CAPÍTULO 49 N’HUONGO
Tal vez porque ha elegido volver al campamento de morenos a la misma hora que lo había hecho más de veinte años atrás, a Cayetana todo le parece familiar. La recibieron los mismos ladridos escandalosos que delataron su presencia la primera vez y las diez o doce tiendas de lona que se levantaban en torno a una gran hoguera se le antojan tan precarias como entonces. Sólo el reino de los muertos ha aumentado. Si antes seis o siete toscas cruces señalaban otras tantas tumbas, ahora eran lo menos treinta las que apuntaban al cielo sus torcidos brazos.
Cayetana aprieta la mano de su hija. Ha preferido que nadie las acompañe. Ni guardeses ni criados, ni siquiera Rafaela; las dos solas. También como la primera vez, había elegido dejar los caballos atados lejos del campamento y acercarse a pie. Mira a la niña, pero la cara de María Luz no delata emoción alguna. Aquellos rasgos cada vez más perfectos y definidos esconden un alma que Cayetana no alcanza a comprender. Es como si deliberadamente quisiera dejar a su madre fuera de sus pensamientos, de sus sentires. ¿Qué pasa por su cabeza? ¿Acaso no se alegra de que la haya acompañado hasta aquí?
María Luz se había vestido con especial cuidado aquella mañana. Rafaela le había dejado sobre la cama el traje de amazona verde, uno de sus favoritos, pero cuando volvió de vaciar la jofaina, la encontró toda de blanco con un viejo y ligero vestido de batista. «¿Dónde crees que vas así, criatura? Pareces una criada, vete a cambiar ahora mismo». Pero de nada le sirvió porfiar o amenazar, se salió con la suya. Ni ella ni su madre lograron que se mudara.
—Qué más da, Rafaela —acabó claudicando Cayetana—, que vista como quiera, al fin y al cabo no vamos a ningún lugar importante —dijo y de inmediato se arrepintió de haber pronunciado esas palabras.
María Luz no las oyó o fingió no hacerlo. Acababa de acercarse al balcón y allí cortó con cuidado dos rosas blancas. Luego, sin decir palabra, se acercó al espejo que había en su habitación para prenderlas en su pelo.
—¿Quién te ha enseñado eso? —preguntó Rafaela alarmada, porque el modo en que las había colocado, muy bajas y sueltas casi a la altura de la nuca, nada tenía que ver con los rígidos cánones estéticos con los que se había criado, y Cayetana sintió un escalofrío.
«La sangre —pensó—. Todo lo que hace y dice últimamente está dictado por una parte de su forma de ser, que me es completamente ajena».
—Ven, mi vida, dame un beso —opta al fin por decirle—. En cuanto termines de merendar, nos vamos, no sea que se nos eche la noche encima.
María Luz mira ahora a su alrededor. Convocadas por los ladridos de los perros, empiezan a asomar entre las lonas de las tiendas las primeras cabezas. La niña al verlas siente una mezcla de alegría y alarma. Tiene la sensación de estar en un extraño sueño en el que todos son como ella y, al mismo tiempo, tan diferentes. Esos niños en harapos que la observan con ojos asombrados, aquellas mujeres de turbantes multicolores que salen a recibirlas, unas con bebés en brazos, otras con un par de mocosos agarrados a sus faldas. Y luego están los hombres. A María Luz le parecen tan grandes e imponentes como las estatuas del parque del Retiro, sólo que éstas son negras y las miran desconfiadas.
—¿N’huongo? —pronuncia Cayetana, y por un loco momento María Luz piensa que su madre habla el idioma de ellos, aquella extraña lengua que, según ha leído en los libros, secretamente usan los esclavos en América, aunque lo tienen prohibido. Pero enseguida, y por la respuesta que recibe Cayetana, se da cuenta de que es sólo un nombre.
—¿Tú conoces a N’huongo? —la tutea el hombre al que acaba de hacerle la pregunta.
—Sí, y me gustaría hablar con él.
—¿Por qué va querer él hablar contigo? —recela el otro—. ¿Quién eres?
—Dile que lo busca Cayetana Álvarez. Fuimos… somos —corrige al punto— amigos.
María Luz se pregunta cómo será alguien que lleve un nombre así. Se le antoja un sabio, un jefe. En su imaginación lo pinta grande, joven y fuerte, nada parecido al hombre que ahora se les acerca cojeando. Viste de oscuro con unos calzones desgastados y una camisa que alguna vez debió de ser negra y ahora sólo es parda. Únicamente sus ojos son tal como ella los había imaginado. Alertas y sagaces parecen saltar de su madre a ella y de ella de nuevo a Cayetana para sonreír tímidos.
—Señora duquesa, este viejo nunca soñó que volvería a verla.
—No me andes con ceremonias, N’huongo. ¿O es que ya no te acuerdas de que la última vez que nos vimos la pasamos bailando?
—Entonces yo no sabía quién era usía.
—Y bien que te enteraste cuando apareció por aquí mi abuelo hecho un basilisco —ríe ella—. Mil quinientos padrenuestros y otras tantas avemarías con sus glorias me mandó en castigo sabiendo mi poca afición a los rezos, pero valió la pena. ¿Qué tal tu séptima vida? N’huongo es como los gatos —aclara para María Luz—, seis vidas ha quemado, pero está claro que la última está siendo larga y espero que también feliz.
Como respuesta, N’huongo hace un gesto con la mano que abarca todo el campamento de negros. La precariedad de las tiendas de lona, el vientre hinchado de los niños, las caras resignadas de los hombres y desafiantes las de las mujeres. También señala el camposanto lleno de cruces y un huerto en el que crecen apenas unas pocas coles y nabos. María Luz tira de la mano de su madre, intentando que mire hacia donde señala el hombre. Pero Cayetana está tan contenta con el reencuentro que no hace caso, acaba de soltar el brazo de su hija para coger el de su amigo y colgarse de él.
—¿Te acuerdas de aquel día, N’huongo? Tú me enseñaste cómo sienten y aman los morenos y mírame ahora, ésta es mi hija, María Luz.
La niña hace una pequeña reverencia y él da un paso como queriendo evitar que se agache ante él. Sólo entonces se da cuenta de su minusvalía. Le han amputado los cinco dedos de un pie, luego los años y las penurias lo han convertido en poco más que un muñón. María Luz piensa en cómo pueden haber sido esas seis vidas que, según dijo su madre, ha quemado ya N’huongo. Cuántas penurias y sufrimiento se esconden en los surcos de su frente, entre sus manos sarmentosas, en ese enorme esqueleto suyo vencido por un gran peso. ¿Qué edad puede tener? En realidad, es fácil saberlo. La misma que su madre, así lo había dicho ella. Treinta y pocos años. Qué afanosas deben de haber sido esas vidas suyas para que gato tan joven parezca un anciano.
María Luz suelta la mano de su madre.
—¿Adónde vas, tesoro? Vuelve aquí. ¿Ves, N’huongo? ¿Qué te estaba diciendo? Esta niña es indómita. José y yo no sabemos qué hacer para que esté contenta.
Cayetana cuenta a continuación todo lo que hay que saber sobre María Luz, cómo había llegado envuelta en el turbante de una esclava; lo poco que Martínez les había revelado sobre sus orígenes y habla por fin de cuánto había cambiado la niña después del incendio y la muerte de Caramba.
—… Está obsesionada con encontrar a su madre. ¿Adónde crees que se ha escapado ahora? Apuesto a que se habrá metido en una de esas tiendas para hablar con las mujeres, coger en brazos a algún niño y acunarlo como si fuera suyo. O peor aún, como si fuera ella la criatura. Dios mío, ¿qué he hecho mal, N’huongo? ¿Qué necesita mi niña que yo no pueda comprarle?
—La sangre no se compra.
—O tal vez sí. Mira, ya sé lo que voy a hacer. Llevarme a una de estas mujeres a trabajar conmigo. Tal vez sea eso lo que mi niña necesita, dime el nombre de alguna y lo arreglamos ahora mismo tú y yo, pagaré lo que sea.
—Tampoco se puede comprar el pasado.
—Pues mintamos entonces. ¿Qué mal puede hacerle? Digámosle que una de ellas es su madre. Una buena mentira es mejor que una mala verdad.
N’huongo entonces separa las lonas que hacen de puerta y la invita a entrar en una de las tiendas próximas.
—Ésta es mi casa, Tana —le dice, llamándola por su nombre por primera vez—. Mira, ésta es mi vida, todo lo que he logrado construir desde que bailamos aquella tarde —añade, señalando un camastro grande y dos pequeños, apenas un par de muebles más, como una silla de enea y una mesa desvencijada sobre la que reina un incongruente jarrón de rosas frescas.
—¿Vives solo?
—Sí, ella se fue hace dos años llevándose a nuestras dos hijas —explica—. Encontró a un hombre rico y se creyó sus promesas. Quería comprar para las niñas un futuro, igual que tú quieres comprar un pasado a la tuya. Pero a la vida no se le pueden hacer trampas, las conoce todas.
—No sé qué quieres decir con eso. Supongo, simplemente, que no vas a ayudarme.
—Haré lo único que puedo hacer por ti, por ella. Tener los ojos muy abiertos.
—No sé si será suficiente ayuda —cavila Cayetana, sin poder evitar que la influya el triste decorado que la rodea.
—Los tambores de la selva —explica N’huongo—. Da igual dónde vivan unos y en qué trabajen otros, sean esclavos o libres, nos sirven para hablar, igual que siempre. —Y luego, al ver la cara de perplejidad de su antigua compañera de baile, añade—: Tenemos nuestra forma de comunicarnos. Ya no hay tambores, pero las noticias vuelan tanto o más veloces que sus redobles. Mi gente trabaja para otras personas, tiene hermanos, hijos, parientes en varias casas de Sevilla, que, a su vez, tienen hijos, hermanos y parientes en otras muchas. Y luego está la Hermandad de Negros, que se reúne en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles. Allí todo se sabe, todo se corre, todo se comenta. Espera que yo dé la voz de que la duquesa de Alba busca a la madre de su hija adoptiva, te lloverán las candidatas.
—Ya, y entonces tendremos el mismo problema que mencionabas antes. Cómo saber cuál es la verdadera.
—En eso sólo puede ayudarte una persona —apunta N’huongo y el nombre de Martínez antes mencionado por Cayetana baila en sus labios pero nunca logrará traspasarlos porque ladridos de perros, voces y gritos hacen que se interrumpa la conversación.
N’huongo cojea hacia el exterior de la tienda.
—¿Se puede saber qué pasa?
Uno de los últimos rayos del sol de la tarde le hiere los ojos impidiéndole ver a los dos jinetes que acaban de irrumpir en el campamento. Sus voces, en cambio, le llegan nítidas tanto a él como a Cayetana, que aún está en el interior.
—¡Pronto, buscamos a la duquesa de Alba! Tú, ¿la has visto? ¿Y a su hija?
María Luz, que mientras su madre hablaba con N’huongo había logrado vencer las reticencias iniciales de unos niños que la miraban con una mezcla de curiosidad y alarma, habla con los recién llegados.
—Marcos, Gabriel —les dice, reconociendo a dos de los criados de su padre—, ¿qué ocurre?
—Se muere, señorita. Berganza, el secretario del señor duque, nos ha pedido que vengamos a alertarlas —responde uno de ellos—. ¿Dónde está usía? —Y al ver a Cayetana de pie junto a una de aquellas míseras tiendas va hacia allí—: Una gran hemorragia, el médico del señor duque está ya con él.