Capítulo Dieciséis 63 страница
Daba la impresión de que la construcción planteaba muchos más problemas e interrogantes que en la época de Tom, y Alfred parecía formular siempre una pregunta cuando no se encontraba a Jack por parte alguna. Sin duda era algo natural, en Kingsbridge todo el mundo sabía que los hermanastros se aborrecían mutuamente. Sin embargo la cuestión era que Philip se encontraba una vez más incomodado por interminables problemas de detalle. Pero, a medida que transcurrían las semanas, Alfred adquiría confianza hasta que un día habló con Philip.
—¿No preferiríais que la catedral fuese abovedada? —le preguntó.
El boceto de Tom se basaba en un techo de madera sobre la parte central de la iglesia y techos de piedra abovedados en las naves laterales más estrechas.
—Sí que me gustaría —respondió Philip—. Pero nos decidimos por el techo de madera para ahorrar dinero.
Alfred asintió.
—Lo malo es que un techo de madera puede arder mientras que la piedra es a prueba de fuego.
Philip se quedó mirándolo, al tiempo que se preguntaba si no lo habría juzgado mal. Philip no esperaba que Alfred propusiera variar el diseño de su padre. Era algo que parecía más bien propio de Jack. Pero la idea de una iglesia a prueba de incendios era algo muy atractiva, sobre todo después de haber ardido toda la ciudad.
—El único edificio que ha quedado indemne tras el incendio ha sido la nueva iglesia parroquial —alegó Alfred, siguiendo aquella misma línea de pensamiento.
Y la nueva iglesia parroquial, construida por Alfred, tenía una bóveda de piedra, se dijo Philip. Pero entonces se le ocurrió que podía haber una pega.
—¿Serían capaces los muros actuales de soportar el peso extra de un techo de piedra?
—Habríamos de reforzar los contrafuertes. Sobresaldrían algo más, eso es todo.
Philip vio que había pensado en todo.
—¿Y qué me dices del coste?
—Naturalmente a la larga será más alto. Y se tardarán tres o cuatro años más en que sea terminada. Sin embargo, no influirá sobre vuestro presupuesto anual.
A Philip le gustaba cada vez más la idea.
—¿Pero acaso habremos de esperar otro año antes de poder celebrar los oficios sagrados en el presbiterio?
—No. Con el techo de piedra o de madera, no podemos empezar a trabajar en él hasta la primavera próxima, porque el trifolio ha de endurecerse antes de que pongamos peso alguno sobre él. El techo de madera puede quedar terminado algunos meses antes que el de piedra. Sin embargo, en cualquier caso, el presbiterio quedaría cubierto al final del año próximo.
Philip reflexionó, sopesando la cuestión. Había de considerar la ventaja de un techo a prueba de fuego frente a la desventaja de prolongar la construcción otros cuatro años con los consiguientes gastos de ese periodo extra. Estos parecían por el momento algo lejanos en el futuro en tanto que la garantía de seguridad era inmediata.
—Creo que discutiré el asunto con los hermanos durante el capítulo —dijo—. Pero a mí me parece una buena idea.
Alfred se retiró después de darle las gracias. Y una vez que hubo salido, Philip se quedó mirando hacia la puerta preguntándose si necesitaría de veras buscar un nuevo maestro constructor.
Kingsbridge dio una valerosa muestra el día uno de agosto, festividad de San Pedro Encadenado. Por la mañana, en todos los hogares de la ciudad se hizo una hogaza. Acababa de realizarse la recolección y la harina era abundante y barata. Quienes no tenían horno propio la llevaban al de algún vecino, o a los grandes hornos propiedad del priorato, y también a los dos tahoneros de la ciudad, Peggy Baxter y Jack-at-the-Noven. Hacia el mediodía, en todo el ambiente flotaba el olor a pan recién horneado, lo que hacía sentirse hambriento a todo el mundo. Las hogazas quedaron expuestas sobre mesas instaladas en la pradera al otro lado del río, y todo el mundo desfiló ante ellas admirándolas. No había dos iguales. Muchas tenían dentro frutas o especias. Había pan de ciruelas, pan de uva, pan de jengibre, pan de azúcar, pan de cebolla, pan de ajo y muchos más. Otras habían sido coloreadas de verde con perejil, de amarillo con yema de huevo, de rojo con sándalo o de púrpura con heliotropo. Había un sinfín de formas extrañas. Triángulos, conos, bolas, estrellas, óvalos, pirámides, flautas, rollos e incluso figuras en ocho. Otras eran aún más pretenciosas. Había hogazas con forma de conejos, de osos, monos y dragones. Se veían casas y castillos de pan. Pero todo el mundo se mostró unánime al reconocer que la hogaza hecha por Ellen y Martha era la de mayor magnificencia. Representaba la catedral con el aspecto que tendría una vez terminada, y se había guiado por el boceto de su difunto marido Tom.
El dolor de Ellen había sido algo terrible de ver. Noche tras noche deambulaba como un alma atormentada y nadie había sido capaz de consolarla. Incluso en aquellos momentos, dos meses después, se la veía macilenta y ojerosa. Pero ella y Martha parecían capaces de ayudarse mutuamente y hacer la catedral de pan les había proporcionado cierta especie de consuelo.
Aliena pasó largo tiempo contemplando la construcción de Ellen.
Deseaba poder hacer algo que también a ella la consolara. No sentía entusiasmo por nada en absoluto. Al comenzar las pruebas, fue recorriendo una mesa tras otra con indiferencia, sin comer. Ni siquiera quiso construirse una casa hasta que el prior Philip la obligó a que se despabilara, y Alfred le llevó madera destacando a algunos de sus hombres para que le ayudaran. Seguía comiendo en el monasterio, siempre y cuando se acordara siquiera de comer. Se había quedado sin energías. Si se le ocurría hacer algo para sí misma, un banco de cocina con la madera sobrante o terminar las paredes de su casa rellenando las grietas con barro del río, o incluso preparar un armadijo para capturar aves y así poder alimentarse, se le venía a la mente cuán duramente había trabajado para establecer su negocio como mercader de lana y con cuánta rapidez había sido destruido, lo que le hacía perder todo entusiasmo. De manera que seguía en aquel estado día tras día levantándose tarde, yendo al monasterio a comer cuando se sentía hambrienta, pasando el día viendo fluir el río y quedándose dormida sobre la paja del suelo de su nueva casa en cuanto oscurecía.
A pesar de su lasitud, sabía que el festival de aquel primero de agosto era tan sólo una simulación. La ciudad había sido reconstruida y la gente seguía atendiendo a sus obligaciones como antes; pero la matanza proyectaba una larga sombra y Aliena podía percibir detrás de la apariencia de bienestar una profunda corriente subterránea de temor. La mayoría de la gente sabía simular mejor que ella la impresión de que todo iba bien; aunque en realidad todos sentían, como ella, que aquello no podía durar y que cualquier cosa que construyeran en aquellos momentos volvería a ser destruida.
Mientras permanecía allí en pie, contemplando con mirada vacua los montones de hogazas, llegó su hermano Richard. Había venido atravesando el puente desde la ciudad desierta llevando de la brida a su caballo. Estuvo fuera luchando junto a Stephen ya desde antes de la matanza y se mostraba asombrado ante lo que estaba viendo.
—¿Qué diablos ha pasado aquí? —preguntó a su hermana—. No he podido encontrar nuestra casa… ¡Toda la ciudad ha cambiado!
—El día de la feria del vellón vino William Hamleigh con una tropa de hombres armados y prendió fuego a la ciudad —le dijo Aliena.
Richard palideció por el sobresalto y la cicatriz de su oreja derecha se le puso lívida.
—¡William! —dijo con voz entrecortada—. ¡Ese demonio!
—Pero tenemos una nueva casa —siguió diciendo Aliena con tono monótono—. Los hombres de Alfred la construyeron para mí. Es mucho más pequeña y está allá abajo, junto al nuevo embarcadero.
—¿Qué te ha pasado a ti? —preguntó Richard mirándola—: Estás prácticamente calva y no tienes cejas.
—Se me prendió el pelo…
—No habrá…
Aliena negó con la cabeza.
—Esta vez no.
Una de las zagalas llevó a Richard pan de sal para que lo probara. Cogió un poco pero no se lo comió; parecía confundido.
—De todas maneras, me alegro de que estés bien —le dijo Aliena.
Richard asintió.
—Stephen marcha sobre Oxford, donde se ha refugiado Maud. Es posible que pronto termine la guerra. Pero necesito una espada nueva. He venido a buscar algo de dinero. —Comió un poco de pan; su rostro había recuperado el color—. Por Dios que esto sabe bien. Luego podrás prepararme algo de carne.
De súbito Aliena tuvo miedo de él. Sabía que iba a ponerse furioso con ella, se sentía sin fuerzas para enfrentarse a su hermano.
—No tengo carne —le dijo.
—Bueno, entonces ve a buscarla a la carnicería.
—No te enfades, Richard —le suplicó Aliena y empezó a temblar.
—No estoy enfadado —le rebatió él irritado—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Toda mi lana ardió con el incendio —dijo Aliena, y se quedó mirándolo atemorizada, esperando que explotase.
Richard frunció el entrecejo, tragó y luego arrojó la corteza de su pan.
—¿Toda?
—Toda.
—Pero todavía debes de tener algo de dinero.
—Nada.
—¿Por qué no? Siempre tuviste un gran cofre rebosante de peniques oculto debajo del suelo de…
—En mayo no. Lo gasté todo en lana… hasta el último penique. E incluso pedí prestadas cuarenta libras al pobre Malachi, que ahora no puedo pagarle. Desde luego no puedo comprarte una espada nueva. Ni siquiera puedo comprar un pedazo de carne para tu cena. Estamos sin un penique.
—Entonces ¿cómo podré seguir adelante? —gritó furioso.
Su caballo aguzó las orejas y se agitó inquieto.
—¡No lo sé! —dijo Aliena llorosa—. Y no grites, que asustas al caballo.
Luego, rompió a llorar.
—William Hamleigh es el causante de todo esto —dijo Richard apretando los dientes—. Un día de estos le voy a hacer desangrarse como un gordo cerdo. Lo juro por todos los santos.
Alfred se acercó a ellos con la poblada barba llena de migas y un trozo de pan de ciruelas en la mano.
—Prueba este —dijo a Richard.
—No tengo hambre —contestó el caballero con aspereza.
—¿Qué pasa? —preguntó Alfred mirando a Aliena.
Fue Richard quien contestó.
—Acaba de decirme que no tenemos un penique.
Alfred asintió con la cabeza.
—Todo el mundo ha perdido algo, pero Aliena lo ha perdido todo.
—Te darás cuenta de lo que eso significa para mí —dijo Richard dirigiéndose a Alfred aunque mirando acusador a Aliena—. Estoy acabado. Si no puedo reponer armas, pagar a mis hombres y comprar caballos, me será imposible luchar a favor del rey Stephen. Estará acabada mi carrera de caballero y jamás seré conde de Shiring.
—Aliena puede casarse con un hombre adinerado —alegó Alfred.
Richard rio desdeñoso.
—Los ha rechazado a todos.
—Tal vez alguno de ellos vuelva a requerirla.
—Sí. —La cara de Richard se contrajo con una sonrisa cruel—. Podremos enviar cartas a todos los pretendientes que ha rechazado diciéndoles que ha perdido todo su dinero y que ahora estaría dispuesta a considerar…
—Ya basta —cortó Alfred poniendo una mano sobre el brazo de Richard, el cual calló, y Alfred se volvió hacia Aliena—. ¿Recuerdas lo que te dije hace un año, durante la primera comida de la comunidad?
A Aliena le dio un vuelco el corazón. Apenas podía creer que Alfred insistiera de nuevo sobre aquello. No le quedaban fuerzas para discutir acerca del tema.
—Lo recuerdo —dijo—. Y espero que tú también recuerdes mi respuesta.
—Yo sigo queriéndote —declaró Alfred.
Richard pareció sobresaltado.
—Y todavía deseo casarme contigo. ¿Quieres ser mi mujer, Aliena?
—¡No! —le contestó.
Le habría gustado añadir algo más para que su negativa resultara definitiva e irreversible, pero estaba demasiado cansada. Su mirada fue de Alfred a Richard y de nuevo a su hermano y de repente le fue imposible aguantar por más tiempo. Dio media vuelta y se alejó de ellos a toda prisa atravesando la pradera y cruzando el puente en dirección a la ciudad.
Estaba profundamente enojada y resentida con Alfred por haber repetido su proposición de matrimonio delante de Richard. Hubiera preferido que su hermano la ignorara. Habían pasado tres meses desde el incendio… ¿Por qué Alfred no había hablado de ello hasta ahora? Era como si hubiera estado esperando a Richard y hubiera hecho su movimiento tan pronto como este hubo llegado.
Caminó por las nuevas calles que se hallaban desiertas. Todo el mundo se encontraba en el priorato probando los panes. La casa de Aliena estaba en el nuevo barrio humilde, abajo junto al embarcadero. Los alquileres eran módicos pero aún así no tenía siquiera idea de cómo podría pagar el suyo. Richard la alcanzó montado a caballo y, al llegar junto a ella, descabalgó y empezó a andar a su lado.
—Toda la ciudad huele a madera fresca —comentó en tono indiferente—. ¡Y todo parece tan limpio!
Aliena ya se había acostumbrado al nuevo aspecto de la ciudad, pero él la veía por primera vez. Era una limpieza artificial. El fuego había barrido la madera húmeda y pútrida de las viejas construcciones; los tejados bardados, con la densa mugre que habían acumulado durante años los fuegos para guisar; los malolientes y rancios establos y los apestosos y viejos muladares. Ahora flotaba un olor a cosas nuevas. Madera nueva, barda nueva, juncos nuevos cubriendo los suelos, incluso lechada nueva en las moradas de los más adinerados.
El fuego parecía haber enriquecido la tierra, hasta el punto de que crecían flores silvestres en los lugares más extraños. Alguien había hecho observar el reducido número de personas que caían enfermas desde el incendio, lo cual parecía confirmar una teoría sustentada por muchos filósofos de que las enfermedades se propagaban a través de los vapores malolientes.
Sus pensamientos eran erráticos. Richard le había hablado.
—¿Que decías? —le preguntó.
—He dicho que no sabía que Alfred te hubiera propuesto matrimonio el año pasado.
—Tenías cosas más importantes en la cabeza. Fue más o menos por la época en que cogieron prisionero a Robert de Gloucester.
—Alfred ha sido muy amable construyéndote una casa.
—Sí, lo fue. Y aquí está.
Aliena observó a su hermano mientras él miraba la casa. Se le veía abatido. Aliena lo sintió por él. Procedía del castillo de un conde e incluso la gran casa que tenían en la ciudad antes del incendio se le había derrumbado. En adelante habría de acostumbrarse al estilo de morada que ocupaban los trabajadores y las viudas.
Aliena le cogió la brida del caballo.
—Dame. Hay sitio para el caballo en la parte trasera.
Hizo atravesar al animal por la habitación única que tenía la casa, y lo sacó por la puerta de atrás. Unas toscas vallas bajas separaban los patios. Aliena ató el caballo a un poste de la valla y empezó a quitarle la pesada silla de madera. Semillas de hierba y cizaña procedentes de cualquier parte habían fertilizado la tierra abrasada. La mayoría de la gente había excavado un excusado, plantado hortalizas y construido una pocilga o un gallinero en aquellos patios; pero el de Aliena aparecía yermo.
Richard recorría la casa pero no había mucho que mirar y al cabo de un momento siguió a Aliena al patio.
—La casa tiene poca cosa… no hay muebles, ni ollas, ni cuencos…
—No tengo dinero —se limitó a decir Aliena en actitud apática.
—Ni siquiera has hecho nada en el jardín —observó Richard mirando en derredor con desagrado.
—Tampoco tengo fuerzas —contestó ella ya enfadada y, dándole la silla, entró en la casa.
Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. Allí hacía fresco. Podía oír a Richard ocupándose de su caballo en el patio. Al cabo de unos momentos de permanecer allí sentada y quieta, vio que una rata asomaba el hocico entre la paja. En el incendio debieron de morir miles de ratas y ratones; pero empezaban a aparecer de nuevo. Miró en derredor en busca de algo con que matarla; pero no había nada a mano. Como quiera que fuese, el animal había vuelto a desaparecer.
¿Qué voy a hacer? Se dijo. No puedo vivir así durante el resto de mi vida. Pero sólo la idea de tener que empezar una nueva empresa ya le hacía sentirse agotada. Hubo un tiempo en que logró salvarse y también salvar a su hermano de la penuria; pero aquel esfuerzo había dado al traste con todas sus reservas de energía y le era imposible volver a hacerlo. Habría de encontrar alguna forma de vida pasiva, dirigida por otra persona y poder así vivir sin tomar decisiones o iniciativas. Pensó en Mrs. Kate, de Winchester, la que la había besado en los labios y acariciado el seno y le había dicho: Mi querida joven, jamás te faltará el dinero o cualquier otra cosa. Si trabajas para mí, las dos seremos ricas. No, se dijo, eso no. Jamás.
Richard entró llevando la silla.
—Si no puedes cuidar de ti misma, más vale que encuentres a alguien que se ocupe de ti —dijo.
—Siempre te he tenido a ti.
—¡Yo no puedo ocuparme de tu vida! —protestó Richard.
—¿Por qué no? —por un instante se sintió poseída por la ira—. ¡Yo me he cuidado de la tuya durante seis largos años!
—Yo he estado combatiendo en una guerra… Todo cuanto tú has hecho ha sido vender lana.
Y apuñalar a un proscrito, se dijo Aliena. Y arrojar al suelo a un sacerdote deshonesto, y alimentarte, vestirte y protegerte cuanto tú no podías hacer otra cosa que morderte los nudillos y sentirte aterrado. Pero, al apagarse ese chispazo de ira, se limitó a decir:
—Estaba bromeando, claro.
Richard gruñó al no estar seguro de si debería ofenderse por aquella observación. Luego, se limitó a menear la cabeza irritado.
—De cualquier manera no debiste rechazar a Alfred con tanta rapidez.
—Cierra la boca, por todos los santos —replicó Aliena.
—¿Qué tiene de malo?
—Alfred nada tiene de malo. ¿Es que no lo entiendes? Algo anda mal en mí.
Richard dejó la silla y la apuntó con un dedo.
—Eso es verdad y yo sé lo que es. Eres una completa egoísta. Sólo piensas en ti.
Era algo tan monstruosamente injusto que Aliena fue incapaz siquiera de enfadarse. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Cómo puedes decir eso? —protestó desolada.
—Porque todo marcharía bien sólo con que tú te casaras con Alfred. Pero sigues negándote.
—El que yo me casara con Alfred no te ayudaría en nada.
—Claro que sí.
—Ya me dirás cómo.
—Alfred me dijo que si fuera su cuñado me ayudaría a luchar. Habría que recortar algo, ya que no puede permitirse mantener a todos mis hombres de armas, pero me prometió darme lo suficiente para un caballo de guerra, armas nuevas y mi propio escudero.
—¿Cuándo? —preguntó Aliena asombrada—. ¿Cuándo te dijo eso?
—Hace poco. En el priorato.
Aliena se sintió humillada y Richard tuvo la donosura de parecer algo avergonzado. Los dos hombres habían estado negociando sobre ella como un par de tratantes de caballos. Aliena se puso en pie y, sin decir palabra, salió de la casa.
Se dirigió de nuevo al priorato y entró en el recinto desde la parte sur, saltando el foso junto al viejo molino de agua. El molino estaba parado al ser aquel día festivo. No habría tomado aquella dirección de haber estado funcionando, porque el golpeteo de los martillos mientras enfurtían los tejidos le causaba siempre dolor de cabeza. Tal y como esperaba, el recinto del priorato se hallaba desierto. Era la hora en que los monjes estudiaban o descansaban, y todos los demás se encontraban aquel día en la pradera. Se dirigió hacia el cementerio, en la parte norte del enclave de la construcción. Las tumbas, cuidadosamente atendidas, con sus aseadas cruces de madera y los ramos de flores frescas le revelaron la verdad. La ciudad aún no había superado aquella matanza. Se detuvo junto a la tumba en piedra de Tom, adornada con un sencillo ángel en mármol esculpido por Jack. Hace siete años, se dijo, mi padre acordó un matrimonio muy razonable para mí. William no era viejo ni tampoco feo o pobre. Cualquier otra joven en mi lugar lo hubiera aceptado con un suspiro de satisfacción. Pero yo lo rechacé y con ello di lugar a todos los desastres que siguieron. El ataque a nuestro castillo, mi padre encarcelado, mi hermano y yo en la miseria… Incluso el incendio de Kingsbridge y la muerte de Tom son consecuencia de mi obstinación.
En cierto modo, la muerte de Tom parecía el peor de todos aquellos desastres, tal vez porque tanta gente le había querido o, acaso, por ser el segundo padre que Jack perdía.
Y ahora estoy rechazando otra proposición muy razonable, se dijo siguiendo el curso de sus pensamientos. ¿Qué derecho tengo a sentirme tan especial? Mis melindres ya han provocado bastantes dificultades. Debería aceptar a Alfred y sentirme agradecida de no tener que trabajar para Mrs. Kate.
Se alejó de la tumba y se dirigió hacia el enclave de la construcción. Se detuvo donde habría de estar la crujía y miró hacia el presbiterio. Estaba acabado. Le faltaba sólo el techo. Los albañiles se preparaban para la siguiente fase, la de los cruceros. De hecho ya se había fijado el plan sobre el suelo, a cada uno de los lados, con estacas y cordel, y los hombres habían empezado a cavar para los cimientos. Frente a ella, los altísimos muros proyectaban largas sombras con el sol de última hora de la tarde. El día era cálido, pero en la catedral hacía frío. Aliena contempló durante largo tiempo las hileras de arcos, grandes a nivel del suelo, pequeños encima y medianos en la parte superior. El ritmo regular de la arcada, pilar, arco, pilar, producía una especie de satisfacción profunda. Justo frente a ella, en el muro este, había una bella ventana redonda. El sol, al salir, brillaría a través de la tracería durante los oficios matinales.
Si Alfred estuviera de veras dispuesto a financiar a Richard, Aliena podría tener todavía la oportunidad de cumplir con el juramento que hizo a su padre de cuidar de Richard hasta que este recuperara el Condado. En el fondo de su corazón, sabía que habría de casarse con Alfred. Lo que pasaba era que no podía afrontarlo.
Caminó por la nave lateral de la parte sur, deslizando la mano sobre el muro, sintiendo la superficie rugosa de la piedra, hundiendo las uñas en las estrías superficiales labradas por el formón dentado de los canteros. Allí, en las naves laterales, debajo de las ventanas, el muro estaba decorado con arcos ciegos, semejante a una hilera de arcos rellenos. Estos no tenían objetivo alguno, y sólo estaban destinados a hacer más acusada la sensación de armonía que Aliena siempre experimentaba cuando miraba el edificio. En la catedral de Tom, todo parecía hecho ex profeso para satisfacer sus exigencias.
Acaso su vida fuera algo semejante, todo previsto de antemano como en un inmenso boceto, y ella se comportara como un constructor demencial, empeñada en introducir una cascada en el presbiterio.
En la esquina sureste del templo, una puerta baja conducía hasta una angosta escalera de caracol. Siguiendo un impulso, Aliena la atravesó y empezó a subir. Al desaparecer de su vista la puerta y no ver tampoco ante sí el final de la escalera, comenzó a experimentar una sensación extraña, ya que daba la impresión de que aquel pasaje seguiría ascendiendo sin fin. Y entonces vio luz diurna. Había una ventana pequeña, casi una hendidura en el muro de la pequeña torre, destinada sin duda a iluminar la escalera. Desembocó al fin en la amplia galería que había sobre la nave lateral. No tenía ventanas al exterior pero, por la parte interior, daba a la iglesia todavía descubierta. Se sentó en la base de una de las columnas de la arcada interior, y descansó contra el fuste. La frialdad de la piedra fue como una caricia en su mejilla. Se preguntó si ese pilar lo habría esculpido Jack. Se le ocurrió pensar que si caía desde allí podía morir. Pero en realidad no estaba muy alto. Era posible que sólo se rompiera las piernas y quedara allí inmóvil, presa de terribles dolores hasta que llegaran los monjes y la encontraran.
Decidió subir hasta el trifolio. Volvió a la escalera de la pequeña torre y continuó el ascenso. El tramo siguiente era más corto, pero aún así resultaba aterrador por lo que, al llegar al final, el corazón le latía de forma desacompasada. Entró en el pasaje del trifolio, un túnel angosto en el muro. Se deslizó a lo largo de él hasta llegar al alféizar interior de una ventana del trifolio. Se aferró a la columnilla que dividía la ventana. Al mirar hacia abajo y ver el desplome de setenta y cinco pies empezó a temblar.
Oyó pisadas en la escalera de la pequeña torre. Se dio cuenta de que jadeaba como si hubiera estado corriendo. No había nadie a la vista. ¿Se habría deslizado alguien detrás de ella con intención de sorprenderla? Las pisadas avanzaban por el pasaje del triforio. Aliena dejó de apoyarse en la columnilla y permaneció temblando en el borde. En el umbral apareció una silueta. Era Jack. Su corazón latía con tal fuerza que incluso podía oírlo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó cauteloso.
—Estaba…, estaba viendo cómo marchaba tu catedral.
Jack apuntó al capitel que había sobre la cabeza de ella.
—Yo hice eso.
Aliena levantó la vista. En la piedra aparecía esculpida la figura de un hombre sobre cuya espalda descansaba el peso del arco. Tenía el cuerpo como contorsionado por el dolor. Aliena se quedó mirándolo. Jamás había visto nada parecido.