Capítulo Dieciséis 57 страница
Y Aliena también. Abatanar o enfurtir era un trabajo duro. Recordaba cuando Richard y ella fueron a ver a aquel maestro abatanador en Winchester para pedirle que les diera trabajo. El abatanador tenía a dos hombres golpeando el lienzo con bates en una cavidad, mientras una mujer lo rociaba con agua. La mujer había mostrado a Aliena sus manos enrojecidas y agrietadas y cuando los hombres le pusieron a Richard una bala de lienzo mojado sobre el hombro, su hermano cayó de rodillas. Algunas gentes se las arreglaban para enfurtir una pequeña cantidad de lienzo, la suficiente para hacer trajes para ellas mismas y sus familias. Pero tan sólo hombres más fuertes podían hacerlo durante todo el día. Aliena se mostró conforme con sus tejedoras en que se limitaran a tejer la lana y ella contrataría hombres para que la abatanaran, o bien vendería el lienzo a un maestro abatanador de Winchester.
La comida de la comunidad tuvo lugar en la iglesia de madera.
Aliena organizó los platos que tenían que cocinar entre los miembros, la mayoría de los cuales poseían un sirviente doméstico. Alfred y sus hombres construyeron una mesa larga con caballetes y tablas. Compraron cerveza fuerte y un barril de vino.
Se sentaron a ambos lados de la mesa sin que nadie ocupara las cabeceras, ya que dentro de la comunidad todos eran iguales. Aliena vestía un traje de seda de un rojo fuerte adornado con un broche de oro y rubíes y una casaca gris oscuro con elegantes mangas amplias.
El párroco bendijo la mesa. El sacerdote se hallaba muy complacido con la idea de la comunidad parroquial, ya que una iglesia nueva contribuiría a aumentar su prestigio y multiplicaría sus ingresos. Alfred presentó un presupuesto y un programa de fechas para la construcción de la nueva iglesia. Se expresó como si todo ello fuera fruto de su trabajo; pero Aliena sabía que la mayor parte era obra de Tom. La construcción duraría dos años y su costo sería de noventa libras. Alfred propuso que cada uno de los cuarenta miembros de la comunidad pagara seis peniques a la semana. Aliena pudo adivinar por sus expresiones que la cuota era algo superior a la que algunos de ellos habían supuesto. Todos se mostraron de acuerdo en pagarla. No obstante, Aliena pensó que la comunidad debería prever que uno o dos de ellos fallaran.
Por su parte, podía muy bien pagarla. Miró en derredor de la mesa, llegó a la conclusión de que ella era, probablemente, la persona más rica. Pertenecía a una reducida minoría de mujeres. Las otras eran: una cervecera reputada por hacer una buena cerveza fuerte; una modista que empleaba a dos costureras y algunas aprendizas, y la viuda de un zapatero que se ocupaba del negocio que su marido le había dejado. Aliena era la más joven de ellas, y también más joven que cualquiera de los hombres, salvo Alfred que tenía uno o dos años menos.
Aliena echaba de menos a Jack. Aún no conocía la segunda parte de la historia del joven escudero. Ese día era fiesta y le hubiera gustado reunirse con él en el claro. Tal vez pudiera hacerlo más tarde.
Alrededor de la mesa, las conversaciones se centraban en la guerra civil. La reina Matilda había presentado más batalla de la que nadie se esperaba. En fecha reciente, había tomado la ciudad de Winchester, y capturado a Robert de Gloucester. Robert era hermano de la emperatriz Maud y comandante en jefe de sus fuerzas militares. Alguna gente aseguraba que Maud no era más que un figurín y que el auténtico jefe de la rebelión era Robert. Como quiera que fuese, la captura era casi tan mala para Maud como lo fue la de Stephen para los realistas y todo el mundo opinaba acerca de cómo iba a desarrollarse la inminente guerra.
En aquel festín, la bebida era más fuerte que la que daba el prior Philip y, a medida que avanzaba, las discusiones se hacían más broncas. El párroco no supo ejercer una influencia moderadora, tal vez porque estaba bebiendo tanto como los demás. Alfred, que se hallaba sentado junto a Aliena, parecía preocupado, a pesar de que también a él empezaba a enrojecérsele la cara. Aliena no era aficionada a las bebidas fuertes, y con la comida había tomado una copa de sidra.
Cuando ya se había terminado casi la comida, alguien propuso un brindis por Alfred y Aliena. Alfred lo agradeció desbordante de placer. En seguida empezaron a cantar y Aliena comenzó a preguntarse cuándo podría irse sin que lo notaran.
—Lo hemos hecho bien los dos juntos —le dijo Alfred.
Aliena asintió.
—Esperemos a ver cuántos son los que siguen pagando seis peniques semanales, el próximo año por estas fechas.
Alfred no quería oír hablar ese día de dudas o reparos.
—Lo hemos hecho bien los dos juntos —repitió—. Formamos un buen equipo —alzó su copa por ella y bebió—. ¿No crees que somos un buen equipo?
—Desde luego —dijo Aliena siguiéndole la corriente.
—Yo he disfrutado de veras —siguió diciendo Alfred— haciendo esto contigo… Me refiero a la comunidad parroquial.
—Yo también he disfrutado —convino ella amablemente.
—¿De veras? Eso me hace muy feliz.
Aliena lo miró con más atención. ¿Por qué insistía tanto en eso?
Pronunciaba con claridad y precisión y no mostraba indicios de hallarse borracho.
—Ha estado bien —admitió la joven con tono neutro.
Alfred le puso la mano en el hombro. Aliena aborrecía que la tocaran; pero se había acostumbrado a dominarse porque los hombres se ofendían sobremanera.
—Dime una cosa —dijo Alfred bajando la voz hasta un tono de intimidad—. ¿Cómo ha de ser el marido que quieres?
Espero que no vaya a pedirme que me case con él, pensó Aliena alarmada. Le contestó como era habitual en ella.
—No necesito un marido… Ya tengo suficientes preocupaciones con mi hermano.
—Pero a ti te hace falta amor —insistió él.
Aliena gimió en su fuero interno.
Estaba a punto de contestarle cuando Alfred levantó una mano indicándole que callara, una costumbre masculina que Aliena encontraba especialmente desagradable.
—No me digas que no necesitas amor —porfió Alfred—. Todo el mundo lo necesita.
Aliena se quedó mirándolo sin apartar la vista. Sabía que ella era algo peculiar. La mayoría de las mujeres anhelaban casarse y si, como en su caso, todavía seguían solteras a los veintidós años, se sentían no ya anhelantes, sino desesperadas. ¿Qué me pasa a mí?, se dijo. Alfred es joven, tiene buena presencia y goza de prosperidad. La mitad de las jóvenes de Kingsbridge querrían casarse con él. Por un instante, jugueteó con la idea de decirle que sí. Pero entonces pensó en lo que sería la vida con Alfred, cenando con él todas las noches, yendo a misa con él, trayendo al mundo a sus hijos… Y le pareció aterrador. Movió negativamente la cabeza.
—Olvídalo, Alfred —le respondió con firmeza—. No necesito un marido, ni por amor ni por nada.
Alfred no parecía dispuesto a rendirse.
—Te quiero, Aliena —le confesó—. Me he sentido de veras feliz trabajando contigo. Te necesito. ¿Deseas ser mi mujer?
Ya lo había soltado. Aliena lo lamentó porque aquello significaba que había de rechazarlo en serio. Había aprendido que era inútil intentar hacerlo con amabilidad. Una negativa amable era tomada como indecisión, e insistían con un mayor ahínco.
—No, no lo deseo —le contestó—. No te quiero, no he disfrutado mucho trabajando a tu lado, y no me casaría contigo aunque fueras el único hombre sobre la tierra.
Se mostró dolido. Debió haber pensado que tenía grandes probabilidades de escuchar una cosa así. Aliena estaba segura de que nada había hecho para alentarle. Le había tratado como a un igual, escuchándolo cuando hablaba, hablándole a su vez de manera directa y franca, cumpliendo con sus responsabilidades como esperaba que él cumpliera con las suyas. Pero algunos hombres pensaban que todo eso estaba destinado a brindarles estímulo.
—¿Cómo puedes decir eso? —farfulló Alfred.
Aliena suspiró. Se sentía herido y a ella le daba lástima. Dentro de un instante, reaccionaría indignado, comportándose como si ella le hubiera acusado injustamente. Al final, llegaría a convencerse de que ella le había insultado de manera gratuita y se mostraría ofensivo. No todos los pretendientes se comportaban de ese modo, tan sólo los de un cierto tipo, y Alfred encajaba en él. Aliena pensó que tenía que irse.
Se puso en pie.
—Respeto tu proposición y te doy gracias por el honor que me haces —le dijo—. Respeta tú mi negativa y no vuelvas a pedírmelo.
—Supongo que te irás corriendo en busca del mocoso de mi hermanastro —le espetó Alfred con tono desagradable—. No imagino que pueda darte satisfacción.
Aliena se sonrojó incómoda. Así que la gente empezaba a darse cuenta de su amistad con Jack. Y nadie mejor que Alfred para interpretarla de un modo indecente. Pues bien, se iba corriendo a ver a Jack y no permitiría que Alfred la detuviera. Inclinándose acercó su cara a la de él hasta casi tocarla. Alfred se sobresaltó.
—Vete al infierno —dijo en tono bajo e intencionado. Luego dio media vuelta y se alejó.
El prior Philip celebraba juicios una vez al mes en la cripta. En los viejos tiempos, lo hacía una vez al año e incluso entonces rara vez se necesitó todo un día para solventar la cuestión. Pero, al triplicarse la población, el quebrantamiento de las leyes se había multiplicado por diez.
Asimismo había cambiado la naturaleza de los delitos. Antes, la mayoría de ellos estaban relacionados con la tierra, las cosechas y el ganado. Un campesino avaricioso que había intentado cambiar subrepticiamente las lindes de un campo a fin de ampliar sus tierras a expensas de su vecino; un labrador que robaba un saco de grano a la viuda para la que trabajaba; una pobre mujer con demasiados hijos que ordeñaba una vaca que no era suya. Pero, en la actualidad, casi todos los casos tenían relación con el dinero. Philip pensaba esto mientras tomaba asiento en su tribunal el día primero de diciembre.
Los aprendices robaban dinero a sus patronos, un marido cogía los ahorros de su suegra; había mercaderes que pasaban dinero defectuoso y mujeres acaudaladas que pagaban una miseria a sirvientes sencillos que apenas sí podían contar su salario semanal. Hacía cinco años esos delitos no existían en Kingsbridge porque por entonces nadie tenía tales cantidades de dinero.
Philip castigaba casi todos los delitos con una multa. También podía sentenciar a la gente a ser azotada, al cepo o a que la encarcelaran en la celda que había debajo del dormitorio de los monjes. Pero muy rara vez aplicaba tales castigos, los cuales estaban reservados ante todo a los delitos con violencia. También tenía derecho a ahorcar a los ladrones, y el priorato poseía un sólido patíbulo de madera.
Pero jamás lo había utilizado. Y, al menos de momento, todavía abrigaba en el fondo de su corazón la secreta esperanza de no tener que hacerlo nunca. Los crímenes más graves, el asesinato, la muerte de los venados del rey y los asaltos con robo en los caminos, eran remitidos al tribunal del rey en Shiring, presidido por el sheriff. Y los ahorcamientos del sheriff Eustace eran ya más que suficientes.
Ese día Philip tenía siete casos de molienda de grano sin autorización. Los dejó para lo último y se ocupó de ellos en grupo. El priorato había construido un nuevo molino de agua junto al antiguo, pues Kingsbridge necesitaba ya dos. Pero había que pagar el nuevo, lo que significaba que todo el mundo tenía que llevar el grano a moler al priorato. Esa había sido siempre la ley, al igual que en cualquier otro feudo del país. A los campesinos no se les permitía moler el grano en casa; tenían que pagar al señor para que lo hiciera por ellos. En años recientes, al ir creciendo la ciudad y empezar a averiarse con excesiva frecuencia el antiguo molino de agua, Philip, benévolo, dejó pasar el creciente aumento de molienda ilícita. Pero había llegado el momento de poner fin a aquello.
Tenía garrapateados en una pizarra los nombres de los infractores y los leyó en voz alta, uno a uno, empezando por el más rico.
—Richard Longacre. El hermano Franciscus dice que tienes una gran amoladera a la que dan vueltas dos hombres.
Franciscus era el molinero del priorato.
Se adelantó un hacendado de aspecto próspero.
—Sí, mi señor prior. Pero ahora la he roto.
—Paga sesenta peniques. Enid Brewster, en tu cervecería tienes un molino manual. Se ha visto a Eric Eridson utilizándolo, así que también está acusado.
—Sí, señor —repuso Enid, una mujer de rostro enrojecido y hombros poderosos.
—¿Y dónde está ahora el molino? —le preguntó Philip.
—Lo arrojé al río, mi señor.
Philip no la creyó, aunque poco podía hacer al respecto.
—Multa de veinticuatro peniques y doce más por tu hijo. ¿Walter Tanner?
Philip prosiguió con su lista, multando a los infractores de acuerdo con la escala de sus operaciones ilegítimas, hasta llegar a la última, la más pobre.
—¿Viuda Goda?
Se adelantó una mujer vieja de rostro flaco.
—El hermano Franciscus te vio moler grano con una piedra.
—No tenía un penique para el molino, señor —contestó la anciana con tono resentido.
—Sin embargo, tuviste un penique para comprar grano —dijo Philip—. Serás multada como todos los demás.
—¿Dejaréis que muera de hambre? —preguntó ella, desafiante.
Philip suspiró. Deseaba que el hermano Franciscus hubiera simulado no darse cuenta de que Goda estaba infringiendo la ley.
—¿Cuándo fue la última vez que alguien murió de hambre en Kingsbridge? —preguntó, mirando en derredor a los presentes—. ¿Recordáis la última vez que alguien muriese de hambre en nuestra ciudad? —calló un momento como a la espera de una respuesta y luego dijo—: Creo que descubriréis que fue anterior a mi época.
—Dick Shorthouse murió el año pasado —manifestó Goda.
Philip recordó al hombre, un mendigo que dormía en pocilgas y establos.
—Dick cayó a media noche en la calle, borracho perdido, y murió de frío bajo la nevada —respondió Philip—. No murió de hambre. Y si hubiera estado lo bastante sobrio para llegar hasta el priorato, tampoco habría muerto de frío. Si tienes hambre, no trates de engañarme, acude a mí para te asista. Y si eres demasiado orgullosa para hacerlo y prefieres quebrantar la ley, debes recibir tu castigo como los demás. ¿Me has oído?
—Sí, señor —murmuró la vieja malhumorada.
—Un cuarto de penique de multa. La sesión ha terminado.
Se puso en pie y salió. Subió las escaleras que conducían de la cripta a la planta baja.
Los trabajos en la nueva catedral avanzaban ahora con una lentitud pasmosa, como ocurría siempre cuando faltaba alrededor de un mes para la Navidad. Los bordes y las partes superiores expuestas del trabajo sin terminar de la piedra, estaban cubiertas con paja y estiércol, que se traía de las camas de las caballerías en las cuadras del priorato para mantener protegida de la escarcha la obra reciente. Los albañiles decían que no podían trabajar en invierno a causa del hielo.
Philip había preguntado por qué no podían descubrir los muros cada mañana y volver a cubrirlos por la noche. Durante el día no solía haber escarcha. Tom había dicho que los muros construidos en invierno se desplomaban. Philip lo había creído. Pero no pensaba que fuera debido a la escarcha. Imaginó que el verdadero motivo fuera acaso que las argamasa necesitara varios meses para fraguar adecuadamente. Y el periodo invernal le permitía endurecerse a conciencia antes de que, en el nuevo año, se reanudaran los trabajos de albañilería en las partes altas. Ello explicaría también la superstición de los albañiles de que traía mala suerte construir más de veinte pies de alto cada año. De superarse esa medida, las hiladas inferiores podrían deformarse por el peso que habrían de soportar antes de que hubiera podido fraguar la argamasa.
Philip quedó sorprendido al ver a todos los albañiles en el exterior, en lo que sería el presbiterio de la iglesia. Se acercó para ver lo que estaban haciendo.
Habían confeccionado un arco de madera, semicircular, y lo sujetaban en alto, sostenido por estacas a ambos lados. Philip sabía que el arco de madera era una pieza de lo que llamaban cimbras, y estaba destinado a sostener el arco de piedra mientras se construía. Sin embargo, en aquel momento, los albañiles estaban ensamblando el arco de piedra a nivel del suelo, sin argamasa, para asegurarse de que las piedras encajaban entre sí a la perfección. Aprendices y peones las levantaban sobre las cimbras mientras los albañiles examinaban la operación con ojo crítico.
—¿Para qué es eso? —preguntó Philip al encontrarse con la mirada de Tom.
—Es un arco para la galería de la tribuna.
Philip lo observó reflexivo. La arcada había quedado terminada el año anterior y la galería superior quedaría acabada ese año. Y entonces sólo faltaría por construir el nivel más alto, el trifolio, antes de que empezaran con el tejado. Ahora que los muros habían sido cubiertos para el invierno, los albañiles estaban preparando las piedras para el trabajo del próximo año. Si el arco resultaba perfecto, las piedras de todos los demás se cortaban exactas. Los aprendices, entre los que se encontraba Jack, el hijastro de Tom, construían el arco, hacia arriba, desde cada lado, con las piedras en forma de cuña llamadas dovelas. A pesar de que el arco iba a ser construido a gran altura en la iglesia, tendría elaboradas molduras decorativas, de tal manera que cada piedra tenía, en la superficie que quedaba visible, una línea de grandes dientes de perro esculpidos, otra de medallones pequeños y, debajo del todo, otra línea de boceles. Cuando se juntaban las piedras, los diversos motivos esculpidos coincidían exactamente y, al prolongarse, formaban tres arcos continuos, uno de dientes de perro, otro de medallones y un tercero de boceles. De esa manera, daba la impresión de que el arco había sido construido por varios aros semicirculares de piedra, uno sobre otro, mientras que, de hecho, estaba formado por cuñas colocadas una junto a otra. Sin embargo, las piedras habían de coincidir entre sí de la manera más exacta, ya que, de lo contrario, los motivos esculpidos no se alinearían de manera bien y el efecto quedaría desbaratado.
Philip se quedó allí mirando mientras Jack bajaba la dovela central para colocarla en su sitio. Ya estaba el arco completo. Cuatro albañiles cogieron mazos y golpearon las cuñas que soportaban las cimbras de madera unas pulgadas sobre el suelo. De repente, cayó el soporte de madera. A pesar de que entre las piedras no había argamasa, el arco siguió en pie. Tom Builder gruñó satisfecho.
Alguien tiró de la manga a Philip. Al volverse, se encontró con un monje joven.
—Tenéis un visitante, padre. Está esperando en vuestra casa.
—Gracias, hijo mío.
Philip se alejó de los constructores. Si los monjes habían hecho pasar al visitante a la casa del prior para que esperara, era que se trataba de alguien importante. Atravesó el recinto y entró en su morada.
El visitante era su hermano Francis. Philip lo abrazó con calor.
Francis parecía muy preocupado.
—¿Te han ofrecido algo de comer? —preguntó Philip—. Pareces fatigado.
—Ya me han dado un poco de pan y carne. Gracias. Me he pasado el otoño cabalgando entre Bristol, donde el rey Stephen estaba prisionero y Rochester, donde estaba el conde Robert.
—Has dicho que estaban.
Francis asintió con la cabeza.
—Me he dedicado a negociar un trueque. Stephen por Robert. Se llevó a cabo el día de Todos Santos. El rey Stephen se halla de nuevo en Winchester.
Philip quedó sorprendido.
—Me da la impresión de que la emperatriz Maud ha salido perdiendo con ese cambio. Ha entregado un rey a cambio de un conde.
Francis meneó la cabeza.
—Sin Robert se encontraba perdida. Nadie le tiene simpatía, nadie se fía de ella. El apoyo que le prestaban se estaba perdiendo. Tenía que recuperar a Robert. La reina Matilda fue inteligente. Se negó en redondo a canjearlo por cualquier otro que no fuera el rey Stephen. Se lo propuso y al final lo consiguió.
Philip se acercó a la ventana y miró afuera. Había empezado a caer una lluvia fría y sesgada, que atravesaba el recinto en construcción, oscureciendo los altos muros de la catedral y goteando por los bajos tejados de barda de las viviendas de los artesanos.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
—Significa que Maud vuelve a ser, una vez más, una aspirante al trono. Después de todo, Stephen ha sido realmente coronado, mientras que Maud nunca lo fue. No del todo.
—Pero fue Maud quien autorizó mi mercado.
—Sí, y eso puede ser un problema.
—¿Queda invalidada mi licencia?
—No. Ha sido concedida de manera legal por un gobernante legítimo, al que la Iglesia había dado su aprobación. El hecho de que no fuera coronada no influye para nada. Pero Stephen puede retirarla.
—Con los ingresos del mercado estoy pagando la piedra —dijo Philip inquieto—. Sin ella no podré construir. En verdad que son malas noticias.
—Lo siento.
—¿Y qué hay de mis cien libras?
Francis se encogió de hombros.
—Stephen te dirá que te las devuelva Maud.
Philip se sintió angustiado.
—¡Todo ese dinero! —exclamó—. Era dinero de Dios y lo he perdido.
—Todavía no lo has perdido —lo tranquilizó Francis—. Es posible que Stephen no revoque tu licencia. Nunca ha mostrado demasiado interés por los mercados en ningún sentido.
—El conde William puede ejercer presión sobre él.
—William cambió de bando, ¿recuerdas? Respaldó con todas sus gentes a Maud. Ya no gozará de mucha influencia con Stephen.
—Espero que tengas razón —dijo Philip con fervor—. Espero, por la gracia de Dios, que tengas razón.
Cuando hizo demasiado frío para sentarse en el claro, Aliena tomó la costumbre de visitar la casa de Tom Builder en los atardeceres. Alfred frecuentaba por lo general la cervecería, de manera que el grupo familiar estaba formado por Tom, Ellen, Jack y Martha. Como Tom estaba prosperando tanto, tenían asientos confortables, un buen fuego y muchas velas. Ellen y Aliena solían dedicarse a tejer. Tom trazaba planos y diagramas, grabando los dibujos con una piedra afilada sobre trozos pulidos de pizarra. Jack simulaba estar haciendo un cinto, afilando cuchillos o construyendo un cesto; aunque la mayor parte del tiempo se la pasara mirando furtivamente la cara de Aliena a la luz de la vela, observando sus labios mientras hablaba, o bien contemplando su blanca garganta cuando bebía un vaso de cerveza. Aquel invierno rieron muchísimo. A Jack le gustaba hacer reír a Aliena. Por regla general, se mostraba tan reservada y dueña de sí misma, que era una gozada verla explayarse, era casi tan maravilloso como verla desnuda por un fugaz instante. Jack siempre estaba pensando en decir cosas que pudieran divertirla. Solía referirse a los artesanos que trabajaban en la construcción, imitando el acento de un albañil parisiense o los andares estevados de un herrero. En cierta ocasión, inventó un relato cómico de la vida de los monjes, endosando a cada uno de ellos un pecado plausible. El orgullo de Remigius, la glotonería de Bernard Kitchener, la afición a la bebida del maestro de invitados y la lascivia de Fierre Circuitor. A menudo Martha se desternillaba de risa e incluso el taciturno Tom esbozaba una sonrisa.
Durante una de aquellas veladas Aliena dijo:
—No sé si podré vender todo este lienzo.
Todos se quedaron boquiabiertos.
—¿Entonces por qué seguimos tejiendo? —preguntó Ellen.
—Aún no he perdido las esperanzas —respondió Aliena—. Sólo que me encuentro con un problema.
Tom levantó la vista de su pizarra.
—Creí que el priorato estaba ansioso por comprarlo todo.
—Ese no es el problema. No encuentro gente para que lo abatane, y el priorato no quiere el tejido flojo. En realidad, no lo quiere nadie.
—Abatanar es un trabajo demoledor, capaz de romperte la espalda. No me sorprende que nadie quiera hacerlo —comentó Ellen.
—¿No puedes encontrar hombres para esa tarea? —sugirió Tom.
—Desde luego no en la próspera Kingsbridge. Todos los hombres tienen trabajo más que suficiente. En las grandes ciudades, hay abatanadores profesionales; pero la mayoría de ellos trabajan para los tejedores, los cuales les prohíben abatanar para los competidores de sus patrones. De cualquier manera, llevar y traer el lienzo desde Winchester resultaría demasiado caro.
—Es un verdadero problema —reconoció Tom, y volvió a sus dibujos.
A Jack se le ocurrió una idea.
—Es una lástima que no podamos lograr que lo hagan los bueyes.
Todos se echaron a reír.
—Sería como pretender enseñar a un buey a construir una catedral —dijo Tom.
—O con un molino —insistió Jack impertérrito—. Por lo general, hay maneras fáciles de hacer los trabajos más duros.
—Quiere abatanar el lienzo, no molerlo —le replicó Tom.
Jack no le escuchaba.
—Utilizamos mecanismos para levantar pesos, y ruedas giratorias para elevar piedras hasta los andamios más altos…
—Sería maravilloso que hubiese algún mecanismo ingenioso para poder abatanar este lienzo —dijo Aliena.
Jack imaginó lo complacida que se sentiría si él lograra resolver ese problema. Está decidido a encontrar alguna manera.
—He oído decir que se ha utilizado un molino de agua para hacer funcionar fuelles en una herrería… Pero nunca lo he visto —explicó Tom pensativo.
—¿De veras? —exclamó Jack excitado—. Eso lo demuestra.
—Una rueda de molino gira y gira y una piedra de molino gira y gira —dijo Tom—, de tal manera que una piedra impulsa a la otra. Pero el bate de un abatanador va de arriba abajo. Nunca lograrás que una rueda de molino de agua haga subir y bajar un bate.