Capítulo Dieciséis 9 страница

—Si hubieras encontrado algo podrías volver aquí y recoger al niño.

El instinto de Tom se rebelaba contra aquella idea.

—¿Y qué pensarán los monjes de mi abandono del bebé?

—Ya saben que lo has hecho —replicó ella con tono impaciente—. Sólo se trata de que lo confieses ahora o más adelante.

—¿Saben los monjes cómo cuidar a los niños?

—Al menos saben tanto como tú.

—Eso lo dudo.

—Bueno, han encontrado la manera de alimentar a un recién nacido que sólo puede chupar.

Tom empezó a darse cuenta de que Ellen tenía razón. Por mucho que anhelara tener en sus brazos aquella pequeña cosa, no podía negar que los monjes estaban en mejores condiciones que él para cuidar del niño.

—Dejarlo otra vez —dijo tristemente—. Supongo que tengo que hacerlo.

Permaneció donde estaba, mirando a través del calvero, a la pequeña figura en el regazo del sacerdote. Tenía el pelo oscuro como el de Agnes. Tom ya había tomado una decisión, pero en aquel momento no lograba apartarse de allí.

Y entonces, por la parte más alejada del calvero, apareció un numeroso grupo de monjes, unos quince o veinte, llevando hachas y sierras, y de repente Tom y Ellen corrieron peligro de ser vistos. Se sumergieron de nuevo entre los arbustos. Tom ya no podía ver al bebé.

Se desviaron entre la maraña de matorrales y en cuanto llegaron al camino echaron a correr. Corrieron trescientas o cuatrocientas yardas cogidos de la mano hasta que Tom se sintió exhausto. Además ya se encontraban fuera del alcance de la vista. Dejaron de nuevo el camino y encontraron un lugar para descansar ocultos.

Se sentaron en un ribazo herboso entre sol y sombra. Tom miró a Ellen tumbada boca arriba, jadeante, con las mejillas arreboladas, los labios sonriéndole. Se le había abierto el cuello de la túnica dejando al descubierto la garganta y la curva de un pecho. De súbito sintió la necesidad de contemplar de nuevo su desnudez y el deseo fue mucho más fuerte que el remordimiento que sentía. Se echó sobre ella para besarla, aunque luego vaciló. Mirarla era un verdadero placer. Habló impremeditadamente y sus propias palabras le cogieron por sorpresa.

—¿Quieres ser mi mujer, Ellen? —le dijo.

Capítulo Dos

Peter de Wareham era un perturbador nato.

Le habían trasladado a la pequeña celda en el bosque desde la casa matriz en Kingsbridge, y era fácil comprender por qué el prior de Kingsbridge estaba tan ansioso por librarse de él. Era un hombre alto y fuerte, cerca de los treinta, de poderoso intelecto y modales desdeñosos, que vivía en un estado permanente de justificada indignación.

Al llegar por primera vez y empezar a trabajar en los campos estableció un ritmo enloquecido y luego acusó a los demás de perezosos. Sin embargo, y ante su propia sorpresa, la mayoría de los monjes habían mantenido su ritmo de trabajo e incluso los más jóvenes llegaron a cansarle. Entonces buscó otro pecado que no fuera la ociosidad decidiéndose en segundo lugar por la gula.

Empezó por comer sólo la mitad de su pan y nada de carne.

Durante el día bebía agua de los arroyos y cerveza aguada, y rechazaba el vino. Dio una reprimenda a un saludable monje por haber pedido más gachas, e hizo llorar a un muchacho que en broma se había bebido el vino de otro.

Los monjes no mostraban indicios de gula, reflexionaba el prior Philip mientras regresaban desde lo alto de la colina al monasterio, a la hora del almuerzo. Los más jóvenes eran delgados y musculosos, y los mayores nervudos, quemados por el sol. Ninguno de ellos tenía esas características redondeces pálidas y blandas de quienes comen mucho y no hacen nada. Philip pensaba que todos los monjes debían estar delgados. Los monjes gordos provocaban la envidia y el aborrecimiento del hombre pobre hacia los servidores de Dios.

Como era característico en él, Peter había encubierto su acusación con una confesión.

—He cometido el pecado de gula —había dicho aquella misma mañana cuando estaban tomando un respiro sentados en los tocones de los árboles que acababan de talar, comiendo pan de centeno y bebiendo cerveza—. He desobedecido la regla de san Benito que dice que los monjes no deben comer carne ni beber vino. —Miró a los otros en derredor suyo, con la cabeza alta y brillándole orgullosa la mirada, que finalmente se detuvo en Philip—. Y cada uno de los que están aquí es culpable del mismo pecado —acabó diciendo.

En realidad era muy triste que Peter fuera así, pensó Philip. El hombre estaba consagrado al trabajo de Dios y tenía una mente excelente y una gran fortaleza de propósito. Parecía tener una necesidad compulsiva de sentirse especial y que en todo momento se tuviera en cuenta su presencia, lo cual le inducía a provocar escenas.

Era auténticamente pesado, pero Philip le quería como a todos los demás, porque detrás de toda aquella arrogancia y desdén, Philip podía descubrir un alma turbada, que en realidad no creía posible que nadie se interesara por él.

—Esto nos da oportunidad de recordar lo que decía san Benito sobre el tema ¿Recuerdas las palabras exactas, Peter? —había dicho Philip.

—Dijo: Todos, salvo los enfermos, deberían abstenerse de comer carne. Y además, El vino no es en modo alguno una bebida de monjes —contestó Peter.

Philip asintió. Como había sospechado, Peter no conocía la regla tan bien como él.

—Casi es correcto, Peter —dijo—. El santo no se refería a la carne en general sino a la carne de animales de cuatro patas, y aún así hacía la excepción no sólo de los enfermos sino también de los débiles. ¿A qué se refería con lo de los débiles? Aquí, en nuestra pequeña comunidad, somos de la opinión que el hombre que ha quedado debilitado por un trabajo agotador en los campos, es posible que necesite comer carne de vaca para, de esa manera, conservar su fortaleza.

Peter había estado escuchando con silencio taciturno, fruncido el ceño desaprobador, juntas las negras y espesas cejas sobre el puente de su gran nariz curva, y una expresión de desafío contenido en el rostro.

—En cuanto al tema del vino, el santo dice: Leemos que el vino no es en modo alguno bebida de monjes —siguió diciendo Philip—. La utilización de la palabra leemos da a entender que no respalda de manera absoluta la proscripción. Y también dice que una pinta de vino al día debería ser suficiente para cualquiera. Y nos advierte del peligro de beber hasta la saciedad. Creo que está claro que no espera que los monjes se abstengan por completo, ¿no crees?

—Pero dice que en todo ha de mantenerse la frugalidad —arguyó Peter.

—¿Y tú piensas que aquí no somos frugales? —le preguntó Philip.

—Así es —dijo con voz estridente.

—Deja que aquellos a quienes Dios les da el don de la abstinencia sepan que recibirán su adecuada recompensa —citó Philip—. Si crees que aquí el alimento es demasiado abundante, puedes comer menos. Pero recuerda lo que dice el santo: Cita la Epístola I a los Corintios en la que San Pablo dice: Cada uno ha recibido su propio don de Dios, uno este, el otro, aquel. Y luego el santo nos dice: Por esa razón la cantidad de comida de otra gente no puede determinarse sin cierta duda. Peter, recuerda esto mientras ayunas y meditas sobre el pecado de la gula.

Luego habían vuelto al trabajo, Peter con aires de mártir. Philip se dio cuenta de que no podría acallarle con facilidad. De los tres votos hechos por los monjes —pobreza, castidad y obediencia—, este último era el que creaba más dificultades a Peter.

Naturalmente había maneras de tratar a los monjes desobedientes. Confinamiento en solitario, a pan y agua, flagelación y, como recurso extremo, la excomunión y expulsión del convento. Habitualmente Philip no vacilaba en aplicar tales correctivos, especialmente cuando un monje estaba poniendo en tela de juicio su autoridad. En consecuencia estaba considerado como un ordenancista duro. Pero de hecho aborrecía tener que recurrir a correctivos, quebraba la armonía de la hermandad monástica y hacía que todos se sintieran desgraciados. De cualquier forma, en el caso de Peter, el correctivo no serviría de nada. En realidad sólo se lograría que el hombre se mostrara más orgulloso e implacable. Philip tenía que encontrar una forma de controlar a Peter y al mismo tiempo hacerle más receptivo.

No sería tarea fácil. Aunque por otra parte pensó que si todo resultara fácil, el hombre no necesitaría la guía de Dios.

Llegaron al calvero del bosque en el que estaba el monasterio.

Mientras cruzaban el espacio abierto, Philip vio al hermano John agitando enérgicamente los brazos en dirección a ellos desde el redil de las cabras. Le llamaban Johnny Eightpence («Ochopeniques») y estaba algo mal de la cabeza. Philip se preguntó qué sería lo que le tenía tan inquieto. Con Johnny se encontraba un hombre con hábitos de sacerdote. Su aspecto le resultaba vagamente familiar y Philip se acercó presuroso.

El sacerdote era un hombre bajo y fornido, de unos veinticinco años, con el pelo negro cortado casi al rape y unos brillantes ojos azules que revelaban una inteligencia despierta. El mirarle fue para Philip como verse en un espejo. Descubrió sobresaltado que era Francis, su hermano pequeño.

Y Francis sostenía a un recién nacido.

Philip no sabía qué era más sorprendente, si la presencia de Francis o la del bebé. Los monjes se arremolinaron alrededor de ellos. Francis se puso en pie y entregó el niño a Johnny. Entonces Philip le abrazó.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Philip encantado—. ¿Y por qué llevas contigo un bebé?

—Luego te contaré por qué estoy aquí —dijo Francis—. En cuanto al bebé, lo he encontrado en el bosque, completamente solo, junto a una gran hoguera.

—Y… —le alentó a seguir Philip.

Francis se encogió de hombros.

—No puedo decirte nada más porque es todo cuanto sé. Confiaba en llegar aquí anoche, pero no me fue posible, así que he dormido en la cabaña de un guarda forestal. Al alba emprendí de nuevo la marcha. Y cuando cabalgaba por el camino oí el llanto de un niño. Lo recogí y lo traje aquí. Esa es toda la historia.

Philip miró incrédulo al diminuto bulto en brazos de Johnny.

Alargó la mano y levantó una esquina de la manta. Vio una carita rosada y arrugada, una boca abierta sin dientes y una cabecita calva, la viva imagen en miniatura de un monje anciano. Levantó algo más la manta y vio unos hombros pequeños y frágiles, unos brazos que se agitaban y unos puños cerrados. Observó más de cerca el trozo del cordón umbilical que colgaba del ombligo del niño. Era ligeramente repugnante. Se preguntó si eso sería natural. Tenía el aspecto de una herida que estuviese cicatrizando bien, por lo que lo mejor sería dejarla tal como estaba. Separó aún más la manta.

—Es un chico —dijo con un carraspeo incómodo, al tiempo que volvía a taparle con la manta. Uno de los novicios rio entre dientes.

De repente, Philip se sintió incapaz. ¿Qué puedo hacer con él?, se preguntó. ¿Alimentarlo?

El niño se echó a llorar y aquel sonido resonó en su corazón como un himno entrañable.

—Tiene hambre —dijo, y en su fuero interno pensó: ¿Cómo lo he sabido?

—No podemos alimentarlo —dijo uno de los monjes.

Philip estaba a punto de preguntar ¿por qué no?, cuando lo comprendió. No había mujeres en muchas millas.

Pero Johnny había resuelto ya el problema, como pudo comprobar Philip. Johnny se sentó en el taburete con el bebé en su regazo. Tenía en la mano una toalla con una de sus esquinas retorcida en espiral; sumergió la esquina en un balde de leche, dejando que se empapara bien y luego la acercó a la boca del niño. Este la abrió, chupó la toalla y tragó.

A Philip le entraron ganas de aplaudirle.

—Eso ha sido muy inteligente por tu parte, Johnny —dijo sorprendido.

Johnny sonrió.

—Ya lo había hecho antes, cuando una cabra murió antes de destetar a su cabrito —dijo orgulloso.

Todos los monjes observaban atentos mientras Johnny repetía la sencilla operación de empapar la punta de la toalla y dejar que el recién nacido la chupara. Philip observó divertido que al aplicar la toalla a la boca del niño, algunos monjes abrieron la suya con movimiento reflejo. Era una manera lenta de alimentar al bebé, aunque sin duda alguna alimentar bebés era un asunto lento.

Peter de Wareham, que había sucumbido a la fascinación general ante el bebé y que durante un rato se había olvidado de mostrarse crítico sobre algo, se recuperó por fin y dijo.

—Lo más fácil sería encontrar a la madre del niño.

—Lo dudo —dijo Francis—. Probablemente la madre no estará casada y por tanto será culpable de trasgresión moral. Me imagino que será joven. Quizás haya logrado mantener el embarazo en secreto y al acercarse el momento del alumbramiento se vino al bosque, encendió un fuego y dio a luz sola. Luego abandonó al niño a los lobos y se fue por donde había venido. Se asegurará de que no puedan encontrarla.

El bebé se había quedado dormido. Siguiendo un impulso Philip se lo cogió a Johnny. Lo mantuvo apretado contra su pecho sujetándolo con una mano y meciéndolo.

—¡Pobre criatura! —dijo.

Se sintió invadido por el ansia de proteger y cuidar del niño. Se dio cuenta de que los monjes le miraban atónitos ante su repentino alarde de ternura. Naturalmente, nunca le habían visto acariciar a nadie, ya que en el monasterio estaba estrictamente prohibido cualquier tipo de efusión física. Era evidente que le creían incapaz de semejante gesto. Bueno, se dijo, ahora ya saben la verdad.

—Entonces tendremos que llevar el niño a Winchester y tratar de encontrarle una madre adoptiva —dijo Peter de Fareham de nuevo.

Si aquello lo hubiera dicho cualquier otro, quizás Philip no se hubiera mostrado tan rápido en contradecirle. Pero había sido Peter. Philip habló presuroso, y a partir de entonces su vida nunca volvió a ser la misma.

—No vamos a dárselo a una madre adoptiva —afirmó con decisión—. Este niño es un don de Dios. —Miró a todos en derredor. Los monjes le miraban a su vez, con los ojos muy abiertos, pendientes de sus palabras—. Nosotros cuidaremos de él —siguió diciendo—. Le alimentaremos, le enseñaremos y le conduciremos por los caminos del Señor. Luego, cuando sea hombre, se hará monje, y entonces se lo devolveremos a Dios.

Se hizo un maravillado silencio.

Entonces intervino de nuevo Peter.

—Eso es imposible, ¡los monjes no pueden criar un bebé! —exclamó con voz airada.

Philip se encontró con la mirada de su hermano y ambos sonrieron, rememorando tiempos pasados. Cuando Philip habló de nuevo, el tono de su voz estaba cargado con el peso del pasado.

—¿Imposible? No, Peter. Estoy seguro de que puede hacerse y también lo está mi hermano. Lo sabemos por experiencia, ¿verdad, Francis?

El día que Philip consideraba ahora como el último, su padre regresó herido a casa. Philip fue el primero en verle, cabalgando sobre el serpenteante sendero de la ladera de la colina hacia la aldehuela, en el montañoso Gales del norte. Como siempre, Philip, que por entonces tenía seis años, corrió a su encuentro. Pero esta vez su padre no lo subió al caballo, delante de él. Cabalgaba lentamente, desplomado sobre la silla sujetando las riendas con la mano derecha mientras el brazo izquierdo le colgaba inerte. Tenía la cara pálida y la ropa manchada de sangre. Philip se sentía intrigado y atemorizado a un tiempo, ya que nunca había visto a su padre mostrar debilidad.

—Vete a buscar a tu madre —le dijo.

Cuando le hubieron llevado a casa, su madre le cortó la camisa. Philip quedó horrorizado al ver a su madre, siempre tan ahorradora, estropear expresamente una ropa tan buena. Aquello le impresionó más que la sangre.

—No te preocupes por mí —había dicho su padre, pero su vozarrón habitual se había debilitado hasta no ser más que un murmullo y nadie le hizo caso, otro hecho asombroso ya que su palabra era ley—. Déjame y llévate a todos al monasterio. Pronto estarán aquí los malditos ingleses.

En lo alto de la colina había un monasterio con una iglesia, pero Philip no alcanzaba a comprender por qué habrían de ir allí, cuando ni siquiera era domingo.

—Si sigues perdiendo sangre no podrás ir a ninguna parte. Nunca —le dijo ella. Pero tía Gwen dijo que daría la alarma y salió de la habitación.

Años más tarde, cuando pensaba en los acontecimientos que siguieron, Philip comprendió que en aquel momento nadie se había acordado de él ni de Francis, su hermano de cuatro años, y que nadie pensó tampoco en conducirles al monasterio, donde estarían seguros.

La gente pensaba en sus propios hijos y dieron por sentado que Philip y Francis estaban bien porque se encontraban con sus padres. Pero el padre se estaba desangrando hasta morir y la madre intentaba salvarle y así fue cómo los ingleses les sorprendieron a los cuatro.

Durante la corta experiencia de Philip nada le había preparado para la aparición de dos hombres de armas que abrieron la puerta de un puntapié y entraron en la casa de una sola habitación. En otras circunstancias no hubieran resultado aterradores porque eran el tipo de adolescentes grandes y desmañados que se burlaban de las viejas, maltrataban a los judíos y a medianoche se liaban a puñetazos fuera de las cervecerías. Pero en aquellos momentos, y Philip lo comprendió años después cuando finalmente fue capaz de pensar de manera objetiva sobre aquel día, los dos jóvenes estaban sedientos de sangre; habían participado en una batalla; habían oído los gritos agónicos de los hombres y visto morir a sus amigos y literalmente habían estado muertos de miedo. Pero habían ganado la batalla y sobrevivido, y ahora perseguían con saña a sus enemigos. Y nada podría satisfacerles tanto como más sangre, más gritos, más heridas y más muerte.

Todo ello estaba escrito en sus caras crispadas al irrumpir en la habitación como zorros en un gallinero.

Actuaron con gran rapidez, pero Philip no olvidaría nunca cada movimiento, como si todo ello hubiera durado mucho tiempo. Los dos hombres llevaban armadura ligera, tan sólo una túnica corta de malla y un casco de cuero con bandas de hierro. Ambos llevaban las armas en las manos. Uno de ellos era feo, con una gran nariz corva y bizquera mostrando los dientes con una espantosa mueca simiesca.

El otro tenía una barba exuberante, manchada de sangre, sin duda de algún otro, pues no parecía estar herido. Los dos hombres recorrieron con la mirada la habitación sin detenerse. Sus ojos, calculadores e implacables dieron de lado a Philip y Francis; observaron la presencia de la madre y se clavaron en el padre. Casi estuvieron junto a él antes de que nadie pudiera moverse.

La madre había estado inclinada sobre él atándole un vendaje en el brazo izquierdo. Se enderezó volviéndose hacia los intrusos con los ojos centelleantes de valor desesperado. El padre se puso en pie de un salto y se llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada. Philip lanzó un grito de terror.

El hombre feo levantó su espada y la descargó por la empuñadura sobre la cabeza de la madre. Luego la empujó a un lado sin clavarle la espada, probablemente porque no quería arriesgarse a que la hoja quedara atascada en un cuerpo mientras el hombre siguiera estando vivo. Philip imaginó todo aquello años más tarde. En aquel momento se limitó a correr hacia su madre sin comprender que ella ya no podía protegerle. Ella dio un traspiés, aturdida, y el hombre feo pasó junto a ella, alzando de nuevo su espada. Philip se aferró a las faldas de su madre mientras ella se tambaleaba, pero el niño no pudo dejar de mirar a su padre.

Este sacó el arma de la vaina y la alzó con un movimiento defensivo. El hombre feo descargó la suya y las hojas sonaron como una campana. Al igual que todos los niños pequeños, Phil pensaba que su padre era invencible. Fue entonces cuando supo la verdad. El padre estaba débil por la pérdida de sangre. Al encontrarse las dos espadas la suya cayó y el atacante alzó la suya ligeramente y atacó rápido de nuevo. Descargó el golpe donde los grandes músculos del cuello de padre se unían a los anchos hombros. Philip empezó a chillar al ver la afilada hoja hundirse en el cuerpo de su padre. El hombre feo impulsó de nuevo el brazo para otro ataque y hundió la punta de su espada en el vientre del padre.

Philip miró a su madre paralizado por el terror. Sus ojos se encontraron con los de ella en el preciso momento en que el otro hombre, el barbudo, la golpeaba. Cayó al suelo junto a Philip, sangrando de una herida en la cabeza. El hombre barbudo cogió entonces la espada por el otro extremo, dándole la vuelta de manera que apuntara hacia abajo y sujetándola con las dos manos. Luego la alzó mucho, como si estuviera a punto de clavársela a sí mismo, y la descargó con fuerza. Hubo un espantoso crujido de hueso roto al atravesar la punta el pecho de la madre. La hoja se hundió profundamente, tan hondo —observó Philip, incluso estando bajo el influjo de un terror ciego e histérico—, que debió de haberle atravesado la espalda clavándola al suelo como si de un clavo se tratara.

Philip miró de nuevo desesperado a su padre. Le vio derrumbarse hacia delante sobre la espada del hombre feo, vomitando gran cantidad de sangre. Su atacante retrocedió y tiró de la espada, intentando sacarla del cuerpo. El padre avanzó otro paso vacilante, sin apartarse de él. El hombre feo lanzó un grito furioso y removió la espada en el vientre. Finalmente logró sacarla. Al caer al suelo, su padre se llevó la mano al vientre desgarrado como intentando tapar la inmensa herida abierta. Philip siempre había creído que lo que la gente tenía dentro del cuerpo era más o menos sólido, y se sintió confundido y con náuseas a la vista de los desagradables tubos y órganos que salían de su padre. El atacante levantó muy en alto la espada, con la punta hacia abajo, sobre el cuerpo del padre, como había hecho el hombre barbudo sobre la madre, y descargó de la misma manera el golpe final.

Los dos ingleses se miraron y de repente Philip vio el alivio reflejado en sus rostros. Ambos se volvieron a mirarles, a él y a Francis. Uno hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y el otro se encogió de hombros. Y Philip comprendió que iban a matarles a él y a su hermano abriéndoles de arriba abajo con aquellas afiladas espadas, y cuando comprendió lo mucho que le iba a doler, se sintió invadido por el terror hasta el punto de que pareció que la cabeza iba a estallarle.

El hombre con sangre en la barba se adelantó rápido y cogió a Francis por un tobillo. Lo mantuvo en el aire cabeza abajo mientras el chiquillo chillaba, llamando a su madre sin comprender que estaba muerta. El hombre feo retiró su espada del cuerpo del padre y puso el brazo en posición, dispuesto a atravesar el corazón de Francis con su arma.

Aquella acción no llegó a tener lugar. Resonó una voz de mando y los dos hombres se quedaron inmóviles. Callaron los gritos y Philip se dio cuenta que era él quien los había estado dando. Miró hacia la puerta y vio al abad Peter, con su hábito de tejido casero, con la ira de Dios en la mirada, llevando en la mano una cruz de madera a modo de espada.

Cuando en sus pesadillas Philip revivía aquel día y se despertaba sudando y gritando en la oscuridad, siempre era capaz de calmarse y de dormirse de nuevo, evocando en su mente aquel cuadro final y la forma en que los gritos y las heridas habían sido dominados por el hombre desarmado que llevaba sólo la cruz.

El abad Peter habló de nuevo. Philip no llegó a entender el lenguaje que utilizó, naturalmente fue el inglés, pero su significado era claro, ya que los dos hombres parecieron avergonzados y el barbudo dejó a Francis con cuidado en el suelo. Sin dejar de hablar, el monje entró tranquilamente en la habitación. Los hombres de armas retrocedieron un paso, casi como si les inspirara temor… a ellos, con sus espadas y armaduras mientras él sólo llevaba un hábito de lana y una cruz. Les dio la espalda con un gesto de desprecio y se puso en cuclillas para hablar a Philip. Su tono era práctico.

—¿Cómo te llamas?

—Philip.

—Ah, sí, ya recuerdo. ¿Y tu hermano?

—Francis.

—Está bien. —El abad miró a los cuerpos ensangrentados caídos sobre el suelo de tierra—. Esta es tu madre, ¿verdad?

—Sí —sintió el pánico de nuevo al señalar el cuerpo mutilado de su padre—: ¡Y ese es mi papá!

—Ya lo sé —dijo el monje con voz tranquilizadora—. No debes de seguir gritando; sólo tienes que contestar a mis preguntas. ¿Te das cuenta de que están muertos?

—No lo sé —repuso Philip tristemente. Sabía que eso se decía cuando morían los animales, pero ¿cómo podía sucederle a mamá y a papá?

—Es como quedarse dormido —dijo el abad Peter.

—¡Pero tienen los ojos abiertos! —gritó Philip.

—Chiss. Entonces lo mejor será que se los cerremos.

—Sí —asintió Philip. Tenía la sensación de que aquello solucionaría algo.

El abad Peter se puso en pie, cogió de la mano a Philip y Francis y los condujo atravesando la habitación junto al cuerpo de su padre.

Arrodillándose, cogió a Philip la mano derecha.

—Te enseñaré cómo —le dijo. Dirigió la mano de Philip hacia la cara de su padre, pero de repente Philip tuvo miedo de tocarle porque el cuerpo parecía muy extraño, pálido, inerte y horriblemente herido.

Apartó violentamente la mano. Luego miró con ansiedad al abad Peter, un hombre al que nadie desobedecía, pero el abad no parecía enfadado con él.

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