Capítulo Dieciséis 50 страница

Sabía bien el motivo por el que se le mantenía a la espera. La Iglesia toda estaba malquistada con el rey. Stephen no había cumplido las generosas promesas que habían logrado obtener de él en los inicios de su reinado. Se había enemistado con su hermano, el astuto obispo Henry de Winchester, al dar su apoyo a otra persona para la dignidad de arzobispo de Canterbury, acción que también decepcionó a Waleran Bigod, el cual pretendía subir agarrado a los faldones de Henry. Pero el pecado más grande de Stephen a los ojos de la Iglesia, era haber ordenado el arresto del obispo Roger de Salisbury y de sus dos sobrinos, que eran obispos de Lincoln y de Ely, los tres en un día, bajo la acusación de estar construyendo un castillo sin licencia. Desde las catedrales y monasterios se había alzado en todo el país un coro ofendido ante semejante acto de sacrilegio. Stephen se mostró dolido. Alegó que los obispos, como hombres de Dios, no tenían necesidad de castillos, y si los construían no podía esperar que se les tratara como hombres de Dios. Era sincero, aunque cándido.

La ruptura había sido reparada, pero el rey Stephen ya no se mostraba dispuesto a escuchar las peticiones de los hombres santos, de manera que Philip hubo de esperar. Aprovechó la oportunidad para dedicarse a la meditación. Era algo para lo que, como prior, tenía poco tiempo, y que echaba en falta. Pero de súbito se encontró sin nada que hacer durante horas, y pasaba el tiempo sumido en meditación.

Finalmente, los demás cortesanos dejaron un espacio en derredor suyo, haciendo bien patente su presencia, y a Stephen le debió resultar cada vez más difícil ignorarle. Durante la mañana de su séptimo día en Lincoln se encontraba sumido en la contemplación del sublime misterio de la Trinidad cuando se dio cuenta de que alguien se encontraba en pie delante de él, mirándolo y hablándole. Era el rey.

—¿Dormías con los ojos abiertos, hombre de Dios? —estaba diciendo Stephen en un tono entre divertido e irritado.

—Lo siento, señor. Estaba pensando —se disculpó Philip sorprendido, e hizo una reverencia.

—No importa. Quiero que me prestes tu hábito.

—¿Qué? —Philip estaba demasiado sorprendido para cuidar sus maneras.

—Quiero echar un vistazo al castillo y, si voy vestido de monje, no me lanzarán flechas. Vamos, entra en una de las capillas y quítate el hábito.

Philip sólo llevaba debajo una larga camiseta.

—Pero… ¿qué me pondré yo, señor?

—Olvidé lo recatados que sois los monjes. —Stephen chasqueó los dedos dirigiéndose a un joven caballero.

—Préstame tu túnica, Robert. Rápido.

El caballero, que se encontraba hablando con una joven, se quitó la túnica con un rápido movimiento y se la dio al rey con una reverencia. Luego, hizo un gesto vulgar a la joven. Sus amigos rieron y le vitorearon.

El rey Stephen entregó la túnica a Philip.

El prior se metió en la pequeñísima capilla de San Dunstan y, después de pedir perdón al santo con una apresurada oración, se quitó el hábito y se endosó la corta túnica escarlata del caballero.

Desde luego se sentía muy extraño. Había llevado ropas monásticas desde los seis años, y no se encontraría más raro si se vistiera de mujer. Salió de la capilla y entregó su hábito a Stephen, quien se apresuró a endosárselo por la cabeza. Luego, el rey le dejó asombrado con sus palabras.

—Ven conmigo si quieres. Podrás hablarme de la catedral de Kingsbridge.

Philip quedó desconcertado. Su primer impulso fue negarse; tal vez uno de los centinelas que hacían guardia en las murallas del castillo se sintiera tentado a disparar contra él, al no hallarse protegido por hábitos religiosos. Pero se le estaba ofreciendo la oportunidad de hallarse a solas con el rey y de disfrutar de mucho tiempo para explicarle todo lo referente a la cantera y al mercado. Jamás tendría una ocasión como aquella.

Stephen cogió su propia capa, que era púrpura con el cuello y todo el reborde de piel blanca.

—Poneos esto —dijo a Philip—. Alejaréis sus disparos de mí.

Los demás cortesanos se quedaron muy quietos, observando y preguntándose qué iba a ocurrir.

El rey expresaba así una opinión. Estaba diciendo que Philip no tenía nada que hacer en un campamento armado y no podía esperar que se le concedieran privilegios a costa de hombres que arriesgaban sus vidas por el rey. En verdad no era injusto. Pero el prior sabía que, si aceptaba ese punto de vista, más le valdría volver a casa y renunciar a toda esperanza de disponer de nuevo de la cantera o de reabrir el mercado. Tenía que aceptar el desafío.

—Acaso sea la voluntad de Dios que yo muera para salvar al rey —dijo después de respirar hondo.

Cogió la capa púrpura y se la puso.

Un murmullo de sorpresa corrió entre aquel gentío, y el propio rey Stephen pareció sorprendido. Todo el mundo esperaba que Philip se negara. Casi al punto deseó haberlo hecho. Pero ya se había comprometido.

Stephen dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta norte. Philip lo siguió. Varios cortesanos iniciaron un movimiento en pos de ellos; pero Stephen les hizo retroceder con un gesto de la mano.

—Hasta un monje puede despertar sospechas si va acompañado de toda la corte real —dijo.

Se cubrió la cabeza con la capucha del hábito del prior y salieron al cementerio.

La suntuosa capa que Philip llevaba atrajo miradas curiosas mientras se abrían camino a través del campamento. Los hombres que daban por sentado que era un barón, se extrañaban de no reconocerlo. Aquellas miradas le hicieron sentirse culpable, como si fuera un impostor. Nadie miraba a Stephen.

No fueron derechos a la puerta principal del castillo sino que caminaron a través de un laberinto de angostos senderos para salir junto a la iglesia de San Pablo, a través de la esquina noreste del castillo, cuyas murallas estaban construidas sobre grandes terraplenes rodeados de un foso seco. Había una franja de espacio abierto de cincuenta yardas de ancho entre el borde del foso y los edificios más cercanos. Stephen anduvo sobre la hierba y se encaminó hacia el oeste; estudió el muro norte del castillo, manteniéndose pegado a la parte trasera de las casas en el borde exterior de la zona despejada.

Philip fue con él. El rey le hizo caminar a su izquierda, entre él y el castillo. Huelga decir que aquel espacio abierto tenía como objeto permitir que los arqueros hicieran un buen disparo sobre cualquiera que se acercara a los muros. Philip no tenía miedo a morir, aunque sí al dolor, y el pensamiento que ocupaba su mente era hasta qué punto podía doler que te clavaran una flecha.

—¿Asustado, Philip? —le preguntó Stephen.

—Aterrado —respondió el monje con candidez. Y luego, sintiéndose audaz por el propio miedo, añadió con desenvoltura—: ¿Y qué me decís vos?

El rey se echó a reír ante su atrevimiento.

—Algo —admitió.

Philip consideró que esa era su oportunidad para hablar de la catedral. Pero no lograba concentrarse cuando su vida corría semejante peligro. El castillo le obsesionaba y no cesaba de escrutar las murallas por si hubiera algún hombre con un arco.

La fortaleza ocupaba todo el lado suroeste de la ciudad interior, y el muro oeste formaba parte de la muralla de la ciudad. Stephen llevó a Philip a través de la puerta oeste y entraron en el suburbio llamado Newland. Allí las casas eran como cabañas de campesinos, construidas con cañas y barro, pero tenían grandes jardines al igual que las casas de la ciudad. Un viento glacial azotaba a través de los campos abiertos, más allá de las casas. Stephen torció hacia el sur bordeando siempre el castillo. Señaló una pequeña puerta en el muro.

—Supongo que fue por ahí por donde Ranulf de Chester logró huir —dijo.

Philip se sentía allí menos asustado. En el sendero había otras personas y las murallas tenían menos vigilancia por aquel lado, ya que los ocupantes del castillo temían un ataque desde la ciudad y no desde el campo. Philip respiró hondo y luego lo soltó.

—Si me matan, ¿daréis a Kingsbridge un mercado y haréis que William Hamleigh devuelva la cantera?

Stephen no contestó de inmediato. Descendieron por la colina hasta la esquina suroeste del castillo y alzaron la vista hacia la torre del homenaje. Desde el lugar en que ellos se encontraban parecía inexpugnable. Al dar la vuelta, encontraron otro paso justo debajo de aquella esquina. Entraron entonces en la ciudad baja para caminar a lo largo del costado sur del castillo. Philip sintió de nuevo el peligro. No resultaría difícil para alguien que se encontrara dentro de la fortaleza, llegar a la conclusión de que los dos hombres que estaban haciendo un recorrido a lo largo de los muros debían de andar de exploración y, por lo tanto, serían buena presa, sobre todo el de la capa púrpura. Para distraer su miedo, se dedicó a observar la torre del homenaje. Había en el muro unos pequeños agujeros que eran las salidas de las letrinas. Todos los excrementos y porquería que se expulsa descendían por la pared de piedra, se iban terraplén abajo, y allí se quedaban hasta pudrirse. No era de extrañar que apestara. Philip intentó contener la respiración. Apresuraron el paso.

Había otra torre más pequeña en la esquina sureste. El monje y el rey habían contorneado ya tres lados del cuadrado. Philip se preguntaba si Stephen habría olvidado la pregunta. Pero no se animaba a formularla de nuevo. Podía pensar que le estaba presionando y ofenderse.

Llegaron a la calle mayor, que atravesaba el centro de la ciudad, y torcieron de nuevo; pero, antes de que Philip tuviera tiempo de sentirse aliviado, cruzaron otra puerta que les condujo a la ciudad interior. Instantes después se hallaban en lo que era tierra de nadie, entre la catedral y el castillo. Philip vio, horrorizado, que el rey se detenía allí.

Stephen se volvió a hablar a Philip, colocándose de manera que pudiese observar el castillo por encima del hombro del monje, cuya vulnerable espalda cubierta de púrpura y armiño quedaba expuesta ante la garita de guardia por la que pululaban centinelas y arqueros. El prior se quedó rígido como una estatua pensando que, en cualquier momento, iban a dispararle por detrás una flecha o un venablo. Empezó a sudar a pesar del gélido viento.

—Os di la cantera hace años, ¿no es así? —dijo el rey Stephen.

—No fue así exactamente —contestó Philip apretando los dientes—. Nos concedisteis el derecho a sacar piedra para la catedral. Pero la cantera se la disteis a Percy Hamleigh. Ahora, William, el hijo de Percy, ha expulsado a mis canteros, matando a cinco personas, entre ellas a una mujer y una niña, y nos niega el acceso.

—No debería hacer tales cosas, sobre todo si quiere que le nombre conde de Shiring —dijo Stephen pensativo.

Philip se sintió alentado. Pero, un momento después, el rey dijo:

—Ya me gustaría encontrar el modo de entrar en ese castillo.

—Haced que William abra de nuevo la cantera. Por favor —pidió Philip—. Os está desafiando a vos y robando a Dios.

Stephen pareció no oír.

—No creo que tengan ahí muchos hombres —volvió a musitar—. Supongo que casi todos ellos están en las murallas para dar impresión de fuerza. ¿Qué era eso de un mercado?

Philip llegó a la conclusión de que todo aquello formaba parte de la prueba. Hacerle permanecer en pie en zona descubierta dando la espalda a un montón de arqueros. Se limpió el sudor de la frente con el borde de piel de la capa del rey.

—Mi rey y señor —empezó diciendo—, todos los domingos la gente acude desde todo el Condado para rezar en Kingsbridge y trabajar, sin percibir un penique, en la construcción de la catedral. Durante los comienzos, algunos hombres y mujeres emprendedores solían acudir y vendían empanadas de carne, vino, sombreros y cuchillos a los trabajadores voluntarios. Y así, poco a poco fue creciendo un mercado. Y ahora os estoy pidiendo que le concedáis licencia.

—¿Pagaríais por vuestra licencia?

Philip sabía que un pago era normal. Pero también estaba al corriente de que acostumbraban a liberar de él a las instituciones religiosas.

—Sí, señor. Pagaré. A menos que vos queráis darme la licencia sin tener que pagarla, a la mayor gloria de Dios.

Por primera vez Stephen miró a Philip a los ojos.

—Eres un hombre valiente, permaneciendo ahí, con el enemigo detrás de ti mientras intentas convencerme.

El prior le devolvió la mirada con tono de franqueza.

—Si Dios decide que mi vida ha llegado a su fin, nada me salvará —respondió aparentando más valentía de la que sentía en realidad—. Pero si Dios quiere que viva y construya la catedral de Kingsbridge, ni diez mil arqueros podrán derribarme.

—¡Bien dicho! —aprobó Stephen y, dando una palmada en el hombro a Philip, se volvió en dirección a la catedral. El monje caminó junto a él, las piernas flojas por el alivio, sintiéndose mejor a cada paso que le alejaba del castillo. Al parecer, había pasado con éxito la prueba. Pero era importante obtener del rey un compromiso sin ambigüedades. Dentro de un momento, le absorberían de nuevo los cortesanos.

—Mi señor, si quisierais escribir una carta al sheriff de Shiring… —sugirió Philip haciendo acopio de valor.

Le interrumpieron. Uno de los condes se precipitó hacia ellos presa de gran agitación.

—Robert de Gloucester viene hacia aquí, mi rey y señor.

—¿Cómo? ¿A qué distancia se encuentra?

—Muy cerca. Todo lo más a un día.

—¿Por qué no se me ha advertido? ¡Había destacado hombres por doquier!

—Llegaron por el Fosse Way y luego dejaron el camino para acercarse a campo traviesa.

—¿Quién va con él?

—Todos los condes y caballeros que están de su parte y que han perdido sus tierras en los dos últimos años. Ranulf de Chester también le acompaña.

—Naturalmente… ¡Ese perro traidor!

—Se ha traído a todos sus caballeros desde Chester, además de una horda de galeses salvajes y rapaces.

—¿Cuántos hombres en total?

—Alrededor de mil.

—¡Maldición…! Son cien más que nosotros.

Se habían acercado a ellos varios barones, uno de los cuales tomó la palabra.

—Señor, si vienen a campo traviesa tendrán que cruzar el río por el vado…

—¡Bien pensado, Edward! —exclamó Stephen—. Llévate a tus hombres a ese vado e intenta resistir. También necesitarás arqueros.

—¿Sabe alguien a qué distancia se encuentran ahora? —preguntó Edward.

—El batidor ha dicho que muy cerca —contestó el primer conde—. Pueden alcanzar el vado antes que tú.

—Ahora mismo salgo —decidió Edward.

—¡Excelente muchacho! —comentó el rey Stephen, y se golpeó la palma de la mano derecha con el puño cerrado de la izquierda—. Por fin me enfrentaré a Robert de Gloucester en el campo de batalla. Quisiera tener más hombres. Aun así… una ventaja de cien soldados no es excesiva.

Philip escuchaba todo aquello ceñudo y en silencio. Tenía la seguridad de que había estado a punto de obtener la aceptación del rey. Pero la mente del monarca se encontraba ya ocupada por otras cuestiones. Aunque Philip no se hallaba dispuesto a darse por vencido. Todavía llevaba puesta la capa púrpura del rey. Se desprendió de ella.

—Tal vez convenga que cada uno vuelva a recuperar su personalidad, mi rey y señor —dijo.

Stephen asintió con gesto ausente. Un cortesano que se encontraba detrás del rey se adelantó y le ayudó a quitarse el hábito monacal.

—Señor, parecíais bien dispuesto a sancionar mi solicitud —le dijo al tiempo que le entregaba la capa real.

A Stephen pareció irritarle que se lo recordara. Se ajustó la capa, y estaba a punto de hablar cuando se escuchó una nueva voz.

—¡Mi rey y señor!

Philip reconoció la voz. Se le cayó el alma a los pies. Al volverse, vio a William Hamleigh.

—¡William, muchacho! —exclamó el rey con el tono cordial que reservaba para los combatientes—. ¡Has llegado justo a tiempo!

William se inclinó.

—Señor, he traído cincuenta caballeros y doscientos hombres de mi condado.

Aquello acabó con las esperanzas de Philip.

Stephen se mostró muy contento.

—Eres un hombre excelente —dijo con tono caluroso—. Esto nos da ventaja sobre el enemigo.

Echó el brazo por los hombros de William y se encaminó con él a la catedral.

Philip se quedó quieto, viendo cómo se alejaban. Había tenido el éxito al alcance de la mano. Al final, el ejército de William había prevalecido sobre la justicia, se dijo con amargura. El cortesano que había ayudado al rey a quitarse el hábito monacal se lo tendió a Philip, el cual lo cogió. El cortesano siguió al rey y a su séquito hasta el interior de la catedral. Philip se puso de nuevo su ropa. Se sentía decepcionadísimo. Contempló los tres inmensos arcos de las puertas de la catedral. Había tenido la esperanza de construir en Kingsbridge arcadas parecidas. Pero el rey Stephen acababa de ponerse al lado de William Hamleigh. Se vio enfrentado a dos opciones: lo justo del caso presentado por Philip frente a la ventaja del ejército de William. No había pasado la prueba.

La única esperanza que le quedaba a Philip era que Stephen fuera derrotado en el combate que se avecinaba.

El obispo celebró la misa en la catedral cuando el cielo empezaba a pasar de negro a gris. Para entonces, los caballos estaban ya ensillados, los caballeros vestían su cota de malla, se había dado de comer a los hombres de armas y se les había servido una medida de vino fuerte para aumentar su valor.

William Hamleigh se encontraba arrodillado en la nave, junto con otros caballeros y condes, mientras los caballos de guerra pateaban y relinchaban en las naves laterales. Se encontraba recibiendo de antemano el perdón por las muertes que causara ese día.

A William se le habían subido a la cabeza el miedo y la excitación.

Si ese día el rey saliera victorioso, el nombre de William se vería asociado para siempre a él, porque se diría que los hombres que había llevado de refuerzo inclinaron la balanza en favor de aquel. En cambio, si el rey saliera derrotado, nadie sabía lo que podría ocurrir. Se estremeció sobre el frío suelo de piedra.

El rey estaba delante, con una nueva indumentaria blanca y una vela en la mano. En el momento de la consagración, la vela se rompió, apagándose su llama. William tembló atemorizado. Era un mal presagio. Un sacerdote le llevó una nueva vela y retiró la rota. Stephen sonrió indiferente; pero la sensación de terror sobrenatural siguió embargando a William y, al mirar en derredor, pudo comprobar que otros sentían lo mismo.

Después del oficio, el rey se puso la armadura ayudado por un paje. Tenía una cota que le llegaba a la rodilla, confeccionada en cuero y que llevaba cosidos unos anillos de hierro. De cintura para abajo, se abría por delante y por detrás para que le permitiera cabalgar. El paje se la ajustó con fuerza a la garganta. Luego, le puso un ceñido casquete al que iba unido un largo capirote de malla que le cubría el pelo leonado y le protegía el cuello. Sobre el casquete llevaba yelmo de hierro. Sus botas de cuero llevaban guarniciones de malla y espuelas puntiagudas.

Mientras se ponía la armadura, los condes se agolparon a su alrededor. William, siguiendo el consejo de su madre, se comportó como si fuera ya uno de ellos, abriéndose paso entre el gentío para poder incorporarse al grupo que rodeaba al rey. Después de escuchar durante un momento, comprendió que intentaban persuadir a Stephen de que se retirara, dejando a Lincoln en poder de los rebeldes.

—Poseéis un territorio más extenso que el de Maud… Podéis formar un ejército más numeroso —le aconsejaba un hombre ya de edad en quien William reconoció a Lord Hugh—. Id al sur, obtened refuerzos y luego regresad con un ejército que les supere en número.

Después del augurio de la vela rota, el propio William se sentía casi inclinado a la retirada. Pero el rey no tenía tiempo para semejantes charlas.

—Ahora somos lo bastante fuertes para derrotarlos —dijo en tono animoso—. ¿Dónde está vuestro espíritu?

Se ciñó un cinto con la espada a un lado y una daga en el otro, ambas armas enfundadas en vainas de madera y cuero.

—Los ejércitos están demasiado equilibrados —advirtió un hombre alto, de pelo corto y rizado y una barba muy recortada, el conde de Surrey—. Es, por tanto, arriesgado en exceso.

William sabía que aquel argumento era muy flojo para Stephen. El rey era ante todo un caballero.

—¿Demasiado equilibrados? —repitió con desdén—. Prefiero un combate justo.

Se puso los guanteletes con malla en el dorso de los dedos. El paje le entregó un largo escudo de madera, recubierto de cuero. El monarca puso la correa alrededor del cuello y lo empuñó con la mano izquierda.

—Si nos retiramos, tenemos poco que perder en estos momentos —insistió Hugh—. Ni siquiera poseemos el castillo.

—Perdería la oportunidad de enfrentarme a Robert de Gloucester en el campo de batalla —respondió Stephen—. Durante dos años me ha estado evitando. Ahora que se me presenta la ocasión de habérmelas con ese traidor de una vez por todas, no voy a retroceder sólo porque nuestras fuerzas estén equilibradas.

Un mozo de cuadra le llevó su caballo, ensillado con esmero. Cuando Stephen estaba a punto de montarlo, hubo señales de gran actividad en la puerta del extremo oeste de la catedral. Un caballero llegó corriendo a través de la nave, cubierto de barro y sangrando. William tuvo la fatídica premonición de que las noticias que traía eran muy malas. Al inclinarse ante el rey, William lo reconoció como uno de los hombres de Edward que fueron enviados a defender el vado.

—Llegamos demasiado tarde, señor —anunció el mensajero con voz ronca y resollando con fuerza—. El enemigo ha cruzado el río.

Era otra mala señal. De repente, William se quedó frío. Ahora sólo había campo abierto entre el enemigo y Lincoln.

Stephen también se mostró abatido por un instante. Pero recuperó en seguida la compostura.

—¡No importa! —clamó—. ¡Así tardaremos menos en encontrarnos!

Montó su caballo de guerra.

Llevaba el hacha de combate sujeta a la silla. El paje le entregó una lanza de madera con punta de hierro brillante, completando de ese modo sus armas. Stephen chasqueó la lengua y el caballo emprendió obediente la marcha.

Mientras avanzaba por la nave de la catedral, los condes, barones y caballeros montaron a su vez y lo siguieron. Salieron del templo en procesión. Una vez fuera, se les unieron los hombres de armas. Y entonces fue cuando empezaron a sentirse atemorizados, buscando una oportunidad para alejarse. Pero su digno desfile, y el ambiente casi ceremonioso ante los ciudadanos que los contemplaban, no facilitaba la evasión de quienes se acobardaran. Sus filas engrosaron con un centenar o más de ciudadanos, panaderos gordos, tejedores cortos de vista y cerveceros de rostros congestionados, armados con gran pobreza y cabalgando en sus jacas y palafrenes. Su presencia demostraba la impopularidad de Ranulf.

El ejército no podía pasar por delante del castillo porque habría quedado expuesto a los disparos de los arqueros desde las murallas almenadas. Por tanto, hubieron de salir de la ciudad por la puerta Norte, la llamada Newport Arch, torciendo hacia el oeste. Allí era donde habría de librarse la batalla.

William estudió el terreno. Aun cuando la colina, por la parte sur de la ciudad, descendía abrupta hasta el río, allí en el lado oeste había una larga serranía que bajaba suavemente hasta la llanura. William comprendió de inmediato que Stephen había elegido el lugar perfecto para defender la ciudad; ya que, por doquiera que el enemigo se acercara, siempre se encontraría por debajo del ejército del rey.

Cuando Stephen se encontraba más o menos a un cuarto de milla de la ciudad, dos ojeadores ascendieron por la ladera cabalgando veloces. Divisaron al rey y se dirigieron a él. William trató de acercarse para oír su informe.

—El enemigo se acerca rápidamente, señor —dijo uno.

William miró a través de la llanura. Desde luego podía divisar a lo lejos una masa negra que se movía con lentitud en dirección a él. Le recorrió un escalofrío de miedo. Trató de dominarse pero el temor persistía. Desaparecería cuando empezara la lucha.

—¿Cómo están organizados? —preguntó Stephen.

—Ranulf y los caballeros de Chester marchan en el centro, señor —explicó el ojeador—. Van a pie.

William se preguntó cómo podía saber eso el ojeador. Debía de haberse introducido en el campamento enemigo y escuchado mientras se daban las órdenes de marcha. Se necesitaba mucho valor.

—¿Ranulf en el centro? —dijo Stephen—. ¡Como si fuera el líder en lugar de Robert!

—Robert de Gloucester cubre su flanco izquierdo con un ejército de hombres que se llaman a sí mismos «Los Desheredados» —siguió diciendo el ojeador.

William sabía por qué utilizaban ese nombre. Habían perdido todas sus tierras desde que empezó la guerra civil.

—Entonces Robert ha dado el mando de la operación a Ranulf —murmuró pensativo Stephen—. Una lástima. Conozco bien a Robert, prácticamente hemos crecido juntos, y puedo adivinar sus tácticas. Pero Ranulf es un extraño para mí. No importa. ¿Quién está a su derecha?

—Los galeses, señor.

—Supongo que arqueros.

Los hombres del Sur de Gales tenían fama de ser unos insuperables arqueros.

—Estos no —puntualizó el ojeador—. Son una manada de locos, con las caras pintadas, que entonan canciones bárbaras y van armados con martillos y clavas. Muy pocos de ellos tienen caballo.

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