una leve reverencia burlona. Alfred estaba irritado, aunque no demasiado, y todavía guardaba algo en la manga. Jack se alejó y bebió su cerveza con los aprendices, con la esperanza de que Alfred le dejara en paz. Esperanza vana. Momentos después, Alfred le siguió.
—Si Jack Shareburg fuera mi padre, yo no me sentiría tan dispuesto a reconocerlo en público. ¿Acaso no sabes lo que era?
—Era un juglar —dijo Jack; trató de mostrarse seguro de sí mismo; pero temía lo que Alfred pudiera decir—. Supongo que no sabrás lo que es un juglar.
—Era un ladrón —dijo Alfred.
—Bah, cierra el pico, pedazo de tarugo.
Jack se volvió y tomó un trago de cerveza pero apenas sí pudo tragarla. Alfred debía de tener algún motivo para afirmar aquello.
—¿Acaso no sabes cómo murió? —insistió Alfred.
Eso es, se dijo Jack. Eso es de lo que se enteró ayer en Shiring. Ese es el motivo de su estúpida y sonriente mueca. Volvióse reacio y se enfrentó a Alfred.
—No; no sé cómo murió mi padre, Alfred, pero creo que tú vas a decírmelo.
—Lo colgaron por asqueroso ladrón.
Jack lanzó un grito involuntario de angustia. Sabía, por intuición, que aquello era cierto. Alfred estaba demasiado seguro de sí mismo para haberlo inventado. Y Jack comprendió rápido que ello explicaba la reticencia de su madre, que había estado años temiendo en secreto algo semejante. Durante todo el tiempo se había querido convencer de que nada andaba mal, de que no era un bastardo, de que tenía un verdadero padre con nombre auténtico. De hecho siempre había temido que hubiera algo deshonroso respecto a su padre, que los improperios estaban justificados, que en realidad tenía algo de que avergonzarse. Ya se sentía deprimido, el rechazo de Aliena le había dejado con la sensación de inutilidad y pequeñez. Y ahora la verdad sobre su padre fue como un mazazo.
Alfred seguía allí en pie sonriendo, satisfechísimo de sí mismo. El efecto producido por su revelación le había encantado. Su expresión puso fuera de sí a Jack, para quien ya era bastante terrible que hubieran ahorcado a su padre. Pero que Alfred se sintiera feliz por ello, era ya demasiado. Sin pensarlo dos veces, Jack arrojó su cerveza a la cara sonriente de Alfred.
Los demás aprendices, que habían estado atentos a los hermanastros y disfrutando con su altercado, se apresuraron a retirarse uno o dos pasos. Alfred se limpió la cerveza de los ojos, rugió furioso y, con un movimiento tan rápido que sorprendía en un hombre tan grande como él, descargó su inmenso puño. El golpe alcanzó a Jack en la mejilla con tal fuerza que, en lugar de dolerle, se la dejó insensible. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar el otro puño de Alfred se hundió en su estómago. Ese golpe le produjo un terrible dolor. Jack tuvo la impresión de que nunca volvería a respirar. Se desmadejó y cayó al suelo. Al hacerlo, Alfred le dio un puntapié en la cabeza con una de sus pesadas botas y, por un instante, no pudo ver nada, sólo luces blancas.
Rodó por el suelo a ciegas y luchó para levantarse. Pero Alfred todavía no estaba satisfecho. Al incorporarse Jack, sintió que le agarraba. Empezó a forcejear. Ahora ya estaba aterrado. Alfred no tendría compasión. Le golpearía hasta hacerlo polvo si no conseguía escapar. En un principio, Alfred le agarraba con tal fuerza que Jack no lograba soltarse; pero al echar aquel hacia atrás el poderoso puño para golpearle de nuevo, pudo librarse al fin. Salió corriendo, y Alfred se precipitó en su seguimiento. Jack evitó un barril de cal, haciéndolo rodar delante de Alfred para impedir su persecución. La cal se derramó por el suelo. Alfred saltó sobre el barril; pero salió disparado contra un tonel de agua que se derramó a su vez. Al entrar el agua en contacto con la cal esta empezó a hervir y a sisear intensamente. Algunos de los constructores, cuando se dieron cuenta del desperdicio de un material costoso protestaron a gritos. Pero Alfred estaba sordo y Jack no pensaba en otra cosa que en tratar de alejarse de su hermanastro. Siguió corriendo encorvado todavía por el dolor y medio ciego por el puntapié en la cabeza.
Pegado a sus talones, Alfred alargó un pie y le puso la zancadilla. Jack cayó todo lo largo que era. Voy a morir, se dijo mientras rodaba para apartarse. Quedó debajo de una escala apoyada contra el andamio en lo alto de la construcción. Alfred se acercaba con deliberación a él. Jack se sintió como un conejo acorralado. La escala lo salvó. Al inclinarse Alfred para ponerse detrás de ella, Jack avanzó a gatas, colocándose delante de la escala, y con un impulso se lanzó a los primeros peldaños. Trepó como una ardilla.
Sintió temblar la escala al subir Alfred detrás de él. En circunstancias normales, podía ganar a Alfred corriendo; pero todavía se sentía aturdido y sin aliento. Llegó al final de la escala y se encaramó al andamio. Tropezó y cayó contra el muro. Las piedras habían sido colocadas aquella misma mañana y la argamasa aún no se hallaba seca. Al desplomarse Jack sobre ellas se estremeció toda una sección del muro; se soltaron tres o cuatro piedras y cayeron al costado. Jack pensó que iría tras ellas. Se balanceó en el borde y, al mirar hacia abajo, vio caer las grandes piedras dando tumbos, desde una altura de ochenta pies, desplomándose sobre los tejados de las viviendas colgadizas que se encontraban al pie del muro. Se enderezó con la esperanza de que en aquellas viviendas no hubiera nadie. Alfred había llegado al final de la escala y avanzaba hacia él sobre el endeble andamiaje. Alfred estaba congestionado y jadeante, con una mirada rebosante de odio. Jack no tenía duda alguna de que, en aquel estado, Alfred era capaz de matarlo. Si llega a agarrarme, se dijo Jack, me arrojará por el lado. Alfred avanzaba al tiempo que Jack retrocedía. Encontró algo blando y se dio cuenta de que era argamasa. Entonces tuvo una inspiración y, parándose de repente, cogió un puñado y lo arrojó con puntería perfecta a los ojos de Alfred. Este, cegado, detuvo su avance y sacudió la cabeza para librarse de la argamasa. Al fin Jack tenía una posibilidad de escapar. Corrió hacia el extremo más alejado de la plataforma del andamiaje, con la intención de descender, salir como un rayo del recinto del priorato y pasar el resto del día escondido en el bosque. Pero entonces descubrió horrorizado que en el otro extremo de la plataforma no había escala alguna, porque no tocaba el suelo, estaba construido sobre viguetas introducidas dentro de mechinales en el muro. Se encontraba atrapado. Miró hacia atrás. Alfred se había quitado la argamasa de los ojos y avanzaba hacia él.
Se encontraba imposibilitado de bajar.
En el extremo sin terminar del muro, donde el presbiterio se uniría al crucero, cada hilada de albañilería era media piedra más corta que la de abajo, formando un empinado tramo de angostos escalones que, en ocasiones, utilizaban los peones más audaces como alternativa para subir a la plataforma. Con el corazón en la boca, Jack alcanzó la parte superior del muro y avanzó a lo largo, con todo cuidado aunque deprisa, intentando no ver hasta dónde caería si se escurriera. Llegó a la parte superior de la sección escalonada, se detuvo en el borde y miró hacia abajo. Sintió un ligero mareo. Echó una ojeada por encima del hombro. Alfred estaba sobre el muro siguiéndolo. Empezó a bajar.
A Jack no le cabía en la cabeza cómo era posible que Alfred se arriesgara tanto. Jamás había sido valiente. Era como si el odio hubiera entumecido su sentido del peligro. Mientras bajaban aquellos empinados y angostos escalones, Alfred iba ganando terreno a Jack, el cual se dio cuenta, cuando se encontraba a más de doce pies del suelo de que Alfred le pisaba prácticamente los talones. Desesperado, saltó por el costado del muro sobre el tejado de barda de la vivienda de los carpinteros. Volvió a saltar del tejado al suelo; pero cayó de mala manera torciéndose el tobillo, lo que le hizo rodar de nuevo. Se incorporó a duras penas. Los segundos perdidos a causa de la caída habían permitido que Alfred alcanzara el suelo y corriera hacia la vivienda. Durante un segundo, Jack permaneció en pie con la espalda contra la pared y Alfred se detuvo, calculando para ver por dónde podría atacar. Jack sufrió un momento de indecisión y terror. Luego, haciéndose a un lado entró de espaldas en la vivienda. Estaba vacía, ya que los artesanos se encontraban en pie, alrededor del barril de Enid. Sobre los bancos se veían los martillos, las sierras y los cinceles de los carpinteros, así como los trozos de madera en los que habían estado trabajando. En medio del suelo se encontraba una gran pieza de una nueva cimbra para utilizarla en la construcción de un arco. Y al fondo, contra el muro de la iglesia, ardía un gran fuego alimentado con las virutas y los desperdicios del material de los carpinteros. No había salida alguna.