CAPÍTULO 16 ARCADIA FELIZ
Pasarían muchos meses más antes de que Trinidad pudiera ver cumplido su deseo. El diciembre de 1792 en Madrid fue uno de los más crueles que se recuerdan. Largos y afilados carámbanos frisaban las cornisas de El Recuerdo y la nieve llegó a cercar de tal modo a sus habitantes que quedaron aislados durante semanas. La gripe, que algunos entonces llamaban «matarratas», obligó a guardar cama por igual a criados y señores y, a los que no la sufrieron, como Trinidad y Caragatos, se los solicitaba tanto en la cocina y en los corrales como en la zona de los señores para ayudar a vestirse al duque y a la duquesa felizmente recuperada del perro negro, pero ahora con una gripe de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Uno de los cometidos de Trinidad fue ocuparse de limpiar las habitaciones del duque consorte. Gonzaga Oribe y López era hijo de un vinatero manchego que logró hacer una fortuna aguando el vino un poco menos que sus competidores y vendiéndolo a buen precio. Antes de que el abuelo de Amaranta desertara de la cordura para encerrarse en sus habitaciones a leer, había dedicado sus afanes a buscar el marido ideal para su única nieta, huérfana desde niña. Nada de nobles lechuguinos, se dijo, que de esos ya hemos tenido bastantes, mejor alguien sin apellidos pero con buenos cuartos que sepa ocuparse de los asuntos de la familia con la sensatez de un contable y el buen ojo de un comerciante. De ahí que, en vez de buscar entre sus iguales, entablara conversaciones con el susodicho vinatero, que tenía un hijo muy bien plantado. Lamentablemente para el abuelo y su afán de dejarlo todo bien amarrado antes de morir, cuando al fin conoció al candidato, se dio cuenta de que aquello de que de tal palo tal astilla fallaba más que un mosquete oxidado, porque el tal Gonzaga bien plantado sí que era un rato, pero no había heredado ni una pizca de seso del avispado autor de sus días. «No importa. Aquí estaré para vigilar y suplir lo que a él le falta», se dijo, pero poco después naufragó para siempre entre libros mientras que el hijo del comerciante no tardó en convertirse en lo que ahora —diez años más tarde— era y el abuelo siempre había querido evitar: un duque de familia decadente. A Amaranta, su marido le resultaba cómodo. Gonzaga no tenía más intereses que una buena mesa y sobre todo una buena caza (en el más extenso sentido de la palabra), por lo que pasaba meses lejos de El Recuerdo. Ella tenía sus viajes, sus amigos toreros y cómicos, él sus mozas y mozos (muy guapos siempre), sus ojeadores, sus comilonas y ninguno invadía el territorio del otro, el matrimonio perfecto. La nieve, sin embargo, hizo que ambos estuvieran más en casa y fue así como Trinidad llegó a conocer al duque consorte. También a sufrirlo, porque pese a estar afiebrado, no paraba de organizar veladas en sus habitaciones a las que invitaba a lo que él llamaba «mis niños». Mozas y mozos de la propiedad que, lejos de trabajar como el resto, se divertían con un juego que parecía gustar mucho a Gonzaga consistente en que quien perdía a los dados debía desprenderse bien de la camisa, bien del jubón, bien de la falda, cuando no de todas las prendas para gran regocijo del duque, que era perro ojeador y poco levantador, por lo que prefería ver a participar. Después introdujo otra variante, de modo que, cuando el aguardiente menudeaba y el juego se alargaba hasta altas horas de la madrugada, a más de uno o una les daba por pasear como Dios los trajo al mundo por los pretiles, por lo que el número de bajas crecía de modo alarmante. Por suerte para Trinidad, había no pocos voluntarios para el juego de las prendas y pronto (o mejor dicho, después de unos cuantos magreos) Gonzaga se cansó de una esclava tanto menos dispuesta que otras mozas y la despidió. La gripe, no obstante, continuaba haciendo estragos entre el personal de palacio, de modo que enseguida pudo pasar del ala sur de Gonzaga al ala oeste de Amaranta, en la que la duquesa de momento seguía resistiendo valientemente al embate de la «matarratas», aunque sin poder salir de casa por las nieves. Fue gracias a tan obligado encierro que la duquesa llegó a descubrir cuánta razón tenía Martínez al regalarle aquella esclava tan bella que se movía como un gato y se afanaba en silencio. Incluso, qué extraño, a Amaranta le daba la impresión de que la chica la miraba con admiración y también —¿era posible?— como si le estuviera agradecida por alguna merced. Pero bueno, qué más daba, no era admiración y mucho menos afecto lo que ella buscaba en una fámula, sino diligencia, abnegación, paciencia. Las fiebres trajeron también otros cambios y otras medidas higiénicas indispensables para evitar caer con la «matarratas». Amaranta se dio cuenta de que varias de sus criadas, de unas semanas a esta parte, llevaban unos recogidos de pelo discretos como no podía ser menos dada su condición, pero sumamente favorecedores. «Es la esclava cubana», le había dicho una de ellas a la que le preguntó por tan notable cambio. «Esa negra se da muy buena maña con peines y cepillos. Y esto que puede apreciar la señora duquesa no es nada —añadió—. Debería ver qué peinados de fantasía hace, nada tienen que envidiar a los de monsieur Gaston». Encerrada como estaba y sin poder visitar a sus amigos ni asomar la nariz, un día decidió llamarla y le pidió que le hiciera una de sus creaciones. «Un peinado de tu tierra», le requirió aburrida como un hongo y deseosa de probar algo exótico. Trinidad le había hecho un gran turbante multicolor como el que usan las negras en los candombes y Amaranta pensó que resultaba bastante favorecedor para llevar a alguna de las fiestas de máscaras a las que solía asistir y que, con un poco de suerte, volvería a frecuentar cuando se acabara aquella maldita era glacial. Pero entonces cayó con la gripe y la «matarratas» tuvo en ella un efecto devastador. Uno que a punto estuvo de sumirla de nuevo en la melancholia. El pelo se le empezó a caer a guedejas. Cada mañana despertaba con un mechón menos y un sobresalto más. Un día, su doncella se la encontró enloquecida ante el espejo arrancándose los pocos pelos que le quedaban, ululando que ya nunca saldría de su habitación. Que si su abuelo se había pasado años enclaustrado, a nadie le extrañaría que ella hiciera otro tanto y que qué más le daba el mundo y sus pompas, la corte y los teatros, sus amigos y sus amantes, si estaba más calva que una patata monda. Fue a una de sus doncellas a la que se le ocurrió la brillante idea. Si la señora duquesa había admirado una vez el turbante de la fregona negra, ¿por qué no adoptaba esa clase de peinado hasta que la naturaleza le devolviese, al menos en parte, su vigor capilar? Trinidad, a la que para entonces ya habían devuelto a sus labores en el matadero de pollos, regresó a palacio por la puerta grande y, mientras la nieve caía inmisericorde sobre los muros de El Recuerdo y los carámbanos se alargaban hasta parecer cuchillos, Amaranta y ella ensayaban turbantes. De raso (demasiado resbalosos), de terciopelo (oh, no, muy tiesos), de seda, de grosgrain, de plumeti… hasta dar —una mañana en que además salió el sol, qué doble bendición— con la combinación perfecta. Una gruesa tela de damasco que, entreverada sabiamente con una buena mata de pelo postizo, le daba a la cara de la duquesa un aire regio. «Eres un tesoro, negra —le dijo el día que por fin cantaron eureka—. A partir de ahora trabajarás aquí, conmigo».
El sol que se reflejaba en los hilos iridiscentes del turbante de Amaranta fue la primera señal de que el tiempo comenzaba a cambiar. Con la llegada de enero empezaron a subir las temperaturas y con ellas la buena noticia para Trinidad de que Amaranta había decidido terminar su convalecencia en su lejana propiedad de El Olvido (y de paso y sin que ninguno de sus amigos se enterara o la viera hasta recuperar su pelo).
—¿Ves? —le había dicho Trinidad a Caragatos cuando se enteró de la inminencia de la partida—. Ya te dije que ellos caminaban derechos por caminos torcidos.
—¿Quién? —preguntó su amiga, que se había olvidado de los orishás.
—Estaba segura de que me llevarían hasta El Olvido, pero nunca se me ocurrió que se servirían de un turbante para hacerlo. Tú vendrás también, ¿verdad?
—No creo que en El Olvido necesiten fregonas.
—Seguro que puedes colarte entre los muchos criados que llevará con ella. Nadie conoce los mil entresijos de esta familia como tú.
La partida tuvo que retrasarse aún un par de semanas porque los caminos estaban impracticables, pero una soleada tarde un convoy de tres carruajes inició por fin el camino de El Recuerdo hacia El Olvido. El tan esperado Olvido resultó ser una finca de recreo de la familia cercana a la localidad de Sacedón, en la comarca de La Alcarria. Los almendros que aún no apuntaban flor y que podían observarse desde detrás del grueso cristal de las ventanas del carruaje parecían inverosímiles espejismos en una tierra dura, seca, yerma, apenas salpimentada aquí y allá por algún rebaño de cabras.
En otro tiempo El Olvido había albergado un bien surtido coto de caza, pero la voracidad cinegética del duque actual había logrado que la propiedad hiciera honor a su nombre, al menos en lo que a cacerías se refiere. Ésa fue la razón por la que Amaranta había decidido darle otra utilidad organizando allí su experimento rousseauniano, uno que ahora se disponía a visitar. Trinidad aprovechó el viaje para observar el camino. Era la primera vez que salía de Madrid y todo le llamaba la atención, no sólo el paisaje sino lo que éste podía esconder. Como esos famosos bandoleros de los que tanto se hablaba y que, por lo visto, infestaban los caminos. ¡Miradlos, allí están! Son ellos…
La media docena de criados que traqueteaban con Caragatos y con ella en un mismo carromato se arracimaron entonces contra los cristales salpicados de barro, intentando descubrir entre las rocas los bonetes pardos o los coloridos zarapes con los que, según se decía, solían protegerse de la escarcha los salteadores de caminos. Pero lo único que alcanzaron a ver fue una fina columna de humo que serpenteaba entre los árboles.
—¿Serán ellos? —había preguntado Trinidad, alarmada.
—Vete a saber. No son los únicos que se ocultan en estos andurriales. Hay muchas razones para echarse al monte. Unos lo hacen por hambre, otros porque han cometido algún crimen, no pocos para escapar de quién sabe qué injusticia. Y luego están los bohemios, los nómadas, los circos ambulantes… Tal vez sean ellos, vienen por aquí todos los años. O a lo peor es la Serrana de la Alcarria —añadió Caragatos.
—¿Y esa quién es? —se interesó una de las criadas.
—Ah —suspiró Caragatos, poniendo unos ojos soñadores que Trinidad jamás le había visto antes—, es la persona que yo hubiera querido ser de no tener esta cara que Dios me ha dado.
Caragatos se dedicó entonces a hacerles olvidar las incomodidades del viaje contando la historia de Mariana de Tendilla, una dama de familia pudiente de la zona que, allá por el siglo XV y por un mal de amores, se había echado al monte sin más compañía que los lobos.
—Se hacía llamar la Aparecida y durante años fue el azote del lugar —les explicó—. Se vengaba de los hombres enamorándolos primero y luego rebanándoles el pescuezo después de una noche de pasión bajo las estrellas. Cuentan que su espíritu sigue por ahí y algunos dicen haberla visto en noches de luna menguante correr desnuda rodeada de sus amigos los lobos.
También aquella noche menguaba la luna y el resto del camino lo hizo Trinidad atenta a cada rama que se movía, a cada conejo que saltaba en la retama casi esperando ver la silueta de la Aparecida o al menos la larga y plateada sombra de un lobo. «Veo que te gustan las historias fantásticas —había comentado Caragatos con intención—. Mejor, así no te sorprenderá tanto la Corte de los Milagros».
* * *
La primera impresión que Trinidad tiene de El Olvido no pudo ser más favorable. No sólo del edificio principal en el que se instalaron con el resto de los criados de Amaranta, sino también del coto que estaba al fondo de la propiedad y al que ella y Caragatos se escaparon una tarde aprovechando la hora de la siesta. Se trataba de una estructura de planta rectangular recubierta de madera con altas rejas de hierro y puertas de roble. Un perro demasiado flaco salió a recibirlas con sus ladridos, pero Caragatos se las había ingeniado para apaciguarlo con unas caricias que el chucho agradeció como si las esperara desde tiempos inmemoriales. Así atravesaron el patio y franquearon la puerta principal que estaba abierta. Dentro las esperaba un amplio vestíbulo hexagonal adornado con cabezas disecadas de animales. Decenas de venados, linces, rebecos y jabalíes, también águilas reales, halcones y urogallos las observaban desde los muros con sus indiferentes ojos de vidrio. Venía luego una pequeña habitación en la que Trinidad imaginó que podrían encontrar algún vigilante o cuidador. Pero estaba vacía y daba la impresión de que lo había estado desde temprano en la mañana, a juzgar por un desportillado tazón con restos de leche en el que flotaban revirados chuscos de pan así como una gran mosca verde, patas arriba, entre tantos y tan inciertos esquifes.
Siguen avanzando. De otra habitación un poco más allá provienen unos ronquidos demasiado sonoros para aquella hora del día y la puerta entornada permite ver, a través de ella, a un hombre de bruces sobre una mesa de madera sin barnizar que duerme la mona abrazado a una botella de anís.
—Déjalo, mucho mejor así —le dice Caragatos, indicándole que siga adelante. Se adentran ahora en un largo pasillo mal iluminado en el que reina un pugnaz olor a humanidad, algo así como un entrevero de sudor y heces, orines y moho. Y luego están los quejidos. Los ojos de Trinidad tardan en acostumbrarse a aquella semipenumbra, pero cuando lo hacen se abren inmensos al descubrir cómo, a derecha e izquierda de aquel pasillo helado, se alinean media docena de celdas de gruesos barrotes. Y en ellas, como animales, como bestias de un abandonado circo, puede verse a los integrantes de la Corte de los Milagros.
En la primera jaula hay un niño. Está vestido como un gitanillo de feria con calzón de terciopelo guinda, chaleco de satén y un pañuelo de lunares en la cabeza. Tumbado sobre paja mugrienta apenas se mueve y las mira, bobalicón, con ojos fijos y turbios, como si fuera víctima de quién sabe qué oscuro hechizo.
—Dios mío, ¿qué es esto…? —se espanta Trinidad.
Caragatos no dice nada. Sólo la toma por el antebrazo para que descubra quién hay en la próxima jaula.
Esta vez es una enana que las mira con los mismos ojos nublados. Tan bien proporcionada como una muñeca de porcelana, mide apenas cuatro palmos y sus manos, diminutas, parecen rojas y sucias mariposas. También viste de modo extravagante. En su caso, como una bailarina oriental: bombachos amarillos, babuchas doradas y una larga trenza negra a la que es fácil imaginar como santuario de piojos y chinches.
Una a una van recorriendo las jaulas. En la siguiente las espera un gigantón pelirrojo que, por fortuna para él, duerme acurrucado en una esquina.
Trinidad empieza entonces a rezar a sus dioses yorubas y cristianos para que todo sea un gran error. Para haberse equivocado por completo al interpretar las palabras de Martínez y Amaranta aquella lejana noche en casa de la Tirana; para que se acabe ya el desfile de jaulas y que en la próxima no haya una niña negra.
Los orishás debían de estar sesteando aquel día, porque sí la hay. En la última de las celdas, dormida sobre sus propios excrementos y tiritando de frío, encuentran a la cuarta ocupante de aquella galería de horrores. Una mulatita vestida con un mugriento traje de puntillas que alguna vez debieron de ser blancas.
Trinidad se agarra a los barrotes llamándola: «Marina, despierta, Marina, mírame, soy mamá, que ha venido a llevarte de aquí, mi niña, mi pequeña…».
La prisionera se sobresalta. Tiene los mismos ojos extraviados que todos los miembros de la Corte de los Milagros. Intenta ponerse de pie y Trinidad ahoga un nuevo grito de horror al descubrir que lleva zapatitos rojos como en su sueño. Y sin embargo…
—No es ella.
Trinidad ha pronunciado estas tres palabras en voz tan baja que Caragatos no las entiende.
—¿Qué dices, muchacha?
—No es ella, no es Marina…
—¿Cómo lo sabes? La última vez que viste a tu hija tenía un par de meses de vida.
—Por eso lo sé. Marina va a cumplir cinco años muy pronto, esta niña tiene lo menos tres o cuatro más. Es imposible, imposible, gracias a Dios y a todos los orishás pero… ¿A qué otra mujer, a qué pobre madre le han robado esta criatura? ¿Y para qué? No la podemos dejar aquí, Caragatos, no podemos abandonar a ninguno de ellos. ¿Dónde nos encontramos? ¿Qué tipo de monstruoso sitio es éste?