CAPÍTULO 18 EL COLUMPIO

–¿Cómo van tus cosas? Me tienes preocupada, Tana. He tenido que organizar este almuerzo para poder verte, apenas contestas mis cartas y, cuando lo haces, es sólo para contar asuntos sin importancia. ¿Seguro que te encuentras bien?

Empieza a caer la tarde. Los niños juegan en el jardín y Pepa ha aprovechado la siesta de Goya y la feliz circunstancia de que tanto Amaranta como Hermógenes son devotos de las cartas y en especial del whist, para charlar un rato con su amiga. Se encuentran ahora en uno de los salones de la planta baja del palacio y Cayetana tarda en contestar. Su vista parece haberse extraviado entre los cuadros que adornan la habitación. Ella es protagonista al menos de dos. Don Fancho había cumplido su palabra de convertirla en anónima modelo de las pinturas que cuelgan de aquellas paredes. Las escenas que retratan, campestres y cotidianas, tal como ella sugirió, tuvieron lugar precisamente aquí, en El Capricho. En el primero de los cuadros se ve cómo varias personas, entre ellas el propio Goya, se arremolinan alrededor de una dama (Pepa Osuna) que acaba de caer de su cabalgadura. Sin embargo, la figura principal del retablo es Cayetana, que llora —como en efecto hizo cuando se produjo el sucedido que ahí se recrea— asustada por el accidente de su amiga. El segundo cuadro, o mejor dicho tapiz en este caso, lleva por nombre El columpio y revive otra escena que también vivieron juntos. Sólo que en esta ocasión Goya ha preferido no aparecer en el cuadro. En vez de él son dos hombres, cuyo rostro no alcanza a verse, quienes la rodean mientras ella se mece.

—¿Tana, me escuchas?

—Perdóname, sólo estaba pensando.

—Nada bueno, me barrunto —sonríe bondadosa la de Osuna—. Espero que no estés pensando en quien no debes.

Cayetana se sorprende.

—No sé a quién te refieres.

—Querida, las tempestades de la Revolución francesa están empujando malos vientos hacia estos pagos. Espero que no nos traigan también a quien yo me sé.

—¿Hablas de Pignatelli? Lo he olvidado ya, te lo aseguro.

—Me alegra saberlo, pero no me refería a él, sino a otro vendaval que se ha levantado no hace mucho como indirecta consecuencia de lo que está pasando en el país vecino. Un nuevo huracán, más joven, más arrasador también.

—Suenas como Hermógenes Pavía —bromea Cayetana—. ¿Qué has oído por ahí? ¿Qué cuenta ese correveidile?

—Él no sabe nada, si no no habría podido resistir la tentación de hacer alguna velada insinuación al respecto en su lamentable pasquín. Es más bien un pálpito por mi parte, pero yo me fío mucho de mis corazonadas. Sobre todo cuando tienen que ver con personas a las que quiero.

Cayetana vuelve a perderse entre las pinceladas de El columpio. Qué despreocupada es su imagen en aquella escena idílica. Qué feliz parece ahí, dejándose balancear por dos galanes sin cara. ¿Es así como la ve Goya? ¿Mecida por desconocidos, por dos embozados? ¿Quiénes serán esos admiradores que él imagina? Bah, se dice, sólo es un cuadro, no hay que darle más importancia, no lleva ningún mensaje secreto. Porque, al fin y al cabo, ¿qué sabe Goya de ella, qué sabe nadie?

—Godoy, ése es el nombre que me viene a la cabeza —continúa Pepa Osuna—. Por supuesto, no tienes por qué contarme nada, es tu vida, lo único que te pido es que seas prudente.

—No sé a qué te refieres. ¿Qué tengo que ver yo con Godoy?

—Nada quizá, pero no hay más que ver cómo te mira.

—Él no tiene ojos más que para nuestra reina —ríe Cayetana, descartando la idea con un fingidamente aburrido vaivén de su abanico.

—Querida, a otro can con ese hueso. Por mucho que el bueno de Floridablanca, despechado por perder el favor de los reyes, se dedique a alimentar la ya de por sí hermosa hoguera de las insidias que relacionan a Godoy con la Parmesana, tú y yo sabemos que se trata de una patraña. Ni la más pequeña de las infantas recién nacida es hija de sus amores adulterinos como muchos insinúan. Ni ellos han sido jamás amantes. Es otro tipo de fuego aún más abrasador el que los une, y se llama ambición. La de ella es que el tambaleante trono de España no caiga, la de él, pasar a la historia como el hombre que consiguió evitarlo.

—Sigo sin entender qué tiene que ver todo esto conmigo.

—¿Qué harías tú si, con apenas veinticinco años, ya hubieras conseguido ser general de todos los ejércitos, caballero de Santiago, duque de Alcudia, inmensamente rico y además jefe de Gobierno con todos los poderes?

—Morirme de vértigo, supongo. Una carrera así sólo puede declinar.

—En efecto. Por eso, como hombre inteligente que es, Godoy procurará disfrutar al máximo de todo lo que pasa por su lado, sacar el mayor partido de su privilegiada situación.

—Cierto. Me han dicho que su gusto decorando propiedades es inmejorable. Por lo visto, ha empezado una notable colección de arte, otra de joyas y una tercera de objetos raros así como una extraordinaria biblioteca. Se ve que quiere lo mejor.

—Tú misma lo has dicho, quiere lo mejor.

Cayetana ríe.

—Vamos, no estarás pensando…

—Yo no pienso nada. Lo único que te digo es que tengas cuidado. Hay hombres con demasiada vocación de coleccionistas.

—También la tiene José, y no significa nada.

—Es distinto, y lo sabes. Tu marido desde niño lo ha tenido todo mientras que Godoy, por mucho que porfíe en que es hijo de hidalgos, viene de una familia modesta, de ahí su voracidad. Por cierto, ahora que hablamos de José. ¿Cuál es su opinión sobre tan joven portento? Espero que más favorable que la del resto de nuestros amigos que lo detestan.

—Ya lo conoces. «Detestar» es un verbo que él conjuga poco. Digamos que está expectante. José es irritantemente británico a veces. Al principio, cuando recién empezó a despuntar la figura de Godoy, albergó esperanzas. Pensaba que, al igual que estaba ocurriendo en Inglaterra con su jovencísimo primer ministro, aquí también hacía falta savia nueva para reverdecer tan viejos laureles. Pero, a medida que el rey ha ido prodigando títulos, honores, tierras y prebendas a su protegido, empezó a precaverse.

—No tanto como para unirse a algunas de las muchas conjuras de las que tanto se oye hablar, supongo.

Cayetana abre las manos indicando ignorancia e interrogación a partes iguales.

—José es prudente. Piensa que la suerte de este país dependerá de lo que ocurra en Francia de ahora en adelante. Claro que le preocupan las últimas noticias. El hecho de que los revolucionarios hayan encarcelado a su rey y quieran juzgarle no presagia nada bueno. ¿Qué pasaría, te imaginas, si acaban cortándole la cabeza con ese nuevo artilugio que han inventado? ¿Qué hará nuestro rey? ¿Declarar la guerra para vengar la muerte de Luis XVI que es tan Borbón como él? Sería un error monumental y sin embargo, ya ves, nuestros destinos están en manos de un bobalicón y de un muchacho de veinticinco… Muy guapo, todo hay que decirlo —añade, tratando de quitar hierro a lo que acaba de decir, pero la humorada no parece agradar a la de Osuna.

—Tana, por favor, dime que no es verdad.

—¿Qué? ¿Que Godoy y yo andamos en amores? Puedes estar tranquila. La única vez que he estado a solas con él fue en aquella fiesta que di después de la recepción real. Ese día nos echaron la buenaventura y a Godoy le dijeron que yo iba a morir por culpa de un beso.

—Tú y tus fantasías…

—Descuida, estoy siendo muy formal últimamente. No quiero líos ni amoríos.

—No soy adivina, pero ni falta que me hace para reconocer ese brillo que hay ahora mismo en tus ojos, querida. Ten cuidado. Prométeme que lo tendrás.

Tana va a responder, pero justo entonces su atención se desvía una vez más hacia El columpio. La última e intensa luz del atardecer que entra por la ventana ilumina de tal modo la escena que ahí se reproduce que casi permite reconocer ahora a uno de los dos embozados que imaginó Goya, un hombre alto y rubio. ¿Será Godoy? Tonterías. ¿Qué sabe Fancho? ¿Qué puede saber un pintor huraño, cascarrabias y sordo como una tapia de lo que ella piensa o sueña? Nada en absoluto.

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