Capítulo Dieciséis 26 страница

Colocaron el ataúd de manera que quedara apoyado contra el interior de la tumba, luego lo empujaron un poco más. Un extremo se alzó del suelo y el otro se despegó del mismo de manera que el ataúd quedó en equilibrio inestable sobre el borde de la tumba. Seguidamente lo fueron inclinando hasta que el otro extremo dio contra el suelo. Lo hicieron girar una vez más de manera que quedara en el suelo de forma correcta. Philip se dijo que los huesos estarían tableteando allí dentro como los dados en un cubilete. Aquello era lo más parecido a un sacrilegio, pero no tenía alternativa. En pie junto a uno de los extremos del ataúd, cada uno de ellos agarró una manija, lo levantaron y empezaron a arrastrarlo a través de la iglesia en dirección a la relativa seguridad del pasillo. Sus esquinas de hierro hacían pequeños surcos en el suelo de tierra batida. Casi habían llegado al pasillo cuando maderas ardiendo y planchas incandescentes se desplomaron con estruendo sobre la mismísima tumba del santo ahora vacía. El ruido fue ensordecedor; el suelo tembló por el impacto y la tumba de piedra quedó hecha trizas.

Una gran viga se desplomó en el interior de la tumba y por unas pulgadas no alcanzó a Remigius y a Philip, aunque les hizo soltar el ataúd. Aquello ya fue demasiado para Remigius.

—¡Esto es obra del demonio! —gritó histérico al tiempo que echaba a correr.

Philip casi estuvo a punto de seguirle. Si esa noche estuviera actuando allí de veras el diablo, nadie sabía lo que podía ocurrir; Philip jamás había visto un demonio, pero había escuchado muchos relatos de gentes que lo habían visto. Philip se dijo con severidad que los monjes estaban hechos para combatir a Satanás, no para huir de él; echó una ojeada ansiosa al refugio que ofrecía el pasillo. Pero en seguida se sobrepuso, agarró las manijas del ataúd y tiró de él.

Logró arrastrarlo de debajo de donde se había desprendido la viga. La madera del ataúd estaba dentada y astillada, pero lo asombroso era que no estaba rota. Lo arrastró un poco más. A su alrededor cayó una lluvia de astillas encendidas. Miró hacia el tejado. ¿Había una figura con dos piernas bailando una danza burlona allá arriba entre las llamas, o era tan sólo una espiral de humo? Miró de nuevo hacia abajo dándose cuenta de que el borde de su hábito se había prendido. Se arrodilló y se sacudió las llamas con las manos, aplastando el tejido encendido contra el suelo, que se apagó en seguida. Luego oyó un ruido que, o bien era el chirrido de la madera atormentada o la enloquecida y burlona risa de un pequeño diablo.

—¡Saint Adolphus, protégeme! —dijo con voz entrecortada al tiempo que volvía a aferrar los asideros del ataúd.

Fue arrastrando por el suelo el ataúd pulgada a pulgada. El diablo le dejó tranquilo por un momento. No levantó los ojos hacia arriba; lo mejor era no mirar al demonio. Finalmente alcanzó la protección del pasillo y se sintió algo más seguro. Su dolorida espalda le obligó a detenerse por un instante y a enderezarse.

Había un largo camino por recorrer hasta la puerta más próxima que estaba en el crucero sur. No estaba seguro de poder arrastrar el ataúd todo aquel trecho antes de que todo el tejado se viniera abajo. Tal vez fuera aquello con lo que contaba el diablo. No pudo evitar dirigir la mirada de nuevo hacia las llamas. La humeante figura de dos piernas se ocultó detrás de una viga ennegrecida en el mismo instante en que Philip la descubrió. Sabe que no lo lograré, se dijo Philip.

Miró a lo largo del pasillo, tentado de abandonar el santo y salvar su vida… y entonces vio al hermano Milius, a Cuthbert Whitehead y a Tom Builder que se dirigían hacia él, tres figuras perfectamente corpóreas que acudían presurosos en su ayuda. Sintió desbordársele el corazón de alegría y de repente no estuvo seguro de que hubiera demonio alguno en el tejado.

—¡Gracias sean dadas a Dios! —exclamó—. Ayudadme con esto —dijo innecesariamente.

Tom Builder dirigió una mirada experta al tejado. No pareció haber visto diablo alguno.

—Apresurémonos —dijo, sin embargo.

Cada uno cogió una esquina y colocaron el ataúd sobre sus hombros. Hubieron de hacer un verdadero esfuerzo aún siendo cuatro.

—¡Adelante! —dijo Philip.

Caminaron a lo largo del pasillo tan deprisa como les fue posible, encorvados bajo aquel enorme peso. Cuando llegaron al crucero sur, Tom dijo:

—¡Esperad!

El suelo era una carrera de obstáculos de pequeñas hogueras, y continuamente caían más fragmentos de madera ardiendo. Philip miró a través de la brecha intentando trazar mentalmente una ruta a través de las llamas. Durante los escasos momentos que se detuvieron, por el extremo oeste de la iglesia comenzó un ruido sordo. Philip miró hacia arriba embargado por el temor. El retumbo se convirtió en un trueno.

—Es de construcción floja como la otra —dijo Tom Builder con tono enigmático.

—¿Qué es eso? —gritó Philip.

—La torre suroeste.

—¡Oh, no!

El trueno fue adquiriendo intensidad. Philip contempló horrorizado cómo todo el extremo oeste de la iglesia pareció avanzar una yarda, como si la mano de Dios lo hubiera golpeado. Unas diez yardas de tejado cayeron dentro de la nave con el impacto de un terremoto.

Luego, toda la torre suroeste empezó a desmoronarse y a caer como un corrimiento de tierras, dentro de la iglesia.

La conmoción tenía paralizado a Philip. Su iglesia se estaba desintegrando ante sus propios ojos. Serían precisos años para reparar los daños, incluso si pudiera encontrar el dinero necesario. ¿Qué haría? ¿Cómo continuaría el monasterio? ¿Era acaso el final del priorato de Kingsbridge?

El movimiento del ataúd sobre su hombro al ponerse de nuevo en marcha los otros tres hombres le sacó de su ensimismamiento. Philip seguía a donde le llevaran. Tom fue abriéndose camino a través de un laberinto de hogueras. Un tizón ardiendo cayó sobre la tapa del ataúd pero afortunadamente se deslizó hasta el suelo sin alcanzar a ninguno de ellos. Un momento después llegaban al extremo opuesto. Cruzaron la puerta y salieron de la iglesia al aire frío de la noche. Philip estaba tan abrumado por la destrucción de la iglesia que no sintió alivio alguno por haberse salvado. Recorrieron presurosos el claustro hasta el arco sur y pasaron a través de él.

—Aquí estamos seguros —dijo Tom cuando se encontraron lejos de los edificios. Bajaron con alivio el ataúd hasta el helado suelo.

Philip necesitó unos minutos para recuperar el aliento. Y durante esa pausa comprendió que no era el momento de mostrarse anonadado. Era el prior y el monasterio estaba a su cargo. ¿Cuál debería ser su próximo movimiento? Tal vez fuera prudente asegurarse de que todos los monjes estaban sanos y salvos. Volvió a respirar hondo y luego, enderezando los hombros miró a los otros.

—Tú, Cuthbert, quédate aquí vigilando el ataúd del santo —dijo—. Los demás seguidme.

Les condujo por detrás de los edificios de la cocina, pasando entre la cervecería y el molino y atravesando la pradera hasta la casa de invitados. Allí se encontraban en pie los monjes, la familia de Tom y la mayoría de los aldeanos, formando grupos, hablando en voz baja y mirando atónitos la iglesia en llamas. Antes de hablarles, Philip se volvió a mirarla. El panorama era penoso. Todo el lado oeste era un montón de escombros y se alzaban grandes llamas de lo que quedaba del techo.

Apartó la vista haciendo un esfuerzo.

—¿Está todo el mundo aquí? —preguntó en voz alta—. Si creéis que falta alguien, decid su nombre.

—Cuthbert Whitehead —dijo alguien.

—Se encuentra acompañando los huesos del santo. ¿Alguien más?

No faltaba nadie más.

—Cuenta los monjes y asegúrate. Debe de haber cuarenta y cinco incluidos tú y yo —dijo Philip a Milius. Sabía que podía confiar en él y dejó de pensar en aquella cuestión. Se volvió hacia Tom Builder—. ¿Está toda su familia aquí?

Tom les señaló asintiendo. Se encontraban en pie junto al muro de la casa. La mujer, el hijo mayor y los dos pequeños. El muchacho pequeño miró asustado a Philip. Debe haber sido una experiencia aterradora para ellos, se dijo.

El sacristán estaba sentado sobre la caja del tesoro. Philip se había olvidado de ella y se sintió aliviado al ver que estaba a salvo.

—El ataúd de Saint Adolphus está detrás del refectorio, hermano Andrew —dijo dirigiéndose al sacristán—. Que te acompañen algunos hermanos para ayudarte y llévalo… —reflexionó un instante. Probablemente el lugar más seguro era la residencia del prior—, llévalo a mi casa.

—¿A tu casa? —argumentó Andrew—. Las reliquias deberían quedar a mi cuidado, no al tuyo.

—Entonces deberías haberlas rescatado de la iglesia —contestó encolerizado Philip—. ¡Haz lo que te digo y no quiero oír una palabra más!

El sacristán se levantó reacio; parecía furioso.

—Apresúrate o te despojaré de tu cargo inmediatamente. —Volvió la espalda a Andrew y se dirigió a Milius—. ¿Cuántos?

—Cuarenta y cuatro, además de Cuthbert. Once novicios. Cinco huéspedes. No falta nadie.

—Gracias a Dios. —Philip se quedó mirando el fuego que ardía de furia, parecía casi un milagro que todos estuvieran vivos y nadie hubiera resultado herido. Se dio cuenta de que estaba exhausto, pero se sentía demasiado preocupado para sentarse y descansar—. ¿Hay algo más de valor que tengamos que rescatar? —preguntó—. Tenemos el tesoro y las reliquias…

—¿Y qué hay de los libros? —preguntó Alan, el joven tesorero.

Philip lanzó un gemido. Claro, los libros. Se guardaban en un armario cerrado en la parte este del claustro, junto a la puerta de la sala capitular, para que los monjes pudieran cogerlos durante los ratos de estudio. Se necesitaría mucho tiempo en condiciones peligrosas para sacar los libros uno a uno. Tal vez algunos de los jóvenes más fuertes podrían coger el armario entero y llevarlo a un sitio seguro. Philip miró en derredor. El sacristán había elegido ya media docena de monjes para que se ocuparan del ataúd y estaban atravesando el césped. Philip indicó a tres monjes jóvenes y a tres de los novicios más antiguos que le siguieran.

Retrocedió sobre sus pasos a través del espacio abierto delante de la iglesia en llamas. Estaba demasiado cansado para correr. Pasaron entre el molino y la cervecería y dieron vuelta hasta la trasera de la cocina y del refectorio. Cuthbert Whitehead y el sacristán estaban organizando el traslado del ataúd. Philip condujo a su grupo a través del pasadizo que separaba el refectorio del dormitorio y por debajo de la arcada sur hasta el claustro.

Podía sentir el calor del fuego. El gran armario biblioteca tenía tallas en las puertas representando a Moisés y las Tablas de la Ley de piedra. Philip indicó a los jóvenes que inclinaran el armario hacia delante y lo cargaran sobre sus hombros. Lo llevaron alrededor del claustro hasta la arcada sur. Allí Philip se detuvo y volvió la vista atrás mientras los otros seguían. Sintió que le embargaba un profundo dolor ante el espectáculo de la iglesia en ruinas. Ahora ya había menos humo y más llamas, habían desaparecido partes enteras del tejado. Mientras lo miraba, el techo sobre el cruce pareció pandearse y se dio cuenta de que sería el próximo en caer. Se oyó un golpe brutal, mucho más estruendoso que ninguno de los que había oído antes y cayó el tejado del crucero sur. Philip sintió un dolor casi físico, como si su propio cuerpo estuviera ardiendo. Un momento después el muro del crucero pareció combarse hacia el claustro.

Que Dios nos ayude, se dijo Philip, va a desplomarse. Cuando empezó a venirse abajo la obra de piedra, desparramándose, se dio cuenta de que caían en dirección suya, y dio media vuelta para huir. Pero antes de haber podido dar tres pasos, algo le golpeó detrás de la cabeza y quedó inconsciente.

Para Tom, el furioso incendio que estaba destruyendo la catedral de Kingsbridge era un faro de esperanza. A través de la pradera contempló las inmensas llamas que se alzaban al aire de las ruinas de la iglesia y todo lo que se le ocurrió fue que aquello prometía trabajo. Aquella idea le había estado rondando por la cabeza desde que había salido con los ojos legañosos de la casa de invitados, y había visto el débil destello rojo a través de las ventanas de la iglesia. Todo el tiempo que había pasado indicando a los monjes que se apresuraran para ponerse a salvo y entrando precipitadamente en la iglesia en llamas para buscar al prior Philip y sacando el ataúd del santo afuera, se había sentido embargado sin remordimiento por un optimismo feliz.

Pero ahora que tenía un momento para reflexionar se le ocurrió que no debía alegrarse de que una iglesia se quemara, aunque pensó que de todas formas nadie había resultado herido, habían puesto a salvo el tesoro del priorato y además la iglesia era vieja y prácticamente se estaba derrumbando. Así que ¿por qué no alegrarse?

Los jóvenes monjes volvían atravesando la pradera y llevando consigo el pesado armario con los libros. Todo cuanto he de hacer ahora, pensaba Tom, es lograr que me den el trabajo de reconstruir esta iglesia. Y ahora es el momento de hablar con el prior Philip.

Pero este no estaba con los monjes que transportaban el armario de los libros. Llegaron a la casa de invitados y dejaron en el suelo el armario.

—¿Dónde está vuestro prior? —les preguntó Tom.

El de más edad miró sorprendido hacia atrás.

—No lo sé —dijo—. Creí que venía detrás de nosotros.

Tal vez se hubiera retrasado observando el incendio, se dijo Tom. Pero acaso se encontrara en dificultades.

Sin pensárselo dos veces, Tom atravesó corriendo la pradera y dio la vuelta hasta la trasera de la cocina. Esperaba que Philip se encontrara bien, no sólo porque parecía ser un hombre muy bueno sino también por ser el protector de Jonathan. Sin Philip nadie sabía lo que podría ocurrirle al bebé.

Tom encontró a Philip en el pasadizo entre el refectorio y el dormitorio. Se sintió aliviado al ver al prior sentado en el suelo y erguido. Parecía aturdido pero no herido. Tom le ayudó a ponerse en pie.

—Algo me golpeó la cabeza —dijo Philip confuso.

Tom miró detrás de él. El crucero sur se había derrumbado sobre el claustro.

—Tenéis suerte de estar vivo —dijo Tom—. Dios debe teneros reservado algo.

Philip sacudió la cabeza para despejarse.

—Quedé inconsciente por un instante. Ahora ya estoy bien. ¿Dónde están los libros?

—Los llevaron a la casa de invitados.

—Volvamos a ella.

Tom sujetó por el brazo a Philip mientras caminaban. Pudo darse cuenta de que el prior no estaba herido, aunque sí trastornado. Para cuando estuvieron de regreso en la casa de invitados, el incendio de la iglesia había superado ya su apogeo y las llamas empezaban a perder algo de fuerza. Tom podía distinguir con toda claridad los rostros de la gente y entonces se dio cuenta algo asombrado de que estaba amaneciendo.

Philip empezó de nuevo a organizar las cosas. Dijo a Milius Kitchener que hiciera gachas para todo el mundo y autorizó a Cuthbert Whitehead a abrir un barril de vino fuerte para reconfortar a todos, mientras tanto. Ordenó que se encendiera el fuego en la casa de invitados y que los monjes de más edad entraran en ella para resguardarse del frío. Empezó a llover, espesas cortinas de agua zarandeadas por el viento, realmente glaciales, y las llamas en la destruida iglesia se apagaron pronto.

Cuando todo el mundo se encontraba de nuevo atareado, Philip se alejó solo de la casa de invitados, dirigiéndose a la iglesia. Tom le vio y fue tras él. Era su oportunidad. Si pudiera manejar bien la situación, podría trabajar allí durante años. Philip se detuvo, observando lo que había sido el extremo norte de la iglesia, sacudiendo tristemente la cabeza ante aquel desastre como si fuera su propia vida la que estuviera en ruinas. Tom se mantuvo en pie, junto a él, sin decir palabra. Al cabo de un rato Philip se puso de nuevo en movimiento, caminando a lo largo del costado norte de la nave, a través del cementerio. Tom iba observando también los daños mientras caminaba.

El muro norte de la nave todavía se encontraba en pie, pero el crucero norte y parte del muro norte del presbiterio se habían venido abajo. La iglesia todavía tenía el extremo este. Le dieron la vuelta y miraron hacia el lado sur. La mayor parte del muro sur se había desplomado y el crucero sur se había derrumbado dentro del claustro. La sala capitular todavía seguía en pie. Caminaron hacia la arcada que conducía al paseo este del claustro. Allí se encontraron con el paso cerrado por un montón de escombros. Aquello parecía no tener arreglo, pero el ojo experto de Tom pudo reconocer que los paseos del claustro no estaban seriamente dañados, sólo sepultados bajo las ruinas de los derrumbamientos. Trepó por las piedras desprendidas hasta que pudo ver el interior de la iglesia. Justamente detrás del altar había una escalera medio oculta que conducía abajo, a la cripta. Esta se encontraba debajo del coro. Tom lo examinó, estudiando el suelo de piedra sobre la cripta para comprobar si se había agrietado. No pudo ver grieta alguna. Era muy posible que la cripta estuviera intacta. No se lo diría todavía a Philip. Reservaría la noticia para un momento crucial.

Philip había seguido andando por detrás del dormitorio. Tom se apresuró a reunirse con él. Encontraron el dormitorio en perfecto estado. Siguieron caminando y descubrieron que los otros edificios monásticos estaban más o menos dañados: el refectorio, la cocina, el horno y la cervecería. Philip hubiera podido sentirse consolado por ello, pero seguía mostrándose abatido.

Terminaron donde habían empezado todo el circuito oeste completamente en ruinas. Habían completado todo el circuito del recinto del priorato sin cruzar una sola palabra. Philip respiró hondo y rompió el silencio.

—Esto es obra del demonio —dijo al fin.

Tom se dijo: Esta es mi ocasión.

—Acaso sea obra de Dios —dijo, lanzándose de cabeza.

Philip le miró sorprendido.

—¿Qué quieres decir?

—Nadie ha resultado herido. Los libros, el tesoro y los huesos del santo están a salvo. Sólo la iglesia ha quedado destruida —dijo pensando bien sus palabras—. Tal vez Dios quisiera una nueva iglesia.

Philip sonrió con escepticismo.

—Y supongo que Dios querría que la construyeras tú.

No estaba tan aturdido que no fuera capaz de ver que la sugerencia de Tom tal vez fuera en su propio interés.

Tom siguió en sus trece.

—Es posible —dijo porfiado—. No fue el demonio el que envió aquí a un maestro constructor la noche en que ha ardido la iglesia.

Philip apartó la vista.

—Bueno, habrá una nueva iglesia, pero lo que no sé es cuándo. ¿Y qué hago yo mientras tanto? ¿Cómo puede continuar la vida del monasterio? Todos nosotros estamos aquí para orar y estudiar.

Philip estaba profundamente abatido. Aquel era el momento en que Tom podía darle una nueva esperanza.

—En una semana mi muchacho y yo podemos retirar todos los escombros del claustro y dejarlo en condiciones de uso —dijo con un tono más seguro de lo que se sentía.

Philip se mostró sorprendido.

—¿Podríais hacerlo? —Pero una vez más cambió su expresión, sintiéndose de nuevo desesperanzado—. ¿Y dónde tendríamos la iglesia?

—¿Qué hay de la cripta? Podríais celebrar los oficios divinos en ella.

—Sí, serviría muy bien.

—Estoy seguro de que la cripta no está demasiado dañada —dijo Tom. Era casi verdad, estaba casi seguro.

Philip lo miraba como si fuera el ángel de misericordia.

—No se necesitará mucho tiempo para abrir un camino a través de los escombros desde el claustro a las escaleras de la cripta —siguió diciendo Tom—. Por ese lado ha quedado completamente destruida la mayor parte de la iglesia, lo que por extremo que parezca es una suerte porque eso significa que ya no hay peligro de que se derrumbe la mampostería; tendría que revisar los muros que aún siguen en pie, y quizás fuera necesario reforzar algunos. Luego habría que comprobarlos diariamente por si apareciesen grietas, y aún así no deberíais entrar en la iglesia durante una tormenta. —Todo aquello era importante, pero Tom pudo darse cuenta de que Philip no lo asimilaba. Lo que este quería en esos momentos de Tom eran noticias positivas, algo que le levantara el ánimo. Y la única manera de que le contratara era darle lo que quería. Tom cambió de tono.

—Si algunos de vuestros monjes más jóvenes trabajaran conmigo, sería posible que arreglara las cosas de manera que pudieseis reanudar la vida monástica, en cierto modo, en dos semanas.

Philip le miraba asombrado.

—¿Dos semanas?

—Dadme comida y alojamiento para mi familia y el salario me lo podéis pagar cuando tengáis dinero.

—¿Puedes devolverme mi priorato en dos semanas? —repitió Philip incrédulo.

Tom no estaba seguro de que pudiera, pero si necesitara tres nadie iba a morirse por ello.

—Dos semanas —repitió con firmeza—, después ya podremos derribar los muros restantes. Tened en cuenta que se trata de un trabajo que requiere experiencia, si ha de hacerse con seguridad. Luego habrá que despejar los escombros, almacenando las piedras para su uso ulterior. Entretanto podremos proyectar la nueva catedral.

Tom contuvo el aliento. Lo había hecho lo mejor que podía. ¡Estaba seguro de que Philip le contrataría!

Philip asintió, sonriendo por primera vez.

—Creo que te ha enviado Dios —dijo—. Vamos a tomar algo de desayuno y luego podemos empezar a trabajar.

Tom lanzó un débil suspiro de alivio.

—Gracias —dijo con cierto temblor en la voz que no pudo contener del todo, y añadió—: No puedo deciros cuánto significa esto para mí.

Después del desayuno, Philip celebró un capítulo improvisado en el almacén de Cuthbert, debajo de la cocina. Los monjes se mostraban nerviosos e inquietos. Eran hombres que habían elegido o se habían acomodado a una vida de seguridad, predeterminada y tediosa, y la mayoría se sentían profundamente desorientados. Su perplejidad conmovía a Philip. Más que nunca se sintió como un pastor cuya tarea consistía en cuidar de unas criaturas inexpertas e indefensas. Sólo que ellos no eran animales estúpidos sino sus hermanos, por quienes él sentía gran afecto. Llegó a la conclusión de que la manera de tranquilizarles era decirles lo que iba a suceder, utilizar su energía nerviosa en trabajo duro, y volver a la rutina normal lo antes posible.

Pese a lo desusado del lugar, Philip no abrevió el ritual del capítulo. Ordenó la lectura del martirologio de ese día, seguida de las oraciones conmemorativas. Versaba sobre qué son los monasterios: oración para la justificación o la existencia. Sin embargo algunos de los monjes se mostraban inquietos, de manera que eligió el capítulo veinte de la regla de san Benito, la sección titulada «De la reverencia durante la oración». Siguió la necrología. El ritual familiar les calmó los nervios y se dio cuenta de que la expresión temerosa en los rostros que le rodeaban se borraba paulatinamente a medida que los monjes iban comprendiendo que, después de todo, su mundo no se había derrumbado.

Al final Philip se dirigió a ellos.

—Después de todo, la catástrofe que nos afligió la noche pasada tan sólo es material —empezó diciendo, procurando dar a su voz el tono más tranquilizador y cálido posible—. Nuestra vida es espiritual, nuestro trabajo la oración, la adoración y la contemplación. —Por un instante paseó la vista en derredor, captando cuantas miradas le fue posible para asegurarse de que tenía toda la atención. Luego añadió—. Os prometo que dentro de algunos días reanudaremos todo ese trabajo.

Hizo una pausa para que sus palabras calaran hondo. El relajamiento de la tensión reinante fue casi tangible. Philip permaneció un momento en silencio, y luego prosiguió:

—Dios, en su sabiduría, nos envió ayer a un maestro constructor que nos ayudará durante esta crisis. Me ha asegurado que si trabajamos bajo su dirección podremos tener el claustro en condiciones para su utilización normal en una semana.

Hubo un murmullo de grata sorpresa.

—Me temo que nuestra iglesia jamás podrá volver a utilizarse para los oficios divinos. Habrá de ser nuevamente construida, y naturalmente eso requerirá muchos años. Sin embargo Tom Builder cree que la cripta no ha sufrido daños. La cripta está consagrada, de manera que podemos celebrar los oficios divinos en ella. Tom afirma que podrá ponerla en condiciones de seguridad en una semana, tan pronto como haya terminado con el claustro. Así que como veis, podremos reanudar nuestros cultos normales para el domingo de Septuagésima.

Una vez más el alivio fue audible. Philip comprendió que había logrado calmarles y darles seguridad. Al principio del capítulo se habían mostrado atemorizados y confusos. Ahora ya estaban tranquilos y confiados.

—Los hermanos que se consideren demasiado débiles para realizar trabajos físicos serán disculpados. A los hermanos que trabajen durante todo el día con Tom Builder, les será permitido la carne roja y el vino —añadió Philip.

Planteada ya la situación, Philip tomó asiento. Remigius fue el primero en hablar.

—¿Cuánto habremos de pagar a ese constructor? —preguntó con suspicacia.

Remigius siempre era el primero en encontrar puntos débiles.

—Por el momento nada —contestó Philip—. Tom conoce nuestra pobreza. Trabajará por la comida y el alojamiento para él y su familia hasta que estemos en condiciones de pagarle su salario.

Наши рекомендации