Capítulo Dieciséis 23 страница

Philip le reconoció.

—Hola, maestro constructor —dijo—. Así que no encontraste trabajo en el palacio del obispo.

—No, padre. El arcediano no quiso contratarme y el obispo no estaba allí.

—¡Claro que no estaba! Estaba en el cielo, aunque entonces aún no lo sabíamos.

—¿Ha muerto el obispo?

—Sí.

—Eso es ya noticia antigua —dijo impaciente Cuthbert—. Tom y su familia acaban de llegar de Earlcastle. El conde Bartholomew ha sido capturado y su castillo asaltado.

Philip se quedó muy quieto.

—¡Ya! —murmuró.

—¿Ya? —repitió Cuthbert—. ¿Qué quieres decir con «ya»? —parecía sentir afecto por Philip, pero a un tiempo se mostraba con él como un padre cuyo hijo hubiera estado en la guerra y hubiera regresado a casa con un arma en el ceñidor y una mirada ligeramente peligrosa—. ¿Sabías que esto iba a suceder?

Philip se mostró algo confuso.

—No, no exactamente —dijo con tono inseguro—. Oí el rumor de que el conde Bartholomew era contrario al rey Stephen —recuperó su compostura—. Todos debemos estar agradecidos por ello. Stephen ha prometido proteger a la Iglesia, en tanto que Maud posiblemente nos hubiera oprimido tanto como hizo su difunto padre. Sí, en realidad son buenas noticias —parecía tan complacido, como si lo hubiera hecho él mismo.

Tom no quería hablar del conde Bartholomew.

—Para mí no son buenas noticias. El conde me había contratado el día anterior para fortalecer las defensas del castillo. No recibí siquiera un día de paga —dijo.

—¡Qué lástima! —dijo Philip—. ¿Quién atacó el castillo?

—Lord Percy Hamleigh.

—¡Ah! —Philip asintió y de nuevo Tom tuvo la impresión de que sus noticias no hacían más que confirmar lo que Philip esperaba.

—Así que estáis haciendo algunas mejoras aquí —dijo Tom tratando de encauzar la conversación a su propio interés.

—Lo estoy intentando —dijo Philip.

—Estoy seguro de que querréis reconstruir la torre.

—Reconstruir la torre, reparar el tejado, pavimentar el suelo… sí, quiero hacer todo eso. Y tú naturalmente quieres el trabajo —añadió habiéndose dado cuenta al parecer del motivo de la presencia de Tom allí—. No se me había ocurrido. Desearía poder contratarte, pero me temo que no podría pagarte. Este monasterio está sin un penique.

Tom se sintió como si hubiera recibido un fuerte golpe. Había confiado en que en el monasterio encontraría trabajo, todo parecía indicarlo. Apenas podía creer lo que oía. Se quedó mirando a Philip.

En realidad era increíble que el priorato no tuviera dinero. El intendente había dicho que los monjes hacían todo el trabajo extra, pero aún así, un monasterio siempre podía pedir prestado a los judíos. Tom pensó que había llegado al término de su viaje. Lo que quiera que le hubiese mantenido en acción durante todo el invierno estaba agostado, y se sentía débil y sin voluntad. Ya no puedo seguir, se dijo, estoy acabado.

Philip se dio cuenta de su angustia.

—Puedo ofreceros cena, un lugar para dormir y el desayuno por la mañana —dijo.

Tom sintió una irritación amarga.

—Lo aceptaré, pero preferiría ganármelo —dijo.

Philip enarcó las cejas al percibir el tono irritado, pero habló con tono apacible.

—Pídeselo a Dios. Eso no es mendigar, es rezar.

Seguidamente salió de la habitación.

Los otros parecían algo asustados y Tom se dio cuenta de que debía haber revelado su enfado. Le molestaron todas las miradas fijas en él; salió del almacén unos pasos detrás de Philip, y quedó parado en el patio, mirando la grande y vieja iglesia, intentando dominar sus sentimientos.

Al cabo de un momento le siguieron Ellen y los niños. Esta le rodeó la cintura con el brazo, con un gesto de consolación, lo que hizo que los novicios empezaran a murmurar entre sí y a darse codazos. Tom les ignoró.

—Rezaré —dijo con aspereza—. Rezaré para que un rayo derribe la iglesia y no deje piedra en pie.

Jack aprendió en los dos últimos días a temer al futuro.

Durante su corta vida jamás había tenido que pensar más allá del día siguiente, pero, de haberlo hecho, hubiera sabido qué podía esperar. En el bosque un día era muy parecido a otro, y las estaciones cambiaban lentamente. Ahora ya no sabía dónde estaría de un día para otro, que haría ni si comería. Lo peor de todo era sentirse hambriento. Jack había estado comiendo a hurtadillas hierba y hojas, para tratar de calmar los retortijones, pero le habían producido un dolor de estómago distinto y le hicieron sentirse raro. Martha lloraba a menudo porque tenía mucha hambre. Jack y Martha siempre caminaban juntos. Ella confiaba en él, cosa que nunca había hecho con nadie. Sentirse inerme para aliviar su sufrimiento era peor que la propia hambre. Si hubieran seguido viviendo en la cueva él habría sabido a dónde ir para cazar patos, encontrar nueces o robar huevos. Pero en los pueblos, en las aldeas y en los caminos poco familiares que las unían Jack estaba perdido. Todo cuanto sabía era que Tom había de encontrar trabajo.

Pasaron la tarde en la casa de invitados. Era un edificio sencillo, de una sola habitación, con un suelo sucio y una chimenea en el centro, como las casas en las que vivían los campesinos, pero para Jack, que siempre había vivido en una cueva, aquello era realmente maravilloso. Tenía curiosidad por saber cómo habían hecho la casa y Tom se lo dijo. Se habían talado dos árboles jóvenes, y después de desbastarlos los habían unido formando ángulo. Luego se había hecho la misma operación con otros dos, colocándolos a cuatro yardas de distancia de los otros, uniendo luego ambos por la parte superior con una parhilera. Luego se fijaban unas tablillas ligeras paralelas a esta, uniendo los árboles y formando un tejado en declive que llegaba hasta el suelo. Sobre las tablillas se colocaban bastidores rectangulares de juncos tejidos llamados zarzos y los impermeabilizaban con barro. Los aguilones de los extremos se hacían con estacas clavadas en la tierra, rellenando con barro los resquicios. En uno de los extremos había una puerta y no tenía ventanas.

La madre de Jack extendió paja limpia por el suelo y Jack encendió un fuego con el pedernal que siempre llevaba consigo. Cuando los otros no podían oírles, Jack preguntó a su madre por qué el prior no contrataba a Tom, cuando era evidente que había trabajo por hacer.

—Parece que prefiere ahorrar dinero durante todo el tiempo que la iglesia pueda seguir utilizándose —le dijo ella—. Si la iglesia se derrumbara se verían obligados a reconstruirla, pero como sólo se trata de la torre, pueden pasarse sin ella.

Cuando la luz del día empezaba a apagarse y llegaba al crepúsculo, llegó un pinche de cocina a la casa de invitados con un calderón de potaje y un pan tan largo como la estatura de un hombre, todo para ellos. El potaje estaba hecho con vegetales, hierbas y huesos de carne, y en su superficie sobrenadaba la grasa. El pan era pan bazo, hecho con todo tipo de grano, centeno, cebada y avena además de alubias y guisantes secos. Era el pan más barato, dijo Alfred pero a Jack, que hasta hace unos días nunca había probado el pan, le pareció delicioso. Jack comió hasta que le dolió la tripa y Alfred hasta que no quedó nada.

—De todas formas, ¿por qué se cayó la torre? —preguntó a Alfred cuando finalmente se sentaron junto al fuego para digerir su festín.

—Probablemente le caería un rayo —dijo Alfred—. O tal vez hubo un incendio.

—Pero en ella nada puede quemarse —protestó Jack—. Es toda de piedra.

—El tejado no es de piedra, estúpido —dijo Alfred desdeñoso—. El tejado es de madera.

Jack reflexionó un instante.

—¿Y si el tejado se quema entonces se viene abajo todo?

—A veces —dijo Alfred encogiéndose de hombros.

Guardaron silencio durante un rato. Tom y la madre de Jack estaban hablando en voz baja al otro lado del hogar.

—Es raro lo del bebé —dijo Jack.

—¿Qué es raro? —preguntó Alfred al cabo de un momento.

—Bueno, vuestro bebé se perdió en el bosque a millas de aquí, y ahora hay un bebé en el priorato.

Ni Alfred ni Martha parecieron dar importancia a aquella coincidencia, y Jack pronto se olvidó de ello.

Los monjes se fueron a dormir tan pronto como hubieron acabado de cenar, y no proporcionaron velas a los más humildes de los huéspedes, de manera que la familia de Tom permaneció sentada mirando el fuego hasta que se apagó. Entonces se tumbaron sobre la paja.

Jack permanecía despierto, pensando. Se le ocurrió que si la catedral ardiera esa noche todos sus problemas quedarían resueltos. El prior tendría que contratar a Tom para que reedificara la iglesia, todos ellos vivirían aquí, en esta hermosa casa, y tendrían potaje y pan bazo por los siglos de los siglos.

Si yo fuera Tom, pegaría fuego a la iglesia. Me levantaría sigilosamente, mientras todos durmieran, me escabulliría hasta la iglesia y le prendería fuego con el pedernal, luego volvería sin hacer ruido aquí mientras fuera extendiéndose y simularía estar dormido cuando sonase la alarma. Y cuando la gente empezara a arrojar baldes de agua a las llamas, como hicieron cuando el fuego en las cuadras del castillo del conde Bartholomew, yo me uniría a ellos como si también tuviera gran empeño en apagarlas.

Alfred y Martha estaban dormidos, Jack se dio cuenta por su respiración. Tom y Ellen hacían lo de siempre debajo de la capa (Alfred había dicho que se llamaba «joder»), y luego también ellos se durmieron. Al parecer Tom no pensaba en levantarse y prender fuego a la catedral.

Pero ¿qué iba a hacer? ¿Tendría la familia que recorrer los caminos hasta caer muertos de hambre?

Cuando todos estuvieron dormidos y pudo escuchar a los cuatro respirar con el ritmo lento y regular propio de un profundo y tranquilo sueño, a Jack se le ocurrió que él podía pegar fuego a la catedral. La sola idea hizo latir descompasadamente su corazón de miedo; podía levantarse con gran sigilo. Todas las ventanas de la casa de invitados estaban herméticamente cerradas para prevenir el frío, y la puerta estaba asegurada con una barra, pero probablemente podría quitarla y deslizarse sin despertar a nadie. Era posible que las puertas de la iglesia estuvieran cerradas, pero con toda seguridad habría alguna forma de entrar, sobre todo para alguien pequeño.

Una vez dentro él sabía cómo llegar al tejado. Había aprendido un montón de cosas durante las dos semanas con Tom. Este se pasaba el tiempo hablando de construcciones, dirigiendo sobre todo sus observaciones a Alfred y, aunque este no estaba interesado, Jack sí lo estaba. Descubrió, entre otras cosas, que todas las iglesias grandes tenían escaleras construidas en las paredes con el fin de poder llegar a las partes más altas en caso de reparaciones. Buscaría una escalera y subiría al tejado.

Se incorporó en la oscuridad, sin dejar de escuchar la respiración de los demás; podía reconocer la de Tom por el ligero silbido provocado, según decía su madre, por años de inhalar polvo de piedra.

Alfred emitió un fuerte ronquido y después dio media vuelta y se quedó de nuevo silencioso.

Cuando hubiera prendido el fuego tendría que volver rápidamente a la casa de invitados ¿Qué harían los monjes si le pescaban? En Shiring, Jack había visto a un muchacho de su edad atado y azotado por robar un cono de azúcar en una especiería. El muchacho había lanzado alaridos y la vara elástica le había hecho sangrar el trasero.

Aquello parecía mucho peor que los hombres matándose en una batalla, como hicieron en Earlcastle, y la imagen del chico sangrando le había atormentado. Le aterraba pensar que pudiera sucederle lo mismo.

Si hago esto, se dijo, no se lo contaré a alma viviente.

Volvió a tumbarse, se ciñó bien la capa y cerró los ojos.

Se preguntaba si la puerta de la iglesia estaría cerrada. De ser así, podría entrar por una de las ventanas. Nadie podría verle si se mantenía en la parte norte del recinto. El dormitorio de los monjes se encontraba en la zona sur de la iglesia, oculto por el claustro y por ese lado no había nada salvo el cementerio.

Decidió ir y echar un vistazo, sólo para ver si era posible.

Vaciló un momento y luego se levantó. La paja nueva crujió bajo sus pies. Escuchó de nuevo la respiración de los cuatro durmientes. Todo permanecía en el más absoluto silencio. Los ratones habían dejado de moverse entre la paja. Dio un paso y escuchó de nuevo. Los otros dormían. Perdió la paciencia y dio tres pasos rápidos hacia la puerta. Cuando se detuvo los ratones habían decidido que no tenían nada que temer y habían empezado a escarbar de nuevo, pero la gente seguía durmiendo.

Palpó la puerta con las yemas de los dedos y luego deslizó las manos hacia abajo en busca de la barra. Era un travesaño de roble que descansaba sobre dos soportes parejos. Puso debajo de él las manos y lo levantó. Era más pesado de lo que había pensado y luego de levantarlo menos de una pulgada lo dejó caer de nuevo. El golpetazo, al volver a caer sobre los soportes, sonó muy fuerte. Se quedó rígido escuchando. La respiración sibilante de Tom dejó de oírse por un momento. ¿Qué diré si me cogen?, pensaba desesperado Jack. Diré que iba a ir afuera… que iba a ir afuera… ya sé, diré que iba a hacer mis necesidades. Se tranquilizó al haber pensado ya en una excusa.

Oyó a Tom darse la vuelta y esperó oír de un momento a otro su voz profunda y sorda. Pero no llegó, y Tom empezó de nuevo a respirar tranquilamente.

Los bordes de la puerta se destacaban bajo un plateado fantasmal. Debe de haber luna, se dijo Jack. Agarró de nuevo el travesaño, respiró hondo e hizo un esfuerzo por levantarlo. Esa vez estaba preparado para soportar su peso. Lo levantó y lo atrajo hacia sí aunque sin levantarlo lo suficiente y no pudo sacarlo de los soportes. Lo levantó una pulgada más y quedó libre. Lo mantuvo contra el pecho, aliviando de este modo el esfuerzo de los brazos. Luego dobló lentamente una rodilla, después la otra y dejó el travesaño en el suelo. Permaneció en esa posición unos momentos, intentando calmar su respiración, mientras sentía aliviarse el dolor de los brazos. Los demás no hacían ruido alguno, salvo los del sueño.

Jack abrió cauteloso una rendija de la puerta. Chirriaron los goznes de hierro al tiempo que entraba un soplo de aire frío. Se estremeció. Ciñéndose la capa abrió la puerta un poco más. Salió por la abertura y cerró tras de sí.

La nube se estaba abriendo y la luna aparecía y desaparecía en el turbulento cielo. Soplaba un viento frío. Por un momento Jack se sintió tentado de volver al calor sofocante de la casa. La enorme iglesia, con su torre derribada, planeaba sobre el resto del priorato, plateada y negra, bajo la luz de la luna, con sus poderosos muros y minúsculas ventanas, dándole un aspecto de castillo. Era fea.

Todo estaba tranquilo. Fuera de los muros del priorato, en la aldea, tal vez estuvieran trasnochando algunas personas, bebiendo cerveza al resplandor del hogar o cosiendo a la luz de velas de junco, pero en este otro lado nada se movía. Aun así Jack vaciló, mirando a la iglesia que le devolvió acusadora la mirada como si supiera lo que tenía en la cabeza. Apartó con un encogimiento de hombros esa sensación fantasmal y atravesó la ancha pradera hasta el extremo oeste.

La puerta estaba cerrada.

Dio vuelta hasta el lado norte y miró las ventanas de la iglesia. Las ventanas de algunas iglesias estaban cubiertas con tejido transparente para que no pasara el frío, pero estas no parecían tener nada. Eran bastante grandes para que él pudiera deslizarse a través de ellas, pero estaban demasiado altas para alcanzarlas. Exploró con los dedos las piedras, buscando grietas en el muro donde la argamasa se hubiera desprendido, pero no eran lo bastante grandes para poder afirmar los pies. Necesitaba algo para utilizarlo como escalera.

Pensó en coger algunas piedras desprendidas de la torre y construir una escalera improvisada, pero las que no estaban rotas eran demasiado pesadas y las que estaban rotas eran demasiado desiguales. Tuvo la impresión que durante el día había visto algo que podría servir perfectamente a su propósito, pero por más que se devanaba los sesos no lograba recordarlo. Era como intentar ver algo por el rabillo del ojo, siempre quedaba fuera de la vista. Miró hacia las cuadras a través del cementerio iluminado por la luna y de repente lo recordó. Un pequeño bloque de madera con dos o tres escalones para ayudar a subir a la gente baja a los grandes caballos. Uno de los monjes estuvo subido en él para cepillar las crines de un caballo.

Se encaminó a las cuadras. Era un lugar que probablemente no cerraban por la noche porque apenas había algo de valor que mereciera la pena robar. Caminaba sigiloso, pero a pesar de todo los caballos le oyeron y uno o dos empezaron a bufar y toser. Jack se detuvo asustado. Tal vez hubiera palafreneros durmiendo en el establo. Se paró un momento, aguzando el oído para descubrir algún ruido de movimiento humano, pero no se oyó ninguno y los caballos se quedaron tranquilos.

No veía el bloque de madera por ningún sitio. Tal vez estuviera adosado a la pared. Jack atisbó entre las sombras que proyectaba la luna. Resultaba difícil ver algo. Se acercó cauteloso a la cuadra recorriéndola de arriba abajo. Los caballos volvieron a oírle y en aquellos momentos su proximidad les ponía nerviosos. Uno de ellos relinchó. Jack se quedó rígido. Se oyó una voz de hombre: Tranquilos, tranquilos. Mientras permanecía allí como una estatua espantada, vio el bloque de madera ante sus mismas narices, tan cerca que si hubiera dado un paso más habría caído sobre él. Esperó unos momentos. De las cuadras no llegaba ruido alguno. Lo cogió y se lo cargó al hombro. Atravesó de nuevo la pradera en dirección a la iglesia. Las cuadras quedaron en silencio. Cuando hubo llegado al escalón superior del bloque, descubrió que seguía sin ser lo bastante alto para alcanzar la ventana. Era irritante. Ni siquiera llegaba para ver a través de ella. Aún no había tomado la decisión final de llevar a cabo aquella hazaña, pero no quería que consideraciones prácticas se lo impidieran. Quería decidir por sí mismo. Hubiera deseado ser tan alto como Alfred.

Todavía podía probar otra cosa; retrocedió y tomando carrerilla, saltó a la pata coja sobre el bloque y tomó impulso hacia arriba. Llegó fácilmente al alféizar de la ventana y se agarró al marco de madera. Se aupó con un impulso hasta encontrarse a horcajadas sobre el alféizar. Pero cuando intentó deslizarse a través del hueco se encontró con una sorpresa. La ventana estaba bloqueada por una reja de hierro que no había visto desde fuera, seguramente porque era negra. Jack la palpó con las manos, arrodillado sobre el alféizar. No había forma de entrar por la ventana. Probablemente la habrían puesto a cosa hecha para evitar que la gente entrara cuando la iglesia estuviese cerrada.

Saltó al suelo decepcionado, cogió el bloque de madera y lo llevó de nuevo adonde lo había encontrado. Esta vez los caballos no hicieron el menor ruido.

Contempló la torre derribada en el lado noroeste, a mano izquierda de la puerta principal. Trepó cuidadosamente por encima de las piedras hasta el extremo del montón, atisbando en el interior de la iglesia, buscando la manera de entrar a través de los escombros. Cuando la luna se ocultó detrás de una nube esperó, tiritando, a que reapareciera. Le preocupaba el que su peso, no obstante lo pequeño que era, desequilibrara la posición de las piedras y se produjera un deslizamiento que despertaría a todo el mundo, si antes no le mataba.

Al reaparecer la luna examinó el montón y decidió arriesgarse. Empezó a subir con el corazón en la boca. La mayoría de las piedras estaban firmes, pero una o dos se balancearon bajo su peso. Era el tipo de ascensión con el que hubiera disfrutado a plena luz del día, pudiendo recibir ayuda en caso necesario y con la conciencia tranquila. Pero en aquellos momentos estaba demasiado nervioso y su habitual paso firme le había abandonado. Se deslizó por una superficie suave y estuvo a punto de caer. Fue cuando decidió detenerse. Se encontraba a bastante altura para mirar hacia abajo al tejado del pasillo que se prolongaba a todo lo largo del lateral norte de la nave. Esperaba que tal vez hubiera un agujero en el tejado, o posiblemente una brecha entre este y el montón de escombros, pero no fue así. El tejado se mantenía incólume entre las ruinas de la torre y no parecía que hubiese brecha alguna por la que colarse. Jack se sintió decepcionado a medias, aunque también a medias aliviado.

Empezó a bajar de espaldas, mirando por encima del hombro en busca de puntos de apoyo. Cuanto más cerca estaba del suelo, mejor se sentía. Saltó los últimos pies y aterrizó contento en la hierba.

Volvió al lateral norte de la iglesia y caminó por allí. Durante las últimas dos semanas había visto varias iglesias y todas ellas tenían más o menos la misma forma. La parte más grande era la nave que siempre se encontraba hacia el oeste. Luego había dos brazos a los que Tom llamaba cruceros, apuntando uno hacia el Norte y el otro hacia el Sur. A la parte este se la llamaba presbiterio y era más corta que la nave. Kingsbridge se diferenciaba tan sólo en que su lado oeste tenía dos torres, una a cada lado de la entrada, como si hubieran de emparejarse con los cruceros.

En el crucero norte había una puerta que Jack intentó abrir, pero que la encontró cerrada con llave; siguió caminando hasta el lado este. Ninguna puerta. Se detuvo a mirar a través del herboso patio. En la parte más alejada del rincón sureste del priorato había dos casas, la enfermería y la casa del prior. Ambas estaban sumidas en la oscuridad y silenciosas; siguió andando en derredor del lado este y a lo largo del lateral sur del presbiterio hasta llegar junto al crucero sobresaliente sur. Al final del crucero, como la mano de un brazo, estaba el edificio redondo que llamaban sala capitular. Entre esta y el crucero había un angosto pasaje que conducía al claustro; Jack lo atravesó.

Se encontró en un cuadrángulo cuadrado, con césped en el centro y una especie de corredor ancho, cubierto, todo en derredor. La piedra clara de los arcos presentaba un blanco fantasmal bajo la luz de la luna y el corredor en sombras estaba impenetrablemente oscuro. Jack esperó un momento a que se le acostumbraran los ojos.

Había desembocado en la parte este del cuadrado. A la izquierda podía distinguir la puerta que daba a la sala capitular. Más lejos, a su izquierda, en el extremo sur del paseo este pudo ver, frente a él, otra puerta que supuso sería la del dormitorio de los monjes. A su derecha otra puerta conducía al crucero sur de la iglesia. Intentó abrirla pero estaba cerrada con llave.

Avanzó por el paseo norte. Allí encontró una puerta que conducía a la nave de la iglesia; también estaba cerrada.

En el paseo oeste no encontró nada hasta llegar a la esquina suroeste donde dio con la puerta del refectorio. Pensó que habría una enorme cantidad de comida para alimentar cada día a todos aquellos monjes. Cerca había una fuente con una taza. Los monjes se lavaban allí las manos antes de las comidas.

Continuó andando por el lado sur del claustro. A medio camino había una arcada. Jack entró por ella y se encontró en un pequeño pasadizo, con el refectorio a la derecha y el dormitorio a la izquierda. Se imaginó a todos los monjes profundamente dormidos, en el suelo, exactamente al otro lado del muro de piedra. Al final del pasadizo sólo había un declive embarrado que terminaba en el río. Jack permaneció allí un minuto mirando hacia abajo al agua, a unas cien yardas de distancia. Sin motivo especial alguno recordó una historia sobre un caballero a quien habían cortado la cabeza pero que seguía viviendo. Y sin quererlo se imaginó al descabezado caballero saliendo del río y subiendo la cuesta en dirección a él. Allí no había nada pero Jack todavía estaba asustado. Dio media vuelta y volvió presuroso al claustro. Allí estaba más seguro.

Vaciló debajo de la arcada escudriñando el cuadrángulo iluminado por la luna. Estaba convencido de que debía de haber alguna forma de meterse furtivamente en un edificio tan grande, pero no se le ocurría en qué otro sitio mirar. En cierto modo se sentía contento. Había pensado hacer algo aterradoramente peligroso y si era imposible tanto mejor. Por otra parte le espantaba la idea de dejar aquel priorato y por la mañana lanzarse de nuevo a los caminos. La andadura interminable, el hambre, la decepción, y la ira de Tom y las lágrimas de Martha. Todo ello podía evitarse con sólo una pequeña chispa del pequeño pedernal que colgaba del cinturón.

Por el rabillo del ojo vio moverse algo. Se sobresaltó y el corazón empezó a latirle con más fuerza. Al volver la cabeza vio horrorizado una figura fantasmal con una vela, que se deslizaba sigilosa a lo largo del paseo este en dirección a la iglesia. Le subió a la garganta un grito que a duras penas pudo contener. Otra figura siguió a la primera. Jack retrocedió bajo la arcada para no ser visto, llevándose el puño a la boca y mordiéndole con fuerza para no gritar. Escuchó algo así como lamentos fantasmales. Se quedó mirando con auténtico terror. Entonces se dio cuenta de lo que pasaba. Lo que estaba viendo era una procesión de monjes que iban del dormitorio a la iglesia para el oficio divino de medianoche, al tiempo que cantaban un himno. Durante un momento persistió la sensación de pánico aunque supiera lo que estaba viendo. Luego le embargó el alivio y empezó a temblar de manera incontrolada.

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