CAPÍTULO 21 PICCOLO MONDO

–Benvenuti a Piccolo Mondo! —anunció, abriendo sus largos brazos envueltos en satén amarillo al tiempo que inauguraba un hasta ahora inexistente acento italiano—. ¿Qué las ha traído hasta aquí? ¿Su vida es dura, aburrida, insufrible? ¿Allá donde ustedes viven hace molto freddo o por el contrario un calor insopportabile? ¡Olvídenlo todo! Venidos de muy lejos, de más allá de los Pirineos y también de los Apeninos, aquí en Piccolo Mondo no hay horas, ni duelos ni obligaciones. Tampoco quebrantos: éste es otro mundo. Es il mondo di Vitorio. —Y aquí su anfitrión las saludó con un segundo tremolar de sus anchas mangas—. Es il mondo di Andrea e Adriano. —Saludo también de los gemelos, que volvieron a inclinar sus cabezas como si fueran una sola figura ante un invisible espejo—. Il mondo di Sultano —y se oyó algún ladrido por parte también de este artista—, y, por encima de todo es il mondo de la magnífica, de la extraordinaria, de la ¡única! principessa.

La ancha manga de Vitorio señaló de modo tan enfático hacia el carromato más alejado del fuego que Caragatos y Trinidad llegaron a imaginar que la escondida integrante de aquel pequeño mundo se mostraría de un momento a otro con alguna pirueta. Lo único que oyeron, sin embargo, fue un largo y monocorde aullido. Algo así como el lamento de un animal herido.

—¡Aquí no hay penas! —continuó proclamando Vitorio—, ni dolor y, mucho menos, aburrimiento. ¿Quieren música, baile, cante, poesía, magia? ¿Quieren ver cómo aparecen y desaparecen objetos, animales, personas, ustedes mismas, por ejemplo? En Piccolo Mondo lo imposible es perfectamente posible. Pidan por esa boca. ¿Qué desean?

—Queremos —se atrevió a intervenir Caragatos—, queremos refugio para unos amigos en apuros.

—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó Vitorio, que no debía de estar acostumbrado a que le interrumpieran su proclama de bienvenida—. ¿A qué te refieres con eso de refugio?

Caragatos le contó entonces lo que las había llevado hasta allí. Y, después de hablarle de Amaranta y de su fallido experimento rousseauniano, se detuvo en explicar también cómo se encontraban ahora los supervivientes de aquella triste Corte de los Milagros describiéndolos uno a uno.

—… Por eso, señor —concluyó Caragatos—, porque, como ve, se trata de personas tan… diferentes, se nos ha ocurrido que sólo usted puede ayudarnos.

Vitorio las miró un buen rato sin decir nada. Las llamas de la hoguera hacían bailar fulgores azules sobre su barba mientras arrancaban más de un destello de sus ojos negros. «Nos va a decir que no —pensó Trinidad—. Es normal, ¿por qué iba a querer ayudarnos? A pesar del discurso de bienvenida que acababa de hacer, no había más que echar un vistazo a su circo. Apenas eran tres pequeños y muy viejos carretones entoldados. En uno dormirían los gemelos, en otro él y la princesa, era de suponer, y el tercero quizá sirviera para transportar la carpa en la que montar su Piccolo Mondo. ¿Qué harían con los pobres miembros de la Corte de los Milagros? No serían más que un engorro».

Vitorio de momento no había dicho ni sí ni no.

—¿Dónde están ahora? —se limitó a preguntar.

Caragatos señaló entonces en dirección al pabellón de caza.

—Ahí, señor, apenas a diez minutos a pie.

—Lo siento —comenzó entonces a excusarse el dueño del circo sin mirar aún en la dirección que indicaba Caragatos—. Me gustaría, pero…

—¡Vitorio, son ellas, han vuelto! Ayúdame, no me dejes.

—Tranquila, principessa, quédate donde estás, enseguida voy. Deja que me despida de estas muchachas.

—¡Están de nuevo aquí! ¿No ves cómo rojean el cielo? Son ellas, son ellas.

Lo que alcanzaron a ver las dos amigas a continuación y al contraluz fue la silueta de una mujer de pelo muy largo vestida con leve camisón blanco que se recortaba en la parte trasera del carromato.

—Vamos, no pasa nada, ya estoy contigo.

Vitorio empezó a dirigirse hacia la carreta intentando evitar que se apease, pero la mujer demostró ser más rápida. De un salto salvó los tres peldaños que la separaban del suelo para correr hacia él.

Las dos amigas pudieron verla entonces con más claridad. No era muy alta pero el cuerpo que se adivinaba bajo el camisón bien merecía el apelativo con el que repetidamente la llamaba Vitorio. También era extraordinario su pelo, abundante y rizado, igual que el de una Virgen de Murillo. A Trinidad apenas le dio tiempo a preguntarse cómo alguien así podía tener la voz tan rota cuando la luna asomó detrás de una nube para desvelar el misterio. Aquella mujer perfecta no tenía rostro. Sus facciones habían sido sustituidas por un amasijo de carne en el que se abrían dos orificios a modo de nariz y un par de despavoridos ojos sin párpado que saltaban ahora de Vitorio a Caragatos, y de Caragatos a Trinidad para volver una vez más a su marido.

—Puedo olerlas, sé que están allí, vienen por nosotros, Vitorio. ¿Por qué no me escuchas?

Trinidad tuvo que ahogar un grito. No era la primera vez que veía a alguien como la princesa. Entre sus peores pesadillas, vivía desde hace años el recuerdo de alguien muy parecido a ella. Fue un 23 de junio, la víspera de San Juan, allá en Matanzas. La tradición mandaba que por una noche se borrase la línea que separa amos y esclavos para saltar juntos la hoguera. Aun así, las señoritas no solían participar del ritual. A ninguna se le ocurría arriesgarse a que se tiznaran sus vestidos blancos de fiesta. Milagros, sin embargo, era distinta a todas. Huérfana desde niña y la más guapa de las sobrinas del amo, había crecido entre esclavos y para ella todos los días eran San Juan. «Ven, Trini, salta conmigo», le dijo, cogiéndola de la mano mientras la arrastraba hacia al fuego. Las dos se habían recogido las faldas. Las de Trinidad, más cortas y de tela basta, atravesaron limpiamente las llamas, las largas y bordadas de Milagros, aparentemente también. Fue sólo después mientras, abrazadas y jadeantes festejaban su hazaña, cuando Trinidad descubrió que en el bajo de las enaguas de su amiga había prendido el fuego. Segundos después ardía como una tea. Milagros había empezado a correr aterrada y Trinidad nunca podrá olvidar su cara de horror mientras las llamas la devoraban. Por fin, un esclavo logró detenerla y sofocar el fuego abrazándola con su cuerpo y gracias a él sobrevivió, pero en qué estado. El último recuerdo que Trinidad tenía de Milagros coincidía con el día anterior a su viaje a España. Al ir a despedirse, la encontró sentada, sola como siempre, frente a su ventana, toda de negro porque, a pesar de los rigores del trópico, nunca volvió a vestir de blanco. Vista de espaldas era la de siempre. Su pelo prodigiosamente había sobrevivido a las llamas y le gustaba llevarlo suelto sobre los hombros. De frente, en cambio, era igual que la princesa. Milagros conservaba al menos la nariz, pero la carne chamuscada y sus ojos sin párpados eran los mismos que ahora, desmesurados, la miraban.

—Han vuelto… —repitió la princesa.

—¿Quiénes? —se había atrevido a preguntar por fin. Y su interlocutora la miró con sorpresa.

—¿Pero quién va a ser? Ellas, las que lo devoraron todo, las llamas. ¿No las ves? Mira allí —añadió señalando el horizonte.

—Es el alba, señora, que comienza a despuntar —intentó tranquilizarla Trinidad—. Pronto será de día…

Caragatos y Vitorio se volvieron por primera vez hacia el punto que señalaba la princesa y no. Imposible que fuera el alba. El lugar que ella indicaba estaba al norte, no al este.

—¿Qué hay de ese lado de la propiedad? —preguntó Vitorio—. ¿Una casa de labor? ¿Alguna choza?

—¡Dios mío, no, es el coto de caza abandonado!

—Bueno, en ese caso, no habrá nadie allí. Pero aun así deberíais volver a palacio y dar la voz de alarma o arderá por los cuatro costados.

—No lo comprende, señor —se desespera Caragatos—. ¡Son ellos!

—¿Quiénes, muchacha?

—Los infelices de los que le hablé. Los tienen encerrados ahí, con sólo un vigilante a su cargo. Un perfecto inútil que a saber dónde estará ahora. Apuesto que salió corriendo al ver las primeras llamas. ¡Tiene que ayudarnos!

Vitorio miró entonces a Caragatos y luego a la princesa.

—No puedo dejarla sola.

—Por favor, señor…

Andrea, uno de los gemelos, se ofreció a quedarse al cuidado de su madre. «Yo me ocuparé de que esté bien», pero el dueño de Piccolo Mondo había vuelto a negar con la cabeza.

—¡Por favor, señor Vitorio! Se lo suplico.

—Ayúdenos…

Fue en ese instante cuando la princesa, que había presenciado la conversación sin decir palabra, se acercó a su marido.

—Ve —le dice, posando una mano blanquísima sobre los labios de su marido como si intentase impedir una nueva negativa—. Tienes que ir. Para que no destruyan a nadie más, para apagarlas para siempre, Vitorio. —Y sus ojos sin párpados lo miraban con la misma horrible fijeza mientras señalaba en dirección a la Corte de los Milagros.

No tardaron en ponerse en marcha. Caragatos iba delante con Adriano, el otro de los gemelos, mientras Trinidad y Vitorio los seguían a corta distancia. Ya no era necesario que los alumbrara la luna, el coto era como una inmensa brasa roja que crecía en la noche.

—Parece que hemos llegado a tiempo —se alegró Caragatos cuando por fin se vieron ante el edificio—. Mirad, las llamas no alcanzan aún la zona de las celdas. El fuego debe de haber empezado en la parte norte.

Lo primero que encuentran al entrar por la puerta principal es el cuarto desierto del vigilante. No hay allí más que unas cuantas botellas de anís vacías, una garrafa de keroseno y la puerta abierta de par en par, como si hubiera abandonado el lugar precipitadamente.

Trinidad y Caragatos, que están familiarizadas con el sitio, saben que el vigilante tiene por costumbre colgar de un clavo y detrás de la puerta de entrada la gruesa anilla con las llaves de las celdas.

—Vuelve al vestíbulo y tráelas —grita a Trinidad su amiga—. Nosotros nos adelantaremos para que esos pobres infelices sepan que no están solos.

Hay humo por todas partes y las llamas empiezan a lamer el comienzo del pasillo al fondo del cual se encuentran las jaulas. Trinidad mientras tanto no consigue encontrar las llaves. Donde deberían estar, sólo cuelga un látigo de triste recuerdo. Es el mismo con el que, no pocas veces, Caragatos y ella habían visto al vigilante «tranquilizar» —así es como él lo llamaba— a los prisioneros.

—¡Trinidad!, ¿qué haces? ¿Por qué tardas tanto? —grita Caragatos, sacudiendo estérilmente los barrotes de la primera de las celdas, la de la bailarina oriental, mientras ésta, tumbada sobre la paja inmunda, la mira con ojos nublados por el láudano. Ni siquiera es capaz de incorporarse.

—Descuida, Zoraida —le dice, usando el exótico y ahora tan patético nombre que Amaranta ha elegido para ella—. Te sacaremos de aquí.

Trinidad rebusca por todas partes sin poder dar con las llaves. Regresa al cuarto del vigilante, vuelve del revés los cajones, remueve aquí y allá, otea bajo los armarios y por los rincones. El humo que empieza a filtrarse bajo la puerta desde el vestíbulo le escuece en los ojos, pero no se detiene. Encuentra al fin, junto a la garrafa de keroseno vacía, otra argolla metálica con una decena de llaves. «Dios mío, que sean éstas», reza mientras se apresura hacia las celdas. Por suerte, el humo no ha llegado aún hasta allí y lo primero que ve es a Míster Angus, el gigante escocés, agarrado a los barrotes. Apenas puede sostenerse en pie y un largo y viscoso hilo de baba cae de su desdentada boca. Ni un quejido, ni un lamento, ni un grito, sólo se balancea adelante y atrás en terrible silencio. La celda siguiente es la de mademoiselle Solange, la niña negra cuyo pecado fue no aprender nunca a recitar a Racine. «¡Mi niña! —grita Trinidad llegando por un momento a imaginar que aquella criatura vestida de mugrientos harapos que la mira tumbada en la paja de su jaula es Marina—. Espera, tesoro, enseguida estarás a salvo». Y comienza a probar una llave, otra y otra más. Caragatos, impaciente, se las arrebata y ensaya también pero con el mismo nulo resultado.

—Vamos a ver, muchachas, ¿dónde está ese clavo del que antes hablabais? —interrumpe entonces Vitorio.

—¿Cuál, señor?

—¿No dijisteis que las llaves estaban colgadas de un maldito clavo?

—Sí, detrás de la puerta principal, en el vestíbulo, junto al cuarto del vigilante, pero no había llave alguna colgada en él.

—Ven conmigo —apremia Vitorio a Trinidad—, antes de que el humo nos ahogue a todos, llévame hasta allí.

Desandan el camino a toda prisa y, una vez en el zaguán, Vitorio mira a su alrededor. A través de la humareda Trinidad sólo alcanza a ver cómo las amarillas mangas del dueño de Piccolo Mondo revolotean tras la puerta. Entra a continuación en el cuarto del vigilante, revuelve también allí y por fin reaparece. Antes de que ambos emprendan el camino de nuevo hacia las celdas, Vitorio le enseña el botín que ha conseguido reunir. En lugar de llaves, un clavo, un alambre herrumbrado y un tenedor.

—¿Pero qué piensa hacer con todo eso?

—Lo que mejor sé —responde Vitorio—. Magia…

Y en efecto la magia existe, porque, minutos más tarde y tenedor mediante, la puerta de la primera de las celdas cede dejando que Caragatos se precipite en ayuda de la diminuta bailarina oriental.

—Llévala fuera, al patio —ordena Vitorio mientras se aproxima a la cerradura de la segunda jaula. Trinidad mira hacia atrás. Lenguas de fuego comienzan a asomar entre los cuarterones de la puerta que está en el otro extremo del recinto. Si esta cerradura, que es la que aprisiona al gigante pelirrojo, se resiste, ya no dará tiempo a abrir la última de las celdas.

—¡Salvemos primero a la niña! —suplica Trinidad al mago del Piccolo Mondo y él, después de un segundo de vacilación y un juramento contrariado, accede. Usando una vez más el tenedor, da una vuelta a la derecha, perfecto, media a la izquierda, también, pero entonces, con un chasquido, el cubierto se parte dejando dentro de la cerradura dos de sus púas.

—Forchetta del cazzo! —jura el Mago.

Mientras tanto Adriano, con la ayuda del clavo, intenta hacer saltar la cerradura de Míster Angus, pero no es tan hábil como su padre.

—Así no, muchacho. ¿Pero de qué te sirve haberme visto hacer este truco desde que eras un rorro? Mira. —Y con un único giro de muñeca abre la segunda de las jaulas para que el chico y Caragatos puedan ayudar al gigante a ponerse a salvo.

Al fondo del pasillo apuntan ya algunas llamas detenidas sólo por una puerta que milagrosamente no ha cedido aún ante ellas. Pero el aire se hace irrespirable y falta por abrir la última de las celdas.

—¡Todos fuera! Ya no hay más que podamos hacer —grita Vitorio.

—¡La niña, señor, cómo vamos a dejarla aquí! —se desespera Trinidad.

—Es ella o nosotros, muchacha.

—Por favor, señor, usted puede, usted es mago…

Vitorio primero se niega, pero tanto insiste ella que acaba claudicando y forcejea de nuevo con la cerradura. Imposible, la reja no cede.

La que sí cede en cambio y se desmorona es la gruesa puerta de madera que servía de contención al fuego.

—¡Se acabó, fuera todos! —ordena el dueño de Piccolo Mondo, pero Trinidad vuelve a suplicarle:

—La última, señor, juro que después de ésta obedeceré…

Con otro juramento en italiano el mago hace otro intento y esta vez la puerta se abre. Trinidad se precipita en el interior.

«Dios mío, parece dormidita», piensa mientras coge a la niña en brazos.

Fuera, en el patio, lejos de las llamas, consigue al fin reunirse con los demás. Con Adriano, que intenta ayudar al gigante Míster Angus a mantenerse en pie; con Caragatos, que ha envuelto a Zoraida en su toquilla. También con Vitorio, que con un revoloteo de chamuscadas mangas amarillas le indica ahora un banco de piedra en el que puede recostar a la pequeña recitadora de versos.

Con infinito tiento, Trinidad deposita su carga.

—Abre los ojos, niña mía, ya pasó todo —suplica, y, al acariciarle la cara, la nota fría—. Mírame, tesoro, dame la mano, tal vez se haya desmayado, sí, eso es, sólo un vahído, ¿verdad que sí, pequeña? —Y la abraza y acuna contra su pecho.

Los demás no dicen nada. Hace tiempo que se han dado cuenta. Demasiado blanca, demasiado quieta, demasiado fría.

—Dime que no es cierto —suplica Trinidad a Caragatos—. Dime que la hemos salvado. Dime que como Zoraida, como Míster Angus también ella podrá tener otra vida. En Piccolo Mondo, ¿verdad que sí? ¿Por qué no? Todos ellos, igual que su princesa, señor Vitorio, también han vencido a las llamas. Además, usted mismo lo dijo hace un rato, en ese pequeño mundo suyo no hay dolor, ni penas ni duelo y hasta lo imposible se hace posible. ¿Verdad, señor, verdad que sí…?

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