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—Eh, un momento, Lizard. Para un poco. Ahora te toca a ti darme información.

Paul asintió.

—Muy bien. Mira a estas personas...

Sobre el tablero empezaron a formarse las imágenes holográficas de tres individuos. Para ser exactos, de tres cadáveres. Un hombre con un agujero en la frente perfectamente redondo y limpio, seguramente un disparo de láser. Otro varón con el cuello cortado y lleno de sangre. Y una mujer con media cara volada, tal vez por una bala explosiva convencional o por un disparo de plasma. Bruna dio un pequeño respingo: el medio rostro que le quedaba a la víctima le era vagamente familiar. Sí, esa oreja fuera de lugar era inconfundible.

—¿Los conoces? —preguntó el policía.

—Sólo a la última. Creo que es una traficante de drogas de los Nuevos Ministerios. Le compré una mema hace tres días.

—¿Y qué hiciste con ella? ¿La has usado?

—¿Quiénes son los otros?

—Todos traficantes ilegales. Camellos conocidos. Alguien se ha puesto a asesinarlos. ¿Será para vengarse por las memorias letales?

—¿O para quitarse la competencia de en medio y poder vender la mercancía adulterada? Mandé la mema a analizar. Era normal. Pirata, pero inocua.

Paul volvió a asentir. En ese momento llegó el robot de la cantina con el almuerzo. Probablemente la calidad de los platos no fuera muy buena, pero estaban calientes y resultaban lo suficientemente apetitosos. Pusieron las bandejas sobre la mesa y durante unos minutos se dedicaron a comer con silenciosa fruición, mientras las imágenes de los tres cadáveres seguían dando vueltas en el aire. Parecía muchísima comida, pero a los pocos minutos Bruna constató con cierto asombro que entre los dos habían conseguido acabar con todo. La rep se sirvió otro café y miró a Lizard con la benevolencia que produce el estómago lleno. Comer junto a alguien cuando se tiene hambre predispone a la complicidad y la convivencia.

—Bueno. Creo que me ibas a hablar del contenido de la bola holográfica que recibió Chi... —dijo el hombre apartando los platos.

Bruna suspiró. Se encontraba mucho mejor de la resaca.

—No, no. Te toca a ti. Yo te he contado lo de la mema ilegal.

Lizard sonrió y volvió a manipular la mesa. Aparecieron dos nuevos muertos flotando espectralmente delante de ellos. Dos reps. Desconocidos.

—No sé quiénes son —dijo Bruna.

—Pues verás, son dos cadáveres curiosos. Trabajaban para el MRR. Bueno, trabajaban para una empresa externa de mantenimiento cuyo único cliente era el MRR. ¿Te suena esto de algo?

La detective mantuvo una expresión impasible.

—¿Cómo han muerto? —preguntó para ganar tiempo.

—Dos tiros en la nuca. Ejecutados.

¿Debía contarle o no? Pero no quería revelar detalles que Habib le había dado sin contar con el permiso del androide. Al fin y al cabo él era su cliente. Decidió darle a Lizard otra pieza de información en lugar de eso.

—Pues ni idea, de esto no sé nada. En cuanto a la bola holográfica, se veía a Chi en un discurso de...

—No, ahórrate esa parte, sé cómo era el mensaje. Habib me informó. Lo que quiero saber es el resultado de tu análisis.

—Las imágenes del destripamiento son de un cerdo y hay un 51 % de probabilidades de que no provengan de ningún matadero legal, sino que sea algo doméstico. Y no conseguí encontrar ningún rastro, ningún dato, ningún indicio, ninguna credencial. Sólo...

—¿Sólo?

—¿Puedo usar tu mesa holográfica?

—Claro.

Bruna pidió la conexión desde su ordenador móvil y Lizard se la concedió. Segundos después se formó delante de ellos el mensaje amenazante. La mesa tenía una resolución magnífica y la imagen era a tamaño natural: resultaba bastante desagradable. Cuando la película acabó, la detective tocó la pantalla de su muñeca e hizo pasar el vídeo original del cerdo, limpio y reconstruido. Enfocó sobre el cuchillo y agrandó y perfiló la imagen hasta que se vio el ojo del rep.

—Mmmm... De modo que la secuencia fue grabada por un tecnohumano —murmuró Lizard, pensativo—. Interesante.

—Puedes quedarte con una copia del análisis.

—Gracias. Entonces, ¿no te suenan de nada los dos androides que trabajaban para el MRR?

—No los había visto en mi vida —dijo Bruna con el perfecto aplomo de quien dice la verdad—. Pero se me ocurre que podrías hacerlos pasar por un programa de reconocimiento anatómico para comprobar si el ojo que se ve en el cuchillo corresponde a alguno de ellos. Por cierto, ¿dónde habéis encontrado los cadáveres?

Lizard rebañó con el dedo el último grumo de queso blando que quedaba en el plato y se lo comió con delectación. Hizo una mueca de preocupación antes de hablar.

—Eso es lo más curioso... Hemos encontrado a todos los muertos en el mismo sitio... En Biocompost C.

Es decir, en uno de los cuatro grandes centros de reciclaje de basuras de Madrid.

—¿En el vertedero?

—Los dos tecnos estaban tumbados sobre la montaña de detritus más reciente... Como si los hubieran colocado cuidadosamente allí. Los robots basureros están programados para detectar residuos sintientes y avisar, de modo que detuvieron los trabajos y lanzaron la alarma. Y en esa misma montaña, un poco enterrados, estaban los otros cadáveres, más antiguos y en diversos estados de descomposición. En los hologramas que has visto los cuerpos estaban reconstruidos, pero los dos hombres debían de llevar muertos por lo menos un mes.

—Es decir que estaban en otra parte y los llevaron a Biocompost C.

—Exacto, era como si alguien hubiera querido que los descubriéramos a todos juntos y que por lo tanto uniéramos los casos. Pistas criminales obvias para detectives imbéciles.

Bruna sonrió. Este hombrón de voz perezosa tenía cierta gracia. Aunque convenía no confiarse.

—Lizard, sé que ha habido antes otros casos de muertes de reps parecidas. Antes de las que han salido a la luz esta semana... Cuatro más. El fascista de Hericio lo dijo en las noticias... Y Chi las estaba investigando.

Lizard enarcó las cejas, por primera vez verdaderamente sorprendido.

—¿También lo sabía Chi? Vaya... Era el secreto más conocido de la Región... ¿Y qué es lo que sabía, exactamente?

—Que eran tres hombres y una mujer, todos tecnohumanos, todos suicidas, ninguno asesinó a nadie antes de matarse. Se quitaron la vida por diversos métodos, todos bastante habituales: cortarse las venas, sobredosis de droga, arrojarse al vacío... Los tres últimos, quiero decir los últimos en el tiempo, los más recientes, se sacaron un ojo. Y todos llevaban una mema adulterada.

—¿Y nada más? ¿No conocía ningún otro detalle que relacionara a los muertos?

—Chi no había encontrado nada que les uniera. Parecen víctimas elegidas al azar.

—Puede ser, Bruna. Pero además... todos tenían tatuada en el cuerpo la palabra «venganza».

—¿Todos?

—Los siete.

—¿También Chi?

—También.

—No lo vi.

—Estaba en su espalda.

—Gándara no me lo dijo.

—Anoche te fuiste muy deprisa. Mira.

En el aire flotó el primer plano de una espalda. Larga, ondulante, blanca. Pero manchada por los trazos violetas de unos cardenales. Cerca del suave comienzo de las nalgas estaba escrita la palabra «venganza» con una letra muy distintiva, apretada, entintada y redonda. El vocablo mediría unos cuatro centímetros de ancho por uno de alto. Tenía ese amoratado color de uva de los tatuajes realizados con pistola de láser frío, como el de Bruna. Se curaban en el mismo instante en que se hacían.

—Es Chi —explicó el hombre—. Pero todos los tatuajes son iguales y están en el mismo lugar.

Lizard apagó la mesa y miró a Bruna con una pequeña sonrisa.

—Me parece que te estoy contando demasiadas cosas, Husky.

Y era verdad. Le estaba contando demasiadas cosas.

—Dime sólo algo más, Lizard... ¿qué contienen las memas mortales?

—Más que memas, son programas de comportamiento inducido... Unas piezas de bioingeniería muy notables. Y los implantes evolucionaron de una víctima a otra... Es decir, sus programas se fueron haciendo más complejos...

—Como si los primeros muertos fueran prototipos...

—O ensayos prácticos, sí. Los implantes disponen de una dotación de memoria muy corta... Treinta o cuarenta escenas, en vez de los miles de escenas habituales.

—Lo normal son quinientas.

—¿Tan pocas? Bueno, en estas memas sólo hay unas cuantas escenas que hacen creer a la víctima que es humana y que ha sido objeto de persecución por parte de los reps... de los tecnos. Y luego hay otras escenas que son como premoniciones... Actos compulsivos que la víctima se ve obligada a cumplir. Algo semejante a los delirios psicóticos. Los implantes inducen una especie de psicosis programada y extremadamente violenta. El impacto es tan fuerte que les destroza el cerebro en pocas horas, aunque no sabemos si esa degeneración orgánica subsiguiente es algo buscado o un efecto secundario e indeseado del implante.

—¿Y la obsesión con los ojos?

—Lo de cegarse o cegar a alguien aparece a partir de la segunda víctima. Es una de las escenas delirantes. Algo voluntariamente inducido, sin duda.

—Una firma del criminal. Como el tatuaje.

—Tal vez. O un mensaje.

Detrás de todo esto tenía que haber alguien muy enfermo, pensó Bruna. Una mente perversa capaz de disfrutar con la enucleación de un globo ocular. De un ojo rep. Venganza y odio, sadismo y muerte. La detective sintió un vago malestar rodando por su estómago. Seguramente había comido demasiado.

—¿Y por qué no se ha dicho nada de esto públicamente? ¿Por qué se oculta lo de los implantes?

Lizard miró fijamente a Bruna.

—Siempre es útil reservarse algún dato que sólo puede saber el criminal —dijo al fin con su voz letárgica tras un silencio un poco excesivo.

—Para eso ya teníais los tatuajes. ¿Por qué callar algo que demuestra que los reps también son víctimas y no sólo furiosos asesinos?

Nuevo silencio.

—Tienes razón. Hay órdenes de arriba de no decir nada. Órdenes que me incomodan. En este caso están sucediendo cosas que no entiendo. Por eso me he puesto en contacto contigo. Creo que podemos ayudarnos mutuamente.

Bruna se tocó el estómago con disimulo. La sensación de náusea había aumentado. Algo marchaba mal. Algo marchaba muy mal. ¿Por qué le contaba Lizard todo esto? ¿Por qué había sido tan generoso en sus confidencias? ¿Y cómo se le ocurría decir tan abiertamente que desconfiaba de sus superiores? ¿Allí? ¿En la sede de la Policía Judicial? ¿En un lugar en donde probablemente todas las conversaciones se registraban? Notó que se le erizaba la pelusa rubia que crecía a lo largo de su columna vertebral. Era como una tenue oleada eléctrica que ascendía por su espalda y siempre le sucedía antes de entrar en combate. O cuando se encontraba en situación de peligro. Y ahora estaba en peligro. Esto era una trampa. Miró el rostro pesado y carnoso de Lizard y lo encontró repulsivo.

—Me tengo que ir —dijo abruptamente mientras se ponía en pie.

El hombre enarcó las cejas.

—¿Y estas prisas?

Bruna se contuvo y fingió una calma casi amable.

—Ya nos hemos dicho todo, ¿no? Yo no sé más. Y tú no me dirás más. Tengo una cita y llego tarde. Estaremos en contacto.

Todavía sentado, Lizard la agarró por la muñeca.

—Espera...

La androide sintió la mano caliente y áspera del hombre sobre su piel y tuvo que hacer uso de todo su control para no darle un rodillazo en la cara y liberarse. Le miró con ojos interrogantes y fieros, aún medio de perfil, sin abandonar su impulso de largarse.

—Sí que tienes algo que contarme... Tú fuiste atacada por Cata Caín...

Bruna resopló y se volvió de frente hacia él. Lizard la soltó.

—Sí. Consta en el informe policial. ¿Y?

—Estabas en una de las escenas inducidas de la mema de Caín. Según el programa, tu vecina tenía que espiarte, ir a tu piso, estrangularte con el cable hasta dejarte inconsciente, atarte, sacarte los ojos y después rematarte.

A su pesar, Bruna quedó impresionada con la noticia. Abrió la boca, pero no supo qué decir.

—¿No es interesante? Ahí está tu nombre, Bruna Husky, en la escena de la mema. Tu nombre y tu imagen y tu dirección. ¿Por qué crees que estás incluida en un implante asesino?

—Entonces, ¿me has traído para interrogarme?

—No te estoy interrogando. Oficialmente, digo. Sólo te estoy preguntando.

—Pues yo te contesto que no tengo ni idea.

—Es curioso. Deberías haber sido una víctima, pero no lo fuiste. ¿Cuestión de suerte? ¿O de conocimiento previo?

—¿Qué insinúas?

—Tal vez conocías el contenido de la mema. Tal vez incluso colaboraste en la fabricación del implante.

—¿Para qué iba a poner yo la escena inducida de mi asesinato?

Lizard sonrió encantador.

—Para tener una magnífica coartada.

Bruna se sintió aliviada. Ah, le prefería así, actuando al descubierto contra ella, claramente hostil. Devolvió la sonrisa.

—Me temo que, al final, no vamos a terminar siendo tan amigos... —dijo.

Y dio media vuelta y se marchó. Estaba cruzando el umbral de la puerta cuando escuchó a sus espaldas la respuesta del policía:

—Es una pena...

El maldito Lizard parecía ser de esos hombres que siempre se empeñaban en soltar la última palabra.

En realidad Bruna sí tenía una cita, aunque casi se le había olvidado. Desde hacía tres meses, todos los sábados, a las 18:00 en punto, iba a un psicoguía. El problema había empezado medio año atrás. Una tarde Bruna estaba en su casa viendo una película y, de repente, la realidad se marchó. O más bien fue ella quien salió de escena. La pantalla, la habitación, el mundo entero pareció alejarse al otro lado de un largo tubo negro, como si Bruna estuviera mirando las cosas desde el extremo de un túnel. Al mismo tiempo, rompió a sudar y a tiritar, le castañetearon los dientes, las piernas le temblaron. Se sintió súbitamente aplastada por un terror pánico como nunca jamás antes había experimentado. Y lo peor era que no sabía qué la aterrorizaba tanto. Era un miedo ciego, indescifrable. Loco. Un súbito apagón de la cordura. La crisis duró apenas un par de minutos, pero la dejó agotada. Y rehén permanente del miedo al miedo. Del temor a que el ataque se repitiera. Que desde luego se repitió unas cuantas veces, siempre en los momentos más inesperados: corriendo por el parque, comiendo en un restaurante, viajando en tram o en metro.

De entrada acudió a una psicomáquina, como otras veces había hecho durante sus años de milicia. Los combatientes solían usar las cajas bobas tras algún combate especialmente duro o en épocas de extremada tensión bélica. Entrabas en el pequeño cubículo de la psicomáquina; te sentabas en el sillón, te ponías el casco con los electrodos, colocabas las yemas de los dedos en los sensores y contabas a la caja lo que te pasaba; y se suponía que la psicomáquina te aconsejaba verbalmente, estimulaba suavemente tu cerebro con ondas magnéticas y, si eso no era suficiente, te expendía alguna píldora adecuada. Los androides iban en busca de eso, de las píldoras. Ansiolíticos, relajantes, estimulantes, estabilizantes, euforizantes, antidepresivos. Sabían cómo hablar con la caja para conseguir lo que deseaban y las sesiones costaban tan sólo quince ges, drogas aparte.

Pero en esta ocasión la detective no sabía qué necesitaba, qué buscaba.

—Has tenido un ataque de angustia —había dictaminado la caja con vibrante tono de barítono (Bruna había seleccionado voz de hombre en la opción de sonido).

—Pero ¿por qué?

—Los ataques de angustia son una consecuencia del miedo a la muerte —dijo la psicomáquina.

Como si eso aclarara algo. La androide llevaba toda su corta vida abrumada por la conciencia de la muerte, y desde luego había estado en peligro mortal bastantes veces sin que eso le provocara ninguna crisis, antes al contrario, el riesgo bombeaba en su organismo una especie de lucidísima y fría calma. Era uno de los aportes de la ingeniería genética, una de las mejoras hormonales con las que venían dotados los reps de combate. Pero, de golpe, una tarde, viendo una estúpida película en su casa, se había desmoronado. ¿Por qué?

Dado que la caja boba no había calmado su inquietud, se planteó la posibilidad de visitar a un psicoguía. Desde que la psicóloga peruana Rosalind Villodre había desarrollado en los años ochenta su teoría posfreudiana del Maestro, sus seguidores se habían puesto muy de moda. Cerca de casa de Bruna había un Mercado de Salud, una de esas galerías comerciales especializadas en terapias más o menos alternativas, y en la planta baja estaba la consulta de un psicoguía llamado Virginio Nissen. Una tarde la detective entró allí con la vaga intención de informarse y salió con el compromiso de volver todos los sábados; de una manera un tanto inexplicable, el hombre se las había arreglado para imponerle esa obligación. La rep llevaba dos meses sin sufrir crisis de angustia, pero dudaba mucho que fuera gracias a Nissen. En todo caso quizá se debiera a las ochenta gaias que le costaba la media hora de tratamiento: no tenía más remedio que sanar para poder ahorrárselas.

Y ahora Bruna se encontraba tumbada en una cama de privación sensorial, sobre un colchón de tenues aerobolas y con unas gafas virtuales que le hacían sentir en mitad del cosmos. Flotaba plácidamente en la negrura estelar, ingrávida e incorpórea. A ese lugar remoto de confort llegó la voz ligeramente melosa de Virginio Nissen.

—Dime tres palabras que te duelan.

Había que responder deprisa, sin pensar.

—Herida. Familia. Daño.

—Descartemos la primera: demasiado contaminada semánticamente. Piensa en familia y dime otras tres palabras que te duelan.

—Nada. Nadie. Sola.

—¿Qué significa nada?

—Que es mentira.

—¿Qué es mentira?

—Ya lo hemos hablado muchas veces.

—Una vez más, Husky.

—Todo es mentira... Los afectos... La memoria de esos afectos. El amor de mis padres. Mis propios padres. Mi infancia. Todo se lo tragó la nada. No existe, ni existió.

—Existe el amor que sientes por tu madre, por tu padre.

—Mentira.

—No, ese amor es real. Tu desesperación es real porque tu afecto es real.

—Mi desesperación es real porque mi afecto es un espejismo.

—Mis padres murieron hace treinta años, Husky.

—Te acompaño en el sentimiento, Nissen.

—Quiero decir que mis padres tampoco existen. Sólo guardo el recuerdo de ellos. Igual que tú.

—No es lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque mi recuerdo es una mentira.

—El mío también. Todas las memorias son mentirosas. Todos nos inventamos el pasado. ¿Tú crees que mis padres fueron de verdad como yo los recuerdo hoy?

—Me da igual porque no es lo mismo.

—Está bien, dejémoslo ahí. ¿Y la segunda palabra, nadie? ¿Qué significa?

—Soledad.

—¿Por qué?

—Mira... No puedes entenderlo. ¡Un humano no puede entenderlo! Quizá debería buscar un psicoguía tecno. ¿Hay tecnohumanos haciendo esto? Hasta las ratas... hasta el mamífero más miserable tiene su nido, su manada, su rebaño, su camada. Los reps carecemos de esa unión esencial... Nunca hemos sido verdaderamente únicos, verdaderamente necesarios para nadie... Me refiero a esa manera en que los niños son necesarios para sus padres, o los padres son necesarios para sus niños. Además no podemos tener hijos... y sólo vivimos diez años, lo que hace que formar pareja estable sea muy difícil, o una agonía.

La garganta se le cerró súbitamente y la detective calló por miedo a que la voz se le rompiera en lágrimas. Cada vez que rozaba el recuerdo de la muerte de Merlín la pena la anegaba con una furia intacta, como si no hubieran transcurrido ya casi dos años. Respiró hondo y tragó el nudo de dolor hasta que consiguió recuperar un control aceptable.

—Quiero decir que no eres verdaderamente importante para nadie... Puedes tener amigos, incluso buenos amigos, pero ni con el mejor de los amigos llegarías a ocupar ese lugar básico de pertenencia al otro. ¿Quién se va a preocupar por lo que me pase?

Era estupendo, se dijo Bruna con sarcasmo; era realmente estupendo pagar ochenta ges al psicoguía para conseguir amargarse la tarde y pasar un mal rato. El espacio sideral en el que flotaba, antes tan relajante, empezaba a parecerle un lugar angustioso.

—En realidad no es exactamente como dices, Husky. Ni siquiera el símil que has usado es correcto. No todos los mamíferos viven en compañía. Por ejemplo, los osos salvajes eran unos animales absolutamente solitarios durante toda su vida. Sólo se juntaban fugazmente para aparearse. De manera que...

Al demonio con los osos salvajes, pensó Bruna. Que además eran otros seres que tampoco existían: sólo quedaban osos en los parques zoológicos. La rep se arrancó las gafas virtuales y se sentó en la cama. Parpadeó varias veces, un poco mareada, mientras regresaba al mundo real. Delante de ella, repantigado en un sillón, estaba Virginio Nissen, con sus grandes mostachos trenzados, su pendiente de oro y su cráneo rasurado y encerado.

—Estoy harta. Dejémoslo por hoy.

—Perfectamente, Husky. En realidad, ya es la hora del final de la sesión.

Por supuesto: Nissen siempre tenía que mantener la última palabra. Otro controlador como Lizard, se dijo con sorna la androide mientras transfería ochenta gaias de móvil a móvil. El ordenador del hombre pitó recibiendo el dinero, el psicoguía amplió su sonrisa un par de milímetros y Bruna salió al centro comercial ansiosa de calentarse el ánimo con una copa.

Pero no. Estaba bebiendo demasiado.

En vez de meterse en el bar de enfrente de la consulta de Nissen, como a veces había hecho al terminar la terapia, se encaminó por la galería principal hacia la salida del Mercado de Salud. Le estaba costando un poco irse, le estaba apeteciendo demasiado esa copa extemporánea y solitaria, y la avidez de su sed empezó a asustarla. Verdaderamente tenía que bajar su consumo de alcohol. Muchos androides acababan alcoholizados o colgados de cualquier otra droga, sin duda espoleados por esa misma amargura que Bruna no conseguía explicar del todo a Nissen. Y también era por eso por lo que tantos reps se metían en el peligroso juego de las memas ilegales: ya que no podían vivir una verdadera vida a lo largo, en su normal duración humana, al menos podían intentar vivir varias vidas a lo ancho. Existencias superpuestas y simultáneas. Cata Caín estaba programada para arrancarle los ojos y después matarla. Volvió a sentir un escalofrío y notó que en su memoria se agolpaban antiguas escenas de violencia y de sangre, febriles retazos de su servicio bélico que normalmente conseguía bloquear. Cuatro años, tres meses y veinte días.

El centro comercial estaba atiborrado: últimamente no había nada que obsesionara tanto a la gente como la salud. Y no sólo a los tecnos, sino también a los humanos. Pese a los optimistas pronósticos científicos del siglo XXI, lo cierto es que no se había conseguido prolongar la vida media humana más allá de los noventa y cinco o noventa y seis años, y además no se podía decir que las condiciones de los nonagenarios fueran especialmente buenas. Los trasplantes, los miembros biónicos y la ingeniería celular habían mejorado la calidad de vida de los más jóvenes, pero no habían logrado suavizar el implacable deterioro de la vejez. Sí, los ancianos morían sin arrugas, convertidos en sus propias y desencajadas máscaras mortuorias gracias a la cirugía estética, pero la decrepitud del tiempo les roía igual por dentro. Por lo menos de eso se salvaban los reps, pensó Bruna: de la lenta y penosa senectud. «Los héroes mueren jóvenes, como Aquiles», solía decir Yiannis para animarla, cuando se cruzaban por la calle con alguno de esos ancianos atrapados en la cárcel de su deterioro: mentes laminadas por los años, bocas babeantes, cuerpos rotos transportados en sillas de ruedas de acá para allá como carne muerta. Y aun así, resopló la androide, se hubiera cambiado por un humano en ese mismo instante.

El Mercado de Salud no era muy grande, pero tenía un poco de todo: campanas hiperbáricas, centros de terapia antioxidante, tiendas biónicas de segunda mano, sanadores espirituales que decían seguir el rito labárico... Y la legión habitual de curanderos e iluminados contra el Tumor Total Tecno. Por lo visto, incluso había un médico gnés en la planta de arriba. Era uno de los pocos lugares en donde se podía contemplar a un alien de cerca... aparte de en su propia cama, desde luego, se dijo Bruna. Y sacudió la cabeza para sacarse de la memoria el corpachón traslúcido de Maio, cuyo enojoso recuerdo acababa de cruzarle la mente como un moscardón.

Cerca de la salida había un pequeño local de tatuajes en el que la rep no se había fijado con anterioridad. Se acercó a mirar: eran tatuajes esenciales. Si no recordaba mal, la secta de los esencialistas había nacido a finales del siglo XX o principios del XXI en Nueva Zelanda. Bruna no sabía mucho sobre sus creencias, aunque tenía idea de que se basaban en antiguos ritos maoríes. Sus tatuajes, sin embargo, eran famosos. Los esencialistas los consideraban sagrados, una representación externa del espíritu. Cada persona tenía que buscar cuál era su tatuaje, su diseño primordial, la traducción visual de su ser íntimo y secreto, y, una vez descubierto el dibujo exacto, debía grabárselo en la piel, como quien escribe los signos de su alma. Según ellos, tatuarse una imagen equivocada suponía un desorden atroz y atraía un sinfín de desgracias; aplicar la figura precisa, por el contrario, serenaba y protegía al individuo e incluso curaba múltiples dolencias. No era de extrañar que se hubieran puesto de moda.

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