CAPÍTULO 56 EL TORMENTO Y EL ÉXTASIS

–No me gusta nada, Fancho. No sé cómo te estará quedando el desnudo ese del que hablas, pero el bosquejo que acabas de enseñarme dice poco de tu talento. Esa sonrisita de aprendiz de Gioconda, esa postura de suripanta calientacamas con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y sacando pecho. Anda que qué decir de estas piernas con las rodillas tan juntas y el pubis sin un mal velo y dibujado así, de frente, como un pendón en ambos sentidos de la palabra. ¿Cómo diablos se te ocurrió semejante pose? Y no me digas que la idea fue de Godoy, porque no lo creo ni por un minuto. Él lo más que te habrá dicho es que le pintaras un desnudo para acompañar otros de grandes maestros que ya tiene. ¿A que sí? Hace tiempo que se comenta que ha conseguido reunir la más importante galería de cuadros eróticos de Europa. De hecho, más de una vez lo he sorprendido mirando mi Venus del espejo con ojos de propriétaire, incluso ha llegado a bromear diciendo que algún día la haría suya, pero eso, como comprenderás, será por encima de mi cadáver. Por cierto, ¿cómo piensas llamar a tu obra una vez que esté acabada? Si quieres mi opinión, el nombre debería ser muy español para que se diferenciara de las de otros maestros. ¿Qué tal La gitana? No, no, con esos tirabuzones y esa nariz griega que tiene, quedaría fatal. Tendría que ser algo así como la manola, la modistilla, no, ya lo tengo, la maja. La maja desnuda. Y venga, dime, prometo guardarte el secreto, ¿quién es ella? ¿Quién es tu modelo?

Goya no piensa decirle la verdad. Se encuentran los dos en el estudio que Cayetana ha acondicionado para su hija en el palacio de Doñana convertido ahora en cuartel general de Goya y sus óleos; él, sentado tras su caballete, ella de pie, posando para el que será su primer retrato como viuda. Cae la tarde y el maestro necesita atrapar los últimos rayos de sol tan intensos, tan efímeros, los más bellos del día, de modo que no piensa malgastar ni tiempo ni saliva en complacer la curiosidad de la dama. Es más, su idea es guardar el mayor de los silencios sobre aquel cuadro, encargo de Godoy, que tiene entre manos y que ha de retomar en cuanto vuelva a Madrid. No debería haberle enseñado a Tana los bosquejos que tenía en su cuaderno de apuntes. Si lo ha hecho ha sido sólo para entretenerla de sus cuitas. Anda preocupada por la niña. No es que haya pasado nada, pero dice que la nota distinta. Intuición femenina, según Cayetana, aprensiones sin fundamento; según él, cosas de la edad, así se lo ha dicho. El comienzo de la pubertad tiene sus rarezas, todo el mundo lo sabe. Sin embargo, Cayetana no desecha sus preocupaciones y eso lo nota en la rigidez del cuerpo, también y sobre todo en esa mano extendida que, según la pose que han elegido, debe señalar al suelo y que ahora tiembla impidiendo que él capte esas mínimas y aristocráticas venas azules que surcan sus falanges. Es menester que permanezca lo más quieta posible y, para asegurarse de que así sea, «¿Qué es preferible —cavila Goya—, contar o no contar?».

Tal vez —se dice— debería hacer una pausa en la pintura y relatarle lo que desea saber. Confiarle que, en efecto, Godoy le ha encargado un cuadro para su secreta colección de desnudos. Que ya casi está terminado y que la pose elegida es exactamente la misma que la del boceto que le enseñó. Sin embargo, en cuanto a la identidad de la modelo, por mucho que porfíe, se va a quedar con la intriga. No piensa decírselo. Misterios de artista. ¿No llaman así sus colegas italianos a los secretillos propios del oficio? Pues eso mismo piensa invocar para justificar su silencio. Ni siquiera a Godoy piensa contarle qué misterio esconde aquel desnudo. «Tú arréglatelas como quieras, Fancho —le había dicho el todopoderoso Príncipe de la Paz—. Ya sabes cuáles son mis instrucciones. La cara de nuestro retrato ha de ser la de mi niña, la de Pepita, pero su cuerpo es sólo para mi disfrute, de modo que tendrás que arreglártelas como puedas. ¿Acaso no eres el mejor pintor vivo? Pues agudiza el ingenio e imagínate sus hechuras». Ni Godoy ni la duquesa sabrán nunca la verdad. Por supuesto la cabeza de La maja, según el nombre con el que la ha bautizado Cayetana, es la de Pepita Tudó, tal como deseaba su cliente, pero el cuerpo es el que tiene ahora mismo delante vestido de luto, el de Cayetana de Alba. Nada más fácil. Él conoce cada pulgada de sus extremidades, cada vado, cada promontorio de su cuerpo. Incluso los más recónditos. «Goya fue amante de la duquesa de Alba», eso pensarán las generaciones venideras. Él mismo se ocupará de dejar todas las pistas para que lleguen a tal conclusión.

Don Fancho piensa ahora en las semanas que lleva compartiendo techo con Cayetana. El tormento y el éxtasis. Así solía describir el maestro Miguel Ángel su vida como artista. Placer y padecer en idénticas dosis, y desde luego, la de Goya nunca había respondido tan bien a esta descripción como en los últimos treinta y tantos días. Desde el primero, Cayetana se dedicó a descartar, con el más encantador pero inequívoco vaivén de una mano, todas sus pretensiones de acercamiento, cada una de sus torpes y desesperadas tentativas de desvelarle sus sentimientos. «Anda, anda, Fancho, déjate de empalagamientos, ¿qué necesitas? ¿Un besito en la frente? Toma grandísimo gruñón, aquí tienes dos».

A Goya le tiembla el pulso mientras el pincel dibuja ahora el contorno del dedo anular de su modelo. Mírala, se dice, alzando la vista para contemplarla de cuerpo entero, de luto riguroso, envuelta en su mantilla negra y señalando al suelo como quien dice «aquí estoy yo». Tan hierática, parece haberse envuelto en un ofendido silencio después de que él se negara a revelar los secretos de lo que llama con retintín «tu maja desnuda». Perfecto, mucho mejor. La prefiere así, muda, estática, eso le permitirá proseguir con la pintura, también con sus pensamientos. Don Fancho recuerda entonces lo ocurrido después de que Cayetana descartara sus insinuaciones amorosas. Como a un criado, como a un perrito faldero, como al más tontiloco de sus titíes amaestrados, así era como lo había tratado a partir de aquel momento. Como cuando, con cruel condescendencia, dejaba así, como al descuido, entornada la puerta de su habitación permitiendo que la espiara mientras dormía la siesta. O peor aún, cuando lo invitaba a charlar en su gabinete haciendo como que se emperejilaba ante el espejo cubierta apenas con un mínimo peinador. Qué refinada maldad saber que él estaba allí, tan cerca, temblando como un muchacho, enfermo de amor y de deseo, sin poder besar, tocar, rozarla siquiera.

«La venganza es un plato que se sirve frío», piensa ahora el maestro. «Helado», puntualiza a continuación. «Tan gélido como la muerte», añade antes de decirse que sí, que ambos saben que ella nunca cayó en sus brazos, pero el resto del mundo —y la posteridad, que es lo que importa— pensará exactamente lo contrario. Porque allí estarán para sugerirlo los muchos dibujos que le ha hecho a lo largo de estos noventa días, esbozos que la retratan en momentos privados, íntimos y tan secretos como aquellos a los que sólo un amante tiene acceso. Y si no fuera suficiente con los dibujos, aún le queda por perfilar la mayor de sus venganzas, La maja desnuda. Definitivamente, está decidido. Ése es el nombre con el que piensa bautizar el cuadro que aguarda en Madrid para que él le dé sus últimos retoques. Y da igual que el encargo sea de Godoy y la cara de Pepita Tudó. El impúdico torso con los brazos detrás de la nuca, las rodillas juntas, el pubis sin vello y todo ese cuerpo insolente y tan blanco será el de Cayetana. El mismo que ella cruelmente le ha dejado espiar durante semanas, como un siervo, como un eunuco, tormento y éxtasis.

—Ya que no quieres hablar de pintura, Fancho, hablemos de mi hija —eso está diciendo Cayetana cuando el maestro vuelve a prestar atención a sus palabras.

—¿Qué pasa con ella? —le pregunta, pensando que volverá a contarle sus preocupaciones por la niña, pero Cayetana lo mira con una sonrisa pícara.

—¿Sabes guardar un secreto?

—Bien sabéis que sí —afirma y a ella la sonrisa se le ensancha aún más.

—Pues escucha, porque te voy a contar la sorpresa que le estoy preparando. La mejor que podría darle. ¿Recuerdas la carta que me entregaron esta mañana a la hora del desayuno y que no abrí en su momento porque estábamos hablando no sé de qué naderías? Bueno, pues al leerla descubrí que era de un abogado dizque de Cádiz con la más inesperada de las nuevas. ¿Hacemos una pausa y te la enseño?

—No. Imposible desaprovechar la mejor luz de la tarde —refunfuña Goya—. Pronto caerá la noche y podréis enseñarme todo lo que se os antoje.

También Cayetana protesta, está cansada de posar, pero sabe que a Fancho se le puede contrariar en (casi) todo, pero jamás en lo que concierna a su trabajo.

—Está bien, te lo contaré entonces de viva voz. Una pena porque la carta es harto más expresiva que yo. ¿Tú sabías que existen abogados de pobres?

Sin esperar respuesta a una pregunta que más parece retórica, Cayetana explica a continuación todo lo que Hugo de Santillán exponía en su carta. Quién era Trinidad, cómo entre Martínez y una viuda cubana le habían arrebatado a su hija y las mil peripecias por las que había tenido que pasar hasta descubrir su paradero.

—Lo único que pide —termina diciendo Cayetana— es abrazar a su hija. Figúrate, Fancho, explicita que ni siquiera le importa si a la niña no se le revela que ella es su madre. Que sólo aspira a tenerla un momento entre sus brazos. ¿No se te parte el alma? He estado cavilando y se me ocurre una idea mucho mejor que permitirle cumplir su deseo. Puedo ofrecerle trabajo. Rafaela anda ya con demasiados achaques como para correr detrás de una niña que pronto cumplirá diez años. ¿Sabes lo que he hecho? Le he escrito a ese leguleyo a vuelta de correo invitando a él y a la madre a venir aquí. ¿Se te ocurre mejor regalo para mi niña? Se acabarán por fin sus pesadillas, Fancho, también esos dibujos raros que hace y que tanto me inquietan. ¿Me escuchas, Fancho? No me digas que no estoy vocalizando bien clarito para que puedas leerme a placer los labios. Vaya por Dios, además de sordo como una tapia, con la atención puesta en las Batuecas…

Goya bien que ha entendido lo dicho por Cayetana. Si no contesta y gira bruscamente la cabeza es porque gracias a la sordera se le han agudizado el resto de los sentidos, todos, incluido ese sexto que nadie sabe dónde reside pero que se manifiesta cuando uno menos lo espera.

—¿Qué miras, niña? ¿Qué haces ahí?

Una casi imperceptible corriente, un leve soplo en la nuca, es lo que le ha hecho volver la cabeza para descubrir a la niña. No a María Luz, sino a su nueva amiga. ¿Cuál era su nombre? Ana, sí, Anita, así la llaman, la hija del jardinero. No es la primera vez que la descubre espiándolos y siempre le ha llamado la atención su figura larguirucha, su pelo rubio y ceniciento, pero, sobre todo, le sorprenden esos ojos suyos tan penetrantes.

—Carajo —exclama don Fancho—, qué susto me has pegado, criatura. Sal de ahí, pareces una sombra…

Si Cayetana se preocupa por la «edad difícil» de su hija, debería hacerlo también por la de su amiguita, piensa el maestro. Claro que nadie presta demasiada atención a los hijos de los criados. Hay asuntos de más enjundia a los que atender y eso mismo debería hacer él. Y sin embargo, a pesar de que sus cavilaciones iban por derroteros muy distintos, Goya no puede dejar de observar lo que tiene delante. Por un lado, a Cayetana posando para él, y a su espalda Anita, que la mira a escondidas.

—¿Pero quién está aquí? —comenta despreocupadamente Cayetana al descubrirla—. Ah, eres tú. No hagas caso a este viejo gruñón, él siempre tiene que estar regañando. ¿Te acuerdas, mi ángel? Yo siempre te llamaba así cuando eras pequeña. Ni te imaginas lo que era esta criatura cuando tenía cinco o seis años, una auténtica belleza… Venga, Fancho —dice ahora Cayetana, abandonando la pose que se ha visto obligada a mantener mientras Goya la retrata—. A punto estoy de quedarme más tiesa que la mujer de Lot, dejémoslo por hoy. Un segundo más y me convierto en estatua de sal, te lo aseguro. ¿Qué te parece si nos premiamos con una buena limonada para aliviar estos calores? Anda, niña —le indica a Anita con un encantador y despreocupado gesto de la mano—, avisa en la cocina que nos traigan un par de vasos. Y asegúrate de que esté muy fría.

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