CAPÍTULO 59 UN SOMBRERO DE PAJA RUBIA
–¡Es mi culpa, es mi culpa, por favor, señá Rafaela, ayúdeme! ¿Cómo le vamos a contar esto a la señora duquesa? Yo no quería, daría mi vida porque no hubiera ocurrido…
Anita acaba de entrar en la cocina a la hora en que los criados se juntan para empezar a preparar la cena y se ha echado a los pies de Rafaela sollozando mientras estruja entre sus manos un sombrero de paja con una cinta azul.
—¿Se puede saber qué te pasa, muchacha? ¡Habla!
Anita no puede, se ahoga en sílabas inconexas.
—No está —dice al fin—. Ha desaparecido. La dejé sola, no fue más de media hora, se lo juro, madre me llamó, como cada tarde, para que la ayudara a tender la ropa y cuando volví ya no estaba. La he buscado por todas partes. ¡Dios mío, que alguien me ayude y sólo he encontrado esto!
Enseña entonces el sombrero de María Luz. Apenas la dejan terminar su historia. Dos de los criados salen de la cocina dando voces:
—¡La señorita, se ha perdido la señorita! ¿Es que nadie la ha alertado de lo peligroso que es alejarse de la casa, acercarse a las marismas?
—¡Vamos, deprisa, organicen grupos! ¿Dónde está la señora duquesa?
—Hace rato que salió a dar una vuelta a caballo con don Fancho.
—¡Templa, templa, hay que encontrar a la niña antes de que regresen!
Rafaela es de los que no se han movido de donde están. Anita sigue aferrada a ella, no consigue deshacerse de su abrazo.
—Aparta, muchacha —la apremia—, y explícate mejor. ¿Dónde encontraste su sombrero?
—Lejos, señora Rafaela, mucho más allá del jardín. Es mi culpa, le digo, fui yo quien le hablé de renacuajos y tritones.
—¿Y qué rayos es eso?
—Salamandras, señora Rafaela, pero sobre todo lo que ella quería era ver renacuajos. Le conté que, cuando era pequeña, la señora duquesa me enseñó a pescarlos en las charcas. Le prometí que la llevaría alguna tarde y le dije que era allá, por las marismas. ¡Pero nunca pensé que a María Luz se le ocurriese ir sola! Si yo hubiera estado con ella… si mi madre no me hubiera llamado para tender la ropa… ¿Verdad, madre, verdad que fue así? ¡Dios mío, nunca me lo perdonaré!
Ya está. Ya lo había soltado y el efecto estaba siendo el deseado. Preguntaran lo que le preguntaran, ella tenía que decir, una y otra vez, exactamente lo mismo. Las mentiras se convierten en verdades cuando uno las repite. Como las que le había contado ella a María Luz para convencerla. Qué poco le había costado. «Eres mi única amiga —le gustaba decir—, contigo hago siempre cosas divertidas». Pobre pajarito de la jaula de oro sin más compañía que adultos viejos y juguetes caros. No había necesitado más que abrir la puerta para que saliera volando. Las pesadillas de la niña también resultaron de gran ayuda. Para que no estuviera sola por las noches, la señora había permitido que durmieran juntas. «Así te sentirás acompañada, tesoro, y cualquier temor que tengas se lo puedes contar a Anita». Ella, por supuesto, la había consolado y escuchado con tanta atención, con tanta comprensión. «Tranquila —le decía cuando se despertaba sudando y con ojos aterrados—. Es tu verdadera mamá que te llama. ¿No te das cuenta? Ella siente que estás muy cerca».
El próximo paso, convencerla de que su madre la esperaba, allá, en el campamento, ni siquiera fue necesario, al fin y al cabo, uno tiende a creer cierto aquello que fervientemente más desea. «Cuando sepas quién eres de verdad, vas a ser tan feliz», le había dicho mientras el recuerdo de las pesadillas se ocupaba de corroborar sus palabras. Aun así, cuando ya la tenía del todo convencida, se encontró con un nuevo temor. A la niña le preocupaba ser descubierta antes de llegar hasta allí y que la obligaran a volver. «Descuida, preciosa, lo único que hay que procurar es que tarden mucho en descubrir que no estás. ¿Para qué crees que sirven las amigas? Déjamelo a mí, una vez que marches, ya me ocuparé de inventar una buena historia».
¿Dónde estaría María Luz ahora? La siesta es siempre la mejor cómplice de las travesuras. El mundo se paraba entonces durante más de una hora dando tiempo a todo, a que María Luz se alejara lo más posible y a que ella cumpliese luego con su obligación de ayudar a su madre a tender la ropa, como todas las tardes. Sólo entonces daría la voz de alarma, encontrando su sombrero de paja. ¿Dónde? Por supuesto, en el lugar más alejado del camino que tomara la pequeña fugitiva.
Anita la había cogido de la mano y juntas corrieron hasta el final del jardín donde varios senderos trazados en la maleza se adentraban en las marismas. Aún jadeante preguntó:
—¿Ves aquel cerro a lo lejos? —María Luz asintió con la cabeza—. Muy bien, ahora fíjate en este camino. ¿Ves que es un poco más ancho que los demás? Síguelo y te llevará directamente hasta allí. A su falda te encontrarás con el campamento de morenos, no tiene pérdida. Venga, no lo pienses más, si te das prisa, seguro que llegas antes de que anochezca, los días son ya largos por estas fechas. Ah, y si empieza a llover, no te asustes. Pasa con frecuencia, sólo son tormentas de primavera, enseguida escampa…
* * *
—… Difícilmente conocerá usted un lugar como éste —le va diciendo Hugo de Santillán a Celeste mientras su coche traquetea hacia el Coto de Doñana. Se habían puesto en ruta nada más recibir la invitación de la duquesa y llevan un día de camino. El viaje es largo y fatigoso, por eso Hugo intenta entretener tanto a ella como a Trinidad con información interesante sobre el lugar al que se dirigen—… Posiblemente no haya otra propiedad igual en el mundo. Un lugar único, singular. No sólo por su belleza, sino por lo que ocultan estas marismas que ahora mismo estamos bordeando: más de veinte especies distintas de peces de agua dulce, trece clases de reptiles y más de diez de anfibios. Y luego están los mamíferos, desde ciervos y gamos hasta linces, jabalíes, zorros, tejones, jinetas, gatos monteses, musarañas… En cuanto a aves, no sé cuántas especies puede haber, las más hermosas y raras viven o al menos transitan dos veces al año por aquí. Después está su flora, que es también riquísima. Pinos, alcornoques, amén de arbustos de toda clase, eso por no mencionar las retamas, las sabinas, el romero, el tojo, el tomillo, la lavanda, el alhelí de mar… ¿No les parece extraordinario?
—Ni ordinario ni extraordinario —retruca Celeste—, porque no veo nada. Hasta que cese este diluvio universal, lo mismo me da estar en el paraíso que en un purgatorio muy pasado por agua. ¿Es que no va a parar nunca?
—Venga, Celeste —ríe Trinidad—, cualquiera diría que eres de secano. Poco tiene que envidiar este aguacero a los de allá en Matanzas. Así crecerá todo más lindo.
—Eso habrá que verlo cuando escampe. Pero pa mí que esto no es más que tremendo humedal lleno de bichos y alimañas, como el que había a espaldas del ingenio. Y ya tú sabes que más de un esclavo al huir se botó p’allá y, después, de ellos no aparecían más que sus mondos huesicos.
—Por eso mismo estamos bordeando el Coto. Es arriesgado intentar atravesarlo y en coche, directamente imposible. Arrellánese en su asiento y descuide —la tranquiliza Hugo—. En este caso, lo más que puede atacarla es algún mosquito.
—¿Y cuánto queda de camino, si puede saberse? ¿No dijo usté que hoy mismo llegábamos?
—Ay, Celeste —ataja Trinidad—, no seas agonías, mira por la ventana, a ver qué ves y así te entretienes.
* * *
Había hecho tan buen tiempo durante la semana que María Luz apenas se alarmó cuando comenzaron a caer las primeras gotas. El trecho inicial del camino había sido fácil. El palacio pronto desapareció engullido por pinos y alcornocales mientras que el cerro que le había indicado Anita como objetivo a alcanzar parecía razonablemente próximo. Para la aventura se había puesto un fresco y suelto vestido de algodón que le prestó Anita. «Toma, era mío cuando tenía tu edad y es perfecto para una excursión como ésta. No tiene ballenas, ni corsés, ni corchetes como los tuyos, es cómodo y mira qué bien te queda, pareces talmente una gitanilla. Así, y con lo rápido que tú corres, llegarás en un periquete». Se le enganchó la falda en unas zarzas y, al ir a liberarla, se arañó una pierna hasta hacerse sangre. Pero qué más daba, era poco más que un rasguño. Intentó lavar la herida en una charca, pero el agua le pareció verde, turbia y con vida propia. «Los renacuajos», pensó, recordando la coartada que Anita y ella habían planeado para la escapada. Qué suerte tenerla como amiga, ella se encargaría de entretener a su madre y al resto de los adultos con alguna mentirijilla hasta que llegase al campamento de morenos. Una vez allí tendría que ir con tiento y saber con quién hablar y con quién no. Lo más probable era que N’huongo al enterarse diera la voz de alarma, no en vano era amigo de Cayetana. Anita también había previsto este peligro. Le dijo que se diera a conocer sólo a las mujeres, ellas sabían lo que era que les robasen lo que más amaban, y la ayudarían a encontrar a su verdadera madre.
¿Cómo sería? Se la imaginaba joven, guapa y sobre todo muy buena. Seguro que la apoyaría después cuando explicara a todos su travesura. Le iba a caer tremenda regañina. Bueno, tampoco muy grande. ¿Acaso no había hecho Cayetana la misma trastada cuando tenía su edad?
Lástima que se hubiera puesto a llover, pero sólo era cuestión de guarecerse un rato en alguna parte. Debajo de un árbol, no. María Luz había leído que atraían los rayos. ¿Pero dónde si no? ¿No había por allí alguna gruta o cueva? No sólo no la había, sino que comenzó a diluviar. Parecía como si el cielo estuviera a punto de desplomarse sobre su cabeza. En segundos el viento extendió sobre aquellos parajes una espesa cortina de agua que lo engulló todo en sombras. Cómo deseaba ahora no haberse vestido así. La tela fina y rala se pegaba a su carne helada. Comenzó a correr. Trataba de no salirse del camino que le había señalado Anita, pero su trazado parecía deshacerse bajo sus pies, convertido en barro. Deprisa, deprisa. Las piernas se habían vuelto torpes bajo sus largas faldas empapadas y tropezaba una y otra vez. «Vamos, no te detengas, tal vez más adelante encuentres dónde refugiarte. ¿Y ese ruido? Parecía un extraño y lejano murmullo. Nada, no es más que el viento. Sobre todo no te asustes, todo está bien, el campamento ha de estar ya cerca, pronto verás sus luces, ellas te guiarán hasta allí».
Una raíz traidora la hizo caer por tierra. Tal vez fuese mejor quedarse ahí, acurrucada, e intentar cobijarse entre esos pastos tan altos. Dios mío no, seguro que hay víboras, bichos, pero peor es seguir adelante y perder el camino. «Acuérdate, es muy importante —le había advertido Anita—. Si te alejas de él, cualquier cosa puede pasarte».
Le dolía mucho la rodilla y alzó el vestido sólo para descubrir una nueva herida. Sangraba. Tal vez su sangre atrajera a las alimañas. «Qué tonterías, Anita nada dijo de alimañas, enjambres de mosquitos, todo lo más, y de ésos desde luego no faltan. Malditos bichos, no me dejan en paz y pueden con todo, con el viento, con el diluvio…».
Cayó la noche y el último y pálido resplandor que aún resistía a la tormenta desapareció para siempre. Ahora era la luz de rayos y relámpagos la que alumbraba, de vez en cuando y en blanco y negro, un tétrico panorama de árboles retorcidos por el vendaval y ramas tronchadas que volaban por el aire. Otra vez aquel ruido. Qué extraño murmullo. La noche volvía nítidos los sonidos y entre el aullido del viento y el crujir de ramas desgajadas consiguió al fin identificarlo. Agua, mucha agua, un gran torrente. Cada vez más cerca y a su derecha. Tal vez el próximo relámpago revelase de qué se trataba.
María Luz pega su cara al suelo. A través de la tierra y el barro el rugido del agua parece acrecentarse. «¿Dónde estoy? Juraría que no me he alejado mucho del camino, y sin embargo… María Santísima, mi madre en el cielo, ayúdame. ¿Qué es esto, dónde estoy?».
Un nuevo relámpago parece responder al menos a la última de sus preguntas. El ruido del agua se ha vuelto tan ensordecedor que, a pesar de la oscuridad total, empieza a comprender. Si María Luz no fuera una niña de ciudad, un pajarito de jaula de oro, tal vez se habría dado cuenta antes de dónde se había metido. En qué momento abandonó el sendero señalado por Anita para caminar por el cauce seco de alguna torrentera nunca lo sabrá. Sólo sabe que la luz de un rayo lejano acaba de iluminar, cuando ya es demasiado tarde, la masa de agua turbia que se le viene encima. «Virgen del Perpetuo Socorro, santa María y san José, ayudadme», suplica antes de verse arrastrada, revuelta en ramas secas y filosas que arañan su cara y se clavan en su carne, pero qué más da, ya todo da igual, una bocanada de agua inmunda acaba de ahogar sus gritos, barro, sangre, lágrimas, agua, tanta agua. Luego, sólo oscuridad y silencio.