Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra 2 страница
Luego se sirvió una copa de vino blanco, se sentó frente a la pantalla principal y, durante un par de minutos, disfrutó de la pulcra calma de su apartamento. Se puso a pensar en su nuevo caso y sobre la manera de enfocarlo. Los primeros movimientos de una investigación eran importantes; si te equivocabas, a veces podías terminar perdiendo mucho tiempo y añadiendo confusión a lo confuso. Cogió su tablilla electrónica, porque tomar notas manuales parecía ayudarle a reflexionar, y comenzó a apuntar las ideas que le rondaban la cabeza. Aunque no se trataba de una lista de prioridades, un resabio rebelde le hizo dejar para más tarde al memorista, desoyendo las palabras de la líder rep, que le había conminado a empezar por ahí. Pero escribió en la tablilla: «¿Por qué Chi interesada en Nopal?» Debajo fue añadiendo otras frases con el punzón: «Holograma», «Amenazas a Chi», «Registro cerradura: MRR», «Traficantes», «Documentar cuatro casos anteriores», «Las víctimas, ¿azar o elección?». Tras dudar un poco, añadió: «Pablo Nopal.» Se dijo que colocarlo en el octavo lugar ya era desobediencia suficiente al mandato de Myriam.
Abrió la bola holográfica y sacó el chip. Lo metió en el ordenador y comenzó a desmenuzar la imagen con un programa de análisis. Era el mismo programa que usaba la policía, una poderosa herramienta que enseguida rehízo el fragmento inicial de Myriam y mostró las credenciales de la imagen, que por supuesto correspondían al MRR. En cuanto al añadido truculento, el sistema no consiguió encontrar en la Red la secuencia original, de manera que la reconstruyó de manera hipotética. Se trataba del destripamiento de un cerdo y tal vez proviniera de un matadero legal, porque el animal parecía haber sido ejecutado previamente con el método reglamentario de anestesia y electropunción. Las credenciales habían sido cuidadosamente borradas, así como todo rastro electrónico, lo que hacía que el lugar fuera prácticamente imposible de localizar. Aunque había disminuido mucho el número de mataderos, en parte por la creciente sensibilidad animalista y en parte porque, para reducir las emisiones de CO2, el Gobierno obligaba a sacar una carísima licencia para comer carne, aún quedaban cientos de ellos en funcionamiento en todo el planeta, y además la grabación podría haber sido hecha en cualquier momento durante los tres últimos años, que era, según el programa, la vejez máxima del soporte. En cuanto al chip en sí y la bola holográfica, eran unos productos básicos y totalmente vulgares, los mismos que podría comprar un escolar en la todotienda de la esquina para preparar un holograma para su clase. Iba a ser muy difícil poder extraer algún dato de utilidad de todo ello. No obstante, inició un análisis exhaustivo de la secuencia del cerdo y lo dejó trabajando en segundo plano. Tardaría horas en completarse.
Decidió hacer una pausa para tomar algo. Metió en el chef-express una bandeja individual de croquetas de pescado prensado y en un minuto ya estaba cocinada. Quitó la tapa, se sirvió otra copa de vino y regresó ante la pantalla principal para comer directamente del envase.
—Busca Pablo Nopal —dijo en voz alta.
Aparecieron varias posibilidades y Bruna tocó una, pringando ligeramente la pantalla con la grasa de la comida. De inmediato se vio la imagen del hombre, una foto tridimensional de la cabeza, a tamaño real, en el lado derecho de la pantalla, y varias filmaciones en movimiento en el lado izquierdo. Moreno, delgado, con la nariz estrecha y larga, los labios finos, grandes ojos negros. Un tipo atractivo. Tenía treinta y cinco años. La edad del TTT, si fuera un rep. Pero no lo era. Nopal, decía la ficha, era dramaturgo y novelista, además de memorista. Y en efecto gozaba de cierta celebridad, no sólo por sus libros, bastante apreciados, sino también por el par de escándalos que tenía a sus espaldas. Siete años atrás había sido acusado del asesinato de un anciano tío suyo, un viejo patricio millonario del que casualmente él era el único heredero. Incluso permaneció algunos meses en prisión preventiva, pero al final hubo un oscuro asunto de contaminación de muestras y Nopal salió absuelto por falta de pruebas. Sin embargo su reputación quedó manchada y muchos siguieron creyéndolo culpable; de hecho, el Gobierno dejó de encargarle memorias a raíz de aquello, de modo que el hombre no había vuelto a ejercer ese trabajo. Al menos oficialmente, se dijo Bruna, porque las memorias del mercado negro también necesitaban un memorista que las escribiera. Tres años después de su absolución, Nopal se vio de nuevo implicado en otra muerte violenta, esta vez la de su secretario particular. Él había sido el último en ver a la víctima con vida y estuvo algún tiempo en el punto de mira de la policía, aunque al final ni siquiera llegó a ser procesado. Como es natural, todos estos turbios incidentes aumentaron las ventas de sus libros. No había como tener una reputación fatal para hacerse famoso en este mundo.
Bruna miró con atención el rostro de Nopal. Sí, era atractivo pero inquietante. Una sonrisa fácil pero demasiado burlona, demasiado dura. Unos ojos de expresión indescifrable. Había publicado tres novelas, la primera a los pocos meses de la muerte de su tío. Se titulaba Los violentos y su aparición fue celebrada como un pequeño acontecimiento cultural. Bruna marcó su contraseña y su número de crédito, pagó cinco gaias por el libro y descargó el texto en la tablilla electrónica. Pensaba echarle simplemente una ojeada, pero empezó a leer y no pudo parar. Era una novela corta y desasosegante, la historia de un chico que vivía en una zona de Aire Cero. Bruna había estado durante la milicia en uno de esos sectores hipercontaminados y marginales, y tuvo que reconocer que el autor sabía transmitir la desesperada y venenosa atmósfera del maldito agujero. El caso era que el chico se hacía amigo de una adolescente recién llegada, la hija de una jueza. Los magistrados, como los médicos, los policías y otros profesionales socialmente necesarios, eran destinados a los sectores de aire sucio cobrando el doble y durante un máximo de un año, para evitar repercusiones en la salud; y aun así, Bruna lo sabía, muchos se negaban a ir. La novela narraba la relación de los muchachos durante esos doce meses; al cabo, la noche antes de la partida de la jueza y su familia, los dos adolescentes mataban a la madre de la chica a martillazos. La escena era brutal, pero la novela estaba escrita de un modo tan convincente, tan veraz y angustioso, que Bruna experimentó una clara complicidad con los asesinos y deseó que escaparan de la justicia. Cosa que no conseguían: el final de la historia era deprimente.
Bruna apagó la tablilla, entumecida tras haber pasado varias horas en la misma posición y con una rara sensación de desconsuelo. Había algo en esa maldita novela que parecía que estaba escrito sólo para ella. Algo extrañamente cercano, reconocible. Algo que rozaba lo insoportable. Cuatro años, tres meses y veintitrés días.
Se puso en pie de un salto y caminó enfebrecida de un lado a otro. El piso no tenía más que dos ambientes, la sala-cocina y el dormitorio, y ninguna de las dos habitaciones era muy grande, de manera que con dar dos zancadas topaba con algún límite y tenía que volverse. Miró a través del ventanal: la ciudad brillaba y zumbaba en la oscuridad. Se acercó al gran tablero del rompecabezas: llevaba más de dos meses haciendo ese puzle y todavía le quedaba un agujero central de casi un centenar de piezas. Era uno de los más difíciles de cuantos había hecho: se trataba de una imagen del Universo, y había muchísima negrura y pocos cuerpos celestes por los que orientarse. Miró durante un rato los bordes dentados del hueco y manoseó las piezas sueltas, intentando encontrar alguna que encajara. El orden escondido dentro del caos. Por lo general, cuando resolvía rompecabezas se encontraba más cerca de la serenidad que en ningún otro momento de su crispada vida, pero ahora no podía concentrarse y terminó por abandonar sin haber conseguido colocar ni un solo fragmento más. La culpa era de Nopal, se dijo, y de esa asquerosa novela que ella había sentido tan cercana; los jodidos memoristas eran todos igual de perversos, igual de repugnantes. Entonces, y como tantas otras veces en las que el desasosiego le estallaba dentro del cuerpo, Bruna decidió ir a correr: el cansancio físico era el mejor tranquilizante. Se puso unos viejos pantalones de deporte y las zapatillas y abandonó el apartamento. Cuando pisó la calle eran las doce en punto de la noche.
Salió disparada en dirección al parque, primero tan descontrolada y tan deprisa que enseguida se quedó sin aliento. Redujo el paso y procuró tomar un ritmo equilibrado, respirar bien, acomodar el cuerpo. Poco a poco fue entrando en esa cadencia relajante e hipnótica de las buenas carreras, sus pies casi ingrávidos tocando la acera al compás de los latidos del corazón. Por encima de su cabeza, las pantallas públicas derramaban los estúpidos mensajes habituales, gracietas juveniles, clips musicales, imágenes privadas de las últimas vacaciones de alguien o noticias cubiertas por periodistas aficionados. En una pantalla vio cómo estallaba un Ins en Gran Vía, por fortuna no causando más muerte que la suya. Menos mal que por ahora los Terroristas Instantáneos eran tan incompetentes y tan lerdos que casi nunca lograban hacer mucho daño, pensó la androide; pero cuando esos chiflados antisistema aprendieran a organizarse y a fabricar bien sus bombas caseras, los Ins se iban a convertir en una pesadilla: todas las semanas se inmolaba alguno en Madrid por no se sabía muy bien qué razón. Bruna entró en el parque por la puerta de la esquina y cruzó el recinto en diagonal. No era un parque vegetal, sino un pulmón. A la rep le gustaba correr entre las hileras de árboles artificiales porque le era más fácil respirar: absorbían mucho más anhídrido carbónico que los parques auténticos y realmente se notaba la elevada concentración de oxígeno. Yiannis le había contado que, décadas atrás, los árboles artificiales se construían imitando más o menos a los verdaderos, pero ya hacía mucho que se habían abandonado esas formas absurdamente miméticas para buscar un diseño más eficiente. La androide conocía por lo menos media docena de modelos de árboles, pero los de este parque-pulmón, propiedad de la Texaco-Repsol, eran como enormes pendones de una finísima red metálica casi transparente, tiras flotantes de un metro de anchura y tal vez diez de altura que se mecían con el viento y producían pequeños chirridos de cigarra. Cruzar el parque era como atravesar las barbas de una inmensa ballena.
Cuando salió al otro lado, Bruna se sorprendió a sí misma torciendo hacia la derecha, en vez de ir a la izquierda y regresar a casa por la avenida de Reina Victoria, como tenía pensado. Trotó durante un minuto sin saber muy bien adónde iba, hasta que comprendió que se dirigía hacia los Nuevos Ministerios, uno de los agujeros marginales de la ciudad, una zona de prostitución y de venta de droga: tal vez pudiera encontrar allí algún traficante de memoria. No era el sitio más recomendable por el que pasearse de noche y sin armas, pero, por otra parte, un rep de combate haciendo deporte tampoco debía de ser el objetivo más deseable para los malhechores.
Pese a su nombre, los Nuevos Ministerios eran muy viejos. Habían sido construidos dos siglos atrás como centros oficiales; se trataba de un conjunto de edificios unidos entre sí que formaban una gigantesca mole zigzagueante, y debió de ser un mamotreto de cemento feo e inhóspito desde el momento de su inauguración. Durante las Guerras Robóticas los Nuevos Ministerios fueron empleados para realojar a las personas desplazadas, y luego no hubo manera de sacarlas de allí. Los refugiados iniciales realquilaron cuartos de forma ilegal a otros inquilinos y el entorno se degradó rápidamente. Las ventanas estaban rotas, las puertas quemadas y los antiguos jardines eran mugrientas explanadas vacías. Pero también había bares bulliciosos, sórdidos fumaderos de Dalamina, cabarets miserables. Todo un mundo de placeres ilegales regido por las bandas del lugar, que eran quienes pagaban por los derechos del aire.
Bruna llegó al perímetro exterior de los Nuevos Ministerios y pasó frente al Cometa, el local más famoso de la zona, un antro fronterizo hasta el que llegaban algunos clientes acomodados deseosos de asomarse al lado oscuro de la vida. La música era atronadora y en las proximidades de la puerta había bastantes personas. La mayoría, cuerpos de alquiler, calculó la detective con una rápida ojeada. Justo en ese momento un chaval de aspecto adolescente se emparejó con ella y se puso a trotar a su lado.
—Hola, chica fuerte... Veo que te gusta el deporte... ¿Te apetece hacer gimnasia conmigo dentro? Hago maravillas...
Bruna le miró: tenía los típicos ojos de pupila vertical, pero se le veía demasiado joven para ser un androide. Claro que podía haberse hecho una operación estética... Aunque lo más probable era que llevara lentillas para parecer un rep. Muchos humanos sentían una morbosa curiosidad sexual por los androides, y los prostitutos se aprovechaban de ello.
—¿Eres humano o tecno?
El muchacho la miró, dubitativo, sopesando qué respuesta le convenía más.
—¿Qué prefieres que sea?
—En realidad me importa un rábano. Era curiosidad, no negocios.
—Venga, anímate. Tengo caramelos. De la mejor calidad.
Caramelos. Es decir, oxitocina, la droga del amor. Una sustancia legal que compraban las parejas estables en las farmacias para mejorar y reverdecer su relación. Ahora bien, los caramelos eran cócteles explosivos de oxitocina en dosis masivas combinada con otros neuropéptidos sintéticos. Una verdadera bomba, por supuesto prohibida, que Bruna había tomado alguna vez con fulminante efecto. Pero no era ni el momento ni el lugar.
—No pierdas tu tiempo. Te lo digo en serio. No quiero nada de lo que ofreces.
El joven frunció ligeramente el ceño, algo disgustado pero lo suficientemente profesional como para seguir siendo encantador. Como siempre se repetía a sí mismo, un rotundo no de hoy podía ser un sí-clávamela de mañana.
—Está bien, cara rayada... Otro día será. Y yo que tú, guapa, no seguiría corriendo por ahí... Es una zona mala, incluso para las chicas fuertes.
Habían llegado al primer edificio, allí donde empezaban las oscuras explanadas del interior. El tipo dio la vuelta y comenzó a trotar hacia la ya lejana luz del Cometa. Entonces Bruna tuvo una idea.
—¡Espera!
El chico regresó, sonriente y esperanzado.
—No, no es eso —se apresuró a decir la rep—. Es sólo una pregunta: los caramelos se los comprarás a alguien, ¿no?
—¿Quieres que te pase alguno?
—No, tampoco es eso. Pero me interesan los que venden drogas. ¿Conoces a los traficantes de por aquí?
Al muchacho se le borró la sonrisa de la boca.
—Oye, no me busques líos. Yo me largo.
Bruna le agarró por el brazo.
—Tranquilo. No soy policía, tampoco camello, no tengas miedo. Te daré cien ges si contestas unas preguntas sencillísimas.
El prostituto se quedó pensando.
—Primero dame el dinero y luego te contesto.
—Está bien. No llevo efectivo, así que ponte en modo receptor.
Activaron los móviles y Bruna tecleó en el suyo la cantidad de 100 gaias y envió la orden. Un pitido señaló la transferencia del dinero.
—Vale. Tú dirás.
—Estoy interesada en las memorias artificiales. ¿Sabes de alguien que venda por aquí?
—¿Las memas? No sé. No uso. Pero allí al fondo, al otro lado de esa caseta medio derruida, donde está el farol rojo, hay un fumadero. Y tengo oído que más allá del fumadero, entre los arcos, es donde se ponen los traficas.
—¿Tienes oído? No fastidies. ¿Y tú de dónde sacas los caramelos?
—Oye, yo soy un profesional... Tengo un proveedor personal que me lo lleva a casa, todo un señor, nada que ver con esto, él sólo vende oxitocina. Aquí son drogas duras, fresas, memas, hielo... Yo de eso no sé nada, no me drogo. Salvo los caramelos, que son parte de mi trabajo. Lo siento, pero no te puedo decir más. Vete hasta el farol rojo y mira bajo los arcos que hay a la izquierda.
La androide suspiró.
—Esa información no vale el dinero que te he dado.
—¿Qué quieres? ¡Soy un buen chico! —contestó el otro con una sonrisa encantadora.
Y, dando media vuelta, echó a correr hacia el bar.
Bruna comenzó a atravesar la sórdida explanada. La mitad de las luces estaban rotas y las sombras se remansaban de modo irregular, grumos de tinieblas en la penumbra. Por fortuna ella podía ver bastante bien en la oscuridad, gracias a los ojos mejorados de los reps. Se suponía que las pupilas verticales servían para eso, aunque Myriam Chi y otros extremistas dijeran que los ojos gatunos no eran más que un truco segregacionista para que los reps pudieran ser fácilmente reconocidos. En cualquier caso la visión nocturna permitió a la detective distinguir a varias decenas de personas que, solas o en grupo, deambulaban por el lugar. Se cruzó con tres o cuatro, seres huidizos que se apartaban de su paso. También había algunos tipos durmiendo en el suelo, o quizá estuvieran desmayados, o quién sabe si muertos, yonquis con el cerebro quemado por la droga; no eran más que unos bultos oscuros, apenas distinguibles de los cascotes y demás desperdicios que cubrían la zona. Cerca de la puerta del fumadero vio un par de replicantes de combate, sin duda gorilas contratados. La miraron pasar con gesto furioso, como perros guardianes desesperados por no poder abandonar su puesto para ir a morder al intruso. Bruna se metió bajo los arcos, dejando el fumadero a la espalda. La luz roja del farol teñía la penumbra con un resplandor sanguinolento y fantasmal. Caminó lentamente por la arquería; delante de ella se iba espesando la oscuridad. Algunas pilastras más allá le pareció ver la silueta de una persona; estaba concentrada en distinguir su aspecto cuando alguien se le echó encima bruscamente. Con un reflejo de defensa automático, la rep agarró por los brazos al agresor y ya estaba a punto de machacarle la cabeza contra el muro cuando comprendió que no era un asaltante, sino un pobre idiota que había chocado sin querer contra ella. Peor aún: era un niño. Un verdadero niño. El crío la miraba aterrado. Bruna advirtió que casi lo tenía levantado en vilo y le soltó con suavidad. Por todos los demonios, si no parecía ni alcanzar la edad reglamentaria.
—¿Cuántos años tienes?
—Ca... catorce —farfulló el chico, frotándose los antebrazos con gesto dolorido.
¡Catorce! ¿Qué diantres hacía en la calle, saltándose el toque de queda para adolescentes?
—¿Qué haces aquí?
—He que... quedado con un amigo...
La androide observó el temblor de sus manos, las manchas de su cara, los dientes grisáceos. Eran los efectos de la fresa, de la Dalamina, la droga sintética de moda. Tan joven y ya estaba hecho polvo. La sombra que Bruna había visto unos cuantos arcos más allá se acercaba ahora con paso tranquilo. Llegó junto a ellos y sonrió apaciguadoramente. Era una mujer de unos cincuenta años con una oreja mucho más arriba que la otra: debía de ser una mutante deformada por la teleportación. La oreja fuera de lugar asomaba entre sus ralos cabellos casi en lo alto de la cabeza, como las de los perros.
—Hola... ¿qué buscas por aquí, amiga tecno?
Tenía una voz sorprendentemente hermosa, modulada y suave como un roce de seda.
—Yo quiero fresa... Quiero fresa... —interrumpió el chaval, agitado por su necesidad.
—Calla, niño... ¿Por quién me tomas?
—Sarabi, dame la pastilla, por favor —gimió él.
La mutante miró de arriba abajo a Bruna, intentando deducir si la rep suponía algún riesgo.
—Dale la maldita droga al chico. A mí me da igual —dijo la detective.
Y era verdad, porque el niño ya era un adicto y necesitaba la dosis para paliar el mono, y porque esa criatura de cuerpo esmirriado seguramente había robado y pegado y quizá incluso matado para conseguir el dinero de su dosis. Bandadas de chavales asilvestrados aterrorizaban la ciudad y ni siquiera el toque de queda conseguía contenerlos de manera eficaz. Cuando pensaba en esos adolescentes feroces, a Bruna le apenaba un poco menos saber que no podía tener hijos.
—Pero es que no te conozco —gruñó la mujer.
—Yo a ti tampoco —respondió Bruna.
—¿Puedo usar un cazamentiras?
—¿Ese chisme ridículo? Bueno, ¿por qué no?
La mujer sacó una especie de pequeña lupa y la colocó delante de uno de los ojos de Bruna.
—¿Tienes intención de causarme algún mal? —preguntó con tono enfático.
—Claro que no —contestó la detective.
La mutante guardó la lupa, satisfecha. Se suponía que los cazamentiras captaban ciertos movimientos del iris cuando alguien no decía la verdad. Se vendían por diez gaias por catálogo y eran un verdadero timo.
—Por favor, por favor, Sarabi, dame la fresa...
—Tranquilo, chico. Puede que tenga algo para ti, pero antes tú también tienes que darme algo...
—Sí, sí, claro... Toma...
El crío sacó de los bolsillos varios billetes arrugados que la mutante estiró y contó. Luego rebuscó en su mochila de polipiel marrón y extrajo un blíster transparente con un pequeño comprimido de color fucsia. El chico se lo arrebató de la mano y salió corriendo. La mutante se volvió hacia Bruna.
—Todavía no me has dicho qué es lo que quieres...
La bella voz parecía una anomalía más en un personaje tan siniestro.
—Quiero una mema. ¿Tú vendes?
La mujer hizo un gesto mohíno.
—Mmm, una memoria artificial... Ésas son palabras mayores. En primer lugar, son muy caras...
—No importa.
—Y además yo no trafico con eso.
—Vaya. ¿Y dónde puedo encontrar a quien lo haga?
La mujer miró alrededor como si estuviera buscando a alguien y Bruna siguió la línea de sus ojos. Aparentemente en la arquería no había nadie, aunque algunos metros más allá el lugar quedaba sepultado entre las sombras incluso para la visión mejorada de la detective.
—La verdad, no sabría decirte. Antes solían venir por aquí un par de vendedores de memas, pero hace varias semanas que no los veo. Parece que las cosas se están poniendo feas en el mercado de memorias... Ya sabes, por los muertos rep... Perdón, tecno.
—Sí, esas dos víctimas recientes... —dijo Bruna, lanzando un globo sonda.
—Mmm, más de dos, más de dos. Ya ha habido otras antes.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, tengo orejas... como sin duda ves —dijo la mutante, con un golpe de risa.
Luego se puso súbitamente seria.
—¿Cuánto estás dispuesta a pagar por la mema? Por una de primera calidad, escrita por un verdadero artista memorista.
—¿Cuánto costaría?
—Tres mil gaias.
Bruna se quedó sin aire pero intentó mantener la expresión impasible. En fin, esperaba que en el MRR no le pusieran reparos a la cuenta de gastos.
—De acuerdo.
—Pues mira, entonces has tenido suerte. Porque yo no trafico con esto, pero casualmente tengo aquí una mema buenísima que me dio un colega para pagar una deuda. ¿Tienes los tres mil ges?
—No en efectivo. Te transfiero.
La mujer agitó las manos delante de ella como si estuviera borrando el vaho de un espejo.
—No me gusta usar móviles. Dejan rastro.
—Pues es lo que hay. O eso, o nada.
La mutante pensó y refunfuñó durante medio minuto. Después sacó del bolso un tubo metálico largo y estrecho y se lo enseñó a Bruna. Bien podría haberle enseñado un termómetro para gallinas, porque la rep no había visto nunca un aplicador de memorias semejante. La mujer manipuló el ordenador de su muñeca.
—De acuerdo. Estoy lista. Haz la operación.
Cuando sonó el pitido verificó los datos y luego entregó el tubo a la detective. Tenía como medio centímetro de diámetro y unos veinte de longitud y quizá fuera de titanio, porque no pesaba nada. Bruna le dio unas cuantas vueltas entre los dedos.
—Ya sabes, la mema está dentro. Aquí. Mírala. Y esto es la pistola de inserción. ¿Sabes cómo funciona?
—Supongo que sí, aunque los aplicadores que yo conozco son distintos. Más grandes y más parecidos a una verdadera pistola.
—Entonces hace tiempo que no ves una mema. Tienes que meterte este extremo más delgado en la nariz, mételo todo lo que puedas y pulsa a la vez estos dos botones... entonces la pistola hará sus mediciones y colocará la memoria para que tenga la trayectoria adecuada. Y cuando lo haya hecho, dará un pitido de aviso y disparará. Tarda como un minuto. Tienes que quedarte lo más quieta posible durante todo el proceso. Apoya la cabeza en algún lado. Y fíjate bien qué punta te metes en la nariz, o te clavarás la mema en la mano... Que lo disfrutes.
Había dado las explicaciones con cierto matiz burlón en su voz sedosa, como si le divirtiera la ignorancia de Bruna. O quizá, sospechó la rep mientras veía desaparecer a la mujer entre los arcos, como si se regocijara de haberle cobrado más de lo debido. Ríe mientras puedas, se dijo la rep vengativamente: si descubría que la mutante estaba implicada de algún modo en las muertes se le iban a acabar las alegrías. La androide respiró hondo, intentando deshacer cierta opresión del pecho, y emprendió el camino de regreso. Hacia la mitad de la explanada echó a correr y no aflojó el ritmo hasta llegar a casa. Cuando entró en su piso apretaba tanto el tubo metálico que tenía las uñas marcadas en la palma.