CAPÍTULO 33 RETRATO DE LA DUQUESA DE ALBA DE BLANCO Y CON PERRITO
–Abuenas horas, mangas blancas —parafrasea enfurruñado Goya al verla aparecer al fin en su improvisado estudio—. A este paso, os tendré que pintar alumbrada por candiles. ¿No os he dicho ya demasiadas veces que la única condición innegociable para un pintor es la luz? Otra tarde más en que apenas podremos avanzar en nuestro cuadro y hoy toca lo más difícil, pintar vuestra cara.
—Ay, Fancho, mira que te gusta regañarme. No perdamos el tiempo entonces. ¿Estoy bien así o me giro hacia la izquierda? ¿Un poco más horizontal el brazo derecho quizá? Hay que ver lo tiranos que sois los artistas. Seguro que a ti nunca te han hecho estar horas y horas sin mover un músculo en la misma incómoda postura, y ya conoces mis problemas de espalda. Menos mal que Rafaela me ha dado una tisana con láudano. Mano de santo para los dolores, pero me hace darle demasiado al magín, recordar cosas.
—Pues ahora hay que concentrarse y no pensar en nada, que si no todo queda en el lienzo.
—¿Hasta los pensamientos más secretos, Fancho?
—Sobre todo ésos.
Cayetana intenta obedecer, pero las palabras de Manuel Godoy la víspera la rondan en tremolina. ¿Ella enamorada de José? Qué idea tan absurda. Por supuesto, siente por él afecto, lo respeta, lo quiere incluso, por eso no le ha importado tragarse amor propio y orgullo para interceder por él ante Godoy, ¿pero amarlo?
Mientras Goya empieza a dar un primer y muy preciso trazo a su ceja izquierda, ella vuelve a pensar en Godoy. También en esa muchacha protegida suya, Pepita Tudó, que, según todos, ha conseguido robarle el corazón. ¿En qué momento un afecto tranquilo, sereno, casto se transmuta en otro tipo de sentimiento? ¿Es posible que, como dice Manuel, uno sea siempre el último en descubrir lo que para todos es evidente?
—Vamos, señora, serán sólo unos minutos, pero necesito que os quedéis muy quieta ahora. Las cejas son chivatas, lo cuentan todo. Dolor, amor, temor, horror, sorpresa, disgusto, pena…
Cayetana está segura de que Goya ha seguido enumerando otros muchos estados de ánimo que revelan unas cejas, por eso intenta mantenerlas inexpresivas, completamente mudas, no sea que, por los siglos de los siglos, su retrato delate tan extravagantes pensamientos.
Recuerda el día de su boda con José. Él con casaca azul y una banda roja demasiado larga y ancha para su cuerpo adolescente. Ella con la tiara de su difunta abuela, una de perlas tan grandes como huevos de paloma, una incongruencia en la cabeza de una niña que hasta antier jugaba a las muñecas. Y luego su noche de bodas, cada uno en su habitación, él leyendo un libro, ella charlando, riendo y tomándole el pelo a Rafaela. Porque ¿qué otra cosa pueden hacer unos niños de trece y diecisiete años recién cumplidos sino continuar con sus habituales afanes?
Su primera noche juntos no tardaría en llegar, pero tampoco se puede decir que fuera memorable. Cayetana lo había visto aparecer por la puerta que comunicaba las dos habitaciones hacia las once en camisa de dormir. «Buenas noches, Tana, ¿te interrumpo?». José siempre tan medido, tan cauto. Hubo aquel día más deber que pasión, más dolor físico (al menos por su parte) que placer, bastante más incomodidad que divino desasosiego. Después de aquello, la cama se les convirtió en una agridulce rutina alentada sólo por el deseo de tener hijos. «Lo siento, señora, pero eso nunca ocurrirá». Los médicos, sanadores y charlatanes —y había visto muchos— nunca la engañaron al respecto. Las jaquecas que tanto padecía no eran más que un síntoma de su verdadero problema. Amenorrea primaria, así se llamaba su disfunción. Nunca había menstruado. Al haberse casado tan joven, su madre y Rafaela pensaron que era cuestión de tiempo que «la visitaran los ingleses», como ellas solían referirse a esa incómoda y a la vez indispensable visita mensual. Pero pasaron los años y los ingleses llegaban mal y nunca. Comenzó entonces su peregrinaje por otros galenos, curanderos y brujas que sí la hicieron sangrar, pero no fueron más que filfas y hemorragias de tipo bien distinto que la dejaban tan anémica como descorazonada hasta que un médico, más honrado que el resto, le dijo que no perdiera el tiempo ni la salud: «Sin menstruación no hay concepción —dijo—, y en esto, siento decirle, no hay vuelta de hoja, señora».
¿Fue eso lo que hizo que José no volviera a visitarla por las noches? Jamás le dijo ni media palabra al respecto, pero Cayetana sabía lo importante que era para él un heredero. Simplemente, se fue alejando. Se refugió en su música, en sus libros, posiblemente también en otros brazos, pero cómo reprochárselo. Cayetana piensa ahora en Georgina, la dulce hija de uno de los embajadores británicos de años atrás, aquella que tocaba tan bien el arpa. ¿Cuántas Georginas, cuántas intérpretes de música o declamadoras de versos o señoritas interesadas en las artes había habido y qué llegaron a significar en su vida? Posiblemente lo mismo que para ella sus coqueteos con cómicos y toreros, o sus amores con Pignatelli y Godoy. «Dejémoslos en amoríos», se dice ahora sin poder evitar que su ceja izquierda se arquee levemente con una mezcla de escepticismo y sorpresa. ¿Es posible que Goya pueda «leer» en esa mínima contracción muscular lo que pasa ahora mismo por su cabeza? No, claro que no. Quizá pincel tan diestro como el suyo logre atrapar para siempre su gesto de asombro, ¿pero cómo va a saber Fancho que se debe a que acaba de descubrir de pronto que ama a su marido?
El resto del posado, Cayetana lo dedica a recordar los momentos felices que ha vivido junto a José sin que nunca les aplicara tal adjetivo. Como cuando, riendo, habían planeado cada detalle del gran y falso pabellón que construyeron en el jardín de Buenavista para agasajar a los reyes. O el modo protector con que José la había tomado del brazo después de que la Parmesana, el día del estreno de La señorita malcriada, hubiese vertido, delante de él, todo tipo de insinuaciones sobre ella y Godoy. «Obras son amores y no buenas razones», sonríe Cayetana, regalando a Goya una sonrisa de Gioconda que el genio de Fuendetodos no logrará plasmar porque sus pinceles en ese momento se interesan únicamente por los ojos de su modelo. Los mismos que ahora se desvían atraídos por el sonido de la puerta.
—¿Puedo pasar, maman?
—Luz, mi tesoro. ¿No habíamos quedado en que no quiero que me llames así? —finge regañarla Tana al ver aparecer la figura de su hija. La niña hace una pequeña reverencia. Lleva un vestido granate de terciopelo bajo el que asoman, al inclinarse, unos encantadores pololos largos con puntillas. María Luz no es muy alta para su edad y tal vez esté un poco rellenita, pero sus facciones perfectas y sobre todo sus sorprendentes ojos verdes auguran que será algún día una belleza.
—¿Por qué no os agrada que os llamen «maman»? —pregunta Goya—. No es que yo sea partidario de trufar a todas horas la parla con palabras gabachas, pero es lo habitual, por lo que he podido ver, en estas esferas vuestras.
—Pues si a ti no te gusta, a mí tampoco, Fancho, y por las mismas razones, que ya está bien de tanto elegante papanatismo. Ven aquí, mi sol, se acabó la clase de francés, así que ahora soy mamá y no maman. Díselo a mademoiselle Renard, que a veces parece un poco dura de mollera.
—¿Puedo quedarme un rato a ver cómo te pintan? Yo y también Caramba, al fin y al cabo él es parte del cuadro.
—Ah, no —comienza a rezongar don Fancho—. Una cosa es que incluya a ese tunante en el retrato cuando llegue el momento y otra muy distinta que lo quiera cerca ahora, el último día hay que ver cómo se ensañó con mis tobillos.
Caramba, que acaba de entrar tras su ama, ladea pensativamente la cabeza. No lleva un lazo rojo atado a la pata izquierda como ha quedado para la posteridad, pero sí dos cascabeles que tintinean a su paso.
—Aquí vienes otra vez y con las mismas intenciones. ¿Pero qué problema tienes con mis canillas, pillastre? Quita, quita.
María Luz ríe mientras recoge al perrito que tintinea y ladra a partes iguales.
—¿Y cuándo me va a pintar a mí, don Fancho?
—Ya lo he hecho. ¿No te acuerdas, niña?
—Bueno, el cuadro sí lo he visto. Uno muy pequeñito que mamá guarda en su gabinete y en el que estoy tirándole de la falda a Rafaela mientras ella se enfada, pero no me acuerdo de haber posado como mamá, horas y horas.
—Imposible que te acuerdes, tesoro. Primero, porque la única que lo hizo fue Rafaela, y bien que protestó. Y luego, porque aún no habías cumplido los tres años. Pero no te preocupes, te pintará otro en cualquier momento. Él estará siempre en nuestras vidas. Pase lo que pase, ¿verdad, Fancho?