CAPÍTULO 42 LAS PALOMITAS

La señorita Elisa ni siquiera preguntó por qué había regresado antes de la fecha convenida o qué le había pasado. La miró unos segundos con sus ojos sabios y luego ordenó que le sirviera otra ginebra.

—Mejor un sake —corrigió, esmerándose en dar brillo a sus uñas con un pulidor de plata—. Esta noche tocan balleneros japoneses. Un poquito de animación en medio de tanto ayuno y abstinencia.

Trinidad decidió reintegrarse a sus obligaciones cumpliéndolas del modo más diligente. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer después de su desventurada excursión a Boaventura. ¿Qué era mejor? ¿Seguir en Madeira? ¿Continuar con la búsqueda de Juan suponiendo que estuviera en algún otro enclave de la isla? ¿O bien olvidarse de todo, volver de alguna manera a la Península e intentar recuperar a Marina ella sola? Necesitaba tiempo para pensar, pero mientras tanto se comportaría como lo que ahora era, la perfecta Anahí. Además, se decía que tal vez, con un poco de mano izquierda, quizá pudiera convencer a la señorita Elisa de que, en vez de irse a las Américas «para cambiar de aires», fueran juntas a España. Seguro que allí admirarían también sus muchas artes.

Apenas había estado fuera día y medio, pero encontró la habitación muy desordenada. La señorita era la meticulosidad y la disciplina encarnadas en todo lo tocante a su profesión, pero en sus ratos de ocio se comportaba como la eterna adolescente que fingía ser. Una de hábitos bastante disipados, a juzgar por el panorama que tenía ante sí. Ceniceros rebosantes de colillas, bombones y sándwiches mordisqueados, eso por no mencionar un par de botellas de licor vacías que rodaban alegremente por ahí. Pero lo que más llamó su atención fue ver en qué había ocupado el tiempo durante aquel paro forzoso. Ni revistas de moda, ni novelas románticas, ni mucho menos rastro de amigos o amigas con las que hubiera compartido asueto. Una mesa de juego en la que podía verse un gran y enrevesado rompecabezas chino daba cuenta de cuáles eran sus preferencias. Diríase que para la señorita, cuyo trabajo consistía en una relación tan estrecha, digamos, con otras personas, no existía lujo mayor, ni felicidad más completa que pasar unos días en la mejor compañía posible, la suya propia.

—Lo peor de un desengaño —le dijo, como si fuera capaz de leerle los pensamientos— no es el chasco ni el fracaso, sino el agujero que deja. Tanto tiempo con esa persona en la cabeza, recordando momentos felices, imaginando un futuro compartido. ¿Con qué rellenar tanto hueco? Tú mírame y aprenderás.

Pero lo único que Trinidad veía de momento era a la señorita Elisa preparándose para la vuelta al trabajo. Empezó por meterse en su tina de baño, de la que salió oliendo a nardos; después se sometió a una sesión de pedicura mientras Trinidad se ocupaba de marcar su pelo en grandes y lustrosos rizos para que recuperase cuanto antes aquel aspecto de mala niña buena que tanto entusiasmaba a los clientes. Después de unos días dedicados exclusivamente a los balleneros japoneses, el Domingo de Gloria trajo la resurrección de la carne de modo que ese mismo día empezaron a llegar nuevos y aún más frondosos ramos de flores.

A éstos les siguió toda una procesión de nuevos caballeros: un conde belga, un terrateniente portugués, un mercader veneciano, un bodeguero de Birmingham, un tratante catalán y hasta un predicador escocés. Cada uno parecía haber redoblado sus ardores después de tanta abstinencia, o así al menos lo interpretó Trinidad, porque, al preguntarles si solicitaban o no el uso del cofre, todos, incluido el predicador, asintieron vigorosamente.

Fue al entrar este último en el sanctasanctórum cuando Trinidad decidió echar otro indiscreto vistazo. No lo había vuelto a intentar desde la visita del holandés errante que suspiraba tras las cortinas. ¿Qué guardaría el cofre? ¿Y por qué todos los clientes mostraban los mismos extraviados ojos al salir de tan impío paraíso?

Esperó a que transcurrieran al menos quince minutos después de la entrada de aquel caballero para aplicar el ojo a la cerradura. Fracaso total. La señorita debía de haberse percatado de su anterior indiscreción porque el orificio de la bocallave estaba convenientemente obturado. Después de un momento de desconcierto, decidió pegar el oído a la puerta, y de ahí en adelante, continuó haciéndolo con cada uno de los caballeros siguientes. Así pudo descubrir que los sonidos que se filtraban eran similares en todos los casos. Comenzaba aquel ritual con un poco de charla intrascendente. Siempre en la lengua nativa del cliente, porque la señorita era tan detallista como políglota. Después caían en un prolongado silencio que bien se podía atribuir a los introitos amorosos. A continuación, le tocaba el turno a algunos dulces juegos que debían de entrañar cierto esfuerzo físico porque se oía quejarse deliciosamente a los clientes mientras la señorita los apaciguaba con un maternal canturreo. ¿Y qué pasaba después? Una invariable exclamación de gran sorpresa surgía de todas aquellas admiradas y masculinas gargantas. A veces era una expresión entre arrebatada y de alarma como «¡Cáspita!» o «¡Por Júpiter!» o bien «Oh, my goodness!». Otras, en cambio, era una sonora blasfemia seguida de un largo ¡ahhh! aliviado y atónito.

Mientras trataba de descifrar estos y otros misterios gozosos, fueron pasando los días y Trinidad se dio cuenta de que, de algún modo, la curiosidad la ayudaba al olvido. Tal vez fuera esto a lo que se refería la señorita cuando le dijo: «Tú mírame y aprenderás». Por supuesto que no había conseguido olvidar sus cuitas, pero el suyo era un trabajo sin horarios que dejaba poco tiempo para recrearse en ellas. La procesión de caballeros era tal que amenazaba con convertirse en romería. Los había con costumbres diurnas y nocturnas, los había partidarios de la siesta, de los amaneceres y de maitines y vísperas, de completas y de tantos horarios diferentes que tan paganas devociones le recordaban a doña Tecla y sus horas completas.

Tan viento en popa iba el negocio que la señorita ya no hablaba de «cambiar de aires». Se desvaneció así la esperanza de Trinidad de convencerla para que fueran juntas a la Península, por lo que decidió que su mejor baza sería continuar con su trabajo, ganar algo más de dinero y con él comprar un pasaje de vuelta a España. Por supuesto, antes de marchar pensaba encontrarle a la señorita otra Anahí que la sustituyera. Algo muy necesario, sobre todo ahora que su ama había decidido desarrollar una nueva línea de negocio asociada, esta vez, a la pedagogía, porque, según le explicó, su intención era enseñar sus milenarias artes a algunas alumnas aventajadas. «Que ya me estoy haciendo vieja y no conviene que se pierdan», dijo, lo que dejaría a Trinidad cavilando sobre cuántos años tendría aquella eterna adolescente de los ojos de raposa.

Fue así como los clientes de la siesta tuvieron que ser desplazados a otras franjas horarias para dejar paso a «las palomitas». Las palomitangs, según pronunciación de la señorita Elisa, resultaron ser seis lindas adolescentes que aparecieron una tarde acompañadas por sus señoras madres. ¿De dónde salían aquellas muchachas de aire asustado, primorosa pero a la vez provincianamente vestidas, todas orientales, todas hablando un idioma ininteligible para Trinidad? Nunca llegó a saberlo, pero sí estaba claro en cambio en qué soñaban convertirse. Pronto, las tardes en aquellas dos habitaciones del Hotel Belmond, se convirtieron en un parvulario de artes amatorias. Unas aprendían a servir el té de la manera más deliciosa, otras a dar masajes en los pies, las había que cantaban como querubines o bailaban agitándose como ingrávidas libélulas. Trinidad se imaginaba que todo aquello era un entrenamiento previo y que, más pronto que tarde, llegarían las asignaturas propias del milenario oficio que aspiraban ejercer. Pero no. Pasaban las semanas y las palomitangs seguían revoloteando por ahí dedicadas a artes de lo más castas.

—A ver si te crees que voy a revelar mis secretos a cualquiera —le dijo un día la señorita mientras adiestraba a sus silenciosas pupilas en el modo más discreto de sorber la sopa—. Todavía tienen mucho que aprender. Antes de ser puta hay que ser dama —sentenció dejando a Trinidad cavilosa ante tan contradictorio retazo de sabiduría. La otra rama del negocio, en tanto, continuaba también floreciente. Los caballeros seguían acudiendo tan asiduamente como siempre sólo que en otros horarios, lo que dejaba a Trinidad tiempo libre a la hora de la escuela de palomitas. Fue una tarde de aquéllas, cuando volvía de la calle para reintegrarse al trabajo después de un agradable paseo, cuando se vio caminando detrás de un caballero que llevaba su misma ruta. Había algo en su modo de moverse que llamaba su atención. Caminaba con el aire despreocupado y rutinario de quien conoce muy bien el lugar al que se dirige. Pero al mismo tiempo, los furtivos vistazos que lanzaba cada tanto a derecha e izquierda parecían indicar que necesitaba cerciorarse de que aquélla era la ruta correcta. O tal vez no, tal vez lo que deseaba era asegurarse de que nadie lo veía. Por lo demás, su figura parecía muy atractiva. Una coleta de pelo castaño y sin empolvar asomaba bajo su sombrero de paja de ala ancha. Un bastón de madera rubia y empuñadura de plata acompañaba sus pasos; su casaca y calzón parecían de buen lino y un par de medias blancas caras dejaban adivinar unas pantorrillas fuertes y bien dibujadas. «La señorita tendrá tarea agradable esta noche», se dijo Trinidad, suponiendo que se trataba de uno de sus clientes cuando, de pronto, aquel hombre, justo antes de acceder al camino que conduce al hotel, se detuvo. Diríase que acababa de descubrir la presencia de alguien o algo que aconsejaba esperar, esconderse unos segundos al amparo de las ramas de un árbol próximo como en efecto hizo. Fue al agachar un poco la cabeza y luego ladearla hacia su izquierda cuando creyó reconocerlo y una corriente helada desafió el calor reinante recorriéndola entera. Aquel hombre tenía barba y el pelo bastante más oscuro que Juan, pero se le parecía tanto. No, no podía ser, imposible, y sin embargo…

Trinidad decidió esperar. Lo más probable era que se tratase de un error. ¿De qué serviría correr, acercarse, acortar distancia? Sólo para llevarse otra desilusión, otro dolor. «Espera —se dice—, vamos a ver qué pasa a continuación. ¿Qué ocurre ahora?».

Una mujer, una dama de unos cincuenta años acababa de entrar en el campo visual de Trinidad. ¿Era ésa la persona por la que él se había detenido de modo tan abrupto? No se encuentra lo suficientemente cerca como para poder oír qué dicen, pero sus gestos hablan por ellos. Él se sorprende. «¿Tú por aquí?», parece decir mientras la besa en la mejilla. Ella ladea la cabeza como quien pregunta, «¿Adónde vas por esta calle?». Él señala el lado contrario al camino del hotel. Se gira, ahora Trinidad puede verlo mejor. Sonríe y, al hacerlo, deja al descubierto una dentadura perfecta que hace que una nueva corriente helada recorra la espina dorsal de Trinidad. «No, no, no, son sólo ilusiones tuyas —se dice—. No dejes que tu loco corazón te impida pensar con claridad, a ver qué hacen ahora». La dama acaba de subirse a un carruaje. Tal vez estuviese paseando en él cuando vio al caballero y se apeó. Sea como fuere, ahora reanuda la marcha, se aleja. El hombre entonces empieza a caminar lentamente. Saluda sonriente al carruaje que acaba de adelantarlo y pronto doblará una esquina desapareciendo. «Viene hacia aquí. Dios mío, es él, es él, es Juan, esta vez sí». Pero en cuanto el carruaje ya no está a la vista, el hombre vuelve a detenerse. Aguarda. Pasan unos segundos y cambia nuevamente de rumbo para retomar el que llevaba antes de que lo sorprendieran y enfilar la entrada al Hotel Belmond.

En ese momento en el campanario de una iglesia próxima dan las cuatro. La hora en que marchan las palomitas y la señorita recibe al primer cliente de la tarde. Y Trinidad, tendrá que estar ahí para recibirlo, también para hacerse cargo de su bastón y sombrero así como de la bolsa que él entregue con un: «Para Elisa».

«Dios mío —se dice—. Si realmente es él, que extraño reencuentro el nuestro…».

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