Capítulo Dieciséis 5 страница

Frente al castillo, el carretero dirigió los bueyes hacia la derecha y Tom y su familia lo siguieron. La calle formaba un cuarto de círculo, bordeando las murallas del castillo. Cuando hubieron atravesado otra puerta dejaron atrás el tumulto de la ciudad, con igual rapidez con la que se habían sumergido en él, y entraron en un tipo diferente de turbulencia: la de la diversidad febril, aunque ordenada, de un importante emplazamiento de construcción.

Se encontraban en el interior del recinto amurallado de la catedral que ocupaba toda la cuarta parte del círculo noroeste de la ciudad circular. Tom se detuvo un instante, tratando de absorberlo todo, sólo con verlo, escucharlo y olerlo; se sentía ilusionado como ante un día soleado. Mientras seguían al carro cargado de piedra, pudieron ver otros dos que se alejaban vacíos. En alpendes a lo largo de los muros de la iglesia, podía verse a albañiles esculpiendo los bloques de piedra con cinceles de hierro y martillos de madera, dándoles las formas que una vez unidas formarían plintos, columnas, capiteles, fustes, contrafuertes, arcos, ventanas, remates, antepechos y parapetos. En el centro del recinto, muy alejado de otros edificios, se encontraba la herrería; a través de la puerta abierta se veían los destellos del fuego. Y por todo el recinto resonaba el vigoroso tintineo del martillo sobre el yunque mientras el herrero hacía herramientas nuevas para sustituir a las que ya se estaban desgastando en manos de los albañiles. Para mucha gente aquella sería una escena caótica, pero lo que Tom vio era un inmenso y complejo mecanismo que sentía comezón de controlar. Vio lo que cada hombre estaba haciendo y pudo darse cuenta de inmediato hasta qué punto habían avanzado los trabajos. Estaban construyendo la fachada de la parte este.

Había una serie de andamios en el extremo oriental a una altura de veinticinco o treinta pies. Los albañiles se habían refugiado en el pórtico, esperando que amainara la lluvia, pero sus peones subían y bajaban corriendo las escaleras con piedras sobre los hombros. Más arriba todavía, en la estructura de madera del tejado, se encontraban los fontaneros, semejantes a arañas deslizándose por una telaraña gigante de madera, clavando chapas de plomo en las riostras e instalando los tubos y canalones de desagüe.

Tom comprendió pesaroso que el edificio estaba prácticamente terminado. Si llegaran a contratarle, el trabajo no duraría más de un par de años, apenas el tiempo suficiente para alcanzar la posición de maestro albañil, y ni que decir tiene que de maestro constructor. No obstante, si llegaran a ofrecerle trabajo lo aceptaría teniendo en cuenta que el invierno se les venía encima. Él y su familia hubieran podido sobrevivir todo un invierno sin trabajo de haber tenido cerdo, pero sin él Tom tenía que encontrar trabajo.

Siguieron a la carreta a través del recinto hasta donde estaban amontonadas las piedras. Los bueyes hundieron agradecidos sus cabezas en el abrevadero.

—¿Dónde está el maestro constructor? —preguntó el carretero al albañil que pasaba junto a ellos.

—En el castillo —le contestó él.

—Supongo que lo encontrarás en el palacio del obispo —dijo el carretero volviéndose hacia Tom, después de agradecer con un movimiento de cabeza la información.

—Gracias.

—Gracias a ti.

Tom salió del recinto seguido de Agnes y los niños. Volvieron sobre sus pasos a través de las angostas calles atestadas de gente hasta llegar frente al castillo. Había otro foso seco y una segunda e inmensa muralla de tierra rodeando la fortaleza central. Atravesaron el puente levadizo. A un lado de la puerta había una garita y sentado en el taburete un hombre fornido con túnica de piel miraba caer la lluvia.

Iba armado.

—Buenos días. Me llamo Tom Builder. Necesito ver al maestro constructor, John de Shaftesbury —dijo Tom dirigiéndose a él.

—Está con el obispo —dijo con indiferencia el centinela.

Pasaron al interior. Al igual que la mayoría de los castillos, era una colección de construcciones diversas rodeadas todas ellas por un muro de tierra. El patio tendría unas cien yardas de parte a parte.

Frente a la puerta y en el extremo más alejado se alzaba un macizo torreón, el último reducto en caso de ataque, elevándose por encima de las murallas para que sirviera de atalaya. A su izquierda podían ver un montón de edificaciones bajas, en su mayoría de madera: un establo largo, una cocina, una panadería y diversos almacenes. En el centro había un pozo. A la derecha, ocupando la mayor parte de la mitad septentrional del recinto, había una gran casa de piedra, a todas luces el palacio. Estaba construido en el mismo estilo que la catedral nueva, con las puertas y ventanas pequeñas y la parte superior curvada. Tenía dos plantas. De hecho era nueva; los albañiles aún estaban trabajando en una de sus esquinas, al parecer construyendo una torre. Pese a la lluvia había mucha gente en el patio, saliendo y entrando, o pasando presurosos, bajo la lluvia, de un edificio a otro: hombres de armas, sacerdotes, mercaderes, trabajadores de la construcción y servidores de palacio.

Tom pudo observar varias puertas en el palacio, todas abiertas a pesar de la lluvia. No estaba del todo seguro sobre lo que debería hacer. Si el maestro constructor estaba con el obispo quizás no debiera interrumpirles. Por otra parte un obispo no era un rey, y Tom era un hombre libre y un albañil con un asunto perfectamente legal y no un siervo plañidero con una queja. Se decidió por la audacia. Dejando a Agnes y a Martha, atravesó con Alfred el embarrado patio hasta llegar al palacio, entrando por la puerta más próxima.

Se encontraron en una pequeña capilla de techo abovedado y una ventana en el extremo más alejado, sobre el altar. Cerca de la puerta estaba sentado un sacerdote ante un escritorio alto, escribiendo rápidamente sobre vitela. Alzó la vista.

—¿Dónde está maestro John? —preguntó Tom rápidamente.

—En la sacristía —repuso el sacerdote, indicando con la cabeza una puerta en la pared.

Tom no preguntó si podía ver al maestro. Pensó que si se comportaba como si le estuvieran esperando era probable que perdiera menos tiempo. Atravesó la pequeña capilla con un par de zancadas y entró en la sacristía.

Se trataba de una cámara pequeña y cuadrada iluminada por infinidad de velas. La mayor parte del suelo estaba ocupado por un arenal poco profundo. Habían alisado perfectamente la finísima arena con una regla. En la habitación había dos hombres. Ambos dirigieron una rápida mirada a Tom, volviendo luego de nuevo su atención a la arena. El obispo, un arrugado anciano de ojos negros y brillantes, dibujaba sobre la arena con un agudo puntero. El maestro constructor, con delantal de cuero, le observaba en actitud paciente y expresión escéptica.

Tom esperó con preocupado silencio. Tenía que causar una buena impresión. Mostrarse cortés aunque no servil y hacer gala de conocimientos sin ser pedante. Un maestro artesano quería que sus subordinados fueran tan obedientes como hábiles. Tom lo sabía por su propia experiencia como contratista.

El obispo Roger estaba diseñando un edificio de dos plantas con grandes ventanas en tres lados. Era buen dibujante, trazando líneas muy rectas y ángulos rectos perfectos, dibujó un plano y una lateral del edificio. Tom pudo darse cuenta de que jamás sería construido.

—Ahí está —dijo el obispo cuando hubo terminado.

—¿Qué es? —dijo John volviéndose hacia Tom.

Este simuló creer que le preguntaba su opinión sobre el dibujo.

—No puede haber ventanas tan grandes en una planta —dijo.

El obispo le miró irritado.

—No es una planta baja, es una sala escritorio.

—Es igual. De todas formas se desplomará.

—Tiene razón —dijo John.

—Pero es que han de tener luz para escribir.

John se encogió de hombros.

—¿Quién eres tú? —preguntó volviéndose hacia Tom.

—Me llamo Tom y soy albañil.

—Lo supuse. ¿Qué te trae por aquí?

—Estoy buscando trabajo. —Tom contuvo el aliento.

John sacudió la cabeza con ademán negativo.

—No puedo contratarte.

Todas las esperanzas de Tom se vinieron abajo. Hubiera que dar media vuelta e irse, pero esperó cortésmente a oír los motivos.

—Hace ya diez años que estamos construyendo aquí —siguió diciendo John—. La mayoría de los albañiles tienen casa en la ciudad. Estamos terminando y ahora tengo más albañiles aquí de los que en realidad necesito.

—¿Y el palacio? —preguntó Tom aún sabiendo que sería inútil.

—Estamos en las mismas —dijo John—. Precisamente estoy utilizando en él mi excedente de hombres. De no ser por él y por los castillos del obispo Roger, estaría ya prescindiendo de albañiles.

Tom hizo un ademán de asentimiento.

—¿Sabe si hay trabajo en alguna parte? —dijo con voz natural, intentando disimular su desesperación.

—A principios de año estaban construyendo en el monasterio de Shaftesbury. Tal vez aún sigan. Está a una jornada de distancia.

—Gracias —dijo Tom dando media vuelta para marchar.

—Lo siento —dijo John detrás de él—. Pareces un buen hombre.

Tom siguió caminando sin contestar. Se sentía defraudado. Había concebido esperanzas demasiado pronto. No tenía nada de extraño el que le hubieran rechazado. Pero se había sentido sumamente eufórico ante la perspectiva de volver a trabajar en una catedral. Ahora tendría que trabajar en la aburrida muralla de una ciudad o en la detestable casa de un orfebre.

Se cuadró de hombros mientras regresaba, atravesando el patio del castillo hasta donde le esperaban Agnes y Martha. Tom jamás le expresaba su decepción. Siempre intentaba dar la impresión de que todo marchaba bien, de que dominaba la situación y que poco importaba si allí no había trabajo, porque con toda seguridad habría algo en la próxima ciudad, o en la siguiente. Sabía que si mostraba la más leve muestra de inquietud, Agnes le apremiaría a que buscara un trabajo fijo para instalarse definitivamente y él no quería eso, a menos que pudiera hacerlo en una ciudad donde hubiera que construir una catedral.

—Aquí no hay nada para mí —dijo a Agnes—. Pongámonos en marcha.

Agnes pareció alicaída.

—Se diría que con una catedral y un palacio en construcción habría puesto para otro albañil.

—Las dos construcciones están casi acabadas —le explicó Tom—. Tienen más hombres de los que necesitan.

La familia atravesó de nuevo el puente levadizo, sumergiéndose una vez más en las atestadas calles de la ciudad. Había entrado en Salisbury por la puerta del Este y saldrían por la del Oeste porque ese era el camino hacia Shaftesbury. Tom torció a la derecha, guiándoles por la parte de la ciudad que todavía no habían visto.

Se detuvo ante una casa de piedra en estado calamitoso, que estaba pidiendo a gritos reparaciones a fondo. Era evidente que habían utilizado una argamasa muy floja, que estaba desprendiéndose y cayendo. El hielo se había introducido en los agujeros, resquebrajando algunas piedras. De seguir en aquellas condiciones durante otro invierno, los daños aún serían peores. Tom decidió hablar de ello con el propietario.

La entrada a la planta baja era un arco amplio. La puerta de madera estaba abierta y en la entrada se encontraba sentado un artesano con un martillo en la mano derecha y una lezna, una pequeña herramienta metálica de punta afilada, en la izquierda. Estaba labrando un complejo dibujo sobre una silla de montar de madera colocada sobre el banco, delante de él. Tom pudo ver al fondo provisiones de madera y cuero y a un muchacho barriendo la viruta de madera.

—Buenos días, maestro guarnicionero —dijo Tom.

El guarnicionero levantó la mirada, juzgó a Tom como el tipo de hombre que se haría su propia silla de montar en caso de necesitar alguna e hizo un saludo breve con la cabeza.

—Soy constructor —siguió diciendo Tom—, y he visto que necesitáis de mis servicios.

—¿Por qué?

—Tu argamasa se está cayendo, tus piedras se están rajando y es posible que tu casa no dure otro invierno.

El guarnicionero sacudió la cabeza.

—Esta ciudad está llena de albañiles. ¿Por qué habría de emplear un forastero?

—Bueno —dijo Tom dando media vuelta—. Que Dios sea contigo.

—Así lo espero —dijo el guarnicionero.

—Un tipo con muy malos modos —farfulló Agnes a Tom mientras se alejaban.

Aquella calle les condujo hasta un mercado instalado en la plaza. Allí, en un mar de barro de medio acre, los campesinos de alrededores intercambiaban lo poco que podía haberles sobrado de carne o grano, leche o huevos, por aquellas otras cosas que necesitaban y que ellos mismos no podían hacer: ollas, rejas de arado, cuerdas y sal. Por lo general, los mercados eran de un gran colorido y más bien ruidosos. Se regateaba mucho en tono cordial, existía una rivalidad simulada entre los propietarios de los puestos contiguos, bollos baratos para los niños, en ocasiones un juglar o un grupo de titiriteros, muchas prostitutas pintarrajeadas y quizás un soldado lisiado contando historias de desiertos orientales y hordas sarracenas enloquecidas. Quienes habían hecho un buen trato caían con frecuencia en tentación de celebrarlo y se gastaban sus beneficios en buena cerveza de tal manera que, hacia mediodía, el ambiente estaba muy caldeado. Otros perdían el dinero a los dados y siempre acababan en pendencias. Sin embargo, en la mañana de aquel día lluvioso, con cosecha del año vendida o almacenada, el mercado estaba tranquilo. Los campesinos empapados por la lluvia y taciturnos hacían tratos con dueños de puestos muertos de frío, deseando todo el mundo estar de nuevo en casa junto a un buen fuego.

La familia de Tom iba abriéndose paso a través del gentío, haciendo caso omiso de los ofrecimientos que con escaso entusiasmo hacían el salchichero y el afilador.

Casi habían llegado al otro extremo de la plaza del mercado cuando Tom vio a su cerdo.

Al principio se quedó tan sorprendido que no daba crédito a ojos.

—Tom, mira —le siseó Agnes y entonces se dio cuenta de que ella también lo había visto.

No cabía la menor duda. Conocía a aquel cerdo tan bien como a Alfred o a Martha. Lo llevaba sujeto con mano experta un hombre con la tez arrebatada y la inmensa circunferencia de quien come toda la carne que necesita y luego repite. Sin duda alguna un carnicero.

Tanto Tom como Agnes se pararon en seco y se quedaron mirándole.

Como le impedían el paso, el hombre no pudo evitar darse cuenta de su presencia.

—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado por sus miradas e impaciente por seguir adelante.

Fue Martha quien rompió el silencio.

—¡Ese cerdo es nuestro! —exclamó excitada.

—Así es —rubricó Tom mirando de frente al carnicero.

Por un instante la expresión del hombre se hizo furtiva y Tom comprendió que sabía que el cerdo era robado.

—Acabo de pagar cincuenta peniques por él y eso lo convierte en mi cerdo —dijo pese a todo.

—Nadie a quien hayas dado tu dinero era el propietario así que no podía venderlo. Sin duda ese ha sido el motivo de que te lo dejara tan barato ¿A quién se lo compraste?

—A un campesino.

—¿A uno que conoces?

—No. Pero escúchame. Soy el carnicero de la guarnición. No puedo ir pidiendo a todos los granjeros que me venden un cerdo o una vaca que me presenten a doce hombres que juren que el animal es suyo y que puede venderlo.

El hombre se apartó para seguir su camino, pero Tom le detuvo cogiéndole del brazo. Por un instante el hombre pareció enfadarse pero luego se dio cuenta de que si se enzarzaba en una riña tal vez tuviera que soltar al cerdo y que si alguno de la familia de Tom lograba cogerlo se encontraría en desventaja y sería entonces él quien había de demostrar la propiedad.

—Si quieres hacer una acusación ve al sheriff —dijo conteniéndose.

Tom desechó la idea. No tenía prueba alguna.

—¿Qué aspecto tenía el hombre que te vendió mi cerdo? —preguntó en su lugar.

El carnicero puso una expresión taimada.

—El de cualquiera —dijo.

—¿Mantenía la boca oculta?

—Sí, ahora que lo pienso.

—Era un proscrito disimulando una mutilación —dijo Tom con amargura—. Supongo que no pensaste en eso.

—¡Está lloviendo a cántaros! —protestó el carnicero— ¡Todo el mundo se está poniendo a cubierto!

—Sólo quiero que me digas cuánto hace que os separasteis.

—Ahora mismo.

—¿Y adónde se dirigía?

—Supongo que a una cervecería.

—Para gastarse mi dinero —dijo Tom irritado—. Bueno, vete. Es posible que algún día te roben a ti y entonces desearás que no haya tanta gente dispuesta a comprar gangas sin hacer antes preguntas.

El carnicero parecía enfadado y vaciló como si quisiera darle réplica. Pero se lo pensó mejor y se marchó.

—¿Por qué le has dejado que se fuera? —preguntó Agnes.

—Porque a él le conocen aquí y a mí no —replicó Tom—. Si pelease con él, el culpable sería yo. Y como el cerdo no lleva mi nombre escrito en el culo, ¿quién puede decir si es mío o no?

—Pero todos nuestros ahorros.

—A lo mejor aún podemos hacernos con el dinero del cerdo —dijo Tom—. Cálmate y déjame pensar. —La disputa con el carnicero le había puesto de mal humor y desahogaba su frustración con Agnes—. En alguna parte de esta ciudad hay un hombre sin labios y con cincuenta peniques de plata en su bolsillo. Todo cuanto hemos de hacer es encontrarle y quitarle el dinero.

—Claro —afirmó Agnes resuelta.

—Tú vuelve por el camino que hemos venido. Llégate hasta el recinto de la catedral. Yo me pondré en marcha y llegaré a la catedral desde la otra dirección. Entonces volveremos por la calle siguiendo así con todas. Si no está en las calles estará en alguna cervecería. Cuando lo veas quédate cerca de él y envía a Martha para avisar. Alfred vendrá conmigo. Haz lo posible para que él no te descubra.

—No te preocupes —dijo Agnes implacable—. Necesito ese dinero para dar de comer a mis hijos.

—Eres una leona, Agnes —dijo Tom poniéndole la mano en el brazo y sonriéndole.

Ella se le quedó mirando a los ojos un instante y de pronto se puso de puntillas y le besó en la boca, brevemente aunque con intensidad. Luego dio media vuelta y desandó el camino a través de la plaza del mercado con Martha a la zaga. Tom la observó mientras se perdía de vista sintiéndose preocupado por ella pese a su valor. Luego, acompañado de Alfred, tomó la dirección contraria.

El ladrón creería que estaba completamente a salvo. Claro, cuando robó el cerdo Tom se dirigía a Winchester. El ladrón se ha ido en dirección opuesta para vender el cerdo en Salisbury. Entonces aquella mujer proscrita, Ellen, había dicho a Tom que estaban reconstruyendo la catedral de Salisbury, por lo que él había cambiado de planes, tropezando sin pensarlo con el ladrón. Sin duda el hombre pensaba que nunca volvería a ver a Tom, lo que le daba a este la oportunidad de cogerle por sorpresa.

Tom caminaba lentamente por la embarrada calle, intentando aparentar indiferencia al mirar a través de las puertas abiertas. Quería seguir pasando inadvertido, porque el episodio podía terminar de forma violenta y no quería que la gente recordara a un albañil alto escudriñando por la ciudad. La mayoría de las casas eran chamizos corrientes de madera, barro y barda, con el suelo recubierto de paja, una chimenea en el centro y algunos muebles de confección casera.

Un barril y algunos bancos la convertían en cervecería. Una cama en el rincón con una cortina para aislarla anunciaba que había prostituta. Y un ruidoso gentío alrededor de una sola mesa significaba una partida de dados.

Una mujer con los labios manchados de rojo le mostró los pechos y Tom, sacudiendo la cabeza, pasó presuroso de largo. En su fuero interno le intrigaba la idea de hacerlo con una extraña, en pleno día y pagando, pero en toda su vida jamás lo había intentado.

Pensó de nuevo en Ellen, la mujer proscrita; también algo en ella le intrigaba. Tenía un poderoso atractivo, pero aquellos ojos hundidos e intensos le intimidaban. La invitación de la prostituta le había resultado algo molesta durante unos momentos, pero aún no se había disipado el hechizo de Ellen, y sintió un repentino y loco deseo de volver corriendo al bosque, para buscarla y caer sobre ella.

Llegó hasta el recinto de la catedral sin encontrar al proscrito. Miró a los fontaneros clavando las chapas de plomo en el tejado triangular de madera sobre la nave. Todavía no habían empezado a cubrir los tejados inclinados de las naves laterales de la iglesia y aún era posible ver los medios arcos de apoyo que conectaban el borde exterior del pasillo con el muro principal de la nave, apuntalando la mitad superior de la iglesia. Se los mostró a Alfred.

—Sin esos apoyos, el muro de la nave se curvaría hacia fuera y se doblaría a causa del peso de las bóvedas de piedra en el interior —le explicó—. ¿Ves cómo los medios arcos se alinean con los contrafuertes en el muro de la nave? También se alinean con los pilares del arco de la nave en el interior. Y las ventanas de la nave lateral se alinean con los arcos de la arcada. Los fuertes se alinean con los fuertes y los débiles con los débiles.

Alfred parecía confundido y molesto. Tom suspiró. Vio a Agnes aparecer por el lado opuesto y sus pensamientos se centraron de nuevo en el problema inmediato. La capucha de Agnes le ocultaba el rostro, pero Tom la reconoció por su paso decidido y seguro. Campesinos de hombros anchos se apartaban para dejarla pasar. Si llegara a darse de manos a boca con el proscrito y hubiera pelea, las fuerzas estarían muy igualadas, se dijo implacable.

—¿Le has visto? —le preguntó Agnes.

—No. Y es evidente que tú tampoco. —Tom esperaba que el ladrón no hubiera abandonado todavía la ciudad. Estaba convencido de que no se iría sin gastarse algunos peniques. El dinero de nada le servía en el bosque.

Agnes estaba pensando lo mismo.

—Está aquí, en alguna parte. Sigamos buscando.

—Volveremos por otras calles y nos encontraremos otra vez en la plaza del mercado.

Tom y Alfred volvieron sobre sus pasos a través del recinto y salieron por el pórtico. La lluvia ya les estaba empapando las capas.

Tom pensó por un momento en una jarra de cerveza y un bol de carne de buey junto al fuego de una cervecería. Luego recordó lo mucho que había trabajado para comprar el cerdo y vio de nuevo al hombre sin labios descargar su palo sobre la cabeza inocente de Martha. Su fuga le hizo entrar en calor.

Resultaba difícil buscar de manera sistemática, ya que el desorden imperaba en el trazado de las calles. Se extendían de aquí para allá siguiendo los lugares en los que la gente había construido casas. Había infinidad de esquinas y de callejones sin salida. La única calle recta era la que iba desde la puerta del este hasta el puente levadizo del castillo. Había empezado ya a buscar por los alrededores, acercándose en zigzag a la muralla de la ciudad y de nuevo al interior.

Aquellos eran los barrios más pobres, con la mayoría de las casas en ruinas, las cervecerías más ruinosas y las prostitutas más viejas. El linde de la ciudad descendía desde el centro de tal manera que los desechos de los barrios más opulentos eran desalojados calle abajo para instalarse al pie de las murallas. Algo semejante parecía ocurrir con la gente ya que en aquel barrio había más lisiados y mendigos y niños hambrientos, mujeres con señales de golpes y borrachos impenitentes.

Sin embargo al hombre sin labios no se le veía por ninguna parte.

Por dos veces, Tom avistó a un hombre de constitución y aspecto semejantes, pero al mirarle más de cerca pudo ver que el rostro del hombre era normal.

Terminó su búsqueda en la plaza del mercado. Allí encontró a Agnes que le esperaba impaciente con el cuerpo tenso y los ojos brillantes.

—¡Lo he encontrado! —exclamó.

Tom se sintió presa de excitación aunque también aprensivo.

—¿Dónde?

—Entró en una pollería de allá abajo, junto a la puerta del Este.

—Llévame hasta allí.

Dieron la vuelta al castillo hasta el puente levadizo, bajaron por la calle recta hasta la puerta del Este y luego entraron en un laberinto de callejas debajo de las murallas. Al cabo de un momento Tom vio la pollería. Ni siquiera era una casa. Tan sólo un tejado inclinado sustentado por cuatro pilastras, adosado a la muralla de la ciudad, con un gran fuego en la parte trasera en el que se asaba un cordero ensartado en un espetón y borboteaba un caldero. Era casi mediodía y aquel pequeño lugar estaba lleno de gente, hombres en su mayoría. El olor de la carne activó los jugos gástricos de Tom. Escudriñó entre la gente, temeroso de que el proscrito se hubiera ido durante el tiempo que habían necesitado para llegar allí. Divisó de inmediato al hombre, sentado en un taburete, algo apartado de la gente, comiendo con una cuchara el estofado de un bol, sujetándose la bufanda delante de la cara para ocultar la boca.

Tom se volvió rápido para que el hombre no le viera. Tenía que pensar en cómo actuar. Estaba lo bastante furioso como para derribar de un golpe al proscrito y quitarle su bolsa. Pero la gente no le dejaría irse. Tendría que dar explicaciones, no sólo a quienes presenciaran lo ocurrido sino también al sheriff. Tom estaba en su perfecto derecho y el hecho de que el ladrón fuera un proscrito significaba que nadie respondería por su honradez, en tanto que Tom era sin la menor duda un hombre respetable y un albañil. Pero para dejar en claro todo aquello se necesitaría tiempo, posiblemente semanas si resultaba que el sheriff se encontraba fuera, en alguna otra parte del Condado.

Y era posible que tuviera que responder a una acusación de interrumpir la paz del rey en el caso de que se produjera una refriega.

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