CAPÍTULO 22 PURO TEATRO
–Qué disgusto —le dice Charito Fernández, la Tirana, a su amiga Amaranta—. He estado varios meses fuera y no me había enterado de la terrible noticia.
Las dos amigas se encuentran sentadas junto a Hermógenes Pavía en el patio de butacas del teatro Príncipe. Ninguno ha querido perderse el ensayo general de La señorita malcriada, un sainete de Tomás de Iriarte que tiene como actriz principal nada menos que a Cayetana de Alba. A Charito le preocupan ciertos comentarios que corren desde hace meses por los mentideros. Aquel año, seco como la yesca, había sido pródigo en incendios y, según ha podido saber la diva al regreso de su última turné por provincias (qué dura es la vida del artista, qué agotador estar de acá para allá un trimestre sí y otro también), el palacio de Amaranta sufrió uno realmente pavoroso.
—Pamplinas, querida. ¿Quién te ha venido con semejante cuento? No ha sido más que un susto. Fue nuestro viejo y abandonado coto de caza de El Olvido el que ardió por los cuatro costados, pero casi mejor así. Mi marido ha logrado convencerme de lo espectacular que sería que construyéramos ahí el mayor recinto de aves en libertad de toda Europa y la vieja estructura no nos servía ya para nada.
—¿No era allí donde tenía usted aquella Corte de los Milagros de la que estaba tan orgullosa? —pregunta con intención el anónimo escribidor de El Impertinente.
—En efecto, querido Hermógenes, buena memoria la suya.
—Excelente, no lo dude. Incluso recuerdo los nombres de todos sus miembros. Zoraida, la bailarina enana; Angus, el gigante pelirrojo; Solange, la negra recitadora de versos; y Amadeus, el gitanillo que iba a hacer palidecer a Mozart. ¿Qué ha sido de ellos?
—Uy, me abandonaron, los muy ingratos. Los dos primeros se unieron a uno de esos horribles circos ambulantes llenos de engendros que todos los veranos acampan cerca de El Olvido. Qué poca consideración la suya, con todo lo que hice por ellos.
—¿Y los demás?
—Hace usted muchas preguntas —le regaña Amaranta, dándole un golpecito en el antebrazo con su abanico—. El niño Mozart murió de un mal catarro meses antes del fuego.
—¿Y la recitadora?
—¿Soy yo acaso la guardiana de las negritas recitadoras? —parafrasea Amaranta sin perder la sonrisa—. Alguna víctima tenía que haber de tan pavoroso incendio.
—Vaya por Dios. ¿Y cómo se originó el fuego, si no es impertinencia?
—Eso sí que tiene gracia viniendo de usted y conociendo el nombre de su inefable pasquín —retruca Amaranta empezando a perder, si no la sonrisa, sí la paciencia.
—No hace falta que me conteste si no quiere, naturalmente. A fin de cuentas, yo sólo me hago eco de lo que dicen por ahí.
—¿Y qué dicen?
—Ya sabe cómo es la gente de malpensada. Unos hablan de un vigilante inclinado al anís, otros de una garrafa de keroseno que de pronto, ¡ups!, se derramó. En todo caso, un golpe de suerte para usted y su marido, mucho menos trabajo tendrán ahora los constructores de pajareras…
—¡Qué imaginación tienen algunos! Nada más lejos de la realidad, amigo Hermógenes. Fue un rayo, una fatalidad. Era una terrible noche de tormenta y llovía a mares, pero, aun así, el pabellón ardió como una tea, ni se imagina qué estampa.
—Tiene usted razón, no me lo imagino. Debió de ser la única tormenta que hubo, porque no cayó una gota en todo el mes de agosto. La pertinaz sequía, ya sabe.
Si las miradas fulminasen como los rayos, Hermógenes Pavía se habría convertido también él en pavesa. Pero como no lo son, ahí sigue el plumilla, incólume hasta que la Tirana decide que es preferible cambiar de tercio antes de que salten nuevas chispas.
—¿Y qué tal te va con Trinidad, la mulata que antes trabajaba conmigo, Amaranta? En casa todos la recordamos con cariño.
—Estoy muy enfadada contigo —finge regañarla la duquesa, agradeciendo el quite torero—, muy enfadada, Charito. ¿Por qué no me dijiste que era una espléndida peluquera? Durante no sé cuánto tiempo la tuve desaprovechada desplumando pollos y dando de comer a los cerdos, hasta que una providencial gripe que casi me deja sin personal hizo que subiera a servir a palacio.
—Sí, las gripes, y sobre todo esas que llaman matarratas, pueden ser providenciales, limpian mucho el ambiente…
—El caso —continúa Amaranta, haciendo como que no oye el comentario del plumilla— es que con todo el cuerpo de casa enfermo, tuvimos que echar mano de otros criados. Así descubrí que esa negra peina mejor que monsieur Gaston y desde entonces, voilà —concluye Amaranta, señalado su cabeza y un favorecedor y enorme turbante de seda roja y verde del que escapan varios artísticos tirabuzones.
—Espléndido, hermosísimo —opina Hermógenes Pavía, pues, a pesar de que sabe lo que oculta tan exótico turbante, en lo que respecta a su relación con la aristocracia siempre ha sido partidario de la ducha escocesa. Agua helada primero, tibia a continuación; primero palo y después zanahoria; he aquí, según él, la única manera de que esta gente tan enojosa lo respete y tema a uno a partes iguales.
—Mi prima Luisa ya me había dicho que a esa muchacha se le daba muy bien la peluquería —interviene la Tirana—, pero estuvo tan poco tiempo en casa que apenas pude probar sus habilidades. Estoy de acuerdo con don Hermógenes, magnífica creación la suya, muy original además.
—Y tanto, como que en Francia es dernier cri.
—¿Y una esclava mulata conoce los derniers cris de París? —pregunta Hermógenes Pavía retomando someramente su método escocés con una pequeña dosis de agua helada.
—¿Ve? Ahí tiene usted un gran tema para su Impertinente.
—Ya le he dicho multitud de veces que no tengo nada que ver con ese sucio pasquín.
—Y yo le he dicho otras tantas que no me tome por imbécil —retruca retóricamente Amaranta como siempre que sale el tema—. Pero bueno, a lo que voy, que a sus lectores de El Jardín de las Musas (u otros más impertinentes) seguro que les interesaría saber algo de la moda à la créole.
—¿À la créole? —repite La Tirana, cuyos conocimientos de francés se reducen a repetir con su buena memoria de actriz los parlamentos de Molière y poco más.
—Sí, querida, o dicho en román paladino, a la criolla. Su origen es muy curioso. Resulta que en Francia, como ya saben, la cabeza del incorruptible Robespierre ha tardado apenas dieciocho meses en ir a parar al mismo cesto que la del pobre rey Luis, para gran festín de los gusanos. Bueno, pues resulta que ha sido caer el Incorruptible, y a todo el mundo le ha dado por el desparrame.
—¿Desparrame, querida?
—Es la palabra que mejor define el estado de ánimo actual de los franceses, sin duda. Después de tanta sangre, de tanto horror y una vez muerto el mayor responsable de él, la gente lo único que quiere es bailar, amar, vivir. Por eso París es ahora y más que nunca una fiesta. ¿Han oído ustedes hablar de les Merveilleuses, de las Maravillosas? Son las nuevas diosas de la revolución. Una de ellas es española, Teresa Cabarrús, la hija del fundador del Banco de San Carlos.
—¿De Francisco Cabarrús? —se interesa la Tirana.
—Excelente pedigrí el suyo: hija de un corrupto que ha pasado un par de años a la sombra y ahora vuelve a estar muy cercano a nuestro querido monarca… —glosa Hermógenes Pavía.
—Hermógenes, querido, tenga usted cuidado con morderse la lengua, no sea que se envenene. Como te decía, Charito, su hija lleva camino de entrar en los libros de historia. Por lo visto, la caída del Incorruptible se debió en gran parte a Teresa, lo que la ha convertido en una heroína nacional. Ahora ella y su amiga Josefina son las reinas, o mejor dicho «las Maravillosas», que suena más republicano, mucho más egalité y fraternité, de París.
—¿Esa Josefina también es española?
—No, se trata de una criolla de la Martinica, de apellido Beauharnais. Conoció a Teresa en la cárcel, las dos estuvieron a un tris de que les cortaran la cabeza.
—La Cabarrús es interesante —opina Hermógenes Pavía—, y, según cuentan, ha salvado a miles de personas de la guillotina gracias a sus contactos y también a su belleza, pero la otra, la Beauharnais, no es nadie. Sólo una viuda con muy pocos melindres a la hora de saltar de cama en cama. Jamás llegará a nada. Con decirles que quien la pretende es un tal Napoleón Bonaparte. Un corso de aspecto tan ridículo al que en París llaman el alfeñique. Menuda merveilleuse.
—Ya entiendo, ha sido Josefina Beauharnais entonces la que ha traído a Europa la moda a la criolla —colabora la Tirana, obviando el comentario del escribidor de El Impertinente—. ¿En qué consiste?
—Precisamente en esto —señala Amaranta, irguiendo la cabeza para que se aprecie mejor su turbante.
—Le queda admirablemente bien ese aderezo de negra y muy logrados también los ricillos que le caen por la frente, casi parecen de pelo natural —no puede evitar comentar Hermógenes, pero Amaranta tiene demasiadas horas de navegación por aguas turbulentas como para naufragar en tan pequeño charco.
—Tiene usted toda la razón, un peinado de negra, y váyase acostumbrando amigo Hermógenes, porque, a partir de ahora, lo verá en muchas más cabezas además de la mía. El pobre monsieur Gaston debe de estar desolado. Todas las damas están prescindiendo de sus servicios. En mi caso no me lo pensé dos veces, ahora sólo me peina Trini. Con decirles que me la voy a llevar a Sevilla el próximo mes de abril. Gonzaga, mi santo marido, y yo…
—A veces pienso que no existe su santo marido, no lo he visto ni una vez en los años que la conozco.
—¿Y para qué cree usted que sirve un marido si no es para ser y no estar, amigo Hermógenes? Un buen marido es como esta sortija de diamantes, ¿ve usted? Brilla y adorna muy lindamente, pero no impide el movimiento de ninguno de mis dedos. Aunque… si tanta curiosidad tiene, tal vez lo invite a conocerlo. ¿Qué le parece venir con nosotros a Sevilla dentro de un par de meses? Gonzaga no perdona las procesiones de Semana Santa. Dice que lo ayudan a poner en paz su espíritu, así que allá nos vamos todos los años los dos en amor, compañía… y penitencia, como si fuéramos un matrimonio ejemplar.
—Ahora que hablamos de ejemplares raros —ironiza Hermógenes Pavía, después de agradecer y aceptar la invitación de Amaranta—, ¿qué les parece el espécimen que viene por ahí?
—¿A quién se refiere usted?
—A la mujer que acaba de entrar en la sala y enfila hacia esa puerta contigua al escenario. Mírenla, toda endomingada y repolluda, de luto riguroso como si fuera a un baile de provincias, o peor aún, a un funeral. ¿Quién será? ¡O mis ojos me engañan o la sigue una esclava negra que encima fuma en cachimba! —se escandaliza el escribidor de El Impertinente—. ¿Adónde vamos a parar en esta ciudad con las excentricidades?
—Pero si es la viuda de García —interviene la Tirana—. ¿Hacia dónde se dirige? Por ahí sólo se va a la escalera de los tramoyistas.
—No me diga usted más —sonríe Hermógenes, dejando al descubierto todo un rosario de dientes amarillos—. Ahora ya sabemos de quién son los maravedíes que van a llevarla de turné próximamente por provincias, querida. Seguro que ese siempre desinteresado empresario de usted, el maestro Martínez, ha invitado a la dama entre bambalinas para retribuir su mecenazgo. Miren lo oronda que va, cómo se nota que sabe que la que paga manda. Ya me la imagino, una vez acabado el ensayo, saludando a Cayetana de Alba con una reverencia hasta el suelo como si estuviera ante la reina de Saba. Ahora comprendo mejor lo del vestido cuajado de azabache y la negra con cachimba que la acompaña. Es su modo de estar a tono para codearse con la aristocracia.
—No me sea usted malvado, amigo Hermógenes —interviene la Tirana—. ¿Qué sería de nosotros los cómicos sin personas generosas como esa dama de la que se carcajea? No todos los estrenos son como el que veremos mañana ni tienen a una duquesa como actriz principal. Y muy buena por cierto, Cayetana está espléndida, ya lo comprobarán, en su papel de La señorita malcriada.
—Como que el papel le va que ni pintiparado —colabora Amaranta—. El título de la obra desde luego le encaja como un guante. Por cierto, ¿cuándo empieza este ensayo? Llevamos aquí más de media hora.
—Debería haber comenzado ya, tal vez estén esperando a alguien.
—Muy principal ha de ser para justificar tanto retraso… ¡ah! Por fin, parece que ya comienzan a apagar las candilejas.
Amparada por la creciente penumbra, una figura masculina se cuela en el último momento por una de las puertas cercanas al escenario y toma discreto asiento en un lateral, pero no antes de que reparen en ella los rapaces ojos de Hermógenes Pavía.
—Pero bueno, miren quién ha venido a aplaudir a la nueva estrella de las tablas. Que me aspen si no es don Manuel Godoy en persona, nuestro mal llamado Príncipe de la Paz.
—¿Mal llamado por qué?
—¿Cómo que por qué, Charito? ¿En provincias no se lee la prensa, que anda usted tan desinformada?
Mientras se levanta el telón y aprovechando la pieza musical previa a la representación, Hermógenes Pavía le explica a la Tirana la última zozobra de la corte. Y cómo tras la muerte de Luis XVI, Carlos IV se había visto obligado a declarar la guerra a los asesinos de su desdichado pariente. Por desgracia y a diferencia de lo que muchos optimistas pensaban que iba a ser un paseo militar contra tan descamisados y desorganizados hijos de la revolución, meses después, España veía cómo los «desarrapados» habían sido capaces de invadir nada menos que Cataluña, Navarra y las Vascongadas, obligando a Godoy a firmar con ellos la paz.
—Rabo entre piernas —afirma el escribidor de El Impertinente—, y en los términos más humillantes. ¿Y qué creen ustedes que hizo entonces el rey nuestro señor después de semejante bajada de calzones en la que hemos tenido que entregar a Francia varios y valiosos territorios de ultramar para que nos devolvieran el mordisco de España que nos habían arrebatado? ¡Pues premiar a Godoy con otro título nobiliario más y hacerle Príncipe de la Paz! Del Fiasco hubiera sido más atinado.
—¿No le va usted a saludar? —bromea Amaranta—. Seguro que le encantará oír sus comentarios.
—No, amiga mía. Me voy a quedar aquí mismo, que tengo una vista espléndida —dice el plumilla mientras saca una mugrienta libreta con tapas de hule y un lapicero afiladísimo con el que apuntar.
—Parece imprudente por su parte presentarse aquí —se asombra la Tirana—. Ahora seguro que empezarán a decir que anda en amores con Cayetana. Yo no lo creo, por supuesto, pero los dos deberían tener más cuidado. ¿De verdad creía que iba a pasar inadvertido?
—Querida, parece mentira que no lo sepa. En su soberbia, los poderosos llegan a creer que los demás somos tan ciegos y obtusos a la hora de ver los flagrantes errores que cometen como lo son ellos mismos. ¿No conoce la expresión? Ningún cagao se huele.
Las dos damas se abanican virtuosamente para aventar tan malvados humores y Hermógenes Pavía se esponja en su butaca abriendo su libretita de hule.
—Comienza ya el espectáculo. ¡Silencio! Esta comedia de enredos promete.