Capítulo Dieciséis 93 страница
—No me cabe la menor duda de que el rey Balduino te recibirá con los brazos abiertos. Sobre todo si vas con aquellos caballeros y hombres que deseen unirse a ti. Será tu propia cruzada a escala menor —argumentó Philip.
Calló un momento para dejar que calase la idea.
—Ni que decirse tiene que allí William no podrá hacer nada contra ti —siguió diciendo—. Y volverás convertido en héroe. Entonces ya nadie se atrevería a intentar ahorcarte.
—Tierra Santa —exclamó Richard con la mirada transfigurada.
Es perfecto para él, se dijo Aliena. Carece de facultades para gobernar el Condado. Es un soldado y ansía luchar. En el rostro de su hermano vio aquella expresión soñadora. En su imaginación, ya se encontraba allí defendiendo un arenoso reducto, empuñando la espada y con una roja cruz en su escudo, luchando contra una horda pagana bajo el sol abrasador.
Y era feliz.
Toda la ciudad acudió a la boda.
Aliena quedó sorprendida. La mayoría de la gente les había tratado, a ella y a Jack, más o menos como si estuvieran casados. Imaginó, por tanto, que considerarían la boda como un mero formulismo. Pensaba que acudiría un pequeño grupo de amigos, en su mayoría personas de su misma edad, y los maestros artesanos compañeros de Jack. Pero allí se encontraban cuantos hombres, mujeres y niños había en Kingsbridge. Se sentía conmovida por su presencia. Y todos parecían tan contentos con su felicidad. Comprendió que habían simpatizado con su situación durante todos aquellos años, a pesar de haber tenido el tacto de no hablar nunca de ello. Y, en esos momentos, compartían con ella la alegría de su casamiento con el hombre al que amaba desde hacía tanto tiempo. Caminaba por las calles del brazo de su hermano Richard, deslumbrada por las sonrisas que la seguían y embriagada de felicidad.
Richard salía al día siguiente para Tierra Santa. El rey Stephen había aceptado aquella solución. En realidad parecía aliviado de librarse de Richard con tanta facilidad. Como era de esperar, el sheriff William estaba furioso, ya que su objetivo había sido, en todo momento, el de desposeer a Richard del Condado, y ya había perdido toda posibilidad de lograrlo. El propio Richard aún seguía teniendo aquella mirada soñadora. Estaba impaciente por partir.
No era así como mi padre había imaginado que fueran las cosas, pensaba Aliena mientras entraba en el recinto del priorato. Richard luchando en tierras lejanas y yo desempeñando el papel del conde. Sin embargo, ya no se sentía obligada a gobernar su vida de acuerdo con los deseos paternos. Hacía diecisiete años que luchaba sola. Y sabía algo que su padre no había acertado a comprender: que ella sería mejor conde que Richard. Con tranquilidad, empezaba a coger las riendas del poder. Los servidores del castillo se mostraban perezosos al cabo de años de abandono, y ella los había espabilado. Reorganizó los almacenes, hizo pintar el gran salón y limpiar a fondo el horno y la cervecería. La cocina tenía tal cantidad de pringue que la hizo arder hasta los cimientos para construir luego una nueva. Había empezado a pagar ella misma los salarios semanales, para demostrar que se había hecho cargo de todo. Despidió a tres hombres de armas por sus continuas borracheras.
También había ordenado la construcción de otro castillo a una hora de viaje de Kingsbridge. Earlcastle se hallaba demasiado lejos de la catedral. Jack había diseñado el proyecto de la nueva fortaleza. Se trasladarían allí en cuanto estuviera terminada la torre del homenaje. Entretanto, distribuirían su tiempo entre Kingsbridge y Earlcastle. Ya habían pasado varias noches juntos en la antigua habitación de Aliena en Earlcastle, lejos de la mirada reprobadora de Philip. Eran como unos recién casados en plena luna de miel, sumergidos en una pasión física insaciable. Acaso porque, por primera vez en su vida, tenían un dormitorio con una puerta que podían cerrar. La intimidad era una extravagancia de los señores. Todos los demás dormían y hacían el amor abajo, en el zaguán comunal. Incluso las parejas que vivían en una casa, estaban siempre expuestas a que las vieran sus hijos, parientes o vecinos que pasaran por allí. Las gentes cerraban sus puertas cuando salían, no cuando estaban dentro. A Aliena nunca le había molestado aquello, pero ahora descubría la excitación especial que provocaba saber que podían hacer cuanto les viniera en gana sin arriesgarse a ser vistos. Recordó algunas de las cosas que ella y Jack habían hecho durante las dos últimas semanas y se ruborizó.
Jack la esperaba en la nave de la catedral, todavía a medio construir, junto con Martha, Tommy y Sally. Por lo general, en las bodas la pareja intercambiaba sus votos en el pórtico de la iglesia y luego entraban en ella para oír misa. En esa ocasión, el primer intercolumnio de la nave haría las veces de pórtico. Aliena se sentía contenta de casarse en la iglesia que estaba construyendo Jack. Era algo tan vinculado a él como la ropa que vestía, tan propia como su manera de hacer el amor. Su catedral sería como él, gallarda, innovadora, alegre y distinta a cuanto se había hecho hasta entonces. Lo miró amorosa. Tenía treinta años. Era un hombre muy guapo, con su mata de pelo rojo y sus brillantes ojos azules. Recordó que había sido un muchacho muy feo en quien nadie se fijaba. Él explicaba que se había enamorado de ella desde un principio, y que todavía le escocía recordar cómo se habían reído todos de él porque nunca había tenido un padre. De eso hacía casi veinte años.
Veinte años.
Acaso no hubiera vuelto a ver nunca a Jack a no ser por el prior Philip, el cual en ese momento entraba en la iglesia procedente del claustro y avanzaba sonriente por la nave. Estaba muy emocionado de poder al fin casarlos. Aliena pensó en cómo le conoció. Recordaba con toda claridad la desesperación que sintió cuando el mercader de lana intentó timarla después de todos los esfuerzos y sufrimientos por los que había tenido que pasar para llenar aquel saco de vellones. Y recordó su intensa gratitud hacia aquel monje joven, de pelo negro que la había salvado y que le dijo: Siempre te compraré la lana.
Ahora ya tenía el pelo canoso.
La había salvado pero luego estuvo a punto de destruir su vida al obligar a Jack a elegir entre ella y la catedral. En cuestiones sobre el bien y el mal era un hombre duro, algo semejante a su padre. Sin embargo, quiso oficiar él mismo la ceremonia del casamiento.
Ellen había lanzado una maldición contra su primer enlace.
Y había tenido efecto. Aliena se sentía satisfecha. Si su matrimonio con Alfred no hubiera resultado por completo insoportable, tal vez se hallara viviendo todavía con él. Era extraño pensar en lo que pudo haber sido. Le daba escalofríos, al igual que los malos sueños y las fantasmas terribles. Recordó a la bonita y sensual joven árabe de Toledo que estaba enamorada de Jack. ¿Qué habría pasado si se hubiera casado con ella? Aliena hubiera llegado a Toledo con su bebé en brazos para encontrar a Jack al calor del hogar, compartiendo su cuerpo y su alma con otra mujer. Se horrorizaba sólo de pensarlo.
Le escuchó musitar el Padrenuestro. Ahora le parecía asombroso pensar que cuando fue a vivir a Kingsbridge no le prestaba más atención que al gato del mercader de granos. Pero Jack sí que se había fijado en ella. Y todos esos años la había amado en secreto. ¡Qué paciente fue! Había visto cómo la cortejaban los hijos más jóvenes de la pequeña nobleza rural, uno tras otro, y también los vio retirarse decepcionados, ofendidos o desafiantes. Llegó a adivinar, y eso demostraba lo muy inteligente que era, que a ella no se la ganaba con galanteos; así que la abordó, más bien como un amigo que como un amante, reuniéndose con ella en los bosques, contándole historias y haciendo que le amase sin que se diera cuenta. Recordó aquel primer beso, tan ligero y casual y que, no obstante, siguió sintiéndolo ardiente en los labios durante semanas. Recordó el segundo beso con más claridad todavía. Cada vez que escuchaba el estruendo del molino abatanador, recordaba aquella oleada de deseo oscuro, extraño e importuno.
Una de sus continuas pesadumbres era hasta qué punto se volvió fría después de aquello. Jack la había querido de manera absoluta y franca; pero ella se había sentido tan asustada que lo rechazó pretendiendo que no le importaba. Aquello le hirió profundamente, a pesar de que siguió queriéndola y la herida llegó a curarse, le había dejado una cicatriz como siempre pasa con las heridas profundas. Aliena percibía a veces esa cicatriz por la forma en que la miraba cuando se enfadaban y ella le hablaba con frialdad. Los ojos de Jack parecían decir: Sí, te conozco, puedes llegar a ser muy fría, puedes herirme, he de estar en guardia.
¿Tenía esa mirada cautelosa en el momento en que estaba prometiendo amarla y serle fiel durante el resto de su vida? Posee motivos suficientes para dudar de mí, se dijo Aliena. Me casé con Alfred. ¿Puede haber una traición mayor que esa? Pero luego la compensé con creces recorriendo media cristiandad en su busca.
Todas esas decepciones, traiciones y reconciliaciones constituían la trama de la vida matrimonial. Pero Jack y ella habían pasado por todo eso antes de la boda. Ahora, al menos, se sentía segura de conocerlo. No había nada que le pudiera sorprender. Era una forma extraña de hacer las cosas; pero tal vez mejor que pronunciar tus votos antes, y empezar luego a conocer a tu cónyuge. Claro que los sacerdotes no estarían de acuerdo. Philip sufriría una apoplejía si supiera lo que estaba pensando en esos momentos. Pero era notorio que los sacerdotes sabían menos que nadie acerca del amor.
Hizo sus promesas repitiendo las palabras que iba pronunciando el prior y diciéndose lo hermosa que era la promesa. Con mi cuerpo te adoro. Philip jamás comprendería eso.
Jack le puso un anillo en el dedo. He estado esperando esto durante toda mi vida, se dijo Aliena. Se miraron a los ojos. Estaba segura de que algo había cambiado en él. Comprendió que, hasta entonces, Jack no había estado nunca realmente seguro de ella. En ese instante parecía satisfechísimo.
—Te quiero —dijo Jack—. Siempre te querré.
Aquella era su promesa. El resto era religión; pero en aquel momento hacía su propia promesa y Aliena comprendió que ella también se había sentido insegura de él hasta ese día. Dentro de muy poco, se dirigirían al crucero para asistir a la misa. Y a renglón seguido recibirían los parabienes y buenos deseos de las gentes de la ciudad. Se llevarían a todos a casa y les darían comida y cerveza. Y les harían sentirse alegres. Pero ese breve instante les pertenecía. La mirada de Jack decía: Tú y yo juntos, para siempre. Y Aliena se dijo: Al fin.
Todo muy sosegado.
Sexta Parte (1170-1174)